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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Romántico

Olvidé olvidarte (10 page)

BOOK: Olvidé olvidarte
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Sentándose, Elsa suspiró y mientras miraba unas cartas le contestó:

—Oye, rica, ¿qué te crees que hacemos las demás?

—Me imagino que trabajar, pero es que yo voy a doscientos por hora.

Elsa sonrió.

—Te puedo asegurar que yo voy a quinientos por hora.

—Bueno, vale —se rindió Celine—. Intentaré llamar más a menudo, pero es que me sumerjo tanto en el trabajo que a veces se me pasan los días y no me queda tiempo para nada.

Al escucharla, sintió en su amiga el mismo agobio que sufría ella cuando su madre la llamaba. Echándose hacia atrás en su silla, murmuró:

—Vale… venga, yo también te entiendo. No hace falta llamar todos los días pero de vez en cuando no estaría mal. Algún día nos vamos a cansar nosotras de llamarte y verás.

—¡No, por Dios! —gritó Celine—. Juro que llamaré más. Bueno, cuéntame. ¿Cuál es el problema?

—Aída.

—¿Qué pasa?

—Está mal con Mick.

Celine se encendió un cigarrillo. Aquel problema la sacaba de sus casillas y, tras una primera calada, dijo:

—Lo que tenía que hacer era mandarle a freír espárragos. No entiendo qué hace todavía con ese… ese mamarracho. Debería coger a los niños y marcharse.

—No es tan fácil, Celine. Lo es para ti o para mí, pero ella tiene hijos, está casada y enamorada. Te lo digo por si no lo recuerdas.

Tras una nueva calada, Celine apuntó con rabia:

—No se tenía que haber casado.

Al oírla, Elsa sonrió. Si una de ellas no había cambiado, sin duda, era Celine.

—Tempanito, eso lo pensamos ahora, diez años después. Pero cuando se casó, a todas nos pareció estupendo y romántico.

—A mí no —dijo con sinceridad Celine—. Y siempre lo dije.

—Tienes razón, pero hablamos de Aída, no de ti, ni de mí. Oye, escúchame, llámala. Necesita saber que seguimos estamos aquí, ¿vale?

Sin perder un segundo, Celine abrió su carísimo bolso para buscar su libreta de Gucci.

—Ahora mismo la llamo, no te preocupes.

Elsa se alegró. Sabía que Aída necesitaba caña y Celine era la persona idónea para darla.

—¡Qué bien! Se pondrá contenta cuando oiga tu voz. Y bueno, ya que hablamos, ¿todo bien? ¿Sales con alguien?

Celine, con una fría sonrisa, asintió y respondió:

—Todo perfecto. Ahora de vez en cuando salgo con Joel, un tipo de la oficina que está increíble. —Al oír la risa de Elsa aclaró—: Pero no te emociones, no es nada serio.

—Por lo menos te gustará, ¿no?

Celine sonrió. Joel era un tipo tremendamente atractivo. Joven, atlético, guapo y triunfador. En definitiva, un cañón de hombre y al pensar en él dijo:

—¿A quién no le gustaría Joel? Es todo un bombón y en la cama se porta superior.

—De acuerdo. Eso está bien —sonrió Elsa. Conocía a su amiga y no iba a contar más allá de frivolidades.

—Y tú qué —preguntó Celine—. ¿Te saldrán telarañas o harás algo por disfrutar de la vida?

—¿Qué? —Rió al oír aquello.

—Que existen muchos hombres en el mundo, Elsa. Si el idiota de Peter decidió abandonar vuestra historia, él se lo pierde. Ese tipo será un desgraciado y un mentiroso compulsivo toda su puñetera vida —dijo apagando su cigarro. Hablar de desamores le traía amargos recuerdos—. No dejes de salir y conocer gente.

—Tranquila. Salgo y me divierto mucho. No te preocupes —mintió al recordar su desastrosa última cita con aquel hombre casado.

—Bueno, así me gusta, que no te oxides. Por cierto, viajaré dentro de poco a California. Tengo que hacer un catálogo para una subasta de vinos del valle de Napa.

Al oírla, Elsa se alegró. Eso quería decir que se podrían ver.

—¿En serio? ¿Para qué bodega?

Sin muchas ganas, y encendiéndose otro cigarrillo, Celine contestó.

—Bodegas Depinie. Tienen viñedos en Francia e Italia, pero la subasta la organiza su bodega de Napa. Si te soy sincera, no me apetece nada encargarme de ese asunto. No soporto al dueño. Sin embargo, es una de las mayores firmas que llevamos, y aunque no me guste tengo que reconocer que es beneficioso para mí como publicista y para la empresa.

—Lo harás estupendamente —afirmó Elsa mientras su amiga maldecía por lo bajo—. Oye, entonces avisa para vernos, ¿vale?

—Por supuesto, no te preocupes. Y ahora, querida mía, te voy a dejar para llamar a nuestra adorada Aída. Aquí son las once de la noche y me quiero ir a casa a descansar.

—¿Todavía estás en la oficina? —preguntó Elsa.

—Sí, cariño, acabo de terminar con una tortuosa reunión. Ya te he dicho que tengo mucho trabajo.

Tras hablar un par de minutos más, se despidieron y con toda la paciencia de que disponía Celine, llamó a Aída, que se puso a llorar en cuanto oyó su voz.

8

Dos meses después…

—A ver —comentó Elsa abriendo su agenda—. ¿Qué tenemos para esta tarde?

Tony, sentado frente a ella en su despacho, dijo tras mirar la suya:

—Tenemos la visita de Lahita y Kamal. Quieren ver cómo llevamos el asunto de su boda —dijo Tony.

—Creo que ésta está controlada —asintió Elsa—. Para no haber preparado nunca una boda hindú, me parece que saldrá bastante bien. ¿Algo más para esta tarde?

—No. No he concertado nada más para hoy.

Elsa sonrió al escucharle, mientras escribía algo en su agenda.

—Hiciste bien. Aunque lo tenemos todo localizado, nos vendrá muy bien comentar con Lahita y Kamal las pautas que van a seguir para que la boda sea lo que ellos quieren.

Una hora después, Tony avisaba por el telefonillo de que Lahita y Kamal habían llegado. Tras los saludos de rigor, los cuatro se sentaron a una gran mesa blanca y ovalada. Elsa y Tony les fueron informando de las posibilidades que les ofrecían para su boda. Lahita, agradecida por el esfuerzo, les volvió a repetir lo importante que era para Kamal aquella ceremonia hindú. Ella era medio americana y sus raíces no eran tan fuertes como las de él.

Tras una larga reunión que les ocupó alrededor de tres horas, Elsa acordó con Lahita quedar dos semanas después para que una modista especializada en trajes de ceremonia hindú le diseñara varios saris. La familia de Kamal se ocuparía de su traje.

Aquella tarde, cuando iban a salir del despacho dispuestos a tomar unas copas, sonó el teléfono directo de la mesa de Elsa. Extrañada, lo cogió, y Tony pudo ver cómo en segundos cambiaba de color. Una vez colgó, se acercó a ella y preguntó:

—¿Qué pasa, reina?

Elsa, más pálida y nerviosa que en su vida, susurró:

—La tía se ha puesto de parto.

—¿Hay que llamar a Estela? —preguntó Tony al entender su nerviosismo.

—No lo sé —murmuró—. Clarence no me ha comentado nada. Sólo me ha dicho que habían ingresado a la tía en el Century City porque el bebé ya está en camino.

Tony, buscando lo positivo de todo aquello, dijo cogiéndole el bolso:

—¡Qué emoción, por Dios! Venga, vamos, te acompaño.

Bajaron hasta el garaje donde cogieron el coche de Elsa y se encaminaron hasta el hospital Century City. Una vez allí, se dirigieron hasta la sala de espera de maternidad, en la quinta planta. Allí se encontraron con su abuela Estela, John y Alfred, los hijos mayores de sus tíos.

—¿Cómo va todo? —preguntó al verles.

—Según los doctores bien —respondió un nervioso Alfred.

Elsa, poniéndose de rodillas ante su abuela, que parecía pequeña entre aquellos dos muchachotes preguntó:

—Abuela, ¿estás bien?

La mujer sonrió y, a pesar de su enorme preocupación, dijo:

—Cuando Clarence o el médico salgan por esa puerta, estaré mejor.

Veinte minutos después, se abrió la puerta de los paritorios. Clarence, sonriente, les miró y levantó el dedo en señal de victoria. A partir de ese momento, todos se abrazaron y sonrieron, felices de que todo hubiera salido bien.

La pequeña Estela descansaba en el nido, mientras Elsa y su abuela la observaban a través de los cristales. Aquella cosita sin pelo, pequeña e indefensa, se chupaba la mano mientras dormía.

—Es una verdadera preciosidad —dijo Estela mirando a la niña.

—Es guapísima, abuela —asintió Elsa.

Ninguna lo quiso comentar, pero aquella pequeña era idéntica a su desaparecida hermana cuando nació. El parecido era increíble.

—No es porque sea la nuestra —sonrió Estela—, pero es la más guapa del nido.

—Por supuesto que sí —asintió Elsa.

En ese momento se acercó hasta ellas Alfred, el orgulloso hermano de aquella pequeña.

—Qué guapa es, ¿verdad?

—Eso comentábamos, cariño. Es una muñequita —dijo Estela abrazándole.

—Es igualita que Britney, ¿verdad? —susurró el chico con los ojos llorosos.

Las dos mujeres asintieron, pero fue Elsa la que habló:

—Se parece bastante. Pero ésta es Estela.

—Ya lo sé —respondió mirando a su prima con una sonrisa—. Sin embargo, necesitaba decirlo y saber si sólo era cosa mía o es que realmente se parecían.

—Cariño… —susurró Estela conmovida al oír a su nieto, sin darse cuenta de que Clarence y su otro hijo estaban tras ellos.

—Alfred —dijo Clarence cogiendo a su hijo del brazo—. No eres el único que lo ha notado. Mamá, cuando la ha visto, es lo primero que ha dicho.

—¡Dios mío! —sollozó Estela al oír a su yerno.

—Pero no os preocupéis —continuó Clarence con el corazón dividido por la tristeza y alegría—. Tras ese comentario, Samantha me ha mirado y me ha dicho que esta niña era Estela. Por lo tanto, no os preocupéis por ella, está bien y deseando disfrutar y ser feliz con la llegada de esta pequeña.

—Y lo será —susurró Elsa mientras todos intentaban sonreír ante la llegada de una nueva vida, a la que todos querrían y cuidarían.

9

A la mañana siguiente, todos estaban felices, mientras unos payasos que iban arrancando sonrisas por las habitaciones del hospital llegaron hasta la de Samantha, que sonrió ampliamente.

Por su parte, Alfred y John, los orgullosos hermanos, se peleaban por coger en brazos a la pequeña que les miraba, mientras bromeaban haciendo reír a su madre y a su padre con las cosas que decían. Más tarde apareció el huracán Joanna, la mejor amiga de Samantha, que se puso a dar gritos de satisfacción al ver a aquella preciosa muñequita en brazos de su madre.

La habitación de Samantha se convirtió en una estancia muy visitada. Joanna invitó a Estela y a Elsa a bajar a la cafetería del hospital para tomar un café y charlar un rato.

—¿Cómo va el trabajo, Elsa? —preguntó Joanna.

—Muy liada. Tremendamente liada.

Estela, con una sonrisa, la miró y haciéndole un gesto cómplice a Joanna dijo:

—No ves lo delgada que está. No debe de comer casi nada.

—No te preocupes por eso, mujer —rió Joanna—. Las chicas de hoy en día están todas así. Les gusta cuidarse y hacen muy bien. Cuanto más se cuiden ahora, mejor. —Y mirando a la mujer, señaló—: Por cierto, he de decirte que tu hija desearía que te quedaras todo el tiempo que puedas con ella. Es más, le encantaría que vendieras la casa de San Diego y te mudaras a la suya.

—Mi hija está loca —rió la anciana—. De momento me quedaré aquí un tiempo para ayudarla, pero en cuanto yo vea que ella se maneja sola, me voy a mi casa.

—Disculpadme un momento —dijo Joanna levantándose para saludar a un grupo de médicos.

La anciana, al ver que Joanna se alejaba, dijo mirando a su nieta:

—¿Te has dado cuenta de hasta dónde le llegan las orejas?

—¡Abuela! No seas cotilla y criticona —dijo Elsa intentando disimular la risa.

—No es por cotillear, hija, pero me parece penoso que Joanna no acepte que los años pasan por ella y por todos. ¡No ves qué pintas lleva!

Elsa volvió a contener la risa. Realmente, el caso de Joanna llamaba la atención. Se empeñaba en parecer siempre una veinteañera, cuando ya había cumplido los cincuenta.

—Ella lo acepta a su manera, abuela.

—Pero si cualquier día se le van a juntar las tetas con la barbilla.

—¡Abuela! —gritó Elsa, y al ver que se volvía dijo—. ¡Cállate, que viene!

Acompañada por un doctor, Joanna se acercó a la mesa.

—Estela, Elsa, os quiero presentar a Henry Bertinson, jefe de cirugía plástica del hospital y un excelente amigo.

—Encantada —comentó Estela ofreciéndole la mano. Elsa hizo lo mismo.

—Si alguna vez necesitáis algún retoque, ya sabéis a quién tenéis que ir a buscar —rió Joanna, de manera escandalosa, divirtiéndolas.

El médico se sentó a hablar con ellas hasta que le sonó el busca y, tras disculparse, se alejó, aunque antes pasó por otra mesa donde varios médicos se unieron a él.

Tras un rato de charla mortificante por parte de Joanna, que les explicó cómo se realizaron sus operaciones de pecho y el estiramiento de la cara, Estela optó por volver a la habitación de Samantha, que en ese momento se encontraba dando de mamar a la pequeña Estela. Media hora después el huracán Joanna desapareció con el mismo ímpetu con el que había llegado.

—¿Cómo la aguantas, hija? —preguntó la mujer, que todavía sonreía por las cosas que Joanna les había contado.

Samantha, muy guapa, con su pelo rubio sujeto en una cola de caballo, contestó a su madre.

—Mamita, Joanna es encantadora. Lo que pasa es que tú sólo ves su exterior, pero te puedo asegurar que tiene un fondo excelente y que es una amiga superior.

—Si tú lo dices —respondió Estela, volviendo toda su atención hacia su nieta.

Sonó el teléfono de la habitación. Era Bárbara, desde España. Habló un largo rato con Samantha, que le contó cómo se encontraban ella y la niña. Luego habló con Estela y, finalmente, con Elsa. Ésta, tras colgar, anunció que se marchaba. Tenía que sacar a pasear a
Spidercan
.

Tras repartir besos se alejó sonriente hacia el ascensor. Su abuela se quedaba con su tía, y así Clarence, que ya se había ido, descansaría en casa.

Cuando llegó al ascensor y vio la cantidad de gente que había esperándolo, optó por bajar las escaleras. Sólo eran cinco pisos. Con tranquilidad, comenzó a hacerlo pero, de pronto, aparecieron unos jovencitos corriendo y uno de ellos, al pasar a su lado, la empujó. Elsa rodó escaleras abajo, haciéndose daño en un pie y en la espalda.

Con rapidez la gente se arremolinó a su alrededor. Elsa y otra señora se habían caído y esta última se había roto un brazo. Con la ayuda de varias enfermeras, Elsa, mareada, se sentó en una silla de ruedas y fue trasladada a una sala, donde verían qué le había ocurrido.

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