Menester era que aquellos Vicios y Virtudes de Padua encerrasen una gran realidad, puesto que se me representaban con tanta vida como la doméstica embarazada, y la criada a su vez no me parecía menos alegórica que las pinturas. Y acaso esa no participación (aparentemente al menos) del alma de un ser en la virtud que actúa por intermedio de su cuerpo, tiene, además de su valor estético, una realidad, si no psicológica, fisonómica, por lo menos. Cuando más tarde tuve ocasión de encontrar en el curso de mi vida, en algún convento, por ejemplo, encarnaciones verdaderamente santas de la caridad activa, tenían por lo general un porte alegre, positivo, indiferente y brusco de cirujano ocupado, y uno de esos rostros en que no se lee conmiseración ni ternura algunas ante el sufrimiento humano, ni ningún temor a herirle, ese rostro sin dulzura, antipático y sublime, que es el de la bondad verdadera.
Mientras que la moza —haciendo resplandecer involuntariamente la superioridad de Francisca, como el Error, por contraste, da mayor brillo al triunfo de la Verdad— servía el café, que, según mamá, no era más que agua caliente, y subía a las habitaciones agua caliente, que no era más que agua templada, yo me echaba en mi cama, un libro en la mano, en mi cuarto, que protegía, temblando, su frescura transparente y frágil contra el sol de la tarde, con la defensa de las persianas, casi cerradas, y en las que, sin embargo, un reflejo de luz había hallado medio de abrir paso a sus alas amarillas, y se había quedado inmóvil en un rincón entre la madera y el cristal, como una mariposa en reposo. Apenas si se veía a leer, y la sensación de la esplendidez de la luz sólo la sentía por los golpes que en la calle de la Cure estaba dando Camus (ya advertido por Francisca de que mi tía no «descansaba» y de que se podía hacer ruido) en unos cajones polvorientos, y que al resonar en esa atmósfera sonora, propia de las temperaturas calurosas, parecía que lanzaban a lo lejos estrellitas escarlata; y también por las moscas, que estaban ejecutando en mi presencia, y en su reducido concierto, una música, que era como la música de cámara del estío, y que no evoca el verano a la manera de una melodía humana que oímos una vez durante esa estación, y que nos la recuerda en seguida, sino que está unida a él por un lazo más necesario: porque nacida del seno de los días buenos, sin renacer más que con ellos, y guardando algo de su esencia, no sólo despierta en nuestra memoria la imagen de esos días, sino que atestigua su retorno, su presencia efectiva, ambiente e inmediatamente accesible.
Aquel umbroso frescor de mi cuarto era al pleno sol de la calle lo que la sombra es al rayo de sol, es decir, tan luminosa como él, y brindaba a mi imaginación el total espectáculo del verano, que mis sentidos, si hubiera ido a darme un paseo, no hubieran podido gozar más que fragmentariamente; y así convenía muy bien a mi reposo, que —gracias a las aventuras relatadas en los libros que venían a estremecerle— aguantaba; como una mano muerta en medio de agua corriente, el choque y la animación de un torrente de actividad.
Pero mi abuela, si el calor excesivo cesaba, si había tormenta o sólo un chubasco, iba a pedirme que saliera. Y como yo no quería renunciar a mi lectura, me marchaba a continuarla al jardín, debajo del castaño, a una casilla de esparto y tela, en cuyas honduras me sentaba y me creía oculto a los ojos de las visitas que pudieran tener mis padres.
¿Y acaso no era también mi pensamiento un refugio en cuyo hondo estaba yo bien metido, hasta para mirar lo que pasaba afuera? Cuando veía yo un objeto externo, la conciencia de que lo estaba viendo flotaba entre él y yo, y lo ceñía de una leve orla espiritual que no me dejaba llegar a tocar nunca directamente su materia; se volatilizaba en cierto modo antes de que entrara en contacto con ella, lo mismo que un cuerpo incandescente al acercarse a un objeto mojado no llega a tocar su humedad, porque siempre va precedido de una zona de evaporación. En aquella especie de pantalla colorada por diversos estados, que mientras que yo leía, iba desplegando, simultáneamente mi conciencia, y cuya escala empezaba en las aspiraciones más hondamente ocultas en mi interior, y acababa en la visión totalmente externa del horizonte que tenía al final del jardín, delante de los ojos, lo primero y más íntimo que yo sentía, el fuerte puño, siempre activo, que gobernaba todo lo demás, era mi creencia en la riqueza filosófica y la belleza del libro que estaba leyendo, y mi deseo de apropiármelas, de cualquier libro que se tratara. Porque aunque lo hubiera comprado en Combray, al verlo en la tienda de Borange, muy separada de casa para que Francisca pudiera ir allí a comprar, como iba a casa de Camus, pero mejor surtida en artículos de papelería y libros, sujeto con cintas en el mosaico de folletos y entregas que revestían las dos hojas de la puerta, más misteriosas y más ricas en pensamiento que la puerta de una catedral, es porque me acordaba de haberlo oído citar como obra notable al profesor o camarada que por aquel entonces me parecía estar en el secreto de la verdad y de la belleza, medio presentidas y medro incomprensibles para mí meta borrosa, pero permanente, de mi pensamiento.
Tras esta creencia central, que durante mi lectura ejecutaba incesantes movimientos de adentro afuera, en busca de la verdad, venían las emociones que me inspiraba la acción en la que yo participaba, porque aquellas tardes estaban más henchidas de sucesos dramáticos que muchas vidas. Eran los sucesos ocurridos en el libro que leía, aunque los personajes a quienes afectaban no eran «reales», como decía Francisca. Pero ningún sentimiento de los que nos causan la alegría o la desgracia de un personaje real llega a nosotros, si no es por intermedio de una imagen de esa alegría o desgracia; la ingeniosidad del primer novelista estribó en comprender que, como en el conjunto de nuestras emociones la imagen es el único elemento esencial, una simplificación que consistiera en suprimir pura y simplemente los personajes reales, significaría una decisiva perfección. Un ser real, por profundamente que simpaticemos con él, lo percibimos en gran parte por medio de nuestros sentidos, es decir, sigue opaco para nosotros y ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad no es capaz de levantar. Si le sucede una desgracia, no podremos sentirla más que en una parte mínima de la noción total que de sí tenga. La idea feliz del novelista es sustituir esas partes impenetrables para el alma por una cantidad equivalente de partes inmateriales, es decir, asimilables para nuestro espíritu. Desde ese momento poco nos importa que se nos aparezcan como verdaderos los actos y emociones de esos seres de nuevo género, porque ya las hemos hecho nuestras, en nosotros se producen, y ellas sojuzgan, mientras vamos volviendo febrilmente las páginas del libro, la rapidez de nuestra respiración y la intensidad de nuestras miradas. Y una vez que el novelista nos ha puesto en ese estado, en el cual, como en todos los estados puramente interiores, toda emoción se decuplica, y en el que su libro vendrá a inquietarnos como nos inquieta un sueño, pero un sueño más claro que los que tenemos dormidos, y que nos durará más en el recuerdo, entonces desencadena en nuestro seno, por una hora, todas las dichas y desventuras posibles, de esas que en la vida tardaríamos muchos años en conocer unas cuantas, y las más intensas de las cuales se nos escaparían, porque la lentitud con que se producen nos impide percibirlas (así cambia nuestro corazón en la vida, y este es el más amargo de los dolores; pero un dolor que sólo sentimos en la lectura e imaginativamente; porque en la realidad se nos va mutando el corazón lo mismo que se producen ciertos fenómenos de la naturaleza, es decir, con tal lentitud, que aunque podamos darnos cuenta de cada uno de sus distintos estados sucesivos, en cambio se nos escapa la sensación misma de la mudanza).
Venía luego, proyectando a medias ante mí, y ya menos interior a mi cuerpo que la vida de aquellos personajes, el paisaje que servía de fondo a la acción y que influía sobre mi pensamiento más poderosamente que el otro, aquel que yo tenía a la pista, cuando alzaba los ojos del libro. Así, durante dos veranos, en el calor del jardín de Combray sentí, motivada por el libro que entonces leía, la nostalgia de un país montañoso y fluviátil; en donde habría muchas aserrerías, y en donde pedazos de madera irían pudriéndose, cubiertos de manojos de berros, en el fondo del agua transparente; y no lejos de allí trepaban por los muros de poca altura racimos de flores rojizas y moradas. Y como siempre tenía presente en el alma el ensueño de una mujer que me quería, en aquellos veranos el sueño se empapaba en el frescor de las aguas corrientes, y cualquier mujer que evocara se me aparecía con racimos de flores rojizas y moradas creciendo a su lado, como con sus colores complementarios.
No se nos queda grabada eternamente una imagen con que soñamos porque se embellezca y mejore con el reflejo de los colores extraños que por azar la rodeen en nuestros sueños, porque aquellos paisajes de los libros que leía se me representaban con mayor viveza en la imaginación que los que Combray me ponía delante y los análogos que me hubiera podido presentar. Por la manera que había tenido el autor de escogerlos, y por la fe con que mi pensamiento salía al encuentro de sus palabras, como si fueran una revelación, me parecía que eran una parte real de la Naturaleza misma, merecedora de estudiarla y profundizarla, impresión que casi no me hacían los lugares donde me hallaba, y especialmente nuestro jardín, frío producto de la correcta fantasía del jardinero, objeto del desprecio de mi abuela.
Si cuando yo estaba leyendo un libro mis padres me hubieran dejado ir a visitar la región que describía, me habría parecido que daba un gran paso hacia la conquista de la verdad. Porque si bien tenemos siempre la sensación de que nuestra alma nos está cercando, no es que nos cerque como los muros de una cárcel inmóvil, sino que más bien nos sentimos como arrastrados con ella en un perpetuo impulso para sobrepasarla, para llegar al exterior, medio descorazonados, y oyendo siempre a nuestro alrededor esa idéntica sonoridad, que no es un eco de fuera, sino el resonar de una íntima vibración. Querernos buscar en las cosas, que por eso nos son preciosas, el reflejo que sobre ellas lanza nuestra alma, y es grande nuestra decepción al ver que en la Naturaleza no tienen aquel encanto que en nuestro pensamiento les prestaba la proximidad de ciertas ideas; y muchas veces convertimos todas las fuerzas del alma en destreza y en esplendor, destinados a accionar, sobre unos seres que sentimos perfectamente que están fuera de nosotros y que no alcanzaremos nunca. Y por eso, si bien me imaginaba siempre alrededor de la mujer amada los lugares que por entonces deseaba con mayor ardor, y si bien hubiera querido que ella fuera la que me acompañara a visitarlos y la que me abriese las puertas de un mundo desconocido, no se debía aquello al azar de una sencilla asociación de ideas, no; es que mis sueños de viaje y de amor no eran más que momentos —que hoy separo artificialmente, como quien hace cortes a distintas alturas en un surtidor irisado y en apariencia inmóvil— de un mismo e infatigable manar de las fuerzas todas de mi vida.
En fin, al ir siguiendo de dentro afuera los estados simultáneamente yuxtapuestos en mi conciencia, y antes de llegar al horizonte real que los envolvía, me encuentro con placeres de otra clase: sentirme cómodamente sentado, percibir el buen olor del aire; no verme molesto por ninguna visita, y cuando daba la una en el campanario de San Hilario, ver caer trozo a trozo aquella parte ya consumada de la tarde, hasta que oía la última campanada, que me permitía hacer la suma de las horas; y con el largo silencio que seguía, parecía que empezaba en el cielo azul toda la parte que aun me era dada para estar leyendo hasta la hora de la abundante cena que Francisca preparaba y que me repondría de las fatigas que me tomaba en la lectura para seguir al héroe. Y a cada hora que daba parecíame que no habían pasado más que unos instantes desde que sonara la anterior; la más reciente venía a inscribirse en el cielo tan cerca de la otra, que me era imposible creer que cupieran sesenta minutos en aquel arquito azul comprendido entre dos rayas de oro. Y algunas veces, esa hora prematura sonaba con dos campanadas más que la última; había, pues, una que se me escapó, y algo que había ocurrido, no había ocurrido para mí; el interés de la lectura, mágico como un profundo sueño, había engañado a mis alucinados oídos, borrando la áurea campana de la azulada superficie del silencio. ¡Hermosas tardes de domingo, pasadas bajo el castaño del jardín de Combray; tardes de las que yo arrancaba con todo cuidado los mediocres incidentes de mi existencia personal, para poner en lugar suyo una vida de aventuras y de aspiraciones extrañas, en el seno de una región regada por vivas aguas; todavía me evocáis esa vida cuando pienso en vosotras; esa vida que en vosotras se contiene, porque la fuisteis cercando y encerrando poco a poco —mientras que yo progresaba en mi lectura e iba cayendo el calor del día— en el cristal sucesivo, de lentos cambiantes, y atravesado de follaje, de vuestras horas silenciosas, sonoras, fragantes y limpias!
A veces, arrancábame de mi lectura, desde mediada la tarde, la hija del jardinero, que corría como una loca, volcando la maceta del naranjo, hiriéndose en un dedo, rompiéndose un diente, y chillando: «Ahí están, ahí están», para que Francisca y yo acudiéramos y no perdiéramos nada del espectáculo. Eran los días en que, con motivo de maniobras de guarnición, los soldados pasaban por Combray, tomando generalmente por la calle de Santa Hildegarda. Mientras que nuestros criados, sentados en fila en sus sillas, fuera de la verja, contemplaban a los paseantes dominicales de Combray y se ofrecían a su admiración, la hija del jardinero veía de pronto por el hueco que quedaba entre las dos casas lejanas del paseo de la Estación, el brillar de los cascos. Los criados entraban en seguida las sillas, porque cuando los coraceros desfilaban por la calle de Santa Hildegarda la llenaban en toda su anchura, y el galope de los caballos pasaba rasando las casas y sumergiendo las aceras, como ribazos que ofrecen lecho escaso a un torrente desencadenado.
—Pobres hijos míos —decía Francisca en cuanto llegaba a la verja, llorando ya—. ¡Pobres muchachos! Los segarán como la hierba. Sólo al pensarlo no sé qué siento —añadía poniéndose la mano en el corazón, que es donde había sentido ese
no sé qué
.
—Da gusto, ¡eh!, señora Francisca, ver a esos mozos que no tienen apego a la vida —decía el jardinero para sacarla de sus casillas.