Oscura (40 page)

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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

BOOK: Oscura
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—¿Resulta que ahora los vampiros nos están bombardeando? Estamos jodidos
—sentenció Gus.

Luego le tradujo a Ángel, que estaba improvisando una férula para su rodilla.

—¡Madre de Dios!
—exclamó el luchador, santiguándose.

—Espera un minuto. ¿Un accidente en la planta nuclear? Eso es una fusión nuclear, no una bomba. Tal vez hubo
una explosión de vapor, como en Chernóbil, pero no una detonación. Las plantas están diseñadas para que eso no sea posible —comentó Fet.

—¿Diseñadas por quién? —preguntó Setrakian, sin apartar los ojos del libro.

—No sé..., ¿qué quieres decir? —balbuceó Fet.

—¿Quién las construyó?

—Stoneheart —contestó Eph—. Eldritch Palmer.

—¿Qué? —exclamó Fet—. Pero... ¿explosiones nucleares? ¿Para qué hacer eso cuando está a punto de apoderarse del mundo?

—Habrá más —dijo Setrakian. Su voz afloró sin aliento, amorfa y desentonada.

—¿Qué quieres decir con eso de «más»? —preguntó Fet.

—Cuatro más. Los Ancianos nacieron de la luz. La Luz Caída, el
Occido lumen;
lo único que puede liquidarlos... —respondió Setrakian.

Gus se acercó al anciano. El libro estaba completamente abierto. Había un mandala complejo de color plateado, negro y rojo. Encima de él, sobre papel de calco, Setrakian había trazado el contorno del ángel de seis alas.

—¿Qué dice? —preguntó Gus.

Setrakian cerró el libro de plata y se puso de pie.

—Tenemos que hablar con los Ancianos, ¡ahora mismo!

—De acuerdo —concedió Gus, aunque estaba desconcertado por aquel cambio tan repentino—. ¿Para entregarles el libro?

—No —respondió Setrakian, encontrando su caja de pastillas en el bolsillo del chaleco, y abriéndola con dedos temblorosos—. El libro llega demasiado tarde para ellos.

Gus lo miró de soslayo.

—¿Demasiado tarde?

Setrakian tuvo que esforzarse para sacar una pastilla de nitroglicerina de la caja.

Fet le sujetó la mano temblorosa, extrajo una píldora y la dejó en la palma arrugada del anciano.

—¿Has descubierto algo, profesor? —le dijo Fet—. Palmer acaba de inaugurar una nueva central nuclear en Long Island.

Los ojos del anciano se hicieron distantes y difusos, como si todavía estuviera aturdido por la geometría concéntrica del mandala. Colocó la pastilla debajo de la lengua y cerró los ojos, esperando que le apaciguara el corazón.

 

 

N
ora se fue con su madre y Zack permaneció acostado en la inmundicia, debajo del pequeño saliente de las tuberías, al lado sur de los túneles del North River, con la navaja de plata contra su pecho. Tenía que aguzar sus oídos y estar muy atento, pues ella podría venir a por él en cualquier momento. Era una situación insostenible, pues comenzaba a quedarse sin aire. Sólo en aquel instante se percató de ello
y palpó sus bolsillos en busca del inhalador.

Se lo llevó a la boca, inhaló dos veces, y de inmediato sintió un alivio. Pensó que el aire en sus pulmones era como un tipo atrapado dentro de una red. Luchaba contra ella cuando estaba ansioso y tiraba de ella, lo cual empeoraba su situación, al hacer que el cerco se estrechara, envolviéndolo más y más. Inhalar el gas comprimido en la cápsula equivalía a una explosión fulminante que lo dejaba completamente débil y renqueante, para sentir a continuación que la red cedía.

Guardó el inhalador con un movimiento enérgico, y poco después hizo lo mismo con el cuchillo. «Dale un nombre y será tuyo para siempre». Eso le había dicho el profesor. Zack pensó febrilmente en uno, tratando de concentrarse en cualquier otra cosa distinta al túnel.

A los coches
se les adjudican nombres femeninos. Las armas reciben los apodos de sus dueños. ¿Con qué tipo de nombre se podría bautizar a los cuchillos? Pensó en el profesor, en los dedos viejos y deformes del anciano que le había regalado el arma.

«Abraham».

Ése era su primer nombre.

Y tal fue el nombre de su cuchillo.

—¡Auxilio! —gritó una voz masculina. Era alguien que venía corriendo por el túnel. Su voz retumbaba a causa del eco.

—¡Ayúdenme! ¿Hay alguien ahí?

Zack no se movió. Ni siquiera giró la cabeza, sus ojos inmóviles. Oyó al hombre tropezar y caer, y poco después escuchó otros pasos. Alguien lo estaba persiguiendo. Se levantó de nuevo y volvió a caer. O lo derribaron. Zack no se había percatado de cuán cerca estaba el hombre. El tipo pataleó, desvariando como un loco, arrastrándose por uno de los raíles. Zack lo vio entonces: una silueta serpenteando en la oscuridad, tropezando contra las traviesas mientras intentaba ahuyentar a sus perseguidores a patadas. Estaba tan cerca que Zack sintió el hálito de su angustia. Tan cerca que preparó a
Abraham
en el acto, con la hoja hacia el lado de afuera de su mano.

Uno de los atacantes agarró al hombre por la espalda. Sus gritos de espanto fueron silenciados, mientras le abrían la boca de un tajo, desgarrando su mejilla. Fue asaltado por otras manos —sumamente largas— que tiraban de su piel y de sus ropas, arrastrándolo hacia el lado de la vía.

Zack sintió que la desesperación del hombre se propagaba hacia él. Un temblor se apoderó de su cuerpo, tanto que temió delatarse. El hombre lanzó un último gemido de angustia, suficiente para saber que ellos —los niños— lo estaban llevando en la dirección contraria.

Tenía que correr. Buscar a Nora. Entonces recordó aquella ocasión cuando jugaba al gato y al ratón, escondido detrás de los arbustos de un jardín de su antiguo barrio, pendiente del recuento
acompasado de su compañero. Fue el último en ser encontrado —o casi—, cuando advirtió que el niño que había llegado tarde al juego continuaba desaparecido. Comenzaron a buscarlo, llamándolo por su nombre —era un niño más pequeño—, y luego se desentendieron de él, suponiendo que había regresado a su casa. Pero Zack no se quedó tranquilo. Había visto el resplandor en los ojos del pequeño cuando corrió a esconderse, la previsión casi diabólica del perseguido intentando burlar a sus cazadores; entonces, más que la euforia de la persecución, tuvo la certeza de un escondite más que ingenioso para una mente de cinco años.

Y entonces Zack lo supo. Fue hasta la casa del anciano que les gritaba cuando ellos se atrevían a pasar por su patio trasero. Zack se dirigió a una vieja nevera que habían tirado
muy cerca del callejón, tumbada sobre el suelo en posición horizontal. La puerta estaba sobre el electrodoméstico de color calabaza. Zack corrió la puerta rompiendo el cierre hermético. El niño estaba oculto allí, y ya se estaba poniendo azul a causa del frío.

El pequeño
había logrado colocar la puerta sobre él con una fuerza pasmosa. Se encontraba a salvo, aunque comenzó a vomitar en el césped cuando Zack lo ayudó a salir del frigorífico. El anciano no tardó en hacer su aparición, visiblemente molesto, obligándolos a huir antes de ser alcanzados por la furia de su rastrillo.

Zack se deslizó sobre su espalda, medio cubierto de hollín, y echó a correr. Encendió su iPod para alumbrarse con el destello de la pantalla agrietada, que proyectaba un resplandor
de poco más de un metro de luz tenue y azul. No podía oír nada, ni siquiera el eco de sus propios pasos, así de fuerte palpitaba el pánico dentro de su cabeza. Daba por descontado que estaba siendo perseguido, podía sentir las manos intentando agarrarlo de la nuca.

Quería gritar el nombre de Nora pero se abstuvo de hacerlo, pues sabía muy bien que eso lo delataría. La hoja de
Abraham
chocó contra la pared del túnel, indicándole que se estaba desviando hacia la derecha.

Zack vio una llama roja flameando unos cuantos metros hacia delante. No era una antorcha, sino una luz agresiva, como un incendio. Era el miedo que lo hacía alucinar. Se suponía que debía estar huyendo de los problemas, y no metiéndose de lleno en ellos. Aminoró la marcha. No quería seguir hacia delante, y era incapaz de girarse.

Pensó en el niño escondido en el refrigerador. Sin luz ni aire, aislado de cualquier sonido cercano.

La puerta, oscura contra el muro divisorio, tenía un cartel que Zack no se molestó en leer. La baranda daba una curva hacia el norte y él siguió en esa dirección. Olió el humo del tren descarrilado. Y el hedor pestilente del amoniaco. Estaba cometiendo un error: debía esperar a Nora, que seguramente lo estaría buscando en ese preciso instante, pero de todos modos siguió corriendo.

Más adelante vio una figura. Al principio creyó que era Nora. Pero aquélla llevaba una mochila, y Nora tenía una bolsa.

Tal optimismo era otro truco de su mente adolescente.

El silbido le inspiró miedo inicialmente. Pero Zack alcanzó a percibir en la periferia difusa de su espectro luminoso que aquella figura no estaba animada por ninguna intención funesta. Vio los movimientos elegantes de aquel brazo y se dio cuenta de que rociaba pintura sobre la pared del túnel.

Zack avanzó un poco más. La figura no era mucho más alta que él, y tenía la cabeza cubierta con una capucha negra. Ostentaba salpicaduras de todos los colores en los codos y a los costados de su sudadera negra; llevaba pantalones de camuflaje
con varios bolsillos y zapatillas Converse. Estaba pintando en el muro, aunque Zack sólo podía ver un pequeño fragmento del mural, de color plateado y aspecto burdo. El vándalo estampaba en ese momento su firma: «Phade».

Todo sucedió en cuestión de segundos, razón por la cual a Zack no le pareció raro que alguien pintara en la más absoluta oscuridad.

Phade bajó el brazo, y se volvió hacia Zack.

—Oye, no sé si estás enterado, pero harías mejor en salir de aquí lo antes posible —dijo Zack.

Phade se quitó la capucha que le velaba el rostro. No era un hombre, sino una niña o algo semejante, pero lo cierto era que tenía un aspecto muy extraño. No pasaba de los veinte años. Su rostro era completamente inexpresivo, y tan poco natural como podría serlo una máscara de carne mustia enmarcando la maligna biología enconada en su interior. Bajo la luz del iPod, su piel tenía la palidez de un pedazo de carne en salmuera, o más bien como el color de un feto de cerdo conservado dentro de un frasco de formol. Zack vio que tenía manchas rojas en el mentón, el cuello y en la sudadera. Y no eran de aerosol.

Escuchó unos chillidos detrás de él. Giró su cabeza, y luego el cuerpo, dándose cuenta de que acababa de darle la espalda a un vampiro. Mientras se daba la
vuelta en dirección a Phade, extendió la mano con que sostenía el cuchillo, sin advertir que la criatura se había abalanzado sobre él.

La hoja de Abraham se alojó en la garganta de Phade. Zack retiró su mano con rapidez, como si hubiera cometido un acto trágico, y el líquido blanco manó profusamente del cuello de la criatura. Sus ojos se desorbitaron con aire amenazante, y antes de que Zack supiera lo que estaba haciendo, apuñaló cuatro veces más al vampiro en la garganta. La lata de aerosol siseó contra los bolsillos de Phade antes de caer al suelo.

El vampiro se derrumbó.

Zack permaneció con el arma homicida en su mano, sosteniendo a
Abraham
como un objeto que hubiera estropeado algo, sin saber cómo repararlo. El avance desquiciado de los vampiros lo despertó de su ensimismamiento, de una forma invisible y apremiante en medio de la oscuridad. Zack soltó su iPod, agarró la lata de Krylon plateado, con la válvula del aerosol bajo su dedo, mientras dos niños vampiros emergían de las tinieblas cubiertos de telarañas, agitando sus aguijones dentro y fuera de sus bocas entre silbidos frenéticos. Sus movimientos eran indescriptiblemente extraños y rápidos, sacándole el máximo provecho a la flexibilidad juvenil de sus brazos y rodillas dislocadas, casi reptando por el suelo.

Zack apuntó a los aguijones. Disparó sobre el rostro de las dos criaturas antes de ser atacado. Una especie de película cubrió sus ojos, nublando su visión. Retrocedieron, tratando de quitarse la pintura con sus manos descomunales —para el tamaño de su cuerpo—, pero no tuvieron suerte.

Era la oportunidad de Zack de matarlos, pero sabía que no tardarían en llegar más vampiros, así que recogió su iPod, que le servía de linterna, antes de que los vampiros pintarrajeados lo detectaran con sus otros sentidos.

Escuchó unos pasos y vio una puerta acordonada con cintas de precaución. Estaba cerrada pero no sellada; nadie esperaba ladrones en semejantes profundidades, y Zack deslizó la punta de su navaja en la cerradura, intentando violentarla. En el interior, la vibración
de los transformadores lo sobresaltó. No vio más puertas y sintió pánico al pensar que había quedado atrapado. Sin embargo, en la pared izquierda, un conducto
de servicio asomaba a unos treinta centímetros
del suelo, antes de girar y acoplarse con las máquinas. Zack se agachó y no vio ninguna pared delante. Dejó su iPod en el suelo con la pantalla encendida, para que la luz reflejara la parte inferior del tubo metálico. A continuación, se deslizó por debajo del conducto con la misma agilidad de un disco sobre una pista de hockey. Serpenteó por el suelo, recorriendo un buen trecho antes de detenerse al golpear algo duro. Zack notó que la luz dejó de brillar.

Pero no vaciló. Se acostó boca abajo para internarse debajo del conducto. Introdujo primero su cabeza por el espacio estrecho, arrastrándose sobre su espalda. Se deslizó unos quince metros, con su camisa enredándose en el suelo áspero y cortándose la espalda. Su cabeza asomó finalmente en el vacío, allí donde el pasaje
describía una curva y se elevaba junto a una escalera incrustada en el muro. Zack logró encender la luz de su iPod. No pudo ver nada.

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