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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

Parte de Guerra (28 page)

BOOK: Parte de Guerra
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La represión desmoviliza, deprime, devasta en lo anímico y en lo político. Sin un trabajo de resistencia efectiva, las protestas tienden a disolverse en el ritual. Los golpes al Movimiento (a sus restos organizativos) vienen de todos lados. Hay que levantar la huelga, es forzoso aceptar la debilidad orgánica que se expresa en la casi mandable campaña a favor de los presos políticos. Marcelino Perelló afirma, sin pruebas, que el ejército entró a la Plaza de las Tres Culturas disparando balas de salva, y sus palabras se interpretan por doquier como disculpa de los militares. Con una parte fundamental de la dirección del CNH en la cárcel o en la clandestinidad, con el temor de los padres de familia que hasta ese momento apoyaban la politización de sus hijos, con la resaca de las imágenes escalofriantes, el Movimiento se extenúa.

No se admite en un principio que la provocación en Tlatelolco vino del gobierno. Incluso el general Lázaro Cárdenas, en un pronunciamiento de apoyo a la causa estudiantil, expresa su convicción: «todos los elementos de la colectividad nacional debemos percatarnos que, además de los lamentables enfrentamientos entre hermanos, elementos antinacionales y extranjeros que responden a intereses ajenos […] emplean las armas y el terror con vista la desintegración nacional» (6 de octubre). Los presos políticos, a su vez, declaran en actitud pacífica y señalan al Batallón Olimpia. Más que nunca, el gobierno se opone al diálogo. Ya no necesita siquiera la apariencia de buena voluntad. Los manifiestos prosiguen, ya sin alcances persuasivos. Y el rector Barros Sierra llama al regreso a clases:

Nadie, incluyéndome a mí mismo, se opone a que miembros de nuestra comunidad continúen su lucha cívica externa, siempre que lo hagan independientemente de la institución y sin lesionarla. Y, por supuesto, no abandonaremos a maestros ni estudiantes que han perdido su libertad; pero seguramente tendremos una mayor fuerza moral en nuestras gestiones y en nuestra cooperación para que el conflicto se resuelva, sí nuestra casa, volviendo a trabajar en plenitud, cumple íntegramente sus obligaciones con el pueblo que la sostiene.

La clandestinidad de los miembros del CNH que intentan mantener la resistencia es una figura de la fantasía. Demasiados saben de su paradero y les llevan comida, los trasladan de un sitio a otro, les informan del rumbo del desastre. Y algunos salen del país. Los que se quedan, o se radicalizan hasta la histeria y las ilusiones de Sierra Maestra, o se concentran en la defensa de los presos políticos, o se pierdan en asambleas sin rumbo pero con exceso de jueces. Como sea, es admirable la red protectora en torno a unos cuantos, marcados para la cárcel.

Contra intelectuales, académicos y periodistas, el acoso es inmisericorde. Heberto Castillo peregrina durante unos meses de una «casa de seguridad» a otra, hasta su captura espectacular. (Él relata la experiencia en
Si te agarran te van a matar
) Al gran historietista Eduardo del Río, Rius, crítico frontal de Díaz Ordaz, se le vigila obsesivamente, y en 1969 se le secuestra, escenificando «en su honor» un simulacro de fusilamiento. Y a José Revueltas se le atribuye la «autoría intelectual» del Movimiento.

En la clandestinidad pública, Revueltas da una conferencia en el Che Guevara sobre la autogestión y la universidad crítica. A la salida lo detienen judiciales federales, y el 18 de octubre se le consigna al juez Primero de Distrito en materia penal. Se le acusa (módicamente) de incitación a la rebelión, asociación delictuosa, sedición, daño en propiedad ajena, ataques a la vías generales de comunicación, robo, despojo, acopio de armas, homicidio y lesiones contra agentes de las autoridades. Por lo que se ve, le perdonaron la mayoría de sus delitos.

Lo que se vive es la mezcla contundente de Guerra Fría y represión de gobierno militar de Sudamérica. Así sea sectorial, la destrucción de la lógica jurídica y el mínimo respeto a los derechos humanos avasalla y prodiga intolerancias. Así, en la noche del 16 de noviembre, el estudiante Luis González Sánchez, de 19 años de edad, alumno del primer año de Medicina, sale con una brigada a hacer pintas y el policía Julio Martínez Jiménez lo asesina por la espalda. El crimen prácticamente no se comenta.

La Secretaría de Relaciones Exteriores «cesa" a Paz, y se desbordan en injurias los entonces llamados «plumíferos» (periodistas de honestidad potenciada por la corrupción) y los Hombres de Pro pertrechados con cargos de alta traición. Ante el acoso,
La cultura en México
publica un texto de protesta:

¿Cómo se enteró la Secretaría de Relaciones Exteriores de que el criterio de Octavio Paz se ha normado por versiones inexactas y extranjeras? ¿Considera a su mejor embajador, al más respetado y conocido en el mundo, tan endeble intelectualmente como para darle fe plena a una serie de informaciones que han falseado la verdad de los hechos ocurridos en Tlatelolco? Independientemente de que Octavio Paz haya tenido acceso a un tipo de noticias, ¿la Secretaría está en condiciones de asegurar que las informaciones de las agencias cablegráficas y de los corresponsales de prensa publicadas en la prensa mundial se caracterizan por sus inexactitudes? ¿Le faltó tiempo para hacerle llegar a los embajadores su propia versión de los acontecimientos? ¿Acaso la tiene a pesar de que su edificio se levanta en el teatro de la tragedia?

Por lo demás, Octavio Paz siempre representó al país de un modo insuperable.

Después de renunciar no sólo a su brillante carrera y a su cargo de embajador, sino a su seguridad futura —que no era precisamente un plato de lentejas—, asumió su progenitura de poeta y de mexicano, lo que significa asumir una responsabilidad total.

Allí queda, por un lado, la prosa burocrática de los que no dimiten nunca, punto final a una honrosa trayectoria de veinticinco años, y por el otro, un breve poema donde la ira y el desprecio han sido expresados con una claridad deslumbradora. Su terrible peso ha inclinado la balanza a favor de la justicia y de la verdad sin equívocos y ya de una manera definitiva, pues tal es el privilegio de un gran poeta.

La Cultura en México,
que ha tenido la fortuna de contar a Octavio Paz entre sus más ilustres colaboradores, desea hacerle patente de un modo público su solidaridad, su reconocimiento y su afecto fraternal.

Fernando Benítez, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Vicente Rojo

Testimonios: El chavo ni se inmutó (enero de 1969)

—Estuvo terrible, el 23 de diciembre quisimos salir de Ciudad Universitaria en una manifestación nomás para dejar constancia de que no nos rendíamos. Ya lo sabes, los estertores del Movimiento coincidían con el pánico de los padres de familia y la desmoralización de los estudiantes. Nos reunimos los que quedábamos, y salimos con las consignas ya más bien del recuerdo. ¿O a quién le gritabas: «¡Únete pueblo!», si no había nadie?

Marchamos sobre Insurgentes, y lo que pasó me sigue alucinando. Allí estaba la tropa, y el militar trepado al tanque nos insultaba y nos decía que si éramos tan machitos que nos aventáramos a ver cómo nos iba, y el chavo ni se inmutó y se fue derechito hacia él. Era un chavito delgado, más bien anémico de aspecto y ni quien lo supusiera tan entrón. Sus amigos querían detenerlo pero él insistía en hablar y en informarle al pueblo de México que ya de la Constitución no quedaba ni madre, que nos habían masacrado en Tlatelolco y nadie decía nada, que éramos un pueblo de cobardes y cabrones, y el chavo gritaba y los demás retrocedíamos sin acompañarlo en sus gritos, porque ¿para qué? A más de dos meses de la matanza, ¿cuál movimiento estudiantil? Si ya la idea de salir de la Ciudad Universitaria era una locura, en Insurgentes nos esperaban los tanques y las patrullas y los camiones llenos de granaderos y ni con qué defenderse, las mentadas de madre ni a rumor alcanzan, y nos dimos cuenta que la impotencia de la izquierda no es una calumnia de la reacción y fuimos retrocediendo.

Si lo cuento es para que no se me olvide. Una señora increíble, de cuarenta y tantos años, de ropa pobretona y aspecto gastado, se acercó al tanque y le dijo al general que debería darle vergüenza matar jóvenes, y el tipo se quedó estupefacto, no respondió, la dejó ir. Y mientras el chavo no dejaba de hablar, se aproximó todavía más al general, furioso contra el pueblo de rajones y agachados. Y algo que no oímos que debió ser pesado. Y luego se regresó con nosotros y nos devolvimos a Ciudad Universitaria.

Los presos políticos

Durante casi tres años, de 1968 a 1971, docenas de presos políticos desmienten desde el penal de Lecumberri el intento de explicación oficial: «fue una conjura contra México de fuerzas extrañas». Los procesos son descabellados, jurídicamente aberrantes, basados en el testimonio de dos policías que vieron de lejos algunos mítines, en declaraciones arrancadas por la tortura. El primero de enero de 1970 la dirección del penal urde un motín contra una crujía de presos políticos. La resistencia es heroica. Y si la causa pública de los presos es débil, la solidaridad es constante: el rector Barros Sierra los ayuda a que prosigan sus estudios en la cárcel, y entre ellos la discusión política es álgida.

Ya con Luis Echeverría en la Presidencia de la República, el método para liberar a los del 68 es típico de la hipocresía del régimen. En vez de admitir la monstruosidad del proceso, se le da curso a una táctica marrullera: salen porque son inocentes, pero a la cárcel fueron por su culpabilidad.

Al mantener los presos políticos la decisión de resistencia del Movimiento, iluminan otros aspectos: la coherencia en la acción, la continuidad destruida a balazos, el ánimo regocijado …y la ideología sumamente difusa. En la cárcel de Lecumberri, en la lucha por su libertad, estos presos políticos sintetizan el sentido último de su causa: el compromiso moral y la construcción de espacios alternativos ante el poder.

Con sus fallas, contradicciones, y sectarismos, el Movimiento Estudiantil de 1968 es una hazaña del México contemporáneo.

Post-scriptum
I. Tlatelolco entre cortinas de humo

Si mi tía tuviera ruedas, aseguraba el maravilloso Método Ollendorf, sería bicicleta. Del mismo modo, en la lógica del expresidente Luis Echeverría, si en la noche del 2 de octubre de 1968 ocurrió algo en la Plaza de las Tres Culturas, el neoliberalismo se empeña en disminuir los esfuerzos de la humanidad en su ruta ascendente a los insumos de la dignidad.

Durante su sexenio, Echeverría jamás aclara o siquiera menciona detenidamente su rol en el 68, y elogia sin reservas a Díaz Ordaz, el salvador de la Patria. Por eso es tan arduo creerle ahora en su entrevista con Irma Rosa Martínez (El
Universal
, 21 de septiembre de 1998): «Nada, nada tuve que ver en la forma en que se encaró en 1968 el problema estudiantil, pues Díaz Ordaz me marginó totalmente del asunto. Cuando se haga la biografía de don Gustavo, tendrá que llegarse a la conclusión de que uno de sus rasgos psicológicos era la firme convicción del uso de la fuerza para hacer valer la ley».

El expresidente rehace su biografía, y la acomoda en los ámbitos de la inocencia: «Mi trato con Díaz Ordaz fue muy formal. Quizá, curiosamente, nunca fui gente de confianza de él. […] Nunca me tuvo confianza, ni siendo secretario de Gobernación, porque él se rodeó de la gente de la política que no me veían posibilidades a mí, de un ascenso o […] y, bueno, fueron años para mí de mucho trabajo, de mucho encierro, de no hacer declaraciones nunca, apartado de las actividades políticas realmente». Un secretario de Gobernación alejado de la política.
Rara avis
si las hay. Y fue Presidente por su trabajo intenso, y porque el 68 «pues me favoreció a mí, porque yo no intervine en nada. Eso fue, lo manejó todo el Presidente, todo, lo político y lo militar, con el secretario de la Defensa. Yo hice una vez declaraciones para el diálogo público y hasta ahí. No me perjudicó en nada».

Y el Presidente Díaz Ordaz margina del 68 a su secretario Echeverría «por psicología, por la urgencia por los Juegos Olímpicos, por sus antecedentes en Gobernación como oficial mayor y secretario. Quizá por reconocer que no tenía yo la suficiente experiencia, porque él había estado muchos años en Gobernación. Y afortunadamente así fue.»

En el contexto de esta falta de contextos, y en su inicio y muy probable despedida, la Comisión de la Cámara de Diputados encargada de adjudicar las responsabilidades exactas de la matanza de Tlatelolco eligió mal a su primer interlocutor, un político acostumbrado a ajustar la verdad al formato de sus necesidades declarativas. El 3 de febrero de 1998, en su residencia de San Jerónimo, Echeverría convierte el interrogatorio (que no tiene lugar), en show típico de su sexenio, con todo y equípales. El expresidente esquiva las imputaciones y echa a volar su imaginación, y su hábito de salir siempre bien librado con sólo contestar puntualmente a las preguntas que no se le formulan.

Algo se filtra, sin embargo, en la más evasiva de las confrontaciones. De la visión de lo real da cuenta la minimización de los hechos: «¡La matanza de Tlatelolco fue un exceso!» (en estas notas me baso en la grabación de Antonio Jáquez, reportero de
Procesó
). El término no es casual y es sincerísimo. Lo triste no es que mataran sino que se les pasara la mano. ¿Cuántos muertos están bien, y cuántos son ya un exceso? Queda la pregunta para el aniversario de los cincuenta años del crimen de Tlatelolco. Y en lo tocante a la matanza, el de antes paga, el antiguo jefe del declarante, don Gustavo, que por lo pronto lo dejará soltar verdades. Echeverría no coincide con la versión del 68 proporcionada por Díaz Ordaz, «salvo en dos o tres líneas»:

—¿Quién ordenó [la matanza], el Presidente Díaz Ordaz?

—El Presidente es el comandante supremo. Así lo ordena la Constitución, así lo consigna la ley. Yo lo fui, pero hasta el 1 de diciembre. Pero la cosa no es tan simple.

Se acumularon muchos problemas y se complicaron muchísimo. Y los problemas que economistas y políticos no pueden resolver, se tornan en violencia.

Todo lo que se dice cuando la táctica es decir nada. A la incriminación por vía de la evasión. Quien fue en 1968 el segundo político del país lo acepta: en 1968 la incompetencia de los políticos se torna violencia. Y el diálogo continúa:

—¿Acepta que el gobierno tuvo, entonces, responsabilidad en la matanza?

—Corresponsabilidad.

—¿Hay culpables de la matanza de estudiantes?

—¡Sí, los hay! Pero fue una confusión en muchos sentidos. Por ello lo importante es conocer las causas que dieron origen al conflicto. En Tlatelolco no está la respuesta. Deben tomarse en cuenta muchas otras cosas.

BOOK: Parte de Guerra
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