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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (17 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Tenía además el sábado otra cosa de notable, y es que en el mes de mayo los sábados íbamos, después de cenar, al «mes de María».

Como allí solíamos encontrarnos al señor Vinteuil, muy severo para con «esa lamentable casta de jóvenes descuidados, con ideas de la época actual», mi madre se cuidaba mucho de que nada flaqueara en mi porte exterior, y nos marchábamos a la iglesia. Recuerdo que fue en el mes de María cuando empecé a tomar cariño a las flores de espino. En la iglesia, tan santa, pero donde teníamos derecho a entrar, no sólo estaban posadas en los altares, inseparables de los misterios en cuya celebración participaban, sino que dejaban correr entre las luces y los floreros santos sus ramas atadas horizontalmente unas a otras, en aparato de fiesta, y embellecidas aún más por los festones de las hojas, entre las que lucían, profusamente sembrados, como en la cola de un traje de novia, los ramitos de capullos blanquísimos. Pero sin atreverme a mirarlas más que a hurtadillas, bien sentía que aquellos pomposos atavíos vivían y que la misma Naturaleza era la que, al recortar aquellos festones en las hojas y añadirles la suprema gala de los blancos capullos, elevaba aquella decoración al rango de cosa digna de lo que era regocijo popular y solemnidad mística a la vez. Más arriba abríanse las corolas, aquí y allá, con desafectada gracia, reteniendo con negligencia suma, como último y vaporoso adorno, el ramito de estambres, tan finos como hilos de la Virgen, y que les prestaban una suave veladura; y cuando yo quería seguir e imitar en lo hondo de mi ser el movimiento de su fluorescencia, lo imaginaba como el cabeceo rápido y voluble de una muchacha blanca, distraída y vivaz, con mirar de coquetería y pupilas diminutas. El señor Vinteuil venía a sentarse con su hija a nuestro lado. Persona de buena familia, había sido profesor de piano de las hermanas de mi abuela, y cuando murió su mujer, aprovechando una herencia que tuvo, se retiró a vivir cerca de Combray, e iba a casa de visita con frecuencia. Pero como era excesivamente pudibundo, dejó de ir a casa para no encontrarse con Swann, que había hecho, a su parecer, «una boda que no le correspondía, de esas de hoy día». Mi madre, al saber que componía música, le dijo por amabilidad que cuando ella fuera a su casa tenía que tocar alguna composición de las suyas. Cosa que hubiera agradado mucho al señor Vinteuil; pero llevaba la cortesía y la bondad a tal punto de escrúpulo, que se colocaba siempre en el lugar de los demás y tenía miedo de aburrirlos y parecer egoísta si seguía, o si sencillamente dejaba adivinar sus deseos. Mis padres me llevaron con ellos el día que fueron a verlo, y me permitieron que me quedara en el jardín; como la casa del señor Vinteuil, Montjouvain, tenía por la parte de atrás un montículo breñoso, me fui a esconder allí, y me encontré con que estaba a la altura de la sala del segundo piso y a una distancia de medio metro de la ventana. Cuando entraron a anunciar a mis padres, vi que el señor Vinteuil se daba prisa a colocar en el piano de modo que fuera bien visible un papel de música. Pero cuando pasaron mis padres lo quitó de allí y lo puso en un rincón. Sin duda temía inspirar a mis padres la sospecha de que se alegraba de verlos sólo por tocar una obra suya. Y cada vez que durante la visita volvió mi madre a la carga, repetía: «Pero yo no sé quién puso eso en el piano, porque no es su sitio»; y desviaba la conversación hacia otros temas, precisamente porque ésos le interesaban menos. Su pasión era su hija, la cual, con sus modales de chico, tenía tal apariencia de robustez, que no podía uno por menos de sonreír al ver las precauciones que su padre tomaba con ella, y cómo tenía siempre a mano chales suplementarios para abrigarle los hombros. Mi abuela nos había hecho notar la expresión bondadosa, delicada y tímida casi que cruzaba muy a menudo por la mirada de aquella niña tan ruda, y que tenía el rostro lleno de pecas. Cuando acababa de pronunciar una palabra, oíala con la mente de la persona a quien iba a dirigida, se alarmaba por las malas interpretaciones que pudieran dársele, y bajo la figura hombruna de aquel «diablo», se alumbraban y se recortaban, como por transparencia, los finos rasgos de una muchacha llorosa.

Cuando, antes de salir de la iglesia, me arrodillaba delante del altar, al levantarme sentía de pronto que se escapaba de las flores de espino un amargo y suave olor de almendras, y advertía entonces en las flores unas manchitas rubias, que, según me figuraba yo, debían de esconder ese olor, lo mismo que se oculta el sabor de un franchipán bajo la capa tostada, o el de las mejillas de la hija de Vinteuil detrás de sus pecas. A pesar de la callada quietud de las flores de espino, ese olor intermitente era como un murmullo de intensa vida, la cual prestaba al altar vibraciones semejantes a las de un seto salvaje, sembrado de vivas antenas, cuya imagen nos la traían al pensamiento algunos estambres casi rojos que parecían conservar aún la virulencia primaveral y el poder irritante de insectos metamorfoseados ahora en flores.

Al salir de la iglesia hablábamos un momento con el señor Vinteuil delante del pórtico. Mediaba entre los chiquillos que se estaban peleando en la placa, defendía a los pequeños y sermoneaba a los mayores. Si su hija nos decía con su vozarrón que se alegraba mucho de vernos, en seguida parecía que en su misma persona otra hermana más sensible se ruborizaba por estas palabras de muchacho irreflexivo, que quizá podrían hacernos creer que quería que la invitáramos a casa. Su padre le echaba una capa por los hombros, y ambos montaban en un cochecito que guiaba la chica, y se volvían a Montjouvain. A nosotros, como al día siguiente era domingo y nos levantaríamos tarde para la hora de misa mayor, cuando había luna y el tiempo estaba templado, en vez de volver derecho a casa, mi padre, enamorado de la gloria, nos llevaba a dar un paseo por el Calvario, paseo que, por la escasa aptitud de mi madre para orientarse y saber por dónde iba, consideraba papá como hazaña de su genio estratégico. Llegábamos a veces hasta el viaducto, cuyas zancadas de piedra empezaban en la estación y representaban para mí el destierro y la desolación que reinaban más allá del mundo civilizado, porque todos los años, al venir de París, nos recomendaban estuviéramos alerta al aproximarnos a Combray, y que no dejáramos pasar la estación, preparándonos bien porque el tren no paraba más que dos minutos y se marchaba en seguida por el viaducto, saliéndose de las tierras de cristianos, cuyo extremo límite marcaba para mí Combray. Volvíamos por el paseo de la estación, donde estaban los hoteles más bonitos del lugar. La luna iba sembrando en los jardines, como Hubert Robert, un pedazo de marmórea escalinata, un surtidor y una verja entreabierta. Su luz había destruido la oficina de Telégrafos. No quedaba más que una columna tronchada, pero bella como una ruina inmortal. Yo iba a rastras, me caía de sueño, y el olor de los tilos que embalsamaba el aire se me aparecía como una recompensa que sólo se logra a costa de grandes fatigas, y que no vale la pena lo que cuesta. De cuando en cuando, detrás de las verjas, perros que despertábamos con nuestros pasos solitarios daban alternos ladridos, de esos que todavía oigo algunas veces; y en el seno de esos ladridos debió de ir a refugiarse el paseo de la estación (cuando se construyó en su emplazamiento el parque público de Combray), porque dondequiera que me encuentre, en cuanto empiezan a oírse, lo veo, con sus tilos y sus aceras iluminadas por la luna.

De pronto, mi padre nos paraba y preguntaba a mamá: «¿Dónde estamos?». Rendida por el paseo, pero orgullosa de su esposo, mi madre reconocía cariñosamente que lo ignoraba en absoluto. Entonces él se encogía de hombros, riéndose. Y como si se la extrajera del bolsillo de la americana al sacar la llave, nos mostraba, allí, en pie y delante de nosotros, la puertecita trasera de nuestro jardín, que había venido, con la esquina de la calle del Espíritu Santo, a esperarnos al cabo de los caminos desconocidos. Mi madre, admirada, le decía: «Eres el demonio». Y desde aquel instante ya no necesitaba yo andar, el suelo andaba por mí en aquel jardín donde hacía tanto tiempo que la atención voluntaria había dejado de acompañar a mis actos: la Costumbre acababa de cogerme en brazos y me llevaba a la cama como a un niño pequeño.

Aunque el sábado, que empezaba una hora antes, y en que no tenía a Francisca, transcurría más despacio que otro día cualquiera para mi tía, sin embargo, esperaba su retorno semanal impacientemente desde que comenzaba la semana, porque en el sábado se contenía toda la novedad y la distracción que su debilitada y maníaca naturaleza eran aún capaces de soportar. Y no es que a veces no aspirara a un gran cambio, que su vida careciera de esas horas excepcionales en que sentimos sed de algo distinto de lo existente, cuando las personas, que por falta de energía o imaginación no saben sacar de sí mismas un principio de renovación, piden al minuto que llega, al cartero que está llamando, que les traigan algo nuevo, aunque sea malo, un dolor, una emoción; cuando la sensibilidad, que la dicha hizo callar como arpa ociosa, quiere una mano que la haga resonar, aunque sea brutal, aunque la rompa; cuando la voluntad, que tan difícilmente conquistó el derecho de entregarse libremente a sus deseos y a sus penas, desea echar las riendas en manos de ocurrencias imperiosas, por crueles que sean. Indudablemente, como las fuerzas de mi tía se extinguían al menor esfuerzo, sólo gota a gota volvían al seno de su reposo, el depósito tardaba mucho en llenarse, y pasaban meses antes de que ella tuviera ese pequeño colmo que otros seres derivan hacia la acción y que ella no sabía cómo decidirse a usar. No me cabe duda de que entonces, así como del placer mismo que le causaba el retorno diario del puré, siempre de su gusto, nacía al cabo de algún tiempo el deseo de substituirle por patatas
bechamel
, sacaba de la acumulación de tantos días monótonos, a que tan apegada era, la esperanza de un cataclismo doméstico, limitado a la duración de un instante, pero que la obligaría, de una vez para siempre, a uno de esos cambios que le serían saludables; ella lo reconocía, pero por sí sola no podía decidirse a emprender. Nos quería de verdad, y le hubiera gustado llorarnos; y de llegar en una ocasión en que se encontrara ella bien y sin sudar, la noticia de que la casa estaba ardiendo, de que ya habíamos perecido todos y de que pronto no quedaría ni una piedra en pie, aunque ella podría salvarse sin prisa, con tal de que se levantara inmediatamente, debió alimentar muchas veces sus esperanzas, porque reunía a las ventajas secundarias de hacerle saborear en un sentimiento único todo su cariño a nosotros, y de causar el pasmo del pueblo, presidiendo el duelo, abrumada y valerosa, moribunda, pero en pie, la más preciosa ventaja de obligarla en el momento oportuno, y sin perder tiempo, y sin posibilidad de dudas molestas, a irse a pasar el verano a su hermosa hacienda de Mirougrain, que tenía una cascada y todo. Como nunca ocurrió ningún caso de éstos, cuyo perfecto éxito meditaba, sin duda, cuando estaba sola, absorta en uno de sus innumerables solitarios (y que la hubiera desesperado al primer comienzo de realización, al primero de esos detalles imprevistos, de esa palabra que anuncia una mala noticia, y cuyo tono no se olvida jamás, de todo lo que lleva la huella de la muerte verdadera, muy distinta de su posibilidad lógica y abstracta), se resarcía, para dar de cuando en cuando mayor interés a su vida, introduciendo en ella peripecias imaginarias a cuyo desarrollo atendía apasionadamente. Gozábase en suponer de pronto que Francisca le robaba, que ella recurría a la astucia para averiguarlo, y que la cogía con las manos en la masa; acostumbrada, cuando jugaba ella sola a las cartas, a jugar con su juego y el riel adversario, se pronunciaba a sí misma las excusas tímidas de Francisca, y contestaba a ellas con tal fuego e indignación, que si uno de nosotros entraba en ese momento, la encontraba bañada en sudor, con los ojos echando chispas y los postizos caídos, dejando al descubierto su calva frente. Francisca quizá oyera alguna vez, desde la habitación de al lado, corrosivos sarcasmos a ella dirigidos, y cuya invención no hubiera servido da bastante alivio a mi tía, de haber quedado en estado puramente inmaterial, y si no les hubiera dado realidad murmurándolos a media voz. A veces, ese «espectáculo desde la cama» no parecía bastante a mi tía, y quería ver representadas sus comedias. Entonces, un domingo después de cerrar misteriosamente las puertas, confiaba a Eulalia su dudas respecto a la probidad de Francisca, y su intención de despedirla, y otras veces era a Francisca a quien participaba sus sospechas de la deslealtad de Eulalia, a quien muy pronto cerraría la puerta; y al cabo de unos días ya estaba cansada de su confidenta de ayer, se arreglaba con la otra, y los papeles se cambiaban para la próxima representación. Pero las sospechas que Eulalia le inspiraba a veces eran fuego de virutas, pronto extinguido sin tener en qué alimentarse, porque Eulalia no vivía en la casa. Pero no ocurría lo mismo con las despertadas por Francisca, a quien sentía mi tía vivir constantemente bajo el mismo techo, sin atreverse, por miedo a coger frío si salía de la cama, a bajar a la cocina y enterarse de si eran o no sospechas fundadas. Poco a poco llegó a no tener otra ocupación mental que adivinar lo que podía estar haciendo Francisca en cada momento, y si quería ocultárselo. Se fijaba en los más furtivos gestos de Francisca, en cualquier contradicción entre sus dichos, en un deseo que al parecer quería disimular. Y hacíale ver que la había desenmascarado con una sola palabra, que hacía palidecer a Francisca, y que mi tía hundía en el corazón de la desdichada, aparentemente, con cruel regocijo, y al otro domingo una revelación de Eulalia —como esos descubrimientos que de repente abren un campo insospechado a una ciencia que nace y que hasta entonces arrastraba una vida lánguida— probaba a mi tía que sus sospechas aun estaban muy por bajo de la realidad. «Francisca es la que lo debe saber ahora que le da usted coche». «¡Qué yo le doy coche!», exclamaba mi tía. «¡Ah!, yo no sé, creía que… La he visto pasar en carruaje, con más orgullo que Artabán, camino del mercado de Roussainville. Y creí que era la señora la que…». Poco a poco Francisca y mi tía, como el cazador y la pieza, no hacían más que ponerse en guardia contra sus recíprocas argucias. Mi madre tenía miedo de que Francisca llegara a tomar verdadero odio a mi tía, que la ofendía con la mayor dureza posible. El caso era que Francisca se fijaba cada día con mayor atención en los menores ademanes y más insignificantes de palabras mi tía. Cuando tema que preguntarle algo, vacilaba mucho, pensando en el modo como lo haría. Y cuando ya había proferido su demanda, observaba a mi tía a hurtadillas, para adivinar por el aspecto de su rostro lo que pensaba y lo que decidiría. Y así, mientras un artista que lee memorias del siglo XVII y quiere acercarse al Rey Sol cree tomar el buen camino, forjándose una genealogía que le haga descendiente de una familia histórica, o manteniendo correspondencia con un soberano europeo de su tiempo, y al hacerlo vuelve la espalda precisamente a aquello que erróneamente busca bajo formas idénticas, y por consiguiente sin vida, una vieja señora provinciana, que no era más que la fiel servidora de irresistibles manías, y de una malevolencia hija de la ociosidad, veía, sin hacer pensado nunca en Luis XIV, que las ocupaciones más insignificantes de su jornada, relativas al momento de levantarse, a su almuerzo, a sus horas de descanso, cobraban por su despótica singularidad una parte del interés de aquello que Saint-Simon llamaba la «mecánica» de la vida en Versalles, y podía imaginarse ella también que su silencio, una nube de buen humor, o de altanería en su rostro, eran comentados por parte de Francisca con la misma pasión y temor que el silencio, el buen humor o la altanería del Rey cuando un cortesano, o hasta un gran señor, le habían entregado un memorial en un rincón de una alameda de Versalles.

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