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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Romántico

Olvidé olvidarte (13 page)

BOOK: Olvidé olvidarte
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—Escucha, Elsa. Mañana pasaremos a verte Conrad y yo. Estate tranquila, ¿vale?

—De acuerdo —se despidió—. Un beso y hasta mañana.

Al colgar el teléfono, se quedó pensativa, pero rápidamente le sonó el móvil. Era Aída.

—¿Cómo está mi chica?

—En este momento, fatal. No me puedo mover de la cama. Mi abuela me está cebando como a un pollo y Tony me acaba de llamar para decirme que la boda que habíamos preparado para hoy se ha suspendido porque el novio no se ha presentado.

—Pero qué hijo de su madre y qué cerdo —chilló Aída al otro lado del teléfono—. Pobre chica, qué situación más embarazosa.

—Pues sí —afirmó Elsa—. Un cerdo, por no decir algo peor, en toda regla.

—Bueno, bueno, ahora olvida eso —prosiguió Aída—. ¿Qué te ha pasado en la pierna? Javier me ha dicho que te habían tirado por las escaleras del hospital.

—Ya veo que las noticias vuelan —gruñó al oír el nombre de Javier, aunque sabía por su abuela que había llamado un par de veces para ver cómo estaba—. Pues sí, unos chicos me empujaron y rodé escaleras abajo.

—Menos mal que sólo tienes un esguince y un cardenal en el culo.

Incrédula al oír aquello, Elsa gritó.

—¿También te ha contado dónde tengo los moratones?

Aída sonrió y dijo:

—Mujer, es mi hermano y tú eres mi amiga. Es normal que me lo cuente todo, todito, todo.

—¿Todo? —gritó al interpretar sus palabras—. Tu hermano es un idiota, además de un creído que se imagina que cuando besa a cualquier mujer ésta tiene que caer a sus pies.

Aída, al oír semejante comentario, que Javier no le había contado, exclamó.

—¿Que mi hermano te ha besado?

Al notar Elsa la risa de su amiga y darse cuenta de cómo había caído en la trampa, gruñó.

—Pues ¿no dices que te lo cuenta todo? Eres una lianta y una tramposa tremenda.

La risa de Aída se le contagió.

—Ya lo sé, y por eso me quieres. En serio ¿te besó mi hermano?

—Sí, pero fue un beso sin importancia.

—Vaya —susurró Aída, desilusionada—. Siento que no te gustara.

—Yo no he dicho que no me gustara —repusa Elsa, pero al ver que había caído en la trampa de su amiga una vez más, bromeó—. Mira, cherokee, vete a paseo.

—Oh, Dios, Elsa. Si al final serás mi cuñada y todo.

Poniendo los ojos en blanco, Elsa se echó hacia atrás en la cama y dijo.

—No digas tonterías. —Y al oír el llanto de un bebé preguntó—: ¿Cómo está el pequeño Mick?

Aída cogió en brazos a su hijo de nueve meses, que al sentirse atendido dejó de llorar.

—Oh, bien, ya sabes, mocos y cosas de bebés.

—¿Y las pequeñas locas? —Sonrió Elsa al pensar en las gemelas.

—En el colegio. Esta tarde representan una obra de teatro en la que van vestidas de tomate y pepinillo.

—Y… ¿Mick?

Al oír su nombre, Aída cambió su tono de voz y dijo:

—Uff… Como siempre, nada nuevo.

—¿Habéis hablado?

—Sí, pero no sirve de nada. Creo que la decisión la voy a tomar yo.

Al escuchar aquello, suspiró. La decisión era la separación.

—Aída, ¿estás segura?

—Me temo que sí —respondió con tranquilidad y cambiando de tema preguntó—. ¿Está tu abuela ahí contigo?

—No —resopló—. Ahora está comprando medio supermercado. Dice que no tengo comida en casa, pero por más que le explico que entre semana no como aquí, y que por la noche, con cualquier cosa me apaño, no hay quien le haga entender que no necesito tener la despensa llena.

—Es normal, Elsa, tómatelo con tranquilidad. Necesitas a alguien que esté contigo ahí y Estela lo hace estupendamente, seguro.

—Pero si estoy encantada —sonrió al pensar en su abuela—. Me cuida, me mima, me besuquea, pero es muy pesada en lo referente a la comida.

En ese momento, oyó la puerta de entrada abrirse. Un segundo después, su abuela entró en el dormitorio con dos impresionantes bolsas llenas de comida.

—Hola, abuela, estoy hablando con Aída. ¿Quieres saludarla?

Dos segundos más tarde su abuela, colgada al teléfono, hablaba con su amiga mientras ella miraba dentro de las dos bolsas de comida. Su abuela había comprado leche, fruta, lechuga, queso y carne. Pero lo que más le gustó fue ver un paquete de donuts, que rápidamente abrió y comió mientras oía a su abuela despedirse.

—Tu abuela es un encanto —dijo Aída tras hablar con ella.

—La verdad es que es un cielo. Por cierto, hablé con Shanna ayer.

—¿Qué tal le fue en México?

—Estupendamente. Me dijo que te llamaría hoy o mañana.

Pensar en Shanna le hacía sonreír. Trabajaba para una cadena privada de Toronto y viajaba por el país entrevistando a personajes famosos y haciendo diversos reportajes. Shanna era bastante conocida en Canadá, gracias a sus controvertidas entrevistas.

—¿Sigue con Peter Serigan?

—Eso es agua pasada —respondió Elsa mientras atacaba otro donut—. Ahora está con un jugador de hockey o algo así, un tal Marlon.

—Qué pena, con lo mono que era Serigan.

Ambas sonrieron.

—No te preocupes, creo que Marlon también lo es —aclaró Elsa.

—La verdad es que me encanta presumir de amiga, y sobre todo de novio de amiga —dijo Aída con malicia. En ese momento el pequeño Mick comenzó a llorar.

—Elsa, te llamaré en otro momento. Un beso y que te mejores.

Cuando colgó el teléfono, volvió a coger el mando, y justo cuando empezaba a interesarse por un programa que había sobre decoración, volvió a sonar el móvil. Al mirar y ver que ponía número privado decidió no contestar. Tras varios timbrazos, el móvil paró. Dos segundos después, sonaba el teléfono de casa. Desde su habitación oyó reír a su abuela y, de nuevo, se concentró en la televisión.

12

Lo prometido era deuda y al día siguiente, su compañero Tony, junto a Conrad, fue a visitarla. Tony sabía lo mucho que a Elsa le gustaban las palomitas y el helado de vainilla con nueces de macadamia, así que decidió llevarle un tarro enorme, junto a un cubo de palomitas. Y allí estaban los tres, tirados en el sillón del salón de Elsa tomando helado, mientras veían un programa de televisión y Estela preparaba algo para cenar. A las ocho de la tarde sonó el timbre del portero automático. Estela abrió y pocos minutos después un guapísimo Javier aparecía con una encantadora sonrisa, dejando a Conrad, Tony y Elsa sin saber qué decir. Estela, al ver la cara de desconcierto de su nieta, comentó con alegría.

—Pero bueno. ¡Qué ilusión! Ha venido a verte el doctor Thorton.

«Abuela…, lo tuyo es muy fuerte», pensó Elsa mirándola con enfado.

—Hola, soy Javier —saludó éste al ver cómo los demás le miraban y Elsa no hacía nada por presentarle.

Tony, que se había quedado de piedra al ver aparecer a aquel tipo tan atractivo con el ramo de flores, reaccionó rápidamente y levantándose le saludó.

—Encantado, Javier. Soy Tony, amigo y compañero de trabajo de Elsa, y él es mi novio Conrad.

Éste, al ver cómo Tony le hacía una señal, se levantó y le saludó, mientras Elsa seguía mirándoles sin decir nada.

—Pues digo yo —dijo la anciana acercándose a Tony y a su novio— que como voy a ir a ver a mi hija Samantha, quizá os pille de paso dejarme en su casa.

«No me hagáis esto», pensó Elsa, incapaz de decir ni una sola palabra.

Tony y Conrad, divertidos por los aspavientos que la mujer hacía, la entendieron rápidamente y, a pesar de que Tony miró a Elsa y ésta negó con la cabeza, Conrad cogió de la mano a su novio y dando un tirón de él dijo:

—Sí, por supuesto Estela, nosotros te llevamos.

«Esto es increíble», pensó Elsa al ver la jugada de su abuela, mientras Javier, incrédulo, les miraba sin entender nada.

—¿Dónde dices que vas, abuela? —preguntó Elsa con ojos de querer asesinarla.

—Pues a ver a mi hija y a su pequeñita —respondió Estela con tranquilidad.

Y tras coger su bolso y empujar a Tony hacia la puerta, para desconcierto de los que se quedaban en la casa, aclaró:

—Ah, perdona, cariño, se me había olvidado decirte que invité a Javier. Uff, esta cabeza mía cada día está peor —dijo Estela para sorpresa de todos. Luego, mirando a Javier, preguntó—: No te importa cenar solo con mi nieta, ¿verdad?

Ahora lo entendía todo y, tratando de no soltar una carcajada, dijo mirando a la mujer:

—No se preocupe. Estoy seguro de que su nieta es una excelente compañía.

Elsa miró a su amigo Tony implorando su ayuda, pero éste, tras sonreír y hacer un gesto de aprobación, ni se movió.

—Javier, podrías quedarte aquí hasta que yo vuelva de mi visita —volvió a atacar la anciana.

Elsa no pudo más y gruñó.

—¡Pero abuela, por Dios!

No pudo continuar. Javier, plantándose entre las dos, dijo mirando a la anciana:

—No se preocupe. Me quedaré aquí hasta que usted regrese.

—Pues no se hable más. —Y cogiendo del brazo a dos divertidos Tony y Conrad, se despidió—. Me llevan estos hombretones. Tenéis la cena en la cocina, sólo hay que calentarla. Hasta luego.

Y dicho esto, cerró la puerta mientras Elsa se tapaba la cara con un cojín del sofá y chillaba. Javier, sorprendido, por aquel gesto, la miró, pero al final tuvo que taparse la boca para no reírse delante de ella.

—Lo siento, Elsa. He intuido que ha sido todo una encerrona —dijo Javier aún de pie con el ramo de flores en la mano.

Verde por la rabia y la impotencia, Elsa susurró con furia:

—La voy a descuartizar. Lo juro. La descuartizaré.

Incapaz de reprimir una sonrisa, Javier se sentó junto a Elsa, y comprendiéndolo todo, señaló:

—No te preocupes, las abuelas son así.

—Pero… pero tú has visto qué descaro. ¡Oh, Dios! —continuó gruñendo Elsa, hasta que Javier tomando con su mano la barbilla de la mujer hizo que la mirase y dijo:

—Siento todo esto, pero ya que estoy aquí, ¿por qué no intentamos pasar una velada agradable?

Consciente de que él no había tenido nada que ver, suspiró y asintió. Le gustara o no, reconocía que la presencia de Javier le agradaba y, por lo que había visto, también a su abuela, a Conrad y a Tony.

—Tienes razón. —Y, nerviosa por su cercanía, pidió—. Venga, ayúdame a levantarme. Te diré dónde tengo un jarrón para esas pobres flores, que se están muriendo de sed.

Javier sonrió y al ayudarla para que se levantase, volvió a oler el perfume que le había estado volviendo loco aquellos días. Casi en volandas éste la llevó hasta la cocina, y allí ella le señaló un jarrón. Mientras Javier lo llenaba de agua, ella se disculpó un segundo y fue al baño, donde se horrorizó al verse reflejada en el espejo despeinada y sin maquillaje. Pensó qué hacer, si cambiarse de ropa o continuar con la misma, y tras reflexionarlo, decidió continuar igual. Así, él no se haría ilusiones. Lo que sí hizo fue cepillarse los dientes y peinarse, antes de regresar al salón.

—Estás guapísima —dijo Javier sujetándola por la cintura para acompañarla hasta el sillón—. Estás mucho más guapa al natural que cuando te pintas.

—Gracias —sonrió agradecida. ¿A qué mujer no le gusta que le digan cosas bonitas?

Al sentarse en el sillón, los dos se quedaron callados, sin saber qué decir, al tiempo que en la televisión comenzaba la película
Vanilla Sky
.

—¿Has visto esa película? —preguntó Javier.

—No. Siempre he querido verla, pero mi trabajo apenas me permite ir al cine.

—Yo tampoco la he visto. ¿Quieres que la veamos?

Aquello pareció una buena idea, y Elsa, acomodándose en el sillón, cogió el bol de palomitas y dijo:

—¡Genial! Y encima, con palomitas.

Tirados en el sillón, junto al enorme bol de palomitas y las latas de Coca-Cola que Javier sacó de la nevera, vieron la película con tranquilidad. Sobre las diez, cuando el filme se acabó, se levantaron y fueron a la cocina, donde sonrieron al ver que Estela les había dejado preparada una riquísima y opípara cena.

—Vaya —dijo él sonriendo—, por lo que veo tu abuela piensa como la mía. Una buena comida relaja al guerrero.

Elsa asintió y sonrió al ver que incluso había metido una botella de champán en el congelador.

—Sí, esta mujer es increíble.

Comenzaron por el cóctel de gambas mientras hablaban acerca de los problemas matrimoniales de Aída. Elsa pudo comprobar que ésta no le contaba toda la verdad ni a su hermano, ni a sus padres, por lo que decidió no ser indiscreta y omitir ciertos detalles. Tras el cóctel, siguió una deliciosa carne y, en ese momento, la conversación entre ellos era ya fluida. Sin embargo, ninguno de los dos comentó lo ocurrido noches atrás.

—¿Y la bisabuela Sanuye? ¿Qué dijo cuando te vio llegar en esas condiciones? —preguntó mirándole con una copa en la mano, mientras se reía por lo que él contaba.

—Pobrecita —sonrió Javier—. Fue hasta la casa de Pájaro Azul, «Chimalis», y cogiéndole por la oreja le hizo prometer que nunca más robaría, ni usaría la pipa de su abuelo Árbol Grande, «Adoette», para fumar marihuana. Según ella, cada vez que lo hacía, los espíritus de sus antepasados se revolvían de vergüenza. Ni que decir tiene que «Chimalis» nunca más la volvió a usar. Mi abuela es tremenda.

—Sí, debe de serlo… —rió Elsa.

En ese momento, sonó el móvil de Javier. Éste, disculpándose, se levantó para contestar mientras miraba a través de la ventana. Con fingida tranquilidad, Elsa le observó, y cuando el hombre cerró el móvil, le oyó maldecir y, tras mirarla, dijo:

—Lo siento, pero tengo que regresar al hospital.

Contrariada por aquello, aunque intentando que no se le notase, ella preguntó:

—¿Qué ocurre?

Mientras él recogía su chaqueta y se pasaba la mano por el pelo contestó:

—Ha habido una colisión en cadena y, por lo visto, están colapsadas las urgencias del hospital. —Sacando una tarjeta de su cartera, añadió—: Toma, Elsa. El otro día no te dejé una tarjeta mía. Si necesitas algo, me puedes localizar en estos teléfonos.

En ese momento se oyó la puerta de la calle.

—Buenas noches, muchachos —saludó la abuela, y Elsa guardó la tarjeta—. ¿Qué tal la cena?

Javier la miró con una sonrisa cautivadora y, para agrado de la mujer, señaló:

—Tengo que felicitarla. Es usted una maravillosa cocinera.

—Oh… gracias. —Y acercándose a él murmuró—: Pues verás cuando pruebes mis costillas guisadas.

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