Presagio (27 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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—Se ve distinto cuando esto le pasa a otro que cuando te ocurre a ti. Lo cierto es que no me ha gustado que estuvieras allí. Prométeme que no me seguirás.

—No lo puedo prometer. A veces me aburro y sigo a la gente que conozco. —Y su voz sonó más enérgica que de costumbre cuando le dijo—: Muriel, si quieres tener alguna oportunidad de recuperar a Jeff debes dejar a Rich.

—Aún no, Lucía. No quiero cortar con él.

—¿Y así piensas recuperarlo? ¿Diciéndole que ya no ves a Rich? ¿Engañándolo?

Muriel hizo un gesto de abatimiento.

—No sé. Estoy confundida, Lucía. No quiero dejar a Rich, pero no puedo soportar la idea de que Jeff y Carmen estén juntos.

—Debes dejar a Rich, Muriel —de nuevo su voz sonaba imperiosa—. ¡Debes dejarlo ya!

Muriel la miró sorprendida. Jamás antes había visto esa firmeza en Lucía, ni tampoco esa expresión tan dura. La muchacha estaba cambiando.

Cuando Muriel abrió los ojos vio los tonos pastel de las paredes. ¿Dónde estaba? Tardó unos instantes en situarse. Sí, claro, en la habitación del hotel, y sentía el calor del cuerpo de su amante a su lado.

Definitivamente, aquél no estaba siendo un encuentro memorable. Habían tenido que recurrir a un hotel a falta de otro lugar adecuado, y Rich no puso la pasión de veces anteriores; su habilidad de seducir había menguado. El recuerdo de su última cita, del incidente con Jeff, parecía interponerse entre ambos. Y además estaba esa sensación, ese extraño sentimiento de que eran observados y que le producía a Muriel una incómoda aprensión.

Acarició el pelo de su amante, que dormitaba de espaldas a ella. Iba a preguntarle si la quería, como hacía con Jeff, ¿pero era apropiado hablar de amor? Seguramente, no. Rich se dio la vuelta aún con los ojos cerrados y, al abrirlos, dijo:

—Hola.

—Hola, cariño. ¿Cómo te ha ido?

—Estupendamente, ¿y a ti?

—También. —Aquello le sonaba a Muriel como un tópico obligado.

Al entornar él los párpados se hizo el silencio y Muriel se quedó mirando el pelo rubio canoso del hombre, su fuerte mandíbula y su hoyuelo en la barbilla. ¿Cuánto duraría lo suyo? ¿Se harían realidad alguna vez sus sueños de poder y éxito? Hoy todo parecía más lejano.

Rich abrió de pronto los ojos, consultando su reloj de pulsera.

—Es tarde —dijo, incorporándose en la cama.

—Sí, es tarde —corroboró ella.

La sensación de vacío se hizo más intensa.

Anselmo despertó de su sueño con una sensación húmeda en la mano. Al principio dudaba sobre qué sería, y tanteando en la oscuridad se dio cuenta de que Coyote estaba ahí y lo lamía.

—¿Eres tú, Coyote? —preguntó.

—Sí, Anselmo. Soy yo.

—¿Y qué quieres? —Definitivamente aquel animal se estaba tomando demasiadas confianzas. Debía de chochear de puro viejo. ¡Lamiéndole la mano como si fuera un perro! ¿A qué venían esos mimos?—. ¿Por qué me despiertas?

—¿Te acuerdas cuando íbamos a la pizca del piñón? Anselmo suspiró evocando las imágenes en la oscuridad. —Sí, claro que me acuerdo, Coyote. ¡Qué tiempos aquéllos! —Era muy bello...

Las estrellas estaban mucho más cerca, y la resina de pino, al arder en la fogata, lanzaba múltiples pavesas al cielo oscuro. La brisa nocturna y el aire caliente del fuego las hacían subir cruzándose unas con otras, muy arriba. Y él se acurrucaba junto a su abuela, cubiertos con una manta, y oía las historias que se contaban alrededor de la fogata.

Era hermoso. Era el tiempo del
Copa jala'pa,
que en kiliwa significaba «cuando los piñones están maduros».

En aquella zona de la sierra Juárez, alrededor del lago Hanson, donde los pinos ponderosa eran altos y las grandes rocas, de formas redondeadas como esculpidas, se esparcían aquí y allá en la pradera, guardaba sus mejores recuerdos de niñez y primera juventud.

Todos los años, en agosto y septiembre, distintos clanes nativos, pai-pai, kiliwa y también cucapá, subían al monte a recoger el piñón. «La pizca del piñón», la llamaban.

Cuando Anselmo alcanzó los diez años, empezó a acompañar a la abuela que, junto a la nueva familia de su padre, tíos y primos, formaban uno de los grupos. Dormían al raso y al amanecer él ayudaba a la abuela a preparar el desayuno para los demás: huevos, fríjoles, tortas de maíz y un buen café.

A las seis se quedaban los dos solos en el campamento y los otros iban en busca de árboles nuevos donde trepaban para arrancar las piñas. Los de abajo las recogían para meterlas en sacos y, con la ayuda de burros, llevarlas al campamento. A veces Anselmo los acompañaba y hacía caer con un palo los conos de las ramas bajas y cuidaba de los animales. A éstos les encantaba que les peinara el lomo con piñas viejas, abiertas y desprovistas de resina.

El aire era transparente y se podía ver muy lejos.

En el campamento, las piñas se colocaban al sol, esperando que se abrieran por sí solas con el calor. Los paisanos conversaban y reían, estaban alegres y de buen humor. Con piñas menos maduras se recurría a una hoguera de ramas pequeñas, en especial de salvia o manzanita para que el fuego no fuera demasiado fuerte. Había que estar atento a sacar los conos cuando se abrían; después se colocaban en una lona para batirlos con palos. Al final se aventaban para seleccionar los piñones por tamaño.

Cuando agotaban los árboles de una zona, el campamento se trasladaba a otra, y así hasta terminar la temporada, durante la cual una familia podía obtener hasta cien kilos de piñones.

Entonces empezaba la fiesta. Los distintos grupos se juntaban y llegaban tratantes de Ensenada, los llamados «globeros», para comprar el piñón, pocas veces con dinero y las más trocándolo por mercancías. Se organizaban juegos y también había baile donde los chicos y chicas de distintos clanes y tribus se conocían.

Recordaba aquellos veranos, junto a la abuela, como el tiempo más feliz de su vida.

Y fue en la pizca del piñón, muchos años después, fallecida ya la abuela, donde conoció a su segunda esposa.

Anselmo se había acostumbrado a la vida en Tijuana, como «sobador» y curandero, pero una noche soñó con Coyote. «La abuela está enferma —le dijo el animal mostrándole los dientes—. Va a morir pronto.»Anselmo se despertó sobresaltado sin que le diera tiempo de responder al coyote o para preguntarle más. Allí no había fogatas pero sí velas, y Anselmo usó una para «velar», y pudo ver en el fuego de la llama a la abuela en su jergón, respirando trabajosamente; se ahogaba, le quedaba poca vida. Anselmo ganaba mucho para un paisano y había ahorrado un buen dinero, así que compró un par de mulas y, cargando sus pertenencias, se fue al sur.

Cuando llegó a su tribu, la abuela casi no podía andar. Al poco murió. Pero antes le dijo: «Ya sabes bastante. Mucho más de lo que deberías saber, fuiste demasiado lejos en Tijuana. Abriste puertas que no se deben abrir. No vuelvas allí, quédate con nosotros. Sé que la mujer cucapá a la que dejaste para ir a Tijuana tiene otro marido e hijos, y la que tienes en Tijuana no es buena. Déjala. Ve a la fiesta del piñón y toma a una paisana como esposa».

Era primavera y cuando los ritos fúnebres de cremación de la abuela terminaron, Anselmo continuó con el grupo. Pero todo era distinto, o quizá fuera él el que había cambiado; notaba que era forastero. Ya antes los suyos sentían aprensión hacia él, pensaban que guardaba algo maligno; su madre murió para que él naciera. Era
Haw'ama.i.

La familia de su padre lo acogió, aunque con recelo. Era un extraño chamán. Además, un hombre con veintiséis años sin esposa no era nada común.

Y con ellos fue a la pizca del piñón. Se presentó con su par de mulas, muchos regalos y prestigio de hombre de medicina y espíritu. Después de observar a todas las mujeres casaderas, Anselmo se decidió por Teodora.

Pidió para bailar a la muchacha, se gustaron y sus padres les permitieron acostarse juntos aquella noche. Ella tenía trece años. Anselmo llegó a un acuerdo con la familia de la chica y pagó con parte de los regalos que traía. Y así tuvo esposa.

Al replantear su vida, Anselmo no se hizo a la idea de subsistir de la caza y de recolectar en el monte, tampoco lo atraía contratarse como temporero en los cultivos del interior o en los ranchos.

Aquélla era la vida de sus paisanos, de su familia, pero no la suya; quiso ir a la costa, junto al océano.

Teodora y él recorrieron varios lugares trabajando como peones agrícolas. Al poco llegaron a Santa Águeda y a Anselmo le agradó aquel oasis que, gracias al riachuelo del mismo nombre, crecía entre el océano y el pedregoso desierto que los separaba de las tierras fértiles del interior. Trabajaron en la aceituna, en los campos de chile y en las huertas, y él empezó a ayudar con su saber a los que lo necesitaban.

Y así, su fama de hombre de medicina y de espíritu creció; también sus ingresos y al poco tiempo pudo comprar unas tierras pocos kilómetros al sur de Santa Águeda, al lado de la playa. Había notado que allí había agua subterránea, hizo un pozo y luego construyeron su ranchito. Criaban calabazas, fríjoles, maíz, algunos olivos, y en las laderas secas del monte, nopales.
[10]

También tenían gallinas, pero Anselmo gustaba más de cuidar colmenas y así sacaba miel y cera para las velas que él mismo preparaba.

Allí nació su hijo. El muchacho iba a la escuela en Santa Águeda. No creció como indígena, sino como mexicano. El campo no le interesaba, ni tampoco la medicina de su padre. A él le entusiasmaban los motores, quería conducir automóviles y tan pronto alcanzó la edad obtuvo un trabajo como conductor de camión. El chico se enamoró de Alba, una muchacha mexicana que había venido a trabajar de temporera, y decidieron casarse.

Por aquel entonces el nuevo cura, un español que venía de México, D. R, llevaba ya años en el pueblo. El antagonismo entre el sacerdote y Anselmo estalló tan pronto se conocieron. Don Agustín consideraba que Anselmo, que no acudía a misa, realizaba prácticas paganas y adoraba a «Mitapá cuchepon», el creador bueno, pero también a «Mitapá parktai», el malo, y a otros antiguos dioses pai-pai; era un peligro para las almas de sus feligreses. Y se puso a predicar contra él y su medicina. Anselmo no quiso buscar ninguna conciliación y esperaba que el impulsivo cura se equivocara en algo para dejarlo en ridículo. Pronto Santa Águeda se dividió en dos. Los que estaban con don Agustín y los del lado de Anselmo. Pero muchos los alternaban; acudían a misa, y luego iban a escondidas a ver a Anselmo en busca de remedios para sus males.

Alba era católica practicante y se unió desde el primer momento al grupo del cura. «Yo no me casaré como india de las montañas —le dijo a Anselmo tan pronto se conocieron—, sino en la iglesia, como buena católica.»La boda la celebró don Agustín y también el bautizo de Lucía, pero el viejo no acudió. Alba cesó de hablarle.

Sólo intercambiaron unas pocas palabras al morir el hijo de Anselmo, cuando se despeñó su camioneta en una de las curvas cercanas al pueblo. A partir de entonces, Alba no permitía que su hija Lucía viera a los abuelos.

Teodora no era feliz; no se relacionaba con los mexicanos del pueblo y su marido había dejado de ser un paisano. Añoraba a sus paisanos pai-pai, a su familia. Añoraba los montes en agosto, cuando la recogida del piñón. Ya antes de que su hijo se casara, Teodora asistía cada año a este evento y pasaba largos períodos con su gente. Aún era mujer joven; encontró a otro hombre, y quiso quedarse con los suyos.

Anselmo hizo poco por retenerla. Le regaló una mula, dinero y le deseó una buena vida. Lo único que habían tenido en común era un hijo.

El viejo vivía cerca de la playa a la que los chiquillos iban con frecuencia y entonces Lucía lo visitaba. O a veces él se la encontraba en el pueblo. De este modo, a pesar de la oposición de Alba, Lucía mantuvo contacto con el abuelo, y éste empezó a enseñarle su saber. Él la quería con pasión.

Anselmo estaba convencido de que el cura, sabiendo de esos contactos, había persuadido a Alba primero y luego ambos a Lucía para que ella fuera a trabajar a Estados Unidos. Pensaban que así la librarían de su influencia.

Lo lograron. Fue la más terrible venganza del sacerdote. Anselmo, sin su nieta, estaba ahora solo, muy solo.

—El conocimiento —le repetía al coyote—. El pecado de Lucifer. El orgullo del saber. Y ese maldito cura. Eso me condenó a la soledad.

—Comparte con los demás lo que sabes, Anselmo... —empezó a decir Coyote, pero el viejo lo interrumpió.

—Cómo me gustaría volver por un momento al Copá jala'pa, al aire claro, a la brisa fresca que agitaba los pinos, a las estrellas que entonces eran más grandes, más brillantes, allí arriba en la sierra Juárez, a ser niño, a pizcar piñón y a estar con la abuela. ¡Qué tiempo tan maravilloso! ¿Verdad, Coyote?

Anselmo no obtuvo respuesta. Se dio cuenta de que hablaba solo; el coyote se había ido.

Rich le sonrió cuando recogía la mesa. Lucía respondió con un gesto tímido después de observar a Sharon, la esposa de Rich, y comprobar que ella no la veía.

—Me voy a la biblioteca a trabajar un poco —anunció él en voz alta, levantándose de la mesa y dirigiéndole a Lucía una mirada de complicidad.

—Bien, cariño —repuso Sharon sin apartar apenas la vista del libro que leía—. Yo leeré o quizá mire la televisión. Te esperaré en la cama.

—De acuerdo, mi amor, hasta ahora. —Y salió del comedor.

Se encontraron en la biblioteca con un cálido beso de amantes.

—¿Cómo estás, bonita?

—Esperándote todo el día.

—¿Asististe hoy a tu clase de inglés?

—Sí.

—Debo conocer al profesor. —Rich mostraba una expresión seria—. Me voy a poner celoso.

—Ya sabes que es una mujer, ¡tonto!

—Así me gusta. No quiero que venga ningún jovencito a enamorarte.

Ella miró al suelo como avergonzada.

—¿Pudiste ver lo que te pedí? —continuó él, cambiando súbitamente de tema.

—No tuve tiempo.

—¿Cómo? ¿Es que Cindy te da demasiado trabajo? Dime qué pasa y yo lo arreglaré.

—No es Cindy.

—¿Sharon?

—Tampoco.

—Entonces, ¿qué te ocurre?

—Estuve vigilando a una pareja en la cama. —Ahora ella lo miraba fijamente con sus ojos oscuros—. No tuve tiempo de ver nada más. —Él tragó saliva, parecía un poco desconcertado, pero se recuperó pronto.

—No deberías espiar a tus amigos, Lucía.

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