En acto de desagravio a nuestros símbolos nacionales en la Arena México […] se gritaba «¡Vivan los granaderos! ¡Viva México! ¡Viva la Virgen de Guadalupe» […] Numerosas pancartas con leyendas como éstas: «Cristo Rey, Tú Reinarás / San Baltazar contra los traidores / Dios, Patria, Familia, Libertad» […] Alonso Aguerrebere (del MURO), desde el micrófono, estimulaba esas manifestaciones: «¡Queremos Ches muertos!», gritaba y, como un eco enorme, la multitud respondía. —«¡Queremos Ches muertos! ¡Mueran todos los guerrilleros apátridas!», volvían a gritar y la multitud respondió exaltada: «¡Mueran!» (en
El Heraldo de México
, 9 de septiembre).
No se duda del odio genuino al bolchevismo de Díaz Ordaz, pero sí de la habilidad de sus informantes, entre ellos el secretario de Gobernación. La furia coaligada de políticos, empresarios, obispos y medios informativos no disuade a los huelguistas, ni el miedo de los padres de familia evita el vigor del Movimiento. Se da lugar a divisiones familiares, eso sí, pero nadie o casi nadie se molesta en leer las proclamas que incitan a la rendición.
No que se sigan con avidez los manifiestos a favor del Movimiento, pero no hay quien profane la virginidad de bloques verbales como el del Grupo Ariel de la Generación 1929 (sin firmas):
Ellos [los del Consejo Nacional de Huelga] se autoeligieron. Eso indica su falta de personalidad y de solvencia para llamar a cuentas al gobierno. Tanto así que no sólo por cobardía sino también por táctica se cubren la cara con capuchas y ocultan su nombre al conglomerado nacional (en
Excélsior,
14 de agosto).
La tan desigual guerra de los manifiestos carece de espectadores. Y la desesperación es pésima asesora de los funcionarios que relegan intimidaciones y elogios de la cordura. Así, el 12 de agosto, en la celebración del aniversario de la Sección de Limpia y Transporte del Departamento Central, el regente Corona del Rosal argumenta: «¿A quién favorece el desorden de nuestra patria? ¿A ustedes? ¡A nadie! Es la respuesta. A nadie favorece el desorden en nuestra patria y a los que más perjudica es a los pobres.» ¿A qué corazones, cabe preguntar con ingenuidad retrospectiva, estrujó el mensaje del regente? Muy probablemente, a los mismos soliviantados por la elocuencia del líder obviamente histórico de la CNC, Augusto Gómez Villanueva, que el 29 de agosto en el Palacio de Bellas Artes, en un aniversario de la lucha agraria, le informa al Presidente Díaz Ordaz: «Si alguna vez se hiciera necesario recobrar sus armas [las de Emiliano Zapata] y volver a la lucha ante una amenaza que intentara destruir todo aquello que hombres como él otorgaron a México, en cada campesino Zapata habría de multiplicarse para integrar la defensa de esta nación tantas veces heroica».
San Baltazar, el Panteón Nacional y la prosa muerta de la burocracia contra «los traidores».
Entre el 5 de agosto y el 13 de septiembre se produce el auge del Movimiento estudiantil. El vuelo del anti-autoritarismo se impone más allá de los ámbitos estudiantiles, donde se discuten o se quieren compartir los motivos de los seis puntos del pliego petitorio. México en seis o tres lecciones: enterarse de la existencia de presos políticos es acercarse al Poder Judicial; demandar el castigo a los represores es pedir la supresión de los sótanos reales y alegóricos desde donde se protege o se dice proteger al Poder Ejecutivo. Casi de golpe, cientos de miles de jóvenes parecen obtener lo prohibido: la voz y el Punto de vista sobre la realidad que habitan. Los gritos reservados para estadios deportivos y festivales, se vierten en el voceo de consignas que los aproximan a la sensibilidad contestaría. Con frecuenta, el impulso es superficial y sin embargo marca a quienes lo experimentan. En los días anteriores a la tragedia —es decir, antes del salto conceptual en su apreciación del Movimiento—, los estudiantes certifican su carácter ya distinto: su herencia ideológica y cultural (el «pensamiento» de sus padres y abuelos) no disimula sus resquebrajaduras a la luz implacable de la cultura, la contracultura, y la política. Lo que empieza como rito generacional, acaba como experiencia comunitaria.
En unas cuantas semanas, las prácticas del Movimiento revelan lo ocultado con prodigalidad en el «rollo» (vocablo nuevo que se populariza en 1968 para indicar el discurso que nace para el tedio). En el vértigo, se aprende algo primordial, «no la substancia eterna de México», a la disposición de cualquier Agencia del Ministerio Público, sino la posibilidad de no sujetarse al destino marcado inexorablemente por el pensamiento único. Esto inicia en 1968 la comprensión gozosa de la diversidad. Y
emerge el concepto de ciudadanía, entonces muy probablemente confuso y belicoso en extremo, pero ya constituido en el gran legado del Movimiento. Lo otro, lo que entonces capta la atención —las prédicas radicales, el manejo paternalista de la conciencia revolucionaria, la teatralización de la intransigencia— se ha desprendido de la «memoria histórica», y su conjunto selectivo de influencias y recuerdos, y por eso, por encima de proclamas y documentos, errores y sectarismos de la arrogancia juvenil, se devela lo esencial del 68: el goce de la rebeldía justa, preámbulo del sentimiento democrático. Si en el discurso del CNH la democracia es valor de segundo o tercer orden, en la toma de la calle es el recurso primordial. El poder al que se aspira visiblemente, no es el del gobierno, sino el de las decisiones compartidas. Es intrincado el rumbo de las inercias ideológicas: las causas fundadoras del Movimiento son la defensa de los derechos humanos y la racionalidad política, pero en su discurso público, subrayado en demasía, parecen un desprendimiento de la revolución mundial.
A la par del auge del Movimiento, se da la apoteosis de la Teoría de la Conjura. Los que ordenan la publicación de truculencias sobre «la subversión» y de manifiestos de plana entera denunciando el próximo asesinato de la Patria, son los mismos que se estremecen de furia genuina al leer los productos de su inspiración. Y la convicción genera un estado de alerta precursor de batallas. Así, en el Parte del 8 de agosto se previene:
I. INFORMACIÓN.
Elementos estudiantiles no afines a la Doctrina del Gobierno de la República, pretenden efectuar actos de rebeldía y terrorismo demostrando con ello su inconformidad.
II. MISIÓN.
Nuestro Batallón ha recibido la misión de permanecer en situación de ALERTA a efecto de contrarrestar todos los actos de violencia que se pueden suceder en la Capital de la República, para el efecto nuestro dispositivo será: TRES Grupos en PRIMER escalón y UNO en SEGUNDO el cual se operará a órdenes directas del Mando.
Para el 8 de agosto, y las pruebas son amplísimas, no se ha dado acto alguno de terrorismo. De rebeldía sí, no afín «a la doctrina del Gobierno de la República», y con instantes de violencia, pero sin armas de fuego. ¿De dónde se nutre entonces la Teoría de la Conjura? De suspicacias convertidas en certezas, de la irritación sin precedentes de la mentalidad autoritaria.
Díaz Ordaz y Echeverría le encomiendan a los encargados de Seguridad Nacional y a los gobernadores aislar el mal. Que la provincia idílica se libre del contagio educativo. En un telegrama urgente del 8 de agosto dado a conocer hace poco
(Nexos
, junio de 1998), se instruye a los gobernadores:
Gobernador
Palacio de Gobierno.
S.G. Núm. 4384. Circular. Jóvenes estudiantes o falsos estudiantes han sido comisionados por agitadores Partido Comunista y su expresión juvenil llamada Centro Nacional de Estudiantes Democráticos, para promover agitación con pretextos diversos pero netamente subversiva en ambientes juveniles punto Han salido comisiones a todas entidades federativas punto Permítome sugerirle particular búsqueda estas comisiones fin expulsarlas esa entidad y especial atención a cualquier síntoma, inquietud fin contrarrestarlo punto Atentamente punto.
Secretario de Gobernación
Luis Echeverría
El control nunca opera del todo, pero es eficaz en el conjunto. En Jalisco, la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG), especializada en feudalizar a la Universidad de Guadalajara y en la obtención violenta y servil de prebendas, exhibe su repertorio. Intimidaciones, golpes, prohibición de mítines, declaraciones de lealtad al Presidente. La policía vigila aeropuertos y estaciones de autobuses para prohibirle el paso a los rojillos. Los enviados del CNH se dan por bien librados si regresan a México intactos. En demasiados lugares de provincia sucede lo mismo. La vigilancia policiaca es inmisericorde y eficaz. Con escasas excepciones, el 68 es asunto de la capital, porque sólo allí la policía resulta inferior al poderío demográfico del estudiantado.
Pero sí hay solidaridad y las brigadas estudiantiles recorren gran parte del país y consiguen adhesiones, mítines y marchas en más de diez estados. En Oaxaca, el ejército ya no permite manifestaciones estudiantiles y detiene al líder. En Monterrey, la Universidad de Nuevo León y la Normal Superior apoyan con paros e información. En Mérida el rector de la Universidad de Yucatán, Francisco Repetto Milán, encabeza una manifestación silenciosa contra la represión policiaca y la ocupación militar en la UNAM. En Cuernavaca, Tijuana, Chihuahua, Ciudad Victoria, se van a la huelga.
En los días más álgidos sucede la tragedia de San Miguel Canoa, un poblado indígena de Puebla. El relato es macabro: en la tarde del 14 de septiembre un grupo de excursionistas, empleados de la Universidad Autónoma de Puebla, llega a Canoa en busca de hospedaje, ya que al día siguiente escalarán la montaña de La Malinche. Un campesino los aloja. Alertado, el cura (y capitalista principal) del pueblo, Enrique Meza Pérez, un convencido de la maldad intrínseca de los estudiantes, delibera su teoría de la conjura. Manda colocar en el pueblo altoparlantes que difunden su obsesión: «Tenemos que estar alertas, porque un día de éstos llegará el diablo para implantar el comunismo».
Cerca de la medianoche, el cura Meza Pérez ordena o autoriza el llamado a la acción:
Han venido a matar al sacerdote, a robarse nuestros santos. No creen en Dios. Son comunistas. Tenemos que defendernos, antes de que degüellen a nuestros hijos.
La turba se precipita en pos de los jóvenes, y al linchamiento acude la mayoría de los seis mil habitantes del pueblo, con todo y viejos, mujeres y niños. Con hachas, machetes, palos, pistolas y escopetas ejecutan a tres excursionistas y al campesino que los hospedó. Los que se salvan le deben la vida a la llegada del ejército y la policía (en 1983 uno de ellos se suicida).
Se detiene a cinco campesinos, y sólo se condena a dos, no señalados por las víctimas. El cura Meza Pérez ni se molesta en declarar, tiene la protección del Episcopado. Sigue un año más en Canoa y luego, por el escándalo, se le traslada a otra parroquia donde es de suponer que no llegan excursionistas.
En 1998, en la reconstrucción del 68, se le concede atención especial a la tragedia de Canoa, entre otros motivos porque la multiplicación de linchamientos en la zona rural (y no sólo allí) ha modificado la idea de las comunidades «nobles y sencillas».
Canoa
(1975), la excelente película de Felipe Cazals, con guión de Tomás Pérez Turrent, es decisiva en la importancia conferida a un crimen del fanatismo religioso. Pero en 1968 lo de San Miguel Canoa pasa casi inadvertido, apenas unas notas en la sección de provincia, y artículos del periodista ultramontano Rene Capistrán Garza, antiguo dirigente de la Liga para la Defensa Religiosa, que defiende la conducta de los linchadores.
En 1968, la televisión privada se niega a difundir las posiciones del Movimiento. Se prodigan las calumnias y las llamadas al linchamiento moral, los noticieros delatan la insignificancia numérica de las marchas. Las excepciones se localizan con rapidez: el noticiario
Excélsior,
que cubre adecuadamente las movilizaciones, y un programa especial conducido por Jorge Saldaña, más bien tibio de acuerdo con los estándares de hoy y estrepitoso en 1968, sobre todo por las intervenciones de Heberto Castillo, Ifigenia Martínez y Víctor Flores Olea, que defienden a los estudiantes, que no son delincuentes y están dispuestos al diálogo. No se trata, insisten, de una conspiración contra la autoridad.
El único programa sobre el Movimiento consolida, acto seguido, la censura en televisión.
—Tiene la palabra el compañero…
—Se le suplica a la asamblea abstenerse de comentarios sin valor dialéctico.
—Compañero de la Mesa, he solicitado la palabra nueve veces y nada más me la han concedido cuatro. ¿Es censura o qué?
—Miren, compañeros, no es posible votar mientras no aclaremos el punto. Pero también, hay que reconocerlo, si no se vota no se puede aclarar el punto. Así que propongo que votemos con voto secreto, y que se guarden los resultados hasta terminar con la discusión.
—Compañeros, protesto. La Mesa está maniobrando a favor de la síntesis, y esto compromete la profundidad del análisis.
—Miren, llevamos tres días discutiendo el mismo punto y en tan poco tiempo no podemos llegar a conclusiones.
La piedra de tropiezo del Movimiento: las asambleas. Si los mítines y las marchas son altamente eficaces, al democratizar la información y permitirle a cientos de miles vislumbrar la experiencia militante, las asambleas impulsan la «privatización» del Movimiento, y por «privatización» entiendo al vasto forcejeo verbal que deposita en unos cuantos la interpretación correcta de lo que se vive, y que elimina cualquier comprensión directa de los acontecimientos a favor de reyertas ideológicas y teorías vagamente marxistas. Con estoicismo, los activistas soportan la pulverización del idioma y de la lógica, con tal de enterarse a las dos o tres de la mañana de qué posición ganó en el debate sobre puntos programáticos.
Lo óptimo, lo en verdad memorable de las asambleas, lo que en el recuerdo de los asistentes les presta su perfil de lo «real maravilloso», son las propuestas delirantes.
Alguien se levanta y propone lo excepcional: las tomas de Radio Universidad para transmitir música que concientice a todos los mexicanos / la toma de las estaciones comerciales para que ya no transmitan música enajenante / la creación de un sistema nacional de acciones revolucionarias / un concurso para darle a las principales avenidas de la ciudad nombres más acordes con los tiempos; por ejemplo: Avenida Circunvalación se llamará Avenida Mick Jagger / la redacción de libros de texto donde se le dé al rock y al cine de autor el lugar que merecen / la venta de boinas «del Che Guevara» para allegarse fondos… Sin esas aportaciones del radicalismo o la simple excentricidad, la burocratización habría dominado las asambleas.