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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Romántico

Olvidé olvidarte (15 page)

BOOK: Olvidé olvidarte
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A la mañana siguiente cuando sonó el despertador a las nueve, se lavó la cara y, tras ponerse ropa cómoda, miró en un plano cómo llegar hasta el Woodland Park Zoo. Debía visitar a la gorila. También tenía que ir al Seattle Aquarium, donde aprovecharían para hacer un reportaje.

Tras meter en su mochila lo necesario para el día, bajó a recepción donde, poco después, apareció Luis con la cámara y con cara de sueño. Tras coger el coche, buscaron un sitio donde desayunar. Unas manzanas después, Shanna saltó de alegría al ver un letrero de Dunkin Donuts. Le volvían loca los donuts de aquella marca, por lo que decidieron desayunar allí.

Cuando entraban en el local, Shanna dijo a su compañero:

—Voy al servicio. Pídeme un café, no muy caliente, y corto de leche, con dos azucarillos y dos donuts, uno relleno de chocolate y otro de frambuesa.

Su compañero Luis, que seguía medio dormido, asintió. Sin embargo, cuando llegó la camarera pidió simplemente dos cafés y tres donuts, aunque a continuación un hombre que estaba sentado cerca de él le corrigió. Shanna, al salir del baño, iba secándose las manos con un pañuelo de papel. Cuando llegó a la mesa donde la esperaba Luis le observó sonreír.

—Vaya, ¡qué contento te veo! —dijo con sarcasmo.

En ese momento, apareció la camarera y Shanna sonrió al ver que traía todo lo que había pedido.

—¡Perfecto! —exclamó, ralamiéndose, al ver aquellos apetitosos donuts frente a ella.

—¿Todo bien? —preguntó su compañero.

—Oh, sí. —Y sonriendo, añadió—. No me lo puedo creer. Por primera vez has pedido algo tal y como yo te lo he dicho. Gracias por haberme escuchado esta mañana.

Éste, al oírla, sonrió y, levantando un dedo, señaló:

—Las gracias no me las tienes que dar a mí, se las tendrías que haber dado a un tipo que ya se ha marchado. Él fue quien le recordó a la camarera lo que habías pedido. —Shanna le escuchaba alucinada mientras él continuaba—. Por supuesto, ya le di las gracias y le ofrecí mi eterna gratitud. Me he salvado de oír tus lastimosos lamentos a estas horas de la mañana.

Shanna sonrió y se prometió a sí misma no ser tan gruñona con Luis. No obstante, tenía que reconocer que su compañero eras desesperante. Era el despiste personificado, aunque como cámara resultaba excepcional.

Media hora más tarde aparcaban en la puerta del Woodland Park Zoo. Tras hablar con la directora del lugar, se dirigieron hacia donde estaba la gorila
Jamila
que, al verles llegar, dejó de comer para mirarles.

—Entonces, ¿para cuándo tienen programada la cesárea? —preguntó Shanna sin quitarle ojo a aquella enorme gorila negra.

—Todo está preparado para esta tarde a las seis. El veterinario y sus cuidadores así lo han decidido —contestó la directora del zoo.

—Muy bien —asintió Luis—. Aprovechemos para ir al acuario y hagamos unas tomas. Quizá no las terminemos todas, pero será bueno ir adelantando trabajo.

Tras pensar que era buena idea, cogieron de nuevo el coche y se dirigieron hacia el acuario de Seattle. Mientras Luis conducía, Shanna marco el número de teléfono de su casa. Quizá Marlon todavía estuviera allí. Sin embargo, al ver que no contestaban marcó el número de su móvil. Estaba desconectado. Una vez llegaron al acuario, Peter Lores, su director, les autorizó a utilizar el flash y las luces necesarias para poder grabar las imágenes.

El rodaje fue divertido. Parecía que los animales sabían que les estaban grabando y se comportaban como si quisieran colaborar. Cuando llegaron a los tanques de los tiburones, los buzos del acuario le propusieron que se sumergiera ella también en el tanque, junto a ellos. Shanna, con cara de horror, declinó el ofrecimiento e incluso se alejó del lugar.

—Señorita, deberían darle más miedo los que están fuera que los que están dentro —dijo una voz tras ella. Era alguien que la observaba desde hacía rato—. Métase, no le harán nada.

«Habló el listo», pensó volviéndose para descubrir de quién se trataba. Sin embargo, sólo vio una figura en la oscuridad, apoyada en la pared.

—¡Quién lo diría! ¡Qué horror de bichos! —murmuró Luis.

Sin poder ver quién era el tipo que le había hablado, pues la oscuridad en ciertas zonas del acuario era increíble, Shanna le respondió:

—No es miedo, es respeto. Pero gracias por los ánimos.

El hombre sonrió al oírla. Aquella risa hizo que Shanna volviera a mirar justo en el momento en que el hombre apoyado en la pared preguntaba:

—¿Siempre siente respeto por lo desconocido?

«A ti te lo voy a contar.» Sin responderle, le preguntó mirando a otra parte.

—¿Usted no?

—No —dijo el desconocido saliendo de las sombras.

Era un hombre de unos cuarenta años, pelo corto y gafas, que acercándose con sigilo hasta ella le dijo muy cerca del oído:

—A veces en la vida hay ciertas personas que me dan más miedo que lo desconocido, y una de ellas eres tú, Shanna Bradforte.

Shanna cerró los ojos y sintió que el estomago se le volvía del revés, pero volviéndose con rapidez preguntó sorprendida:

—¿George O’Neill? ¡Eres tú!

Pero antes de que éste pudiera decir nada, en un impulso irrefrenable, ella se tiró a su cuello, para, segundos después, separarse, avergonzada.

«Dios, qué bochorno. Menos mal que aquí todo está oscuro», pensó al apartarse de él, más colorada que un tomate.

—Por supuesto que soy yo —rió al ver su gesto—. ¿Qué haces aquí?

George había sido su amor de juventud, aquel que siempre la cuidaba como a una hermana, pero al que ella no quería precisamente como a un hermano. Llevaban sin verse cerca de nueve años, desde que él se mudó. Sin embargo, él sí la veía en ocasiones a ella por la televisión vía satelite.

—Trabajo para el Canal 43 —dijo recomponiéndose—. Estoy cubriendo varias noticias aquí en Seattle. Además, tenemos que hacer un reportaje sobre este acuario.

Su compañero, Luis, al sentirse ignorado, dijo tendiendo la mano:

—Luis González. —George le miró y saludó—. Soy su compañero, el cámara.

—Encantado, Luis —saludó éste. Luego, volviéndose hacia ella, añadió—: Yo trabajo aquí. ¿Queréis que os enseñe las instalaciones?

—¡Perfecto! —asintió Luis.

—¡Muy bien! —dijo George.

«Tú sí que estás muy bien, George», pensó Shanna, mientras éste la cogía del brazo de manera posesiva y comenzaba a andar con ella.

George O’Neill era un guía estupendo. Les fue describiendo la manera de vivir de cada una de las especies que allí vivían y hablándoles de ellas. Shanna aún no podía creerse que aquél fuera George, su adorado y tantas veces recordado George. La última ocasión en que le vio fue la noche anterior a su partida para Nueva York, dispuesto a trabajar en la empresa del padre de Linda, su odiosa novia. Esa mujer era la única que conseguía sacar lo peor de Shanna cada vez que veía cómo éste la besaba. La noche anterior a su marcha, ambos estuvieron sentados en un banco de un parque de su barrio, en Toronto. Shanna se sinceró diciéndole que le amaba y George no sabía dónde meterse. Pero Shanna era una niña de diecinueve años, y así la veía George. Y tras rogarle y suplicarle que como despedida le diera un beso en los labios, éste se lo dio. Después de eso, no se volvieron a ver más.

Mientras ella pensaba en sus cosas, George intentaba centrarse en contarles detalles del acuario, aunque se le hacía difícil. Tenía delante a una mujer que en su juventud había sido una amiga excelente y a la que, por extrañas circunstancias de la vida, nunca había olvidado. En Toronto eran vecinos, y fueron muchas las noches en que ella le contaba cosas de sus amigas de España, mientras él le hablaba del amor que sentía por Linda, ignorante de lo que sólo supo la noche antes de su marcha.

Después de mucho tiempo, el día que la reconoció en televisión tras más de seis años sin verse, se sorprendió muchísimo. La muchachita que él recordaba era toda una mujer. A partir de ese momento, George intentó ver, siempre que su trabajo se lo permitía, los programas del Canal 43. ¿Cuántas noches había pensado en ella? Y de pronto, allí la tenía.

George intentó hablarles de las diversas especies que vivían en aquellas instalaciones. Pájaros, mamíferos marinos, peces, invertebrados, y sonrió al ver la cara de ella cuando llegaron a la bóveda subacuática de 360 grados. Era realmente increíblie. Todos sonrieron al contemplar a las curiosas nutrias de río y mar y se quedaron sin palabras mientras observaban al pulpo gigante que allí moraba. Acabada la visita, terminaron en la tienda de regalos.

—Y esto es todo lo que os puedo enseñar —dijo George con una encantadora sonrisa.

—Impresionante —respondió Luis, mientras Shanna miraba a través de unos prismáticos de juguete. Pensó en comprarlos para las gemelas de Aída.

—Muchas gracias, George —asintió Shanna—. Nos has sido de mucha ayuda. Gracias a ti, mañana no tendremos que volver a grabar.

Sin poder disimular su decepción, éste repuso:

—¡Vaya! Si llego a saberlo no os lo enseño todo en un día —sonrió al ver cómo ella miraba los juguetes de la tienda y, sin poder evitarlo, preguntó—: ¿Son para tus hijos?

—¡Oh no! No estoy casada. —Él sonrió—. Son para las hijas de Aída. La cherokee, ¿la recuerdas? —George, abriendo los ojos, asintió—. Tiene unas niñas guapísimas y muy ruidosas, pero adorables.

En ese momento, una muchacha del acuario se acercó hasta George y, tras darle algo para que firmara, éste miró el reloj y dijo:

—Escuchad. Tengo dos horas libres. ¿Os apetece comer algo?

Luis, dejando la cámara en el suelo, asintió y dijo:

—Yo estoy muerto de hambre.

George miró a Shanna y, tras ver que ésta sonreía, la oyó decir:

—Me parece una idea excelente, George.

Caminaron hasta la cafetería del lugar y se sentaron a una mesa los tres. George y Shanna comenzaron a hablar de sus cosas. Aburrido por la conversación, Luis se levantó y se puso a hablar con la chica que había en el mostrador. Durante la comida, los viejos amigos se pusieron al día de sus vidas. George le contó que trabajaba como veterinario en varios sitios y ella se alegró al saber que era el veterinario que asistiría en el parto de la gorila
Jamila
.

George le contó que se había casado con Linda pero que, tras dos años de matrimonio, aquello que empezó por amor se convirtió en una pesadilla. Linda quería que él fuera un alto ejecutivo en la empresa de su padre. Sin embargo él siempre había querido ser veterinario y, tras años de discusiones y peleas, su relación terminó en divorcio. Después de aquello se trasladó a Seattle, donde trabajaba como veterinario e intentaba vivir la vida que él quería.

Shanna, sin entender la euforia que sentía por saber que la idiota de Linda ya no formaba parte de su vida, le contó que cuando terminó sus estudios de periodismo se independizó. George le preguntó por Marlene, su hermana, y Shanna le contó que era una adolescencia divertida y alocada con la que hablaba mucho por teléfono. Le explicó que ella misma había estado a punto de casarse hacía seis años con un redactor, y sobre su vida laboral comentó que trabajaba para el Canal 43, pero que estaba pensando en buscar otras oportunidades en otras cadenas. George, haciéndola reír, le confesó lo sorprendido que se había quedado cuando la había visto por primera vez en televisión. Ella casi se puso colorada cuando le confesó que siempre que podía veía el programa donde ella salía.

En el transcurso de la conversación, ninguno de los dos comentó lo ocurrido la última noche que se habían visto. «Menos mal», pensó Shanna. Hubiera sido bochornoso recordar cómo ella le suplicó que la besara.

A las cuatro y cuarto se despidieron y quedaron en verse en el zoo. George tenía que atender varios asuntos. Una vez en el coche, Shanna miró su reloj y se sintió culpable al pensar que no había llamado todavía a Marlon. Sacó su móvil, marcó su número y le volvió a saltar el buzón de voz. Menos contrariada que por la mañana, cerró el teléfono y, con una sonrisita atontada, pensó en aquel inesperado reencuentro. ¡George O’Neill! Sonrió al pensar en él. ¡Qué pequeño era el mundo y qué bien estaba el chico!

15

Cuando Shanna llegó al zoo, a punto estuvo de caerse de culo al encontrarse con Phil Trevor, su ex.

«Pero… pero qué hace éste aquí», pensó al verle. Como siempre Phil iba impecablemente vestido en tonos beige, bien peinado, y con los zapatos relucientes. Al mirarle, Shanna se imaginó las horas que habría invertido aquella noche en decidir qué ponerse. Aquella manía de él era algo que a ella durante su noviazgo le sacaba de sus casillas. Phil, al verla, sonrió y estirándose anduvo hacia ella para saludarla.

—Espero que el desayuno de esta mañana estuviera tal y como tú deseabas —dijo tras darle un beso en la mejilla.

Shanna, al escuchar aquello, miró a Luis y éste, al reconocerle, dijo:

—Anda, ¡pero si es el tipo del Dunkin Donuts! —Y volviéndose hacia una incómoda Shanna, añadió—: Éste es el tío que pidió tu desayuno a la camarera.

Phill, feliz por descubrir el desconcierto en los ojos de ella, la tomó de la cintura y caminó hacia la jaula del gorila.

—El mismo. —Y al ver que ella fruncía el cejo, dijo metiendo un zapato en el barro—. Veo que tus gustos no cambian y que los donuts siguen siendo tu debilidad, «cucuruchita».

«¡Lo odio! ¡Odio que me llame “cucuruchita”!», pensó, molesta por aquella familiaridad. Y al pararse ante la jaula de la gorila le miró. Sabía que aquel tipo de reportajes no eran los que él solía hacer así que preguntó:

—¿Qué narices estás haciendo aquí, Phil?

Con un nada fingido desprecio, el repeinado miró hacia la gorila, que les observaba y, mientras se ponía una mascarilla con olor a lavanda y le entregaba otra a ella, que ésta rechazó de un manotazo, dijo:

—Estaba en el campeonato de béisbol de los Mariners. Como esto quedaba cerca, me han pedido que cubra la noticia de estos asquerosos monos. Oh, Dios, cucuruchita ponte la mascarilla. No creo que sea sano que aspiremos el pestilente hedor que desprende esa mona.

Cerró los ojos. No le soportaba. Era un tiquismiquis. Y apretando los dientes dijo cogiéndole de las solapas:

—Como vuelvas a llamarme cucuruchita, no respondo, Phil.

—De acuerdo, de acuerdo, cucu… Shanna —rió el hombre levantándose por unos segundos la mascarilla—. No te enfades, mujer. Bastante tenemos con aguantar a esta odiosa gorila y a sus sucias crías.

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