Parte de Guerra (21 page)

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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

BOOK: Parte de Guerra
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28 de agosto: La ceremonia del desagravio

En el Zócalo tiene lugar la ceremonia de desagravio a la Bandera Nacional, organizada por el Departamento Central. En el astabandera resplandece, nuevecita, la bandera rojinegra arriada la noche anterior. Los empleados de Limpia y Transportes del D.F. integran vallas amenazantes. El maestro de ceremonias presenta a un «joven humilde», Gonzalo Cruz Paredes, que es elocuente: «Venimos a realizar un acto de reafirmación de nuestra calidad de mexicanos, al izar la bandera de México que es la única enseña y el más preciado emblema de nuestra historia.» (Luego resulta que Gonzalo Cruz ni se llama así, ni es obrero.)

Lo que sigue a la elocuencia es inesperado. Llegan por un costado del Zócalo grupos incitados por la espontaneidad del acarreo. Son burócratas de la Secretaría de Hacienda y de la SEP, y hacen uso de sus facultades corales: «¡Somos borregos! ¡Nos llevan! ¡Bee-bee! ¡Somos borregos!». Los encargados de la adhesión intentan callar en vano a los burócratas. Los estudiantes, infiltrados entre las huestes oficiales al amparo de su aspecto nativo, reinician el mitin. Por dificultades técnicas la Bandera Nacional ha quedado a media asta, y los estudiantes exigen dejarla así, en señal de duelo por la intervención del ejército. Con macanas y escudos, los granaderos embisten aislando el astabandera.

En el Zócalo los estudiantes se dividen en pequeños grupos y atraen gente para sus alegatos en seis o siete lugares, reiterando sus razones. Los encargados del orden consideran oportuno castigar al trapo rojinegro y le prenden fuego. Un grupo salva los restos del naufragio de la bandera, y los defiende de la extinción con sus camisas. Y se organiza otra manifestación en ese velódromo de consignas y apaciguamientos violentos en que se ha convertido el Zócalo. Los marchistas pasan frente a Palacio cantando el Himno Nacional, y castigan y aprecian verbalmente a los granaderos, en un instante

«¡Asesinos!», y en otro «¡Hermanos!» Los burócratas gritan: «¡Para eso nos traen, somos sus borregos!».

Cerca de las dos de la tarde, desde los magnavoces se da por concluida la Ceremonia del Desagravio y se les recuerda a los asistentes, con otras palabras, cuánto urge su presencia en otras partes. Minutos después, un ballet de la represión y sus toreros raudos.

Los carros tanque se lanzan contra la muchedumbre. Hay ganas de burlar las maquinarias, y hay juegos de velocidad, gente en el suelo que se levanta con presteza de
science-fiction,
y solemne inconsciencia ante el peligro. El juego se extingue en un segundo. Como en película medieval, la feria se termina al abrirse la puerta de Palacio y aparecer columnas de soldados a bayoneta calada. Desde ventanas y azoteas se precipitan botellas, macetas y objetos varios contra los soldados. Los estudiantes se niegan a partir, y parece repetirse la terquedad de la noche del 26 de julio. Aquí se localiza la constante del Movimiento, inverosímil y eléctrica, la combustión del instante traducida al idioma del vértigo y la fijeza, no nos vamos a dejar porque nuestra causa es justa, nuestra causa es justa porque no nos vamos a dejar.

En el Zócalo los soldados disparan a la parte alta de los edificios y las balas rebotan al Hotel Majestic. Hay miedo, alaridos, alarmas, los estudiantes se repliegan, otro tiroteo fugaz. Al fin, a las tres y media de la tarde, el Zócalo queda a la disposición de la calma a cómo dé lugar. Se informa de docenas de lesionados. En
1968: Los archivos de la violencia
, Sergio Aguayo cita otros reportes de ese día de la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales (IPS):

18:30. En las esquinas de Correo Mayor y Corregidora, un grupo de 2,000 estudiantes y gente del pueblo está atacando a los soldados con piedras, botellas, jitomates y cualquier cosa que encuentran a su mano y a la vez gritan: «Muera el ejército», «¡muera el mal gobierno!», «¡no te escondas perro rabioso!»

20:50. Los estudiantes que se encuentran por la Merced, apoya dos por los vagos de la misma, lanzaron proyectiles a la policía haciéndose que se replegara hasta Corregidora y Roldan. Al pasar la policía frente al edificio que está junto al centro nocturno «Clave Azul», de las azoteas le lanzaron piedras, tabiques, cascos de refresco y botellas con ácido, por lo que la policía tuvo que correr en distintas direcciones, presentándose posteriormente el coronel Frías, quien ordenó que fueran lanzadas dos bombas lacrimógenas.

El 28 de agosto es una fecha de enorme significación.

El IV Informe Presidencial

El Presidente Díaz Ordaz lee su informe: banalidades, superficialidades teóricas, mística de entrega al mayoreo, crítica levísima a la intervención soviética en Checoslovaquia… Y luego el objetivo central, la obsesión: los Juegos Olímpicos. ¡Qué arduo compromiso para México!, confiesa. La magnitud del gasto podía desquiciar nuestra economía, la organización requerida es enorme y complicada. Él habló con distintos sectores, se estaba a tiempo, se podía declinar sin deshonor. Pero se debía aceptar el compromiso. De no hacerlo, afirma el psicoanalista del alma nacional, «podía perjudicarse grave mente nuestro crédito en los medios bancarios internacionales y deteriorarse nuestra economía interna, porque el pueblo en general, hasta los más apartados rincones del país, se había hecho ya a la idea de que la capital de la República fuera la sede de los Juegos Olímpicos. El impacto psicológico del desencanto podía provocar imprevisibles y peligrosas consecuencias». A lo mejor en esos minutos alguien supuso que perder la sede de las Olimpiadas era corno perder la virginidad y la orgía simultáneamente.

Conforme avanza la lectura, se afirma la creencia maniática de Díaz Ordaz: las Olimpiadas son su consagración y las manos oscuras ansian despojarlo del reino. El éxito de su vida, las humillaciones padecidas, los rituales de la sumisión, todo lo que eleva a un abogadete menospreciado, alumbra sus capacidades y lo vuelve Presidente, se volatilizará a causa del complot:

Cuando hace años se solicitó y obtuvo la sede no hubo manifestaciones de repudio ni tampoco durante los años siguientes y no fue sino hace unos meses, cuando obtuvimos informaciones de que se pretendía estorbar los Juegos.

Durante los recientes conflictos que ha habido en la ciudad de México se advirtieron, en medio de la confusión, varias tendencias principales: la de quienes deseaban presionar al Gobierno para que se atendieran determinadas peticiones, la de quienes intentaron aprovecharlo con fines ideológicos y políticos y la de quienes se propusieron sembrar el desorden, la confusión y el encono, para impedir la atención y la solución de los problemas, con el fin de desprestigiar a México, aprovechando la enorme difusión que habrán de tener los encuentros atléticos y deportivos, e impedir acaso la celebración de los Juegos Olímpicos.

Díaz Ordaz cree en la patraña y la convierte en dogma: la conjura pretende ridiculizarlo y agraviarlo porque, entre otros de sus atributos, él es literalmente la Nación, y quien lo insulte desprestigia a la patria, la exhibe como un conjunto de anarquías malamente gobernadas por un hombre débil. Se transparenta cuánto han calado en el ánimo presidencial los lemas más bien ingenuos de las marchas, el «A la mano tendida la prueba de parafina» o el «¡GDO asesino!». El júbilo contestatario alcanza el grado de blasfemia y, por lo mismo, de sublevación. No son concebibles los estudiantes organizados por su propia cuenta, ni las protestas por actos de gobierno, así los ejecuten granaderos. Díaz Ordaz se exaspera y en una Cámara de Diputados nerviosa, encrespada, que repta del mutismo al estruendo, toca el cielo de la histeria: no le tendrá miedo a su propia respuesta, «cualesquiera que lleguen a ser las consecuencias. Por mucha importancia internacional que revistan los Juegos Olímpicos, el compromiso que México contrajo para celebrarlos en su suelo no mediatiza su soberanía.»

Díaz Ordaz describe la conjura internacional contra los gobiernos, el siniestro plan anarco-terrorista, y lo que todavía en 1968 se llama «imitación extra-lógica», el pecado apátrida de la copia:

De algún tiempo a la fecha, en nuestros principales centros de estudio se empezó a reiterar insistentemente la calca de los lemas usados en otros países, las mismas pancartas, idénticas leyendas, unas veces en simple traducción literal, otras en burda parodia. El ansia de imitación se apoderaba de centenas de jóvenes de manera servil y arrastraba a algunos adultos.

El documento es de seguro la pieza más desgarrada, la autobiografía concentrada y dolida de un provinciano educado en la obediencia y el mando, al que desencaja la rebeldía mal educada y respondona. Los Juegos son el éxtasis que compensa el sacrificio de México, son la puerta abierta a la (hasta ahora inexistente) admiración del exterior. Y el texto del Ejecutivo, de seguro escrito con arrebato por el propio Díaz Ordaz, alcanza las intensidades de la confesión ante el cura, de la jactancia ante el psicoanalista, del arrojo ante el agente del Ministerio Público. Si al parecer los Juegos resultan desproporcionados a la estatura y las fuerzas del país, también constituyen «la oportunidad que no se podrá volver a presentar en muchos años». Yo pecador, yo culpable, yo subdesarrollado:

No pretendemos engañar, aparentando lo que no tenemos. Nos vamos a presentar ante el mundo, sin complejos, tal como somos: hombres con defectos y virtudes, que no tienen un gran vigor físico, pero sí espiritual; país que posee algunas cosas y carece de otras; que ha logrado iniciar su desarrollo, pero tiene conciencia de que le falta gran parte del camino por recorrer…

El último momento eléctrico de la sinceridad del autoritarismo. Con euforia protagónica, un hombre, el Presidente de la República, reclama la paternidad de México, se desespera ante la incomprensión, y se duele del fin del aislacionismo que es pureza:

Habíamos estado provincianamente orgullosos y candorosamente satisfechos de que, en un mundo de disturbios juveniles, México fuera un islote intocado. Los brotes violentos, aparentemente aislados entre sí, se iban reproduciendo, sin embargo, en distintos rumbos de la capital y muchas entidades federativas, cada vez con mayor frecuencia. De pronto, se agravan y multiplican, en afrenta soez a una ciudad consagrada al diario laborar y que clamó en demanda de las más elementales garantías. Mis previas advertencias y expresiones de preocupación habían caído en el vacío.

El Presidente se abisma en su versión autocrática del diálogo, hondamente conmovido por sus palabras, público atentísimo de su propia voz. Con exasperación, Díaz Ordaz se precipita en lo más personal, lo más colérico, autocompasivo y rencoroso del Informe:

Algunos, que no advirtieron que nada pedía para mí y que tomaron el gesto amistoso hacia ellos como signo de debilidad, respondieron con calumnias, no con hechos; con insultos, no con razones; con mezquindades, no con pasión generosa.

La injuria no me ofende; la calumnia no me llega, el odio no ha nacido en mí…

El Presidente iracundo exhibe sus vestiduras de concordia. A la intimidad del mando la desnuda un espíritu vulnerado en extremo. A partir de ese día, ya no habrá cuartel. Al exhibir sus entrañas, Díaz Ordaz se siente liberado de toda responsabilidad moral. Al confesarse ante el Congreso, el Presidente cancela todo perdón.

Lo que sigue es extenso pero no posee la carga psíquica de la primera parte. Se ofrecen el respeto a la autonomía universitaria, la iniciativa de ley que le otorgará la autonomía al Instituto Politécnico Nacional, la ratificación («Lógicamente debo aceptar, y acepto sin reservas») del segundo punto de la declaración del Consejo Universitario (17 de agosto): «La no intervención del ejército y de otras fuerzas del orden público para la resolución de problemas que son de la exclusiva competencia de la Universidad y demás centros de educación superior.» Luego, le responde al pliego petitorio del Consejo Nacional de Huelga: no admite la existencia de presos políticos pero le solicita a las Procuradurías la revisión concienzuda de los casos pendientes; se dará libertad a los ya sentenciados, por el tiempo que llevan compurgando su condena, «siempre y cuando cesara la serie de actos de pretendida presión que se han venido realizando para obtener su libertad«; en cuanto a los artículos 145 y 145 bis del Código Penal, sobre los delitos llamados «de disolución social», se convoca a una serie de audiencias públicas para que los juristas expongan argumentos en pro y en contra.

«Rindo emocionado homenaje a esas manos»

Díaz Ordaz ha ido al límite en la exhibición de sus adentros y en sus concesiones a la disidencia. Ahora viene el cobro de cuentas, la descripción del Apocalipsis que se filtró en la paz de la República: posesión violenta de escuelas, intimidación a las autoridades educativas, secuestros, bloqueo de calles, destrucción, violencia. México en llamas, en síntesis. Con apremio, Díaz Ordaz dibuja el imperio del caos y magnifica al extremo la responsabilidad estudiantil, olvidándose de la verdad. Crédulo, acepta como dogmas los informes de sus cuerpos de seguridad. Así, evoca a los damnificados a causa del Movimiento:

Los propietarios de grandes y pequeños comercios que han sido víctimas de destrucción o saqueo; los conductores de camiones repartidores de víveres o refrescos, a los que les han sido arrebatados tales efectos; las fábricas y los locales de organizaciones de obreros y campesinos, atacados con violencia; las casas pintarrajeadas y rotos los vidrios de sus ventanas; la rabia callada de tantos y tantos miles de automovilistas detenidos para pedirles dinero para la «causa» o destrozarles los cristales, las antenas, o las llantas; los miles de pasajeros obligados a descender de los vehículos de transportación popular, inclusive el transtorno económico de aquéllos para quienes cincuenta centavos significan mucho en el presupuesto semanal; el obrero o el burócrata que sufren descuentos por retraso en la entrada al trabajo, el aboga do, el médico, el ingeniero, el ama de casa que llegan tarde a los tribunales, al hospital, a la obra, al comercio o al hogar porque se congestionan en una gran área, el ya de por sí difícil tránsito de la ciudad; las penalidades de las personas totalmente ajenas, que fueron tomadas como rehenes; tantos pacíficos transeúntes injuriados, humillados o lesionados, que han tenido que resignarse, ante la fuerza del número o la conveniencia de no comprometer su personal futuro en una riña absurda y vulgar; tantas mujeres soezmente vejadas que, además de sufrir la propia vergüenza, han llenado de indignación a un padre, a una madre, a un esposo, a un hijo y que pudieron haber sido la esposa, la madre la hermana o la hija de quienquiera de los mexicanos. Agreguemos los más recientes y graves desmanes, la calumnia en grande, los rumores alarmantes para provocar compras de pánico y desquiciar la economía de la ciudad.

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