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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

Parte de Guerra (22 page)

BOOK: Parte de Guerra
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El alegato, producto de los informes de la mitomanía gubernamental, es asumido con pasión genuina. Al ser Díaz Ordaz el Presidente, no tiene por qué saber que no se ha producido tal ciudad apocalíptica, ni han existido los secuestros, ni se han destruido por sistema automóviles, ni el Movimiento enfrenta protestas masivas (por lo contrario), ni se han vejado mujeres, y los rumores, que sí han existido, son obra de fuerzas gubernamentales. Sí se han dado y están por darse confrontaciones violentas, pero siempre en respuesta a las vejaciones policiacas. Este es el drama infalsificabie de Díaz Ordaz. Sometido al suministro de falsedades y exageraciones, se siente literalmente el salvador de México.

Díaz Ordaz lanza el ultimátum, da lecciones de civismo, explica su plan de gobierno («La meta es formar hombres, verdaderos hombres», y las mujeres, es de suponerse, vendrán después), previene a los jóvenes: «deben tener ilusiones, pero no dejarse alucinar»; sentencia: «¡Qué grave daño hacen los modernos filósofos de la destrucción que están en contra de todo y a favor de nada!», y se estremece hasta la empuñadura del llanto sin lágrimas, al pensar en las manos que empuñan el azadón, el pico, la pala, la mancera y el volante del tractor. Ya al galope de las emociones, en pleno desahogo antiintelectual, nada lo detiene en su loa a los seres que, en su lógica, no han pervertido el conocimiento:

Rindo emocionado homenaje a esas manos que no saben manejar billetes de banco, que muy rara vez sienten el halago de una caricia.

Esas mismas manos rudas y sufridas que fueron las que izaron un garrote o una lanza al llamamiento de Hidalgo y de Morelos; las que no midieron la inmensidad del desierto cuando arrastraban los carromatos de la gloriosa hueste de Benito Juárez las mismas manos que apretaron el rifle o el machete bajo la bandera de Madero, de Carranza o de Zapata.

Oratoria municipal, cursilería a cántaros, historia que crece en las macetas de las primarias rurales, visión un tanto lúgubre de las posibilidades amatorias de los campesinos, «que muy rara vez sienten el halago de una caricia». En 1968 insistimos en acompañar el Informe con risas sarcásticas, y nos perdemos su motivo fundacional: el elogio a la revancha legítima.

Figuras del 68: El secretario de Gobernación Luis Echeverría

En 1968, Luis Echeverría es, luego del Presidente, el funcionario más inflexible y cortante. No otro comportamiento se espera de un aspirante a la Presidencia, deseoso de no distanciarse en lo mínimo de las fobias y los resentimientos de su jefe. En el empeño mimético lo ayuda su trayectoria, estrictamente burocrática y sin relieve. Nace en 1922, es licenciado en derecho por la UNAM. Ingresa al PRI en 1944, y allí es secretario particular del presidente del partido, Rodolfo Sánchez Taboada. Poco después, secretario de prensa y oficial mayor del Comité Ejecutivo Nacional. Es, para que nada le falte, director de Administración de la Secretaría de Marina, oficial mayor de la Secretaría de Educación Pública (1952-1958), subsecretario (1958-1963) y secretario de Gobernación (1963-1969), candidato del PRI a la Presidencia (1970), y Presidente de la República (1970-1976).

Como secretario de Estado, Echeverría no es particularmente brillante. Discursos opacos y más que ortodoxos, ceño duro, intransigencia, red de amistades y favorecidos, nula disposición al diálogo. Si de Díaz Ordaz en el 68 se tiene la imagen de la descomposición colérica, de Echeverría no hay imagen, sino impresiones gélidas. Al nombrarlo Díaz Ordaz candidato a la Presidencia, Echeverría se ve obligado a inventarse sobre la marcha una personalidad y un estilo oratorio. El resultado no es, para ponerlo en términos comedidos, muy sobresaliente, pero todo sea por la obtención de la singularidad. Así, en Morelia, durante la campaña presidencial, Echeverría obligado por los estudiantes, guarda un minuto de silencio por todos los caídos en Tlatelolco, y esto casi le cuesta la Presidencia (Díaz Ordaz no entendía de cortesías funerarias).

A Echeverría no le cuesta demasiado recuperar el beneplácito de fuerzas que impugnaron a su antecesor, una parte considerable de las clases medias y del sector intelectual. La Presidencia desvane ce cualquier pasado, y si pudiesen, los cortesanos de Echeverría jurarían que jamás fue secretario de Gobernación, ni participó en las incontables represiones del sexenio. Y el olvido protege a Echeverría, disolviendo los métodos usados para conquistar la Presidencia, entre ellos su adhesión a la Guerra Fría y su intolerancia. De no ser Echeverría un cruzado de la línea dura, ni conserva el puesto, ni es designado sucesor. Reprimir es moverse en línea ascendente, y es adquirir voz y voto en la perspectiva presidencial.

Mientras hace falta, el talante de Echeverría es abiertamente belicoso. Ya Presidente, en algo se suaviza, sin concederle nada a la democracia y sin jamás aclarar, entre otros hechos, la «guerra sucia». Tiene a su favor lo innegable: en 1968 las decisiones las asume Díaz Ordaz, y gracias a eso él y todos los involucrados en la represión se amparan en la bravata díazordaciana de su Quinto Informe Presidencial (1969): «Asumo íntegramente la responsabilidad…». Desde 1971, Echeverría está convencido: el 68 cambió el clima de la opinión pública. Al ocurrir la matanza del 10 de junio y la emergencia de los Halcones, grupo paramilitar creado por el Departamento Central, da marcha atrás y sacrifica al regente Alfonso Martínez Domínguez.

Ya en la Presidencia, se beneficia de la muy lenta asimilación del 68 y de las conmociones que trajo consigo en tan distintos niveles. La sociedad comprende poco a poco lo que pasó (una revolución cultural parcialmente exitosa es más difícil de aprehender que una rebelión aplastada), y Echeverría usa el compás de espera para experimentar una conversión ideológica y psicológica (no política, allí su autoritarismo es ortodoxo). Le ayudan al nuevo consenso la inercia de quienes no conciben alternativa al Sistema, el oportunismo rampante, la idea de que Echeverría es sincero. A principio de los setenta, aún no cristaliza, por la pobreza del medio, la voluntad de amplios sectores de distanciarse de la creencia semirreligiosa en el gobierno.

13 de septiembre: La Manifestación del Silencio

Si por consenso la marcha del 27 de agosto es la más alegre y combativa, también el recuerdo unánime ve en la Manifestación del Silencio al acto más elocuente del Movimiento. No hay relajo en el voceo de consignas, y cunde la solemnidad súbita. Un proyecto de nación se prueba a sí mismo con el esparadrapo en las bocas, los rostros «de
presidium»,
el murmullo interminable que aquieta la vocación de estrépito. Doscientos o trescientos mil manifestantes (¿quién podrá determinar con exactitud el monto de una marcha?) disminuyen el volúmen, y se atienen al murmullo, los comentarios en voz baja, el canje de risas por sonrisas; en suma, se ciñen a dos propósitos: no aceptar las provocaciones («sin ánimo alguno de enfrentar a los manifestantes con el gobierno»), y acercarse a la poesía de las situaciones: «Ha llegado el día en que nuestro silencio será más elocuente que las palabras que ayer acallaron las bayonetas» (del manifiesto del CNH).

En la Manifestación del Silencio se expresa como nunca el proceso de «nacionalización» teórica y emotiva del Movimiento, en respuesta al Informe de Díaz Ordaz, tan patriotero, y a los miles de artículos y declaraciones contra los apátridas. En lo escénico, la «nacionalización» se despliega con pósters y mantas con imágenes de Hidalgo, Juárez, Zapata. (Hay dificultad para conseguir a quien enarbole la efigie de Venustiano Carranza.) Pero lo relevante no es la escenografía nacionalista, sino la convicción profunda, anunciada de diversas maneras: el Movimiento es parte de la historia nacional. Tómenlo o déjenlo. Eso creen y eso, cuando se rehusan al trato infamante, le permite a los activistas integrarse —con la parcialidad y la intensidad del caso— a la nación oprimida y sus tradiciones de resistencia, la primera de ellas la fe en la Constitución de la República.

Una movilización con sustrato poético. La pretensión es desmesurada, pero ni inconvincente ni fallida. Hay —dones de la vivencia refrendados por la memoria— un brío lírico en los manifestantes, o como se le quiera decir a la sensación de vivir con gozo controlado la disidencia. ¿Cómo caminar por horas atenidos a susurros y comentarios discretos? ¿Quién habría imaginado una gran multitud que sin coerciones se disciplina a sí misma? La Manifestación del Silencio es el climax político y emocional del Movimiento. A las cinco de la tarde se sale del Museo de Antropología y el último contingente llega al Zócalo a las nueve de la noche. En el camino, la respuesta es admirable y allí está el 13 de septiembre si se requieren pruebas de la existencia de un Movimiento Estudiantil-Popular (denominación no muy convincente impuesta por la izquierda política). Se organiza la «manifestación de las aceras», que aplaude, incita al orgullo, arroja flores y confeti. Acuden madres de familia, casi todo el pueblo de Topilejo (ese día, quien tiene aspecto de campesino parece de Topilejo), obreros, burócratas, lo que le resta a la ciudad de la vieja izquierda.

Exigido por el maestro de ceremonias, el silencio en el Zócalo al comenzar el mitin es sobrecogedor, por el esfuerzo de contención que supone y porque el murmullo que necesariamente se eleva es también un homenaje al silencio. Un estudiante de Chihuahua contesta candorosamente a GDO, casi con sus palabras:

No nos afectan los ataques, ni las injurias, ni la represión La historia nos pondrá en su sitio a cada cual. Se nos acusa de intransigentes y lo cierto es que el gobierno ha escamoteado la verdad al pueblo. El intransigente es el gobierno que pretende discutir los problemas del pueblo a espaldas del pueblo. Sabemos que tenemos responsabilidad como estudiantes, que esa responsabilidad consiste en estudiar, pero no queremos anteponer el interés mezquino de llegar a ser médico o abogado para enriquecernos con una profesión. Nuestra primera responsabilidad es saber ser mexicanos y cumplir con la obligación de luchar al lado del pueblo. Estamos dispuestos a volver a la normalidad, sí; pero no sin democracia y sin libertad.

Este texto podría esencializar la actitud promedio del Movimiento. Hay amor a los juicios de la Historia, hay un regaño moral al gobierno, hay una ingenuidad desarmante, hay civismo, hay esperanzas en la Constitución de la República.

18 de septiembre: La toma de la Ciudad Universitaria

A las diez de la noche el ejército invade Ciudad Universitaria, con carros de asalto blindado, camiones colmados de soldados. Se desaloja de los edificios a estudiantes, padres de familia (convocados a una reunión), funcionarios, empleados. No hay resistencia. Deja de transmitir Radio Universidad. Lo último que se escucha es el disco de Voz Viva de México con León Felipe leyendo sus poemas.

A los detenidos, cerca de trescientos, se les obliga a colocar las manos detrás de su cabeza, tendidos en el suelo. Los soldados aguardan con el fusil con la bayoneta calada.

Algunos soldados van arriando la Bandera Nacional, todavía a media asta. En ese instante, los trescientos capturados se levantan y cantan el Himno Nacional. Ya arriada la Bandera los soldados conminan: «¡Al suelo, al suelo!» Todavía allí siguen cantando el Himno. (Si el Movimiento no fue patriótico, ignoro en qué consistió.) La diferencia de recursos es por lo menos abrumadora. Trescientos seres desarmados contra diez mil soldados con jeeps, tanques ligeros, carros de asalto se les empieza a subir a los camiones. De nuevo, entonan el Himno.

La Secretaría de Gobernación, en la etapa pre-tercermundista de su funcionario responsable, lanza el edicto explicativo:

Es del dominio general que varios locales escolares —que son edificios públicos, por ser propiedad de la nación y estar destinados a un servicio público—, habían sido ocupados y usados ilegalmente, desde fines de julio último, por distintas personas, estudiantes o no, para actividades ajenas a los fines académicos.

Estas mismas personas han ejercido el derecho de plantear demandas públicas; pero también, casi desde el anonimato, han planeado y ejecutado actos francamente antisociales y posiblemente delictuosos.

Desencuentro de perspectivas: mientras los estudiantes y sus aliados creen hallarse en medio de una lucha civil muy áspera, pero a fin de cuentas dentro de espacios protegidos por la Constitución de la República, los sostenedores de la Teoría de la Conjura se sienten inmersos en los anticipos de la gran batalla. Lo que no se reiterará lo suficiente es el doble engaño. Díaz Ordaz se convence (y lo convencen) del ejército emboscado tras las fachadas de la enseñanza superior, y el Movimiento se considera a punto de alcanzar la revolución de un modo a fin de cuentas pacífico o no violento en lo fundamental. Pero lo más notable en su desmesura son los preparativos militares. Véase las instrucciones a las unidades del 8 de septiembre:

  1. Obrar con cordura e inteligencia para evitar estudiantes muertos.
  2. Si es necesario, usar el combate CUERPO A CUERPO, SIN EMPLEAR LA BAYONETA.
  3. Emplear el fuego del armamento, sólo contra francotiradores, perfectamente localizados y bajo ÓRDENES EXPRESAS DEL COMANDANTE DEL AGRUPAMIENTO, debiendo emplear para el efecto tiradores selectos.
  4. Registrar a todo elemento capturado, recogiendo (ARMAS DE FUEGO, BLANCAS, CADENAS, VARILLAS, ETC.), cerillos y encendedores.
  5. Terminantemente prohibido a todos los elementos de este agrupamiento tomar cualquier clase de material didáctico.

En Ciudad Universitaria no hay la mínima resistencia, ni armas de fuego. Pero parte substancial de la Teoría de la Conjura es su desdén por los testimonios de los sentidos.

18 de septiembre. Medianoche. La protesta angustiosa

Con la invasión de Ciudad Universitaria se liquida la fase jubilosa del Movimiento. Aunque no se diga así,
The dream is over.
La noticia sacude y remite a la pesadilla de la suspensión de garantías constitucionales, de la nación ocupada militarmente.

A las doce de la noche, en casa de Selma Beraud, Nancy Cárdenas, Juan García Ponce, Héctor Valdés, Luis Prieto Reyes y yo, asistidos por un abogado deslumbrante (¡Leyó la Constitución y la recuerda!), redactamos la protesta de la Asamblea de Intelectuales y Artistas. Por un solo instante en mi vida, me siento gallardamente constitucionalista:

Ante el hecho vergonzoso, anticonstitucional, de la invasión y ocupación militares de la Ciudad Universitaria, denunciamos:

El uso anticonstitucional del ejército apoyando actos también anticonstitucionales (artículos 29 y 129);

La suspensión de hecho de las garantías individuales (artículos Primero, 9 y 29); La cesación de la autonomía universitaria;

El ejercicio de medidas represivas en sustitución del diálogo democrático (artículo 8);

La clausura oficial de todo proceso democrático en el país; La detención ilegal, arbitraria y totalmente anticonstitucional de funcionarios, investigadores, profesores, intelectuales, empleados, estudiantes y padres de familia, cuyo único delito era encontrarse en el centro de estudios en el momento en que fue ocupado por el ejército (artículos Primero y 29).

Demandamos por lo tanto de usted, como Presidente de México y jefe natural del ejército, el acatamiento irrestricto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

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