Authors: Jorge Molist
Entonces Jeff dio un tirón con tanta rabia y fuerza que casi los arrastró. Pudo ver lo suficiente para darse cuenta de que estaban desnudos. Y comprendió que nadie vendría riendo por detrás a darle palmaditas en la espalda, que aquello no era una fiesta, que la felicidad se había acabado, que Santa Claus no era mágico, que el sueño se había convertido en pesadilla, y la comedia en drama. La realidad iba a doler mucho y ya empezaba a desgarrársele algo por dentro.
Cuando soltó el edredón y se puso las manos a la cabeza como para ayudarse a entender aquello, los otros buscaron ocultar sus cuerpos en la ropa, pero cada uno en extremos opuestos, evitando tocarse.
—¿Por qué, Muriel? ¿Por qué? —Se dio cuenta de que era estúpido hacer una pregunta que no tendría respuesta.
Su dolor derivó en odio y tomó con ambas manos la lamparilla de noche del lado de Muriel. La base de la lámpara era un jarrón de porcelana de tono bermellón y al tirar de él encontró la resistencia del cordón eléctrico. En un segundo tirón lo arrancó elevando, amenazante, la lámpara, ya ciega, por encima de su cabeza. Sólo la otra luz iluminaba la escena. Muriel se cubrió por entero con la colcha, adoptando una posición fetal, como si eso pudiera protegerla del golpe. Rich había saltado ya por el otro extremo de la cama, tapándose el pubis con uno de los almohadones.
—Jeff, muchacho, tranquilízate —le decía mientras tendía una mano hacia adelante como para suplicar o protegerse—. No hagas nada de lo que luego puedas arrepentirte. Lo siento mucho, de verdad. Pero estas cosas pasan a veces. Lo siento. Anda, cálmate.
Quizá fuera la postura sumisa y desamparada de Muriel, o tal vez la voz de Rich, lo que hizo que su atención se concentrara en él y avanzó hacia el hombre blandiendo su arma.
—Por favor, Jeff. Cálmate, hombre. Lo siento, lo siento mucho. —Era una voz suplicante—. Déjalo ya. Déjame y me voy de inmediato. No ganas nada atacándome. Por favor.
La rabia de Jeff empezó a enfriarse. Aquel hombre suplicante, aquel viejo, no era un rival. Era una equivocación, aquello no estaba ocurriendo; no lo entendía, no quería creérselo. Al bajar la lámpara y dar un paso atrás notó de reojo el movimiento de su propia imagen en el espejo de la cómoda. Y se giró para mirarse. Allí estaba él, en la penumbra, de espaldas a la luz, los ojos a punto de romper en lágrimas. Sintió una gran compasión por el infeliz del otro lado. ¿Qué sería ahora de él?
—¡Payaso, estúpido! —se espetó en un murmullo, antes de estrellar la lámpara con todas sus fuerzas contra su propia imagen.
Al huir de la habitación vio el bulto que formaba Muriel en el edredón; no se detuvo. Tampoco lo hizo en el salón, ni al abrir la puerta, ni al salir dando un portazo. Pero entonces, ya en el pasillo, tuvo que apoyarse contra una pared y unas lágrimas desbordadas, aunque misericordes, mojaron el elegante estucado.
Carmen consultó su reloj. La tarde del sábado transcurría lenta y melancólica mientras ella apuraba su segundo café. La soledad hacía que sus dotes de observación se agudizaran, y ella jugaba a adivinar qué se ocultaba detrás de las expresiones de enfado de la pareja que discutía dos mesas más allá. Ella tenía pelo rojo de temperamento encendido, y él, cabello oscuro engominado. No llegaría la sangre al río, decidió; era una suave pelea de enamorados, un poco de pimienta para aderezar el amor.
A través del amplio ventanal veía los coches del aparcamiento y las luces de los que recorrían la avenida. Aquél era un lugar especializado en cafés, y también —tentación— en sabrosos pasteles. Carmen quería limitarse a un solo trozo, pero la sensación de desamparo y su profunda inquietud requerían otro relajante pedazo de pastel de almendras. Sin embargo tenía tiempo, quizá tuviera demasiado tiempo, hasta la hora de regresar a casa y esperaría antes de pedir nada más.
Su atención se dirigió a una pareja madura que tomaba su café en silencio. Tenían la mirada perdida de quien ha agotado hace años los temas de conversación. Como ella y Albert antes. Ella estaba acostumbrada a la protectora monotonía, a saber que tenía con quien salir. Pero aunque doliera, no se arrepentía de su soledad, al menos hasta ese momento. Sin embargo, no se fiaba de su bienestar momentáneo; sabía que la soledad a veces apetecía, ofreciendo ese sabor íntimo, sabroso, dulzón, pero que podía tornarse insoportable, enloquecedora.
Fue entonces cuando su móvil sonó. Carmen dio un respingo y empezó a buscarlo, nerviosa; estaba muy cerca, justo en la parte de arriba de su bolso.
—¿Diga?
—Carmen. —La voz sonaba ahogada.
—¡Jeff!
—Carmen, por favor, ¿puedes recogerme?
—Sí. ¿Qué te ocurre? ¿A qué viene esa voz?
—Ya te contaré, pero te necesito, ¿puedes venir?
—Sí, ¿dónde estás? ¿En tu casa?
—No. En la puerta de entrada de la tuya.
—¿Qué ha pasado? ¿Has discutido con Muriel?
—Ven, por favor.
Carmen salió a toda prisa del café. Estaba sólo a cinco minutos en coche de donde Jeff la esperaba, y al llegar lo vio, apoyado contra la pared, abatido.
—¿Qué pasa, Jeff? —inquirió justo cuando el muchacho subía al vehículo. Entonces pudo ver sus ojos enrojecidos, aún acuosos.
—He encontrado a Muriel en la cama con un hombre. —Carmen no dijo nada pero le lanzó una larga mirada—. Era Rich Reynolds. Estaba con el gran jefe, ya sabes, el que promociona a la gente. ¡Pero arranca de una puta vez! ¡Quiero irme lejos de aquí!
Carmen empezó a conducir con lentitud, sin rumbo fijo.
—Te invito a tomar algo y me cuentas lo ocurrido.
—No, Carmen. Conduce, o para el coche en algún sitio. No quiero ir a ningún lugar público.
Estacionó el coche al lado del muelle. Podían ver las arboladuras recortándose entre un cielo estrellado y las luces de los edificios del puerto. Ella puso los seguros y se quedaron en silencio mirando la oscuridad, el suave vaivén de los mástiles y las luces, unas fijas, otras móviles, según los coches cruzaban a su espalda. Finalmente él habló:
—Ya sabes que últimamente Muriel estaba extraña. Desaparecía alegando que iba a ver a sus padres y yo sospechaba que quizá hubiera otro hombre.
—Sí. Y me pediste que te dijera si sabía algo. Y yo no sabía nada.
—Exacto. La notaba rara, hasta que recibí esta semana un correo electrónico suyo. Me invitaba a una cita secreta, donde me daría una sorpresa, pero con la condición de mantener la confidencialidad a toda costa. Ningún comentario a nadie, bajo ningún concepto podía responder al mensaje; tenía que borrarlo una vez leído. Ni siquiera me estaba permitido pedirle cualquier aclaración a ella sobre nuestra cita; como si no existiera. Era un juego como a los que a veces jugábamos antes los dos, y yo me sentía muy feliz. Las cosas mejoraban. —Jeff hablaba como para sí mismo, mecánicamente, con su mirada extraviada en el cielo. Ni siquiera cuando calló para ordenar sus ideas, sus ojos buscaron los de su amiga—. Así, cuando Muriel me dijo que este sábado no salíamos, que tenía mucho trabajo en la oficina en su nuevo puesto, yo sonreí, le dije que lo entendía y me pareció ver una mirada cómplice en ella. Me preguntaba qué estaba tramando.
»Y esta tarde, siguiendo sus instrucciones, he ido a vuestro apartamento a la hora acordada y, después de subir, he encontrado la llave en el lugar indicado. Esperaba algún tipo de broma en cualquier momento, ya entrando en el apartamento, o después en su dormitorio. Incluso al verla en la cama con otro, estúpido de mí, aún esperaba que fuera alguna bufonada de mal gusto, pero no real. No aquello. No de verdad.
»Al ver su expresión y la de Rich, al fin lo comprendí. ¡Dios mío, quería morirme! No había broma, no era un chiste, no tenía gracia; era real. —Jeff estalló en un sollozo.
Carmen le cogió una mano y le pasó un brazo por el hombro, atrayéndolo hacia sí, y así estuvieron unos minutos, él en su desesperación y ella acariciándolo.
—Lo siento, Jeff —dijo cuando él ya empezaba a calmarse—. Siento mucho tu dolor y me alegro de poder estar contigo en este momento para intentar consolarte.
Él se acurrucó contra su amiga sin decir nada. Y así pasaron un rato dándose calor el uno al otro.
—Debes reponerte, Jeff, no dejes que eso te hunda, debes volver a ser quien eres, un tipo brillante, alegre, feliz.
—No sé si podré. Es como si todo se hubiera derrumbado.
—Claro que podrás. Ya ves, yo he roto con Albert. Sí, es triste, pero la vida es así, la gente no encaja, no está hecha para el otro, o simplemente el tiempo en que coinciden no es el adecuado. Pero la vida sigue y al poco todo vuelve a su sitio y también regresa la felicidad.
—¿Tú crees que lo hizo a propósito?
—¿El qué?
—Citarme para que la viera con su amante. Para que rompiéramos.
—No lo creo. Podría haber escogido mil formas menos traumáticas de decirte que lo vuestro se había terminado.
—Sí, es una tontería. Parecían sorprendidos. Pero si ella no envió el mensaje, ¿quién lo hizo?
—No lo sé, Jeff. Muriel me pidió que le dejara el apartamento esta tarde, yo creía que os veríais los dos. Y como ya no salgo con Albert, pasaba el rato en un café. Por eso pude venir a recogerte tan pronto. ¿Dejaste el coche en el aparcamiento?
—Sí.
—¿Qué harás ahora?
—No sé, Carmen. Imagino que lo mío con Muriel se terminó.
—¿Cómo que imaginas? ¿Volverías con ella si te lo pidiera? —La voz de Carmen sonaba escandalizada.
—No sé. Creo que aún la quiero, pero después de lo que ha pasado, pienso que es imposible recomponer lo nuestro.
Sacudió la cabeza con desesperación y apoyando los codos en sus rodillas se tapó la cara con las manos. Carmen lo estuvo observando en silencio durante unos minutos, preguntándose qué hacer. Era su gran oportunidad, pero ¿no sería prematuro insinuarse?
Deseaba abrazarlo de nuevo, besarlo. Pero tenía que ir con cuidado. Jeff necesitaba una amiga en este momento; no estaría preparado para una amante. ¿Cómo andar ese camino?
Empezó a acariciarle la nuca con suavidad y después de depositar un beso en su mejilla le dijo:
—Jeff.
—¿Sí? —Él se había incorporado y la miraba en la oscuridad.
—Somos amigos, lo hemos sido durante mucho tiempo. No te dejaré solo. —Le tomó la mano y la retuvo entre las suyas con ternura—. Cuidaré de ti.
Él puso su otra mano en las de ella, devolviéndole la caricia.
—Gracias, Carmen. —Dejó escapar un suspiro—. Gracias por ayudarme.
—No quiero que te quedes solo con tu angustia. Mañana iré a recogerte a tu casa.
Cuando Carmen llegó al apartamento, éste se encontraba completamente oscuro y pensó que Muriel se había ido.
Pero al encender las luces del salón, oyó:
—Hola, Carmen.
Allí estaba Muriel, sentada en uno de los sofás, con un vaso de whisky en la mano.
—Hola. No te había visto. ¿Qué haces ahí con las luces apagadas?
—Pensar.
—Bueno, no es frecuente que estés tan pensativa.
—Hoy me ha ocurrido algo horrible.
Carmen dejó el bolso y la chaqueta sobre la barra de la cocina y se sentó frente a Muriel.
—Sí, lo sé.
—¿Cómo que lo sabes?
—Jeff me llamó al móvil para pedirme que fuera a buscarlo. Estaba tan afectado que no podía conducir.
—¿Y qué te dijo?
—Que te había encontrado en la cama con Rich.
—Sí, fue horrible. —Muriel tenía una sonrisa amarga en los labios.
Y después de una pausa clavó sus ojos verdes en los de su amiga—. ¿Por qué lo hiciste?
—¿Hacer qué?
—¡Por favor, Carmen! —Su voz combinaba dureza y cansancio—. ¡No te hagas la tonta! ¿Por qué le contaste a Jeff lo mío con Rich?
—Yo no le he contado nada a Jeff.
—¡Mientes! ¡Sólo tú lo sabías!
—¿Estás segura de que sólo yo? Piénsalo bien.
—Yo sólo se lo conté a mi amiga íntima, la que tenía toda mi confianza; a ti.
—¿Y Rich?
—No creo que se lo dijera a nadie.
—¿Ni para presumir de su conquista? —Muriel se encogió de hombros. Carmen prosiguió sin esperar respuesta—: ¿Y Lucía? ¿Crees que Lucía sabe lo vuestro?
—Supongo que Lucía lo sabe. Ella puede saberlo casi todo.
—¿Entonces? No era yo la única.
Muriel, pensativa, dio un trago a su whisky, luego inquirió:
—¿Y cómo explicas que Jeff pudiera entrar en el apartamento sin llamar a la puerta? ¿Cómo lo hizo? Carmen se quedó mirando a su amiga a los ojos y luego desvió la vista al suelo antes de responder:
—Porque yo le dejé una llave escondida en el pasillo.
—¿Que le dejaste una llave en el pasillo? ¡Y acabas de decirme que no le dijiste nada! —Muriel se había incorporado de un salto.
—No le dije nada. Sólo lo cité por correo electrónico, contigo, aquí esta tarde. El resto lo vio él.
Muriel se quedó mirándola durante unos segundos sin reaccionar y luego estalló:
—¡Hija de puta! —Su tez enrojecía por momentos y sus ojos verdes brillaban, asesinos—. ¡Me prometiste que guardarías el secreto!
—Prometí no contárselo. Yo no le dije nada.
—¿Es eso una excusa? ¡No le dijiste nada! —Apretando los dientes, Muriel le lanzó el whisky a la cara y estrelló el vaso con rabia en la pared. Carmen tuvo el tiempo justo de cubrirse los ojos con el brazo—. Muy propio de ti, falsa santurrona. ¡Hipócrita! ¿Qué importa que no dijeras nada, si hiciste que se enterara y de la peor forma posible?
Carmen continuaba sentada mirando al suelo y callaba. Muriel empezó a dar zancadas hacia la puerta, luego hacia la terraza y al fin se enfrentó de nuevo a su amiga.
—Pero ¿cómo has podido hacerme esto? ¡Yo confiaba en ti! —Su tono ya no era agresivo, se lamentaba—. Carmen, hace un montón de años que somos amigas; amigas íntimas. Nos lo contamos todo. Yo te tenía total confianza. —Carmen rompió a llorar—. Te he querido más que a una hermana. ¡Pero Carmen! ¿Por qué? —Ahora Muriel también sollozaba—. ¿Por qué lo has hecho?
—¡Porque lo quiero! —respondió Carmen entre lágrimas—. ¡Lo quiero y no puedo evitar quererlo!
—¿A quién? ¿A Jeff?
—Sí. —Las lágrimas corrían por sus mejillas.
Muriel se quedó mirando a su compañera, sorprendida.
—No me habías dicho nada.
—¿Qué te iba a decir, si era tu novio?
—O sea, que has montado esta traición para quitármelo. —Muriel volvía a indignarse.