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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (32 page)

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Además de evitar el nombramiento de Russell y de castigar a los miembros de la Junta, que lo habían favorecido, quedaba la tarea de iluminar al público sobre la verdadera naturaleza de la libertad, un tema sobre el cual muchos norteamericanos tenían un concepto erróneo, probablemente debido a la influencia de herejes alucinados como Jefferson y Paine. El concepto McGeehan-Moseley tenía que ser más conocido. En esta campaña ilustrativa, Monseñor Francis W. Walsh, el orador de los «charcos de sangre», desempeñó un importante papel. Ocupando de nuevo la tribuna en el Hotel Astor, esta vez en el desayuno de comunión anual de la Asociación Postal Neoyorquina del Santo Nombre aludió primero brevemente a la épica decisión del tribunal. Dijo que la última vez que estuvo en aquella tribuna: «Discutí un problema conocido entre los profesores de matemáticas como el triángulo matrimonial. Pero como el Q.E.P.D. ha sido escrito por el juez John E. McGeehan en ese asunto, pasaremos a un tema relacionado con él». Y continuó Monseñor Walsh refiriéndose a una palabra de la que se ha abusado mucho, a saber, libertad. Como los seres humanos «sólo pueden seguir existiendo en obediencia a la ley de Dios —la ley de la naturaleza, la ley de los Diez Mandamientos»—, entonces, en nuestra América, no se permitirá que nadie en nombre de la libertad se burle de la ley de Dios. No se permitirá que nadie suba a la tribuna de la libertad con el fin de apuñalar por la espalda a la libertad. Y esto se aplica a todos los comunistas y a sus partidarios, a todos los nazis y fascistas que han puesto la ley del estado sobre la ley de Dios, a los profesores de universidad, a los editores de libros, o a cualquiera otro dentro de los límites territoriales de los Estados Unidos». Que Monseñor Walsh tenía el derecho a ser considerado un hombre experto en el abuso de la palabra «libertad» es casi ilegal.

VIII

Este informe no estaría completo sin unas cuantas palabras acerca del papel del
New York Times
en este asunto. Cuando no hay presión de parte de los grupos religiosos, el
Times
generalmente protesta en seguida contra los abusos de poder. En el caso de Russell, las noticias fueron, como siempre, extensas e imparciales. Sin embargo, durante todo el mes de marzo, cuando Russell y los miembros de la Junta de Educación Superior fueron diariamente calumniados con los términos más injuriosos, el
Times
guardó un completo silencio. Durante tres semanas después del fallo de McGeehan, no hubo ningún comentario en su editorial. Finalmente, el 20 de abril, el
Times
publicó una carta del canciller Chase de la Universidad de Nueva York, indicando algunas de las implicaciones de la acción de McGeehan. «La verdadera cuestión —escribió Chase— es una que no se ha presentado jamás, que yo sepa, en la historia de la educación superior de Estados Unidos. Se trata de si una institución pagada, en todo o en parte, con los fondos públicos, un tribunal, ante el que se presenta la demanda de un contribuyente, tiene el poder de declarar nulo el nombramiento hecho por un cuerpo de profesores en razón de la opinión de un individuo… Si se mantiene la jurisdicción del tribunal, se ha dado un golpe a la seguridad y a la independencia intelectual de todos los miembros del profesorado de todos los colegios y universidades de los Estados Unidos. Sus consecuencias potenciales son incalculables».

El
Times
se sintió entonces obligado a adoptar una posición mediante un editorial sobre el tema. Comenzaba con algunos comentarios generales, deplorando los desdichados efectos de la controversia que había surgido. La disputa sobre el nombramiento de Bertrand Russell, escribía el
Times
, «ha hecho un gran daño en esta comunidad. Ha creado gran cantidad de resentimiento muy inconveniente cuando la democracia de que formamos parte está amenazada por tantos lados». Errores de juicio, continuaba el editorial con una apariencia de neutralidad, han sido cometidos «por todos los causantes. El nombramiento de Bertrand Russell era impolítico e imprudente; pues completamente al margen de la cuestión de la sabiduría de Bertrand Russell y de sus méritos como maestro, era seguro desde el principio que los sentimientos de una parte importante de esta comunidad quedarían ofendidos por las opiniones expresadas por él sobre varias cuestiones morales». Si un nombramiento es «político» o «impolítico» debería, al parecer, ser más importante que la cuestión de la competencia y sabiduría de un maestro. Seguramente, ésta es una doctrina notable para que la patrocine un periódico liberal.

En cuanto a la decisión de McGeehan, el
Times
sólo pudo decir que era «peligrosamente vaga». La principal indignación del periódico liberal no estaba reservada para el juez que había abusado de su posición, ni para el alcalde cuya cobarde conducta describiré dentro de un momento, sino para la víctima del maligno ataque, Bertrand Russell. Éste, declaraba el
Times
, «debería haber tenido la prudencia de renunciar a la plaza en cuanto se hicieron evidentes los dañinos resultados». A esto, replicó Russell, en una carta publicada el 26 de abril:

Espero que me permitan hacer un comentario a su referencia a la polémica originada por mi nombramiento en la Universidad de la Ciudad de Nueva York y particularmente de que yo «debería haber tenido la prudencia de renunciar a la plaza en cuanto se hicieron evidentes sus dañinos resultados».

En un sentido, esto habría sido lo más prudente; habría sido seguramente más prudente en lo relativo a mis intereses personales y mucho más placentero. Si yo hubiera considerado solamente mis intereses y mis inclinaciones, me habría retirado inmediatamente. Pero por prudente que hubiera sido tal acción desde un punto de vista personal, habría sido, a mi juicio, cobarde y egoísta. Una gran cantidad de personas que comprendían que sus intereses y los principios de tolerancia y libre palabra se hallaban en peligro estaban deseosas, desde el principio, en continuar la polémica. Si me hubiera retirado, les habría privado de su
casus belli
y tácitamente asentido a la proposición de la oposición de que los grupos importantes pueden quitar de los puestos públicos a los individuos cuyas opiniones, raza o nacionalidad les disgusta. Para mí esto es inmoral.

Mi abuelo fue el que provocó la derogación de la ley que imponía cierto juramento a los empleados públicos, y de las leyes corporativas que prohibían la entrada en los organismos del Estado a todo el que no fuese miembro de la Iglesia Anglicana, a la cual pertenecía él, y uno de mis primeros y más importantes recuerdos es una diputación de metodistas y wesleyanos que vinieron a dar vítores bajo su ventana el quincuagésimo aniversario de esta derogación, aunque el mayor de los grupos afectados era el católico.

No creo que sea dañina la polémica sobre temas generales. Lo que pone en peligro la democracia no son la polémica ni las diferencias claras. Por el contrario, son sus mayores salvaguardias. Es parte esencial de la democracia que los grupos importantes, incluso las mayorías, sean tolerantes con los grupos disidentes, por pequeños que sean, y por mucho que ofendan sus sentimientos.

En una democracia es necesario que la gente aprenda a soportar que ofendan sus sentimientos…

En la conclusión de su editorial del 20 de abril, el
Times
hizo hincapié en apoyar al Canciller Chase en su esperanza de que el fallo de McGeehan fuese revisado por los tribunales superiores. Más tarde, cuando tal revisión fue ladinamente impedida por los esfuerzos conjuntos del juez y del alcalde La Guardia, no profirió una sola palabra de protesta. Ésta es la contribución al caso del «mayor periódico del mundo».

IX

Cuando se hizo pública la decisión de McGeehan, algunos de los enemigos de Russell temieron que los tribunales la revocasen. Así el regidor Lambert, después de congratularse por la «gran victoria de las fuerzas de la decencia», indicó que la lucha no estaba aún ganada. Mostrando su gran respeto por la independencia judicial, añadió «que los ciudadanos decentes deberían presentar un frente tal que ningún tribunal se atreva a revocar esta decisión».

Los miedos del regidor eran completamente innecesarios. El alcalde La Guardia y otros varios miembros del Consejo Municipal se pusieron en campaña para asegurarse de que, aunque los tribunales apoyasen una apelación contra el fallo de McGeehan, Russell no fuese reintegrado a su puesto original. El alcalde se limitó sencillamente a borrar del presupuesto la cantidad destinada a la cátedra para la que habían nombrado a Russell. Esto lo hizo de una manera especialmente solapada. Publicó su presupuesto ejecutivo sin decir una sola palabra del asunto. Unos pocos días después, los reporteros advirtieron la eliminación. Cuando le interrogaron acerca de ello, el alcalde respondió hipócritamente que su acto «estaba de acuerdo con la política de la eliminación de las plazas vacantes». Roger Baldwin, el director de la Unión de Libertades Civiles Americanas, envió entonces un telegrama al alcalde expresando el pensamiento de muchos observadores. «El hecho de negar la acción de su Junta de Educación Superior —escribió—, nos parece aun más censurable que la decisión del juez McGeehan impulsado por sus prejuicios». El acto del alcalde era inusitado y, en opinión de los técnicos, carecía de fuerza legal, ya que sólo los consejos escolares tenían el control de los gastos de sus presupuestos.

Sin embargo, no era bastante suprimir del presupuesto la cantidad destinada a la plaza de Russell. Para asegurarse de que Bertrand Russell no sería nombrado para otros cargos, el Presidente de Distrito, Lyons, presentó en la reunión celebrada por la Junta de Presupuestos, una moción que ponía como uno de los requisitos del próximo presupuesto que «ninguno de los fondos destinados será usado para el empleo de Bertrand Russell».

Estas medidas hacían cada vez más improbable que la apelación a los tribunales diese por resultado la reposición de Russell. Sin embargo, como cosa de principio, la mayoría de la Junta de Educación Superior decidió llevar el asunto a los tribunales superiores. En esta fase, W. C. Chandler, el asesor de la Corporación, informó a la Junta que no podía aceptar la apelación. Compartía la opinión de la Junta de que la decisión de McGeehan no era «legalmente justa» e incluso aconsejó a la Junta que pasase por alto aquella decisión al hacer futuros nombramientos. A pesar de ello, recomendaban que no llevasen el caso adelante. Dijo que a causa de las «controversias religiosas y morales», los tribunales superiores podían confirmar la decisión. Al mismo tiempo, el alcalde anunció que apoyaba totalmente a Chandler en su negativa de apelar. Quizás habría sido más acertado decir que lo «inspiraba».

La mayoría de la Junta se volvió entonces a los abogados particulares y la firma Root, Clark, Buckner Ballantine ofreció gratuitamente sus servidos. Buckner era un antiguo fiscal del distrito sur de Nueva York y estaba ayudado por John H. Harian. Basándose en diversos precedentes, Harian pidió a McGeehan que su firma sustituyese al asesor de la Corporación como representante legal de la Junta. También puso de relieve que la Junta no había presentado una respuesta formal antes del fallo de McGeehan y afirmaba que tenía derecho a pedir la anulación de la decisión con el fin de presentar su alegato. El lector no se sorprenderá de que el cruzado no diese oídas a Harían. Decidió que el asesor de la Corporación no podía ser reemplazado sin su consentimiento, y desdeñosamente se refirió a la mayoría de la Junta llamándola «una facción rencorosa» que «no puede ahora iniciar un litigio ya terminado». Todas las apelaciones contra esta resolución fueron rechazadas por los tribunales superiores, y como el asesor de la Corporación se negó a actuar, la Junta no pudo apelar del fallo de McGeehan revocando el nombramiento de Russell.

Una vez publicado el fallo de McGeehan, con todas las calumnias contra él, Russell recibió el consejo de hacerse por un abogado independiente. Eligió a Osmond Fraenkel, propuesto por la Unión de Libertades Civiles Americanas. Fraenkel, en nombre de Russell, inmediatamente solicitó que se hiciese a Russell parte de la demanda, pidió permiso para responder a las acusaciones de Goldstein. McGeehan denegó la solicitud que Russell no tenía «interés legal» en el asunto. Esta decisión fue llevada por Fraenkel ante la División de Apelación del Tribunal Supremo, que unánimemente apoyó a McGeehan sin dar razón alguna de su acto. Entonces se pidió permiso a la División de Apelación para llevar la apelación al Tribunal de Apelaciones, pero fue denegado. Las pocas acciones legales que quedaban abiertas a Fraenkel fueron igualmente infructuosas. Es realmente asombroso que la señora Kay, cuya hija no podía ser alumna de Bertrand Russell, tuviera un interés legal en el caso, mientras que Russell, cuya reputación y subsistencia se hallaban en juego, no lo tuviera. El profesor Cohen advirtió acertadamente que, «si ésta es la ley, entonces seguramente, en el lenguaje de Dickens, la ley es un asno».

De este modo la Junta de Educación Superior y el propio Bertrand Russell no pudieron apelar, y el fallo de McGeehan se impuso. «Como norteamericanos —dijo John Dewey—, sólo podemos enrojecer de vergüenza ante esta mancha en nuestra reputación de juego limpio».

X

Desde California, Russell fue a Harvard, cuyo presidente y asociados no habían tomado quizás suficientemente en serio la afirmación del juez McGeehan de que Russell «no estaba capacitado para enseñar en ninguna de las escuelas de esta Tierra». En respuesta a Thomas Dorgan publicaron una declaración diciendo que «habían tomado nota de las críticas de este nombramiento», pero sacaron la conclusión, después de examinar todas las circunstancias, de que, «en interés de la universidad, convenía refirmar su decisión y que así lo habían hecho». Las clases de Russell en Harvard prosiguieron sin interrupción y me figuro que las estadísticas de estupro y secuestro serían un poco más altas de lo acostumbrado. Russell luego dio clase varios años en la Fundación Barnes de Filadelfia. En 1944 volvió a Inglaterra, donde unos años después el rey Jorge VI le concedió la Orden del Mérito. Debo declarar que esto demostró una lamentable indiferencia por parte de la monarquía inglesa dada la importancia del Código Penal.

En 1950, Russell pronunció las Conferencias Machette en la Universidad de Columbia. Se le hizo un entusiasta recibimiento que los que estuvieron presentes no olvidarán con facilidad. Se le comparó con el que tuvo Voltaire en 1784 cuando volvió a París, el lugar donde había estado preso y del cual más tarde había sido desterrado. En 1950, también, un comité sueco, cuyos principios eran presumiblemente «inferiores a los requisitos de la decencia común», concedió a Bertrand Russell el Premio Nobel de Literatura. No hubo comentarios por parte de la señora Kay, Goldstein o el juez McGeehan. Al menos, no se han publicado.

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