Presagio (20 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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—Pero hija mía. —La consternación de Agustín era patente—. ¿Cómo puedes decir eso? Tu madre te adora y yo te quiero como si fueras mi propia hija. Has crecido en mis brazos. ¿Cómo puedes decirme eso?

—Lo siento, padrecito, no se entristezca. —Ahora ella ponía voz tierna—. Yo también los quiero mucho a los dos. Pero deben darse cuenta de que estoy viviendo mi vida, y ese tipo de decisiones me conciernen sólo a mí.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué te pasa, Lucía? No pareces tú. Antes siempre hacías lo que nosotros creíamos que era lo correcto. ¿Tanto has cambiado?

—No, padre. Sólo que empiezo a conocer esto y a sentirme segura. Esta gente piensa distinto en muchas cosas. Y creo que tienen razón en bastantes.

—Lucía, ¿rezas tus oraciones todas las noches? ¿Acudes a misa todos los domingos?

—Sí, rezo de cuando en cuando —repuso ella cautelosa después de una pausa.

—Lucía, siento que algo va mal. Te voy a tomar confesión ahora por teléfono.

Hubo un silencio al otro lado de la línea y Agustín esperó a que ella hablara.

—No, padre. No me voy a confesar —dijo al rato.

—¿Pero qué dices?

—Que ahorita no quiero confesarme.

—¿Pero por qué? Antes...

—Padre —interrumpió ella bruscamente—, olvídese de antes. Cuando me apetezca confesarme ya lo llamaré. Ahora no estoy preparada.

—Pero, hija, para eso no hay que prepararse, sólo hay que decir, ya sabes: Ave María Purísima...

—Sé lo que hay que decir, padrecito. Lo siento, pero hoy no. Ahora tengo que colgar. Dígale a mi mamá que la quiero mucho. Y a usted también lo quiero mucho. Recen por mí. Yo también rezaré por ustedes. Ahora me tengo que ir, la señora me llama. Adiós, me alegró mucho que me llamara.

—Adiós, Lucía —tuvo el tiempo justo de decir antes de oír el chasquido.

Agustín se quedó con el auricular en la mano. Estaba abrumado.

—Quizá ese viejo brujo tenga razón después de todo —murmuró—. ¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer?

—¿Lucía? Hola, buenas tardes. Soy Carmen. ¿Cómo estás?

Carmen notó una pausa larga, un silencio.

—La llamó el padre Agustín, ¿verdad?

—Sí, quisiera invitarte a tomar una taza de café y platicar un poco.

—No creo que pueda. Es mi último día con los padres de Muriel, aún falta algo que empacar.

—Vamos, Lucía. Sé que puedes tomar una hora para salir. Te paso a recoger ahora mismo.

—Pues sí, es cierto. Me llamó don Agustín y me riñó por no haberte cuidado suficientemente, por no haberle dicho que cambiabas de casa, y por un par de cosas más. —Carmen sonreía tomando la taza de café con las dos manos—. Ya sabes cómo es nuestro buen padre.

—Sí que lo sé. —La expresión de Lucía se dulcificó al recordar al impetuoso viejo.

—Bueno, él cree que yo soy responsable de ti y que no he cumplido bien con mi responsabilidad. Quizá tenga razón. En fin. Algo tarde, pero aquí estoy.

—Gracias. Pero ahora todo va mejor, ahora tengo a Muriel y también a Rich.

—¿A Rich?

—Bueno, quiero decir al señor Reynolds.

Carmen percibió que la sangre acudía a las mejillas de la muchacha y quiso cambiar de asunto. Pero en su memoria quedó grabado el azoramiento de Lucía. Hizo una pausa pensando cómo abordaría mejor el asunto que la preocupaba. Al fin se decidió:

—Me comentó Muriel, aunque pidiendo que lo guardara en secreto, que practicas algo llamado «velaciones»—Sí. Mi abuelo me enseñó algunas cosas. —Carmen se sorprendió al ver la naturalidad con que la muchacha hablaba de ello—. Me he dado cuenta de que aquí todo el mundo da mucha importancia a eso. Allí en Santa Águeda, en casa de mi abuelo, parecía lo normal. Para mi madre y para don Agustín era terrible, algo prohibido. Pero aquí la gente se maravilla. Yo creía que era algo natural, pero que se debía esconder por ser malo, vergonzoso.

—¿No estará el señor Reynolds tan interesado por ti a causa de «eso»?

—Quizá sí. Y si lo está, pues bien. —Lucía hizo una pausa. Luego continuó con voz firme—: A mí me compensa. Ya no soy una pobre chica india, ignorante, que casi no sabe hablar. Una vez la gente se da cuenta de lo que puedo hacer, me respetan, me buscan, me miman. Es lo único de valor que sé hacer, lo único que tengo, la única herencia de mi abuelo.

—No te dejes intimidar por este mundo nuevo para ti. Pronto te darás cuenta de que aun sin tus «velaciones» la gente te querría igual. —Carmen deseaba animarla, pero por algún motivo sus propias palabras le sonaban huecas. Decidió cambiar de tema—: Ya que mencionas a tu abuelo, a él también lo tienes preocupado. Fue él quien habló con don Agustín e hizo que se inquietara. Y ya ves, el padre me envía a mí de rebote.

—¿Mi abuelo hablando con don Agustín? Se odian a muerte. He estado metida en medio de sus peleas desde muy pequeña, desde que murió mi padre. Yo los quiero a los dos. —Lucía tomó un sorbo de café con expresión pensativa—. Ya me imagino lo que ocurre; si mi abuelo habló con el padre Agustín, seguro que sería para reprocharle mi estancia en Estados Unidos y para darle miedo. —Suspiró—. Al menos aquí me libro de estar en el centro de sus batallas.

—¿Aprobaría tu abuelo que uses tus poderes de la forma en que Muriel te pide? ¿Para espiar a la gente?

Lucía miraba hacia la calle, a través de la ventana que tenían junto a la mesa, y estuvo un rato en silencio. Al fin habló:

—No, no le haría ninguna gracia. Pero él está allí, lejos, en Santa Águeda. Y yo estoy sola aquí. Es algo que él me dio, un regalo que ahora me ayuda.

Carmen vio sus grandes ojos, y sintió que la muchacha le ocultaba algo. «No me lo ha dicho todo —pensaba—. Hay algo más. ¿Por qué iba a decírmelo? No soy más que una desconocida que se lo puede contar todo a don Agustín.» Decidió no insistir en aquel tema.

—Lucía, la vida da muchas vueltas y ésta es una ciudad muy dura. Ahora quizá parezca que todo va bien, pero puede cambiar. —Carmen tenía un presentimiento, de aquellos suyos, de los que quería evitar, pero que le arrugaban las tripas—. Sé que soy casi una desconocida y que hasta ahora no he hecho mucho para ganarme tu amistad. Don Agustín me hace responsable y yo me siento como tal. Ahora no me necesitas. Pero puede ser que en un futuro sí. Mi tarjeta. Tienes el teléfono de casa y el de mi móvil. Si hay algo que no quieres que le cuente al padre Agustín, prometo que lo guardaré en secreto.

Lucía se quedó mirando la tarjeta y sus ojos se humedecieron. Luego la guardó en su billetera.

—Muchas gracias —dijo la muchacha, y Carmen supo que lo decía de corazón. Sintió ternura y preocupación por ella, porque tuvo la convicción de que también Lucía presentía peligro.

«Deberías prestar más atención a esos malditos números —se reprochaba Muriel—. Es tu primera reunión en la sala del consejo.»Aquél era el lugar de las ceremonias del poder y ella sentía que estaba siendo iniciada en un rito de escogidos, secreto y misterioso. Disfrutaba del momento.

Miró a su alrededor. Sentado a la cabecera de la mesa de caoba estaba John Carlton, presidente de Reynolds & Carlton, mofletudo, solemne, con el ceño ligeramente fruncido por la importancia de aquel sublime momento: el de constatar el incremento de negocio y beneficios que la agencia esperaba para el año. Muriel pensó que ya debía de verse como senador. El director financiero, flanqueado por dos analistas, presentaba los presupuestos modificados después de la firma del contrato con la Metropol. La satisfacción colmaba la sala.

A ambos lados de la mesa los responsables máximos de las cuentas clave, entre ellos Muriel, absorbían los datos con fruición, buscando preguntas pertinentes que formular.

Pero las miradas de Muriel se apartaban una y otra vez de los documentos que el financiero había repartido. Primero iban a la poco interesante cara de gafas y calva prematura del orador, para saltar casi de inmediato al otro extremo de la mesa: el que ocupaba Rich.

Él la descubría cada vez que ella lo miraba, lanzándole un destello azul de sus ojos. Era una mirada divertida, cómplice, furtiva, como si a él le atrajera mucho más Muriel que aquellos folios blancos pero deslumbrantes de color verde dólar. Ella adivinaba su interés y jugaba esquivando la mirada, para comprobar que nadie más se daba cuenta de su coqueteo. Después volvía a los papeles, a la cara del alopécico de las gafas y de nuevo a Rich, para ver si la miraba.

Y allí estaba él, cazándola con la vista. Muriel empezó a jugar con su pluma estilográfica. En un gesto de interés por los documentos, se la acercó a la boca, y dejó el extremo redondeado cercano a los labios, acariciándolos. De reojo lo miró. Él seguía con atención sus movimientos. ¿Se estaría excitando? ¡Sí! ¡Seguro!

«Vamos, atiende a las cifras —se amonestaba. Pero aquel juego solapado era demasiado sabroso—. ¡Pero qué diablos! —se animó—, éste es mi gran día y hay que disfrutarlo.»

Jeff estaba inquieto. Notaba rara a Muriel y su actitud distante en la fiesta era el botón de muestra. ¿Qué le ocurría? Esa pregunta se colaba continuamente en sus pensamientos. Quería hablar con ella, no podía esperar, y tomó el ascensor para buscarla en su nuevo despacho.

—Está en la reunión del consejo —le dijo la secretaria—. Seguramente terminarán dentro de un cuarto de hora.

—Aún no ha llegado —le confirmó la chica al regresar Jeff.

—La esperaré por aquí —repuso él. Y fue a saludar a unos amigos que trabajaban en un extremo del pasillo desde donde se podía ver la puerta del despacho de Muriel.

Poco después vio cómo los responsables de cuentas regresaban del consejo y ella no estaba en el grupo. Jeff se acercó a Mike Dixon; sabía que había asistido a la reunión.

—¿Has visto a Muriel? —le preguntó justo después de saludarlo.

—Estaba en el consejo. —Mike lo miraba con una sonrisa extraña—. A lo mejor se ha entretenido con alguien. Ya sabes...

—¿Qué?

—No, nada —repuso—. A veces se entretiene... ya sabes...

Aquella sonrisa, aquel tono, no gustaron a Jeff. Claro que Mike tenía motivos para estar molesto con Muriel, pero no tenía derecho a usar ese lenguaje corporal. Había algo ofensivo, no en lo que decía, si no en cómo lo decía y en lo que parecía insinuar. La inquietud de Jeff se tornó en irritación. Estuvo a punto de agarrarlo de las solapas y de escupirle a la cara que si tenía que decir algo sobre Muriel, que tuviera los cojones de decírselo claramente. Se contuvo, no por él, sino por ella. Se molestaría muchísimo si él montaba una escena. Mentalmente se anotó una cuenta pendiente que saldar, en el momento oportuno, con aquel individuo. Con gusto le partiría la cara.

—Voy a ver si está arriba —dijo Jeff como hablando consigo mismo, y fue hacia los ascensores para subir a la planta superior, la de la gran sala de reuniones.

Cuando John Carlton dio por terminada la sesión y los asistentes salían, Rich detuvo al financiero:

—Paul, un momento, por favor. Aquí hay un par de puntos que me interesaría que la señorita Mahare entendiera bien. —Señalaba algo con el dedo en unos documentos—. ¿Podrías repetir ese concepto?

—Por supuesto.

Rich no mostró intención de sentarse y el hombre empezó su explicación de pie, inclinado sobre los papeles de la mesa. Muriel se puso a su lado, inclinándose también para ver las cifras, y Rich detrás de ella. No comprendía el excesivo interés que Rich mostraba en que ella conociera a fondo aquellos aspectos contables hasta que lo notó, discreto, presionando en su trasero.

Aquello era cómico. Paul insistiendo en la importancia de la correcta adjudicación de las horas de trabajo de su equipo y del apropiado control, y ella sintiéndose placenteramente abordada por detrás. Cuanto más machacaba el financiero —«Creerá que soy tonta», se decía Muriel—, más notaba a su atacante dulcemente agresivo y excitado. Sintió ganas de reírse a carcajadas de la situación; mientras un varón la solicitaba sexualmente, el otro pretendía violar su intelecto.

Al fin Rich despidió al hombre:

—Gracias, Paul. Creo que esto será suficiente por hoy, en cuanto a números, para la señorita Mahare. Puedes irte.

—Hasta mañana, Rich.

Los demás ya habían salido y apenas la puerta se cerraba cuando sus labios se encontraron y luego vinieron los cuerpos. Muriel sentía un frenesí desconocido. Al apartarla él suavemente —«Sólo un momento», dijo—, ella se dio cuenta de que estaba jadeando.

Rich se aseguró de echar el pestillo de la puerta, y luego apagó las luces. El santuario del dinero quedaba en la penumbra, sólo iluminado por los reflejos del alumbrado callejero.

Retomaron el abrazo de inmediato y las manos buscaron ropa y carne, y las bocas buscaron piel y boca. Desnudos ya, Rich apartó de un manotazo los papeles de la mesa y, sin decir palabra, la ayudó a subir al tablero. La besaba en los pechos, el vientre, el sexo, y cuando ella, piernas abiertas, se retorcía de placer, la penetró. Allí, sobre la mesa de los privilegios, de la autoridad, del mando, de la fuerza.

El poder flotando en el aire que respiraba la embriagó, y el sentimiento de profanación del templo del dólar hacía que su carne palpitara aún más. Quiso no desgarrar el hombro de Rich, pero cuando la violenta dulzura le llegaba, colmándola, apenas pudo evitar clavarle las uñas, morderle. Nunca supo si llegó a herirle.

Y después del placer violento vino el placer dulce, y sólo entonces notó lo dura que era la mesa.

—¿Bien?

—Maravilloso —respondió ella con un suspiro.

—Pues ahora me toca a mí. —Sorprendida, se dio cuenta de que él no había terminado.

Rich saltó de la mesa, cogió su camisa y la puso en el asiento de su cuñado.

—No quiero ensuciarme el culo con su silla —explicó. Después le pidió a Muriel que se sentara encima de él y la fue penetrando con suavidad desde atrás hasta alcanzar el clímax.

—¿Por qué en su silla? —inquirió Muriel al ir recogiendo las ropas esparcidas por la sala.

—Porque un día lo voy a joder a él, y empiezo a entrenarme.

Muriel rió. Pero luego, horas más tarde, días después, al recordar el momento y las palabras, Muriel no supo justificar el porqué de su risa. El comentario no tenía gracia alguna.

Era la casa más grande que Lucía había visto en su vida. Aquel enorme salón de preciosas alfombras y amplios ventanales, el comedor con sus muebles modernos de raíz de nogal, la grandiosa cocina de suelos de mármol. Ni siquiera en las películas había visto algo así. Claro que ella ya había estado allí antes, siguiendo a Rich cuando Muriel le encargaba que lo hiciera y luego por su propio placer. Pero en una «velación» las imágenes eran distintas, como las de un sueño, sin perspectiva. Aquello era real, diferente, asombroso. Se acordó de casa de su madre: una pequeña sala, un solo dormitorio, la cocina y un aseo en el patio trasero. Y el único cuadro, una reproducción impresa de la última cena que, enmarcada, presidía el comedor. Con su Jesús en el centro levantando la mano en señal de bendición del pan y el vino, y todos los apóstoles, de tez muy blanca, bien definidos y bellos, con sus coronas de santidad a excepción de uno, que encorvado y oscuro sujetaba la bolsa de la traición.

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