A través de sus libros me imaginaba yo a Bergotte como un viejecito endeble y desengañado, a quien se le habían muerto sus hijos, y que nunca se consoló de su desgracia. Así que yo leía, cantaba interiormente su prosa, más
dolce
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y más
lento
quizá de cómo estaba escrita, y la frase más sencilla venía hacia mí con una tierna entonación. Sobre todo, me gustaba su filosofía, y a ella me entregué para siempre. Sentíame impaciente por llegar a la edad de entrar en la clase del colegio, llamada de Filosofía. Me resistía a pensar que allí se hiciera otra cosa que nutrirse exclusivamente del pensamiento de Bergotte, y si me hubieran dicho que los metafísicos que me iban a atraer cuando entrara en esa clase no se le parecían en nada, habría sentido desesperación análoga a la del enamorado que quiere amar por toda la vida cuando le hablan de otras mujeres que querrá el día de mañana.
Un domingo estaba leyendo en el jardín, cuando me interrumpió Swann, que venía a visitar a mis padres.
—¿Qué está usted leyendo? ¿Se puede ver? ¡Ah!, Bergotte. ¿Quién le ha recomendado a usted sus obras?
Le dije que Bloch.
—¡Ah!, sí; el muchacho ese que vi aquí una vez y que se parece tan extraordinariamente al retrato de Mahomet II, de Bellini. Es curioso: tiene las mismas cejas circunflejas, igual nariz corva, y los pómulos salientes también. Con una perilla sería exactamente el mismo hombre. Pues tiene buen gusto, porque Bergotte, es un escritor delicioso… Y al ver lo mucho que yo parecía admirar a Bergotte, Swann, que no hablaba jamás de las personas que conocía, hizo una bondadosa excepción y me dijo:
—Lo conozco mucho. Si a usted le puede agradar que le ponga algo en el ejemplar de usted, puedo pedírselo.
No me atrevía a aceptar, pero empecé a preguntar a Swann cosas de Bergotte.
—¿Sabe usted cuál es su actor favorito?
—No, de los actores no sé. Pero me consta que no hay ningún actor que él coloque al nivel de la Berma, que considera por encima de todo. ¿No la ha oído usted?
—No, señor; mis padres no me dejan ir al teatro.
—Es lástima. Debía usted pedírmelo. La Berma, en
Phèdre
y en el
Cid
, no es más que una actriz, cierto; pero, sabe usted, yo no creo mucho en eso de la
jerarquía
de las artes. —Y observé, como ya había notado con sorpresa en las conversaciones de Swann con las hermanas de mi abuela, que cuando hablaba de una cosa seria y empleaba una expresión que parecía envolver una opinión sobre un asunto importante, se cuidaba mucho de aislarla dentro de una entonación especial, maquinal e irónica, como si la pusiera entre comillas y no quisiera cargar con su responsabilidad: «La
jerarquía
, sabe usted, como dicen las gentes ridículas», parecía dar a entender. Pero si era ridículo decir jerarquía, ¿por qué lo decía? Un momento después añadió: «Le daría a usted una emoción tan noble como cualquier obra maestra, como, yo no sé, como… las reinas de Chantres», completó echándose a reír. Hasta entonces aquel horror a expresar seriamente su opinión me había parecida una cosa que debía de ser elegante y parisiense, por oposición al dogmatismo provinciano de las hermanas de mi abuela; y también sospechaba que pudiera ser una de las formas del ingenio dominante en la peña de Swann, y que, por reacción contra el lirismo de las generaciones precedentes, rehabilitaba hasta la exageración los detalles concretos, considerados antes como vulgares, y proscribía las «frases». Pero ahora me chocaba un poco esa actitud de Swann ante las cosas. Parecía como si no se atreviera a tener opinión, y que no estaba tranquilo más que cuando podía dar detalles precisos con toda minuciosidad. Pero entonces es que no se daba cuenta de que era profesar una opinión el postular que la exactitud de los detalles era cosa de importancia. Me acordé de aquella cena tan triste para mí; porque mamá no iba a subir a mi alcoba, cuando dijo que los bailes de la princesa de León carecían de toda importancia. Y, sin embargo, en ese género de diversiones empleaba él su vida. Y todo aquello me parecía contradictorio. ¿Para qué vida reservaba, pues, el decir, por fin, seriamente lo que opinaba de las cosas, el formular juicios que no necesitaban comillas, y el no entregarse con puntillosa cortesía a placeres que consideraba al mismo tiempo como ridículos? En el modo que tuvo Swann de hablarme de Bergotte noté, en cambio, algo que no era particularmente suyo, sino, al contrario, común por entonces a todos los admiradores del escritor, a la amiga de mi madre, al doctor Boulbon. Y es que decían de Bergotte lo mismo que Swann: «Es un escritor delicioso, tan personal, tiene una manera tan suya de decir las cosas, un poco rebuscada, pero muy agradable». Y ninguno llegaba a decir: «Es un gran escritor, tiene mucho talento». Y no lo decían porque no lo sabían. Somos muy tardos en reconocer en la fisonomía particular de un escritor ese modelo que en nuestro museo de ideas generales lleva el letrero de «mucho talento». Precisamente porque esa fisonomía nos es nueva, no le encontramos parecido con lo que llamamos talento. Preferimos hablar de originalidad, gracia, delicadeza, fuerza, hasta que llega un día en que nos damos cuenta de que todo eso es cabalmente el talento.
—¿Ha hablado Bergette de la Berma en alguna obra suya? —pregunté al señor Swann.
—Me parece que en su folletito sobre Racine, pero debe de estar agotado. Aunque no sé si han hecho una reimpresión; yo me enteraré. Además, puedo pedir a Bergotte todo lo que usted quiera; no se pasa una semana en el año que no venga a cenar a casa. Es un gran amigo de mi hija. Van los dos a visitar las ciudades viejas, las catedrales y los castillos.
Como yo no tenía noción alguna de la jerarquía social, ya hacía tiempo que la imposibilidad que veía mi padre en que tratáramos a la señora de Swann y a su hija había dado por resultado, al imaginarme las grandes distancias que debían separarnos, el revestirlas a mis ojos de gran prestigio. Lamentaba yo que mi madre no se tiñera el pelo ni se pintara los labios de encarnado, como, a lo dicho por la señora de Sazerat, hacía la mujer de Swann para agradar no a su marido, sino al señor de Charlus, y me figuraba que debía de despreciarnos, cosa que me apenaba, sobre todo por la hija de Swann, que me habían dicho que era una muchacha muy linda, objeto muy frecuente de mis ensueños, en los que le prestaba siempre el mismo rostro seductor y arbitrario. Pero cuando supe aquel día que la señorita de Swann era un ser de tan rara condición que se bañaba, como en su elemento natural, en tales privilegios; que cuando preguntaba si había alguien invitado a cenar, recibía esas sílabas llenas de claridad, ese nombre de un invitado de oro, que para ella no era más que un viejo amigo de casa, Bergotte, y que la charla íntima en la mesa de su casa, lo que equivalía para mí a la conversación de mi tía, la componían palabras de Bergotte referentes a los temas que no abordaba en sus libros, como oráculos; y, por último, juicios que yo habría escuchado que cuando ella iba a ver una ciudad, llevaba al lado a Bergotte, desconocido y glorioso, como los dioses que descienden a mezclarse con los mortales, entonces sentía, al mismo tiempo que el valor de un ser como la señorita de Swann, cuán tosco e ignorante debía parecerle yo, y eran tan vivos los sentimientos de la dicha y la imposibilidad que para mí habría en ser su amigo, que a la vez me asaltaban el deseo y la desesperación. Y ahora, cuando pensaba en ella, la veía por lo general ante el pórtico de una catedral, explicándome la significación de las esculturas y presentándome como amigo suyo, con una sonrisa, que hablaba muy bien de mí, a Bergotte. Y siempre la delicia de las ideas que en mi despertaban las catedrales, las colinas de la isla de Francia y las llanuras de Normandía, proyectaba sus reflejos sobre la imagen que yo me formaba de la hija de Swann; es decir, que ya estaba dispuesto a enamorarme de ella. Porque creer que una persona participa de una vida incógnita, cuyas puertas nos abriría su cariño, es todo lo que exige el amor para brotar, lo que más estima, y aquello por lo que cede todo lo demás. Hasta las mujeres que sostienen que no juzgan a un hombre más que por su físico, ven en ese físico las emanaciones de una vida especial. Y por eso gustan de los militares y los bomberos: por el uniforme son menos exigentes para el rostro, se creen que bajo la coraza que besan hay un corazón múltiple, aventurero y cariñoso; y un soberano joven, un príncipe heredero, no necesita, para hacer las más halagüeñas conquistas en un país extranjero, de la regularidad de perfil, indispensable quizá a un corredor de Bolsa.
Mientras que yo estaba leyendo en el jardín, cosa que mi tía no comprendía que se hiciera más que los domingos, porque ese día está prohibido hacer nada serio, y ella no cosía (un día de trabajo me decía que cómo me entretenía en leer, sin ser domingo, dando a la palabra entretenimiento el sentido de niñería y pierde-tiempo), mi tía Leoncia charlaba con Francisca, esperando la hora de la visita de Eulalia. Le anunciaba que acababa de ver pasar a la señora de Goupil, «sin paraguas y con el traje nuevo que se había mandado hacer en Châteaudun. Como vaya muy lejos, antes de vísperas, no será raro que se le moje».
—Quizá, quizá (lo cual significaba quizá no) —decía Francisca, para no desechar definitivamente la posibilidad de una alternativa más favorable.
—¡Ah! —decía mi tía, dándose una palmada en la frente— ahora me acuerdo de que no me enteré de si llegó esta mañana a la iglesia después de alzar. A ver si no se me olvida preguntárselo a Eulalia… Francisca, mire usted qué nube tan negra hay detrás del campanario, y que mal aspecto tiene ese sol que da en la pizarra; de seguro que no se acabará el día sin agua. No podía ser que el tiempo siguiera así, hace mucho calor. Y cuanto antes sea, mejor, porque mientras no empiece la tormenta, no bajará esa agua de Vichy que he tomado —añadía mi tía, cuyo anhelo de que bajara el agua de Vichy podía mucho más que el temor de ver echado a perder el traje de la señora de Goupil.
—Podría ser, podría ser.
—Y que cuando llueve, en la plaza no hay donde meterse.
—¿Cómo, las tres ya? —exclamaba de pronto mi tía, palideciendo—. Entonces ya han empezado las vísperas, y se me ha olvidado mi pepsina. Ahora me explico por qué no se me quita del estómago el agua de Vichy.
Y, precipitándose sobre un libro de misa encuadernado de terciopelo verde, del que con las prisas dejaba escapar unas estampitas de esas bordeadas con una orla de encaje de papel amarillento, destinadas a marcar las páginas de las fiestas, mi tía, al mismo tiempo que se tragaba las gotas, empezaba a recitar rápidamente los textos sagrados, cuya significación se velaba ligeramente con la incertidumbre de saber si, ingerida tanto tiempo después del agua de Vichy, llegaría la pepsina a tiempo de darle caza y obligarla a bajar. «Las tres, es increíble lo de prisa fue pasa el tiempo.»
Un golpecito en el cristal, como si hubieran tirado algo; luego, un caer ligero y amplio, como de granos de arena lanzados desde una ventana de arriba, y por fin, ese caer que se extiende; toma reglas, adopta un ritmo y se hace fluido, sonoro, musical, incontable, universal: llueve.
—Qué, Francisca, ¿no lo había yo dicho? Y cómo cae. Pero me parece que he oído el cascabel de la puerta del jardín. Vaya usted a ver quien está fuera de casa con este tiempo.
Francisca volvía:
—Es la señora (mi abuela), que dice que va a dar una vuelta. Pues está lloviendo mucho.
—No me extraña —decía mi tía alzando los ojos al cielo—. Siempre dije que no tenía la cabeza hecha como los demás. Pero, en fin, más vale que sea ella y no yo la que se está mojando.
—La señora siempre es al revés de los demás —decía Francisca suavemente, reservándose, para el momento en que estuviera sola con los criados, su opinión de que mi abuela estaba un coco «tocada».
—Pues ya han pasado las oraciones. Eulalia no vendrá —suspiraba mi tía—; le habrá dado miedo el tiempo.
—Pero, señora, todavía no son las cinco, no son más que las cuatro y media.
—¿Las cuatro y media? Y he tenido que levantar los visillos para que me entre un rayo de luz. ¡A las cuatro y media y ocho días antes de las Rogaciones! ¡Ay, Francisca!, ¡muy incomodado debe estar Dios con nosotros! Sí, es que la gente de hoy hace tantas cosas… Como decía mi pobre Octavio, nos olvidamos de Dios, y Él se venga.
De pronto, un rojo vivo encendía las mejillas de mi tía: era Eulalia. Pero, desdichadamente, apenas Francisca la había introducido, cuando tornaba a entrar, y con sonrisa encaminada a ponerse al unísono con la alegría que, según creía ella, causarían a mi tía sus palabras, y articulando las sílabas para hacer ver fue, a pesar del estilo indirecto, repetía fielmente y como buena criada las mismas palabras que se dignaba pronunciar el visitante, decía:
—El señor cura tendría un placer, un gusto vivísimo en poder saludar a la señora, si no está descansando. El señor cura no quiere molestar. Está abajo, y lo hice entrar en la sala.
En realidad, las visitas del señor cura no daban a mi tía tanto gusto como Francisca suponía, y el aspecto de júbilo que ésta se consideraba como obligada a adoptar cada vez que tenía que anunciarlo no respondía por completo a lo que sentía la enferma. El cura (hombre excelente, con quien lamento no haber hablado más porque, aunque no entendía nada de arte, sabía muchas etimologías), acostumbrado a dar a los visitantes notables noticias respecto a la iglesia (hasta tenía el propósito de escribir un libro acerca de la parroquia de Combray), la cansaba con explicaciones interminables y siempre iguales.
Pero cuando llegaba al mismo tiempo que Eulalia, su visita era francamente desagradable a mi tía. Hubiera preferido aprovecharse bien de Eulalia y no tener a dos personas a la vez; pero no se atrevía a negarse al cura, y se limitaba a indicar a Eulalia con una seña que no se fuera con él y que se quedara un rato con ella cuando el cura se hubiera marchado.
—Señor cura, me han dicho que un artista ha plantado su caballete en su iglesia, para copiar una vidriera. Yo puedo asegurar que en todos mis años, que ya son muchos, nunca oí hablar de semejante cosa. ¡Qué cosas va a buscar la gente hoy en día! Y lo malo es que va a buscarlas a la iglesia.
—No diré yo tanto como que lo malo es eso, porque en San Hilarlo hay cosas que valen la pena de verse. Hay otras muy viejas, en mi pobre basílica, la única sin restaurar de toda la diócesis. El pórtico es muy antiguo y está muy sucio, pero tiene majestad; lo mismo pasa con los tapices de Ester, por los que yo no daría dos perras, pero que, según los inteligentes, van en mérito inmediatamente después de los de Sens. Claro es que reconozco que junto a detalles demasiado realistas, ofrecen otros que denotan un verdadero espíritu de observación. Pero de las vidrieras que no me digan. ¿Tiene sentido común eso de dejar unas ventanas que no dan bastante luz, y que hasta engañan la vista con esos reflejos de color indefinible, en una iglesia donde no hay dos losas al mismo nivel? Y no quieren poner otras losas so pretexto de que éstas son las tumbas de los abades de Combray y los señores de Guermantes, antiguos condes de Brabante. Es decir, los ascendientes directos del hoy duque de Guermantes y también de la duquesa, porque ella es una Guermantes que se casó con su primo. (Mi abuela, que a fuerza de no interesarse por las personas, acababa por confundir todos los nombres, sostenía, cada vez que se pronunciaba ante ella el de la duquesa de Guermantes, que era parienta de la señora de Villeparisis. Todos nos echábamos a reír, y ella, para defenderse, alegaba cierta esquela de defunción: «Me parece que allí había un Guermantes». Y por esta vez yo también me ponía de parte de los demás y en contra de ella, porque no podía creer que existiera relación alguna entre su amiga de colegio y la descendiente de Genoveva de Brabante.) «¿Ve usted?, Roussainville no es hoy en día más que una parroquia de campesinos, aunque en tiempos pasados tornara mucho impulso esa localidad, gracias al comercio de sombreros de fieltro y de relojes. (Por cierto que no estoy seguro de la etimología de Roussainville. Me inclino a creer que su nombre primitivo era Rouville (
Radulfi villa
) como Châteauroux (
Castrum Radulfi
), pero ya hablaremos de eso otra vez.) Pues bien, en su iglesia hay unas magníficas vidrieras, casi todas modernas, y una imponente
Entrada de Luis Felipe en Combray
, que estaría mucho mejor aquí en Combray, y que dicen que no desmerece de la famosa vidriera de Chartres. Precisamente ayer hablaba con el hermano del doctor Percepied, que es aficionado, y me decía que es un trabajo bellísimo.