Oscura (36 page)

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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

BOOK: Oscura
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Eph asintió con la cabeza.

—Mi nombre es Augustin Elizalde —dijo el mexicano—. El prestamista nos ha enviado a buscarle.

 

 

S
etrakian entró en el vestíbulo de la sede de Sotheby’s en la calle 72 con la avenida York en compañía de Fet y pidió que le dijeran dónde estaba la sala de registros. Mostró un cheque de un banco suizo, y fue aceptado de inmediato después de una llamada telefónica.

—Bienvenido a Sotheby’s, señor Setrakian.

Le asignaron la paleta de puja 23, y un asistente lo acompañó al décimo piso. En la puerta de la sala de subastas le pidieron que guardara su abrigo y su bastón. Accedió a regañadientes, y le dieron una ficha de plástico
que guardó en el bolsillo inferior del chaleco. Fet fue admitido en el salón de subastas, pero sólo quienes tenían paleta podían sentarse en las sillas. Permaneció atrás, divisando toda la sala desde allí.

La subasta se realizó bajo las más estrictas medidas de seguridad. Setrakian tomó un asiento en la cuarta fila. No era demasiado cerca, pero
tampoco demasiado lejos. Se sentó con su paleta numerada descansando sobre una pierna. La tarima estaba iluminada; un empleado con guantes blancos le sirvió agua en un vaso al subastador
y desapareció por una puerta de servicio. El área de exhibición estaba al lado izquierdo del escenario, con un atril de bronce a la espera de los primeros artículos del catálogo. El nombre de Sotheby’s ocupaba el centro de las pantallas de vídeo.

Las primeras diez o quince filas estaban casi llenas, aunque al fondo había algunas sillas vacías. Aun así, era evidente que algunos de los participantes habían sido contratados para llenar la zona de licitación, y sus ojos carecían de la férrea atención de un verdadero comprador. Los dos espacios del salón entre las filas posteriores y las paredes móviles
—para permitir el máximo número de asistentes— estaban repletos, al igual que la parte de atrás. Muchos de los espectadores llevaban mascarillas
y guantes.

Una subasta es tan teatral como un mercado, y todo allí tenía una atmósfera de
fin-de-siècle:
una explosión de abundancia, una exhibición postrera de capitalismo en medio de la abrumadora ruina económica. La mayoría de los allí presentes habían asistido simplemente por el espectáculo, como dolientes refinados acudiendo a un funeral.

Las expectativas aumentaron cuando apareció el subastador. La emoción de la expectación
se propagó por la sala mientras leía las palabras de apertura y les explicaba las reglas básicas a los postores. Y luego descargó el martillo para dar inicio a la subasta.

Los primeros artículos eran discretas pinturas barrocas, simples aperitivos para abrir el apetito de los licitadores antes del plato principal.

¿Por qué Setrakian se sentía tan tenso? ¿Tan malhumorado y tan paranoico, así, de repente? Una parte de la enorme fortuna de los Ancianos ya estaba en sus bolsillos. Era inevitable que el libro tanto tiempo buscado fuera a parar a
sus manos.

Se sentía extrañamente expuesto, sentado allí. Se sintió... observado, no de forma pasiva, sino por unos ojos que lo conocían, penetrantes y familiares.

Localizó el origen de su paranoia detrás de un par de gafas oscuras, tres filas detrás y al otro lado del pasillo. Se trataba de una figura vestida con un traje de tela oscura y guantes de cuero negro.

Era Thomas Eichhorst.

Tenía la piel suave y estirada, y su cuerpo muy bien conservado, seguramente a causa del maquillaje y de la peluca..., sin embargo, tenía algo más. ¿Se trataría de una cirugía? ¿Acaso aquel médico demente había mantenido un
aspecto semejante al de los seres humanos para poder así rodearse y codearse con los vivos?
Aunque estaban ocultos detrás de las gafas del nazi, Setrakian sintió escalofríos al saber que los ojos de Eichhorst se habían encontrado
con los suyos.

Abraham era poco más que un adolescente cuando entró al campo de exterminio. Y ahora, volvía a ver con los mismos ojos cándidos al antiguo comandante de Treblinka, sintiendo la misma descarga de miedo, combinada con un pánico irracional. Ese ser malvado —cuando todavía era
un simple mortal— había determinado la vida y la muerte dentro de aquella fábrica de muerte. Hacía sesenta y cuatro años... El temor se apoderó otra vez de Setrakian, como si hubiera sido ayer. Ese monstruo, esa bestia, multiplicada ahora por cien.

El reflujo ácido le quemó la garganta al anciano casi hasta asfixiarlo.

Eichhorst le hizo un gesto
con la cabeza, con la misma suavidad de siempre. Con su cortesía habitual.

Parecía sonreír, aunque en realidad no era una sonrisa; sólo una forma de abrir la boca, suficiente para que el anciano pudiera ver la punta de su aguijón asomando entre sus labios pintados.

Setrakian se volvió hacia el estrado. Ocultó el temblor de sus manos deformes, un anciano avergonzado del miedo de su juventud.

Eichhorst había ido a por el libro. Pujaría por él en representación del Amo, financiado por Eldritch Palmer.

Setrakian buscó la caja de pastillas en el bolsillo de su chaleco. Sus dedos artríticos se movían penosamente, y no quería que Eichhorst viera su angustia y se deleitara con ella.

Deslizó la píldora de nitroglicerina debajo de su lengua discretamente y esperó a que surtiera efecto. Se prometió a sí mismo derrotar a aquel nazi aunque le fuera la vida en ello.

Tu corazón late aceleradamente, judío
.

Setrakian no reaccionó exteriormente a la voz que invadía su mente. Hizo un gran esfuerzo para ignorar una provocación tan desagradable como aquélla. El subastador y la tarima desaparecieron de su campo de visión, al igual que todo Manhattan y el continente norteamericano. En ese instante, Setrakian sólo vio las alambradas del campo. Vio la tierra empapada de sangre y los rostros demacrados de sus compañeros artesanos.

Vio a Eichhorst sentado en el lomo de su caballo favorito. Era el único ser del campamento a quien él le mostraba algo
de afecto, dándole zanahorias y manzanas, pues le complacía alimentar al animal
delante de los prisioneros, que morían de hambre. Le gustaba hundir sus talones en los flancos del caballo, haciéndole relinchar y encabritarse, así como practicar puntería con su rifle Ruger mientras montaba el caballo encabritado. Un trabajador era ejecutado de forma aleatoria en cada recuento. Y en tres ocasiones, las víctimas se encontraban
al lado de Setrakian.

Vi a tu guardaespaldas cuando entraste
.

¿Se refería a Fet? Setrakian se dio la vuelta y vio a Fet entre los espectadores que estaban atrás, cerca de un par de guardaespaldas bien vestidos que custodiaban la salida. Estaba completamente fuera de lugar con su mono de exterminador.

Fetorski, ¿verdad? Un ucraniano de sangre pura es más bien escaso. Amargo y salado, pero con un final fuerte. Deberías de saber que soy un conocedor de la sangre humana, judío. Mi nariz nunca miente. Reconocí su aroma cuando entró, y la forma de su mandíbula. ¿No te acuerdas?

Las palabras de la bestia abominable inquietaron a Setrakian. Porque odiaba su origen y porque contenían una buena dosis de veracidad.

En el campo de visión de su ojo mental vio a un hombre corpulento con el uniforme negro de los guardias ucranianos agarrar sumisamente
las riendas de Eichhorst con sus guantes de cuero negro y entregarle el rifle a su comandante.

No puede ser una coincidencia que estés aquí con el descendiente de uno de tus verdugos
.

Setrakian cerró los ojos a los insultos de Eichhorst. Despejó su mente y concentró su atención en el asunto en cuestión. Pensó, con una especie de voz mental y tan fuerte como pudo hacerlo, esperando que el vampiro lo escuchara: «Te sorprenderá saber con quién más estoy asociado».

 

 

N
ora sacó su monocular de visión nocturna
y se lo colocó encima de su gorra de los Mets. Cerró un ojo y miró hacia el túnel del North River
—«visión de rata», lo llamaba Fet, pero en ese momento ella agradeció que existiera ese artefacto.

El túnel estaba despejado un poco más adelante, a una distancia intermedia. Pero ella no pudo encontrar la salida. Y no había ningún lugar donde esconderse. Nada.

Estaba sola con su madre, y lejos de Zack. Ni siquiera quiso mirarla con el monocular. Mariela respiraba penosamente, incapaz de seguir el paso. Nora la sostenía del brazo, arrastrándola prácticamente por las piedras que rodeaban las vías, sintiendo el acecho de los vampiros a sus espaldas.

Comprendió que estaba buscando el lugar más adecuado. El mejor. El espectáculo que estaba contemplando era terrorífico. Las voces en su cabeza —sólo la suya— aducían argumentos contradictorios:

No puedes hacer esto
.

No puedes pensar en salvar a tu madre y a Zack. Tienes que elegir.

¿
Cómo escoger a un niño por encima de tu propia madre
?

Elije a uno, o los perderás a ambos.

Ella ha tenido una vida agradable.

Mentira. Todos vivimos bien, exactamente hasta el momento en que nuestras vidas terminan.

Ella te dio la vida
.

Pero si no lo haces ahora, se la entregarás a los vampiros, maldiciéndola para toda la eternidad.

El alzhéimer tampoco tiene cura. Su situación empeora cada vez más. Ella
ya
no es la misma mujer que fue tu madre. ¿En qué se diferencia del contagio del virus? Ella no representa una amenaza para los demás
.
Sólo para ti misma y para Zack.

De todos modos, tendrás que destruirla cuando regrese a por ti.

Le dijiste a Eph que debía destruir a Kelly
.

Su demencia es tal que ni siquiera se dará cuenta.

Pero tú sí lo sabrás
.

En pocas palabras, ¿lo harías contigo misma antes de ser convertida?

Sí.

Es tu elección.

Nunca es lo uno o lo otro. No hay nada que sea completamente claro. Todo sucede con demasiada rapidez; estás perdida en el momento en que se abalanzan sobre ti. Debes actuar antes de ser transformada. Tienes que anticiparte
.

Y, sin embargo, no hay garantías.

No puedes liberar a alguien antes de transformarse. Sólo puedes decirte a ti misma que esperarías haber hecho eso, y preguntarte si tenías razón
.

Sería un asesinato.

¿Hundirías el cuchillo en Zack si el final fuera inminente?

Tal vez. Sí.

Dudarías
.

Zack tendría más oportunidades de sobrevivir a un ataque.

¿Así que cambiarías lo viejo por lo nuevo?

Tal vez. Sí.

—¿Cuándo demonios llegará tu inútil padre? —preguntó su madre.

Nora regresó a la realidad. Se sentía demasiado trastornada para llorar. Realmente, el mundo era muy cruel.

Un aullido resonó en el túnel, y Nora sintió escalofríos.

Se puso detrás de su madre. No podía mirarla a la cara. Sujetó el cuchillo con firmeza, levantándolo para clavarlo detrás del cuello de la anciana.

Pero esto no era nada.

Era algo que no tenía cabida en su corazón, y ella lo sabía.

El amor es nuestra perdición
.

Los vampiros no conocían la culpa. Ésa era su gran ventaja. Nunca vacilaban.

Y, como si quisiera confirmarlo,
Nora levantó la vista y descubrió que la acechaban desde ambos lados del túnel. Dos vampiros habían avanzado hacia ella mientras estaba distraída, y sus ojos despedían un brillo entre blanco y verdoso bajo el prisma de su monocular.

No sabían que ella podía verlos. No entendían la tecnología de los rayos infrarrojos. Creyeron que ella era igual al resto de los pasajeros, perdida en la oscuridad y caminando a ciegas.

—Siéntate aquí, mamá —le dijo Nora, doblándole las rodillas para que bajara a las vías. De lo contrario, comenzaría a caminar sin rumbo definido—. Papá está en camino.

Nora se dio la vuelta y se dirigió
hacia los dos vampiros sin mirarlos. Habían salido de los muros de piedra con su característico aire desgarbado.

Respiró hondo antes de matarlos.

Aquellos vampiros se convirtieron en los destinatarios de su angustia homicida.

Atacó primero al de la izquierda, cortándolo en dos antes de que saltara. El grito angustioso
del vampiro resonó en sus oídos mientras se daba media vuelta y arremetía contra la otra criatura, que permanecía sentada mirando a su madre. Se volvió hacia Nora, con la boca abierta para desplegar su aguijón.

Una mancha blanca nubló su visión mientras la ira retumbaba en su cabeza. Liquidó a su atacante jadeando y con los ojos llenos de lágrimas.

Miró de nuevo hacia el sitio
de donde había salido. ¿Las dos criaturas habrían pasado por donde estaba Zack? Ninguna de las dos parecía haberse alimentado, aunque su monocular de visión nocturna
le impedía tener una idea exacta de su palidez.

Nora alumbró a los dos cadáveres con la lámpara, achicharrando a los gusanos de sangre antes de que pudieran escabullirse por las rocas en dirección a Mariela. Irradió el cuchillo, apagó la lámpara, regresó donde su madre y la ayudó a incorporarse.

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