Olvidé olvidarte (4 page)

Read Olvidé olvidarte Online

Authors: Megan Maxwell

Tags: #Romántico

BOOK: Olvidé olvidarte
4.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Estas más delgada? —comentó Shanna a su amiga mientras ésta conducía.

Al escucharla, Elsa gesticuló y dijo:

—Son las mechas, me afinan la cara.

—Pues ahora que lo dices —rió—, puede que sea eso, aunque, para ser justos, a ti nunca te sobró un kilo.

Divertida por el comentario, Elsa sonrió antes de decir:

—Qué buena amiga eres.

—Te lo digo con sinceridad. Ya sabes que yo no soy precisamente de las que mienten.

—Ya lo sé —respondió Elsa.

Si algo tenía claro era que su amiga era de las que llamaban al pan, pan, y al vino, vino.

—¿Ha llagado ya Rocío? —preguntó Shanna echándose la melena hacia atrás.

—Sí. Llegó ayer. Quería venir conmigo a recogerte, pero su hermano Miguel necesitaba que le acompañara para hacer unas gestiones. —Y mirándola, finalizó—: Le dije que fuera con él. Al fin y al cabo nosotras estaremos juntas todo el día en la boda.

Al escuchar aquello, Shanna aplaudió y sonrió encantada.

—¡Qué emocionante! ¡Nuestra cherokee se casa! —Ambas rieron—. ¿Cómo está la loca?

—Tú lo has dicho. ¡Enloquecida! Anoche me tuvo hasta las tantas al teléfono y le prometí que iríamos pronto a su casa.

—¡Genial! —asintió Shanna. Mirándola de nuevo preguntó—: Por lo demás, ¿alguna novedad?

Tras un suspiro, que no presagiaba nada bueno, Elsa comentó:

—Celine acudirá acompañada de Bernard.

—¿En serio? ¿Sus padres no dirán nada?

Encogiéndose de hombros, Elsa respondió, mientras llegaban a su destino:

—Mira, chica, no tengo ni idea. Aída me comentó anoche que Celine había dicho que tenía que contarnos algo. Y tú, ¿alguna novedad?

—Nada nuevo. —Y tras un suspiro dijo—: George, mi vecino, sigue colgado por otra y no me hace ni caso. Sinceramente, Elsa, no puedo competir con las dos tetorras que tiene —se mofó señalándose a sí misma. Shanna era lisa como una tabla.

Mientras descargaban la maleta que ésta traía y, reían por el último comentario, oyeron una exclamación.

—Por Dios bendito, ¡han llegado!

Al mirar hacia arriba, Shanna y Elsa pudieron comprobar que la que gritaba como una loca era Rocío, acompañada por Bea,
la Llorona
. Pocos minutos después, se podía oír el griterío y las risas de todas ellas. Juan, el padre de Elsa, disfrutaba al verlas. Y por más que las miraba le parecía que había sido ayer cuando aquellas jovencitas jugaban con las muñecas en el jardín trasero de la casa.

Una hora después, Shanna, Rocío y Elsa se marcharon a la casa de Aída cargadas con sus vestidos.

—¡Virgencita! —comentó Rocío—. ¿En serio que Celine ha dicho que nos tiene que contar algo?

—Eso dice Elsa —respondió Shanna.

—Yo no —rió la mencionada—. A mí me lo dijo Aída.

De pronto, llevándose la mano a la boca, la expresiva Rocío gritó:

—¿Será que está embarazada? Virgen del Rocío, ¡qué escándalo!

Elsa y Shanna se troncharon de risa al oírla y comprobar que, aunque Rocío vivía en Nueva York, aquella ciudad tan cosmopolita no la había cambiado.

—¡Madre mía! Esperemos que no —dijo Shanna.

—Qué mal pensadas sois —murmuró Elsa.

—Viniendo de Celine siempre hay que pensar mal —comentó Shanna.

—Me joroba pensar así —dijo Rocío—. Y más cuando todas la queremos mucho. Pero o le falta un tornillo o lo tiene mal colocado.

—Por eso creo que la queremos —sonrió Shanna—. Celine posee un punto de locura que a todas, en el fondo, nos gustaría tener.

—Hablando de la reina de la locura —señaló Elsa, al parar el coche cerca de la casa de Aída—. Decidme qué pensáis de esas dos.

Celine y Aída, sentadas en el escalón de entrada, fumaban tranquilamente un cigarro mientras tomaban el sol, sin percatarse de que las chicas habían llegado. Celine vestía unos vaqueros, una camiseta de Armani negra, unas gafas de sol que la tapaban media cara y su típico pelo corto y negro peinado hacia atrás, mientras que, a su lado, Aída lucía un conjunto rosa chicle de camiseta y pantalón corto, y tenía la cabeza llena de rulos, por supuesto rosas.

Muertas de risa, las rodearon y, cuando estaban a menos de un metro de ellas, Shanna dijo:

—¡Qué bonita estampa!

El chillido de Aída al verlas provocó las risas del grupo mientras todas se abrazaban felices por estar allí. Pasados los primeros momentos de confusión, durante los que todas intentaban hablar, Cecilia, la orgullosa madre de la novia, también con la cabeza llena de rulos y más histérica que ninguna, las metió en casa y, sin ningún resultado, intentó que se comenzaran a arreglar.

—¡Estoy histérica! —gritó Aída, agarrada a Rocío.

—Pues relájate,
miarma
, que el circo todavía no ha empezado —contestó Rocío tronchándose de risa al ver la cara que ponía la madre de la novia.

Encendiendo otro cigarrillo con todo el glamur del mundo, Celine murmuró:

—Tienes razón.

—Chicas, chicas —dijo Cecilia, atrayendo la atención de las cinco—. Son las dos y cuarto, a las seis viene el fotógrafo. Ahora le diré a María que os suba los emparedados que encargué para que comierais, pero a las cuatro, cuando lleguen los peluqueros, quiero que empecéis a arreglaros.

Y abriendo la mano, extendió un pañuelo blanco que llevaba y, secándose los ojos, balbuceó:

—Todas vais a estar guapísimas.

—Venga, mamá. —Su hija se acercó a ella para abrazarla—. Que como dice Rocío, «el circo todavía no ha empezado». No llores. Si lo haces, al final de la tarde tendrás los ojos como dos tomates.

—Y la nariz como un pimiento —dijo una voz tras ellas.

Al mirar hacia la puerta de la calle, vieron entrar a Javier junto a su padre, Anthony Thorton. Este último, al ver a las chicas, se alegró y las saludó con afecto.

—¿No me digas que tú eres Javier? —preguntó Shanna acercándose a él.

Llevaba sin verle desde que se marchó a Canadá, cinco años atrás. Javier asintió y ella le dio un abrazo. Lo mismo hicieron Rocío y Celine, que comentaron lo que había crecido, mientras el muchacho las observaba con una encantadora sonrisa en los labios y miraba a Elsa, quien no le besó como las demás.

—Pero, chiquillo, ¡qué alto eres! —comentó Rocío impresionada.

Javier sonrió. Era altísimo y la ropa de deporte que llevaba le sentaba muy bien. Era un chico moreno, de ondulado pelo negro, que poseía unos preciosos ojos oscuros que lo escrutaban todo.

Su padre, Anthony, dijo orgulloso para ensalzarle ante las muchachas:

—Un metro ochenta y nueve mide mi chaval.

Ambos regresaban de hacer deporte. Aquella mañana al ver el nerviosismo de Cecilia, su mujer, y Aída, su hija, los dos habían decidido desaparecer de la casa e irse a jugar un partido de baloncesto.

—Chicas —dijo Aída mientras abrazaba a su hermano—. Felicitadle, que hoy es su cumpleaños.

Tras oír aquello, Rocío, que estaba a su lado, volvió a besarle, seguida de Celine y Shanna. Javier, divertido, sonreía al verlas. Ellas también habían crecido. Aún las recordaba como a unas adolescentes de dieciséis o diecisiete años.

Cuando Elsa se acercó para besarle y felicitarle, él no desaprovechó la oportunidad de asirla por la cintura para acercarla más a él y oler su piel. Ella, al notar la cercanía y sin saber por qué, se sintió nerviosa de nuevo. Cuando se separaron, se miraron a los ojos durante unos segundos hasta que un grito les sacó de su ensimismamiento.

—¡Felicidades! —volvió a decir Shanna—. ¿Cuántos cumples?

Sin dejar de sonreír, Javier tuvo que hacer un esfuerzo por apartar la mirada de Elsa y responder.

—Dieciocho. Yo también crezco. No sólo vosotras.

—Has estado fuera de España, ¿verdad? —preguntó Celine al recordar que Aída se lo había mencionado en alguna de sus cartas al hablar de su hermano.

—Sí. Durante cuatro años estuve estudiando en Oklahoma, en Tahlequah.

—Estuvo aprendiendo todo lo necesario para ser un hombre con voluntad, alguien de provecho en la vida —dijo Anthony, orgulloso.

Ver a su hijo convertirse en un adulto de bien era algo que su madre, Aiyana, y su abuela, Sanuye, le habían enseñado. Algo que quería que su hijo aprendiera.

—Ha sido dura la lejanía —prosiguió Anthony—. Pero para Javier la experiencia con mi pueblo, los cherokee, ha resultado positiva.

Al oír aquello, Cecilia puso los ojos en blanco. Hablar de aquel pueblo indio y ver cómo les llamaban por los nombres que la familia de su esposo les había puesto le horrorizaba. En cambio, a Anthony le gustaba. Le encantaba que su madre o su abuela le llamaran Chilaili, «pájaro de nieve», un nombre que sólo utilizaba cuando viajaba con ellos. En España ese nombre no existía. Era algo que disgustaba a su esposa, por lo que decidió omitirlo, al igual que su pasado.

Javier, al ver el gesto de su madre y la sonrisa de su progenitor, posó con complicidad la mano sobre el hombro de su padre y asintió.

—La experiencia fue muy positiva, papá, no lo dudes.

Cecilia, la madre, tras mirar con ojos de reproche a su marido e hijo, dijo:

—Basta de hablar de esas cosas. —Y al ver que por fin había conseguido que todos la miraran, añadió—: Ya era hora de que llegarais.

Anthony, que conocía muy bien a su mujer y divertido por los nervios de ésta, dijo:

—Querida, todavía faltan muchas horas para la boda. Tranquilízate o al final estarás agotada.

Llevándose las manos a los rulos, ésta murmuró algo molesta:

—Es que no puedo con vosotros. Vuestra tranquilidad me pone nerviosa.

Al escucharla, todos rieron. Si algo conocían era que Cecilia se ponía nerviosa por cualquier cosa, y no iba a ser menos en la boda de su hija.

—Mamá, por favor —se quejó Aída.

—¡Tranquila, Amitola! —susurró Javier haciendo sonreír a su hermana.

Aquel nombre que su madre odiaba era el que la abuela Sanuye, la india, le había puesto el día de su nacimiento. Quería decir «Arco Iris».

—No te preocupes, Amadahy —respondió ésta al oír a su hermano. Su padre, que adoraba que se llamaran así, sonrió.

Pero, como siempre que mencionaban esos nombres, su madre resopló.

—¡Mamá! —se quejó Aída, que puso los ojos en blanco—. Nos pones nerviosos a todos. —Y volviéndose hacia sus amigas preguntó—: ¿Queréis beber algo?

Las muchachas asintieron y se dirigieron a la cocina, mientras Javier marchaba a su habitación y sus padres al jardín. Una vez en la cocina, las chicas cogieron del gigantesco frigorífico side-by-side varias latas de Coca-Cola. Divertidas, salieron al jardín, donde se sentaron junto a la piscina cubierta, alejadas de los padres de Aída, que charlaban animadamente.

—¿Os habéis traido el bañador? —preguntó Aída tras mirar a su madre.

Todas negaron con la cabeza.

—Te recuerdo —dijo Elsa— que hemos venido a tu boda, no a pasar un día en la piscina.

—Ya sé que hoy es mi boda. Pero ¿no os apetece un bañito en la piscina cubierta?

—Qué pija eres, chiquilla —se guaseó Rocío—. ¡Qué asco! Mira que tener hasta piscina cubierta en casa.

—¿Y los rulos? —señaló Shanna, divertida, al contemplar la cabeza de su amiga.

—Bueno, si tenéis cuidado y no me ahogáis, los rulos pueden continuar donde están —dijo Aída con una sonrisa pícara.

Aquel comentario provocó las risas del grupo, y Celine, apagando su cigarro, contestó:

—Pues sí. Yo sí que me daría un bañito.

—¡María! —llamó Aída a la asistenta mexicana que llevaba toda la vida con ellos—. Por favor, María, ¿puede traernos unos bañadores del tercer cajón de la mesilla de mi habitación?

La mujer sonrió y tras mirar a Cecilia, que en ese momento se adentraba en la casa aún charlando con su esposo, dijo:

—Señorita, yo se los traigo ahorita mismo. Pero si su madre se entera, se enfadará muchísimo con todas ustedes.

Aída, levantándose, le dio un beso con cariño a la mujer y dijo:

—No te preocupes, María. Tú tráelos, que de mi madre me ocupo yo.

Tras aquel beso tan cariñoso, la mujer marchó a la habitación de la muchacha para coger varios bañadores y algún biquini, antes de volver junto a las chicas. Una vez se los pusieron se metieron muertas de risa en la piscina cubierta. Al principio, sin ruido. Luego se fueron animando y, al final, los rulos rosas terminaron flotando, mientras todas se hacían ahogadillas a diestro y siniestro. Cecilia, al oír aquel jaleo, salió al jardín. No dio crédito a lo que sus ojos veían. Las chicas estaban en la piscina comportándose como unas locas y su hija, la novia, era la peor. Con gesto de enfado comenzó a andar hacia ellas, con intención de regañarlas y sacarlas del agua. Pero Anthony, su marido, le cortó el camino diciéndole que dejara que las muchachas se divirtieran. Era la última vez que su hija podría hacerlo como una muchacha soltera. Cecilia, al oír aquello, asintió con la cabeza y, llorando, se alejó abrazada a su marido, que no paraba de sonreír ante los continuos hipos de su mujer. Pasada más de una hora de risas, las chicas decidieron salir para secarse.

—De verdad, es que me parece increíble que te vayas a casar —dijo Shanna.

—No me lo creo ni yo —respondió Aída envolviéndose en una toalla.

—Personalmente, creo que si has encontrado al hombre de tu vida, haces bien casándote —apuntó Rocío.

—¿Y quién dice que Mick es el hombre de su vida? —preguntó Celine encendiéndose un cigarro, mientras peinaba su pelo corto hacia atrás con glamur.

Todas la miraron. Celine, alias La Tempanito y su perpetua negatividad.

—Me lo dicen sus ojos, su sonrisa y la manera en que me besa y me hace el amor —respondió Aída haciéndolas reír.

—¡Aída Thorton! —gritó Rocío imitando a Cecilia y haciéndolas reír a todas—. ¿Cómo puedes ser tan inmoral y decir semejante barbaridad?

Celine, con gesto divertido, dijo tras dar una calada arrastrando las palabras:

—Di que sí, nena. Haces muy bien en probar el producto. Así sabrás que lo que compras te gusta y es de calidad.

—Pero bueno, Celine —rió Elsa—. Según lo describes, esto parece un mercado de carne, en vez de una boda por amor.

Celine sonrió. Era la más experimentada de las cinco en asuntos de sexo y relaciones personales.

—Cielo, cuando tú vas al mercado compras lo que te gusta, ¿verdad? —Elsa asintió—. Y si te gusta, siempre compras de esa marca ¿a que sí? —Su amiga volvió a asentir—. Pues yo pienso que, a pesar de que una marca te agrada, siempre habrá otra que te guste más. Por eso, lo mejor es variar y no anclarse en una sola.

Other books

Demon From the Dark by Kresley Cole
Under the Apple Tree by Lilian Harry
Ace in the Hole by Ava Drake
Healed by Rebecca Brooke
Timecachers by Petrucci, Glenn R.
Over Your Dead Body by Dan Wells
Bent, Not Broken by Sam Crescent and Jenika Snow