Presagio (18 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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—¡Déjame en paz! —Y Anselmo hizo el gesto de buscar una piedra para ahuyentar al coyote.

Jeff quedó con el rotulador suspendido sobre el panel en el que diseñaba una valla publicitaria.

Su mirada buscaba la luz, pero se encontró con la ventana que sólo mostraba más ventanas, las de la mole de cemento y cristal que se erguía al otro lado de la calle.

—¡Maldita sea! —explotó, trazando frenéticos rayones encima del dibujo, como pretendiendo rasgar el papel. Después lanzó el rotulador contra el vidrio de la estúpida ventana que le dejaba ver otras ventanas, que escondían otros estúpidos como él mismo.

—¡Mierda! ¡Mierda! —gritaba golpeando el dibujo con la base del puño—. ¡Esto es una mierda!

—¿Pero qué pasa? —Sara acudió asombrada. No eran infrecuentes tales derrames emocionales en Jeff, y cuando ocurrían eran todo un espectáculo—. ¿Pero qué has hecho? ¿Por qué te has cargado el diseño? ¡Estaba muy bien!

—¡Esto es una mierda! —dijo escondiendo la cabeza entre sus brazos, encima del tablero.

—¿Qué tienes? —Sara apoyó su mano en el hombro de él para consolarlo—. ¡Pero si la creatividad de esa campaña nos está saliendo fenomenal! ¿Qué te pasa?

Jeff mantuvo su pose desesperada por unos momentos, sin responder. Luego, al incorporarse, Sara pudo ver sus ojos azules húmedos.

—Nada, Sara. Nada, pero algo va mal.

—¿Cómo que mal? ¡Todo está saliendo de maravilla! Pero si incluso, para variar, resulta que vamos adelantados con respecto al programa de trabajo.

—Algo no funciona —repuso Jeff, ahora en voz baja. Se levantó y de camino a la puerta se puso la chaqueta.

Sara lo vio salir preocupada, aunque no sin cierta decepción. El
show
del Jeff desesperado había sido extremadamente corto y no alcanzó el nivel de espectáculo del que el chico era capaz.

Carmen estaba reunida con su asistente cuando Jeff cruzó la puerta de su despacho.

—Tengo que hablar contigo— dijo sin saludar.

—Buenos días, Jeff —repuso Carmen en tono educativo.

—Buenos días. Tengo que hablar contigo.

—¿He de cancelar mi reunión o puedes esperar unos minutos?

—Es urgente.

—Perdona, Tania —dijo Carmen dirigiéndose a su asistente con una sonrisa—. Parece que tenemos una urgencia creativa.

—No importa —repuso Tania recogiendo sus papeles.

—¿Y bien? —preguntó Carmen, secretamente complacida, una vez su asistente hubo salido—. ¿En qué te puedo ayudar?

—Salgamos fuera del edificio.

—¿Qué?

—¡Que no aguanto más aquí! Te invito a un café fuera.

—¿Qué está pasando con Muriel? —Jeff calentaba sus manos sujetando el tazón de café.

—No sé qué pasa con ella. Dímelo tú —repuso Carmen, cautelosa.

—Últimamente va a ver a sus padres con demasiada frecuencia.

—Tú sabes que lo están pasando muy mal, en especial el padre.

—Sí, lo sé. Pero no me invita a ir con ella, y cuando telefoneo resulta que ha salido a dar un paseo y no se puede poner.

—¿Y bien?

—Creo que algunas de las veces no va allí.

—¿Y adonde va?

—No lo sé. Pero algún motivo debe tener cuando me lo oculta.

—¿Y cómo sabes que no está con sus padres?

—Ayer dijo que iba; conduje mi coche varias veces por delante de la casa, y el suyo no estaba.

—Podía estar en el garaje.

—Muriel nunca aparca en el garaje de sus padres. Hay mucho espacio en la calle y siempre lo deja allí.

—A lo mejor estacionó en otro lugar y su padre fue a recogerla.

—No había pensado en eso, pero no es lógico. No lo creo.

—Pero es posible.

Jeff se quedó pensativo siguiendo con la vista a un par de muchachas que entraban a la cafetería. Después sus ojos buscaron los de Carmen, y dijo:

—Quiero una respuesta sincera. Aunque me duela. ¿Está saliendo Muriel con otro?

Carmen esperaba la pregunta y tenía lista la réplica, pero aun así se sintió turbada. No podía decirle que sus sospechas eran correctas. Le prometió a Muriel guardar su secreto; ambas habían sido inseparables desde que se conocieron en la universidad, y en este momento era su única amiga íntima. No podía traicionarla así. Ojalá Jeff se diera cuenta por sí mismo, los viera juntos, despertara de una maldita vez. Pero ella no se lo diría.

Esperaba que, de romperse la pareja, pudiera tenerle, pero no creía que su relación con el muchacho fuera posible de convertirse en la culpable de la ruptura. El estigma de la traición los perseguiría para siempre. Deseaba conservar a su amiga y conocía a Jeff. De decírselo ahora, en unos minutos estaría montándole una escena a Muriel en la propia agencia; no iba a tener reparos en escupirle al rostro que Carmen se lo dijo. ¿Cómo podría, entonces, mirar de nuevo a su amiga a la cara?

Su situación laboral pagaría también las consecuencias de esa indiscreción, se iba a buscar enemigos y quizá perdería su empleo.

Y ¿qué diría Muriel? No le iba a quedar otra opción que negarlo. No sólo por no perder a Jeff, sino por no perjudicar a Rich. ¡Vaya un escándalo! Al final Jeff las enfrentaría a las dos, y en un careo frente a frente con Muriel, ésta ganaba con toda seguridad. Y Carmen se moriría de vergüenza.

No, aunque odiaba la situación, aunque también le prometió a Jeff decirle si Muriel le engañaba, aunque sufría viendo al chico desesperado, aunque deseaba a Jeff para ella, sólo tenía una respuesta:

—No sé nada, Jeff. —Y se quedó mirándole a los ojos, maldiciéndose a sí misma y deseando parecer convincente.

—¿Seguro, Carmen? ¿No estarás protegiéndola?

—No sé nada, Jeff.

El muchacho pareció relajarse, esbozando una sonrisa. Carmen se notaba peor.

—Bueno. Tú eres su mejor amiga. De ocurrir algo, lo sabrías.

Carmen miró hacia los hombres que ocupaban la mesa de al lado; luego le dijo:

—Bien, Jeff, es hora de volver al trabajo. Anda, cálmate. Todas las relaciones pasan por malos momentos. La mía con Albert, por ejemplo. No va bien. —Y observó la reacción de Jeff—. No durará mucho. Así es la vida. Quizá tu relación con Muriel tampoco sea eterna. ¿Qué harías si rompieras con ella?

Jeff guardó silencio. Después miró su taza de café.

—No lo sé, Carmen. Me cuesta aceptar que pueda llegar a ocurrir. Aunque sé que es posible.

—¿Qué harías? —Carmen intentaba disimular su ansiedad.

—Supongo que tendría que rehacer mi vida. —Suspiró.

—¿Otra chica?

—¡Pues claro! ¡Aunque lleve perilla no soy gay! —dijo soltando una carcajada. Era el típico cambio de humor de Jeff.

—Bueno, pues ponme la primera en la lista de candidatas. Estoy segura de que muchas se pelearían por ti —repuso Carmen, también riendo pero disimulando el nudo que sentía en el estómago.

—¡Gracias, Carmen! ¡Eres una gran amiga! —Jeff mostraba su amplia sonrisa—. Siempre me ayudas a salir de mis «neuras». ¿Qué haría sin ti?

Y tras rebuscar en su bolsillo depositó unos dólares encima de la cuenta.

De camino a la puerta, Carmen se odió a sí misma un poco más.

El sol estaba ya bajo y el cielo tenía un color azul profundo. Agustín se sintió orgulloso de su iglesia, en ese momento tan hermosa, con la fachada principal iluminada por un sol clemente que pintaba tonalidades rosas en el encalado nuevo de sólo unos meses. Al cura le encantaba aquel edificio que revivía el estilo de la misión de Nuestra señora de Loreto Concho, la primera de las Californias.

Claro que la torre era mucho más humilde, pero aun así era una bonita iglesia.

Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la penumbra interior. Sí, allí estaba el grupo de mujeres que cambiaban las flores, limpiaban y decoraban la iglesia para las ceremonias del sábado y el domingo. Agustín fue a saludarlas una por una, preguntado cortés por sus familias. Sin aquellas voluntarias, no podría mantener un templo digno.

Pero con una de ellas, la que barría en el ala derecha, fue particularmente breve. Era alta, con el cabello recogido atrás, y poseía unos grandes ojos negros.

—Buenas tardes, Alba. ¿Cómo estás? —preguntó en voz más baja que al resto.

—Muy bien. Gracias, padre. ¿Y usted? —Su sonrisa era tierna.

—Bien. —No sonaba convincente—. Voy al confesonario. Espera unos minutos por si alguien quiere acudir primero. Luego ven tú, por favor.

La mujer, asintiendo con la cabeza, lo miró con una arruga de preocupación en la frente.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—¿Qué ocurre, padre Agustín? —preguntó, intrigada.

—No, nada, sólo quería saber de Lucía. ¿Cómo se encuentra? Hace mucho tiempo que no me llama.

—Bien. Está bien. Aún siente alguna añoranza por nosotros y por Santa Águeda, pero parece que se va adaptando. Ya sabe, al principio, a pesar de haber estudiado aquí algo de inglés, no se enteraba de nada. Ahora lo entiende casi todo.

—¿Con quién va? ¿Tiene amigas?

—No, no tiene amigas de su condición. Pero se lleva muy bien con la hija de la casa y hablan mucho.

—¿Y con Carmen? La chica que la recomendó a sus patrones.

—No la menciona nunca.

—¿Cuándo te llamó por última vez?

—Está espaciando las llamadas. Antes telefoneaba dos y tres veces por semana. Esta semana ni siquiera hemos platicado. Ya sabe que no tengo teléfono en casa. Llamó donde Adela, vinieron a decírmelo; pero yo no estaba y dejó recado de que anda bien. No ha vuelto a comunicarse.

—Cuando hables con ella dile, por favor, que me llame.

—¿Algún problema?

—No lo sé.

—Entonces, ¿por qué se preocupa?

—Bueno. —Agustín suspiró mientras buscaba la forma de no inquietar demasiado a Alba—. Imagino que será una de esas tonterías de Anselmo para darme mala vida, pero hace unas noches vino tarde a casa diciendo que Lucía no era feliz allí, y que era por culpa nuestra, en especial por culpa mía.

—¡Anselmo! ¡Siempre con historias para asustar a la gente! —Y quedó pensativa—. Es un mal hombre, aunque quiere a Lucía. Pero no se apure, que si ocurriera algo, ella le habría llamado a su casa o habría dejado recado donde mi vecina.

—Bien, pero si para el lunes no te ha llamado, hazlo tú.

—¿Yo? Bueno, ya sabe usted que he de ir a casa de mi vecina. Y seguramente se pondrá uno de esos gringos a los que no les entiendo palabra. ¿Por qué no llama usted?

—Yo tampoco los entiendo. Pero lo único que tienes que hacer es preguntar por Lucía. Comprenderán que es para ella. —Agustín estaba tentado de ofrecer a Alba su propio teléfono, pero se contuvo.

—De acuerdo. Aunque donde Adela siempre están escuchando la conversación. Pero si yo no consigo hablar con ella, llamará usted, ¿verdad?

—Sí, llamaré yo —repuso Agustín, pensativo. ¿Por qué no le ofrecía el teléfono de su casa? ¿Por qué le atemorizaba la idea?

Algo ocurriría, algo iba a pasar, lo presentía. Carmen esperaba impaciente la fiesta de aquel sábado. Rich no podía faltar y allí se encontrarían todos los protagonistas de la tragicomedia de amores cruzados en que se había convertido su vida. ¿Cómo se comportaría cada cual? Carmen no iba a perderse detalle. Quizá al verlos juntos Jeff se diera cuenta de lo que pasaba, o al menos ella se hacía esa ilusión.

La nota comunicando el ascenso de Muriel se puso en el tablero de anuncios de la agencia aquel jueves y la noticia corrió como un reguero de pólvora.

Carmen lo sabía desde cuando Muriel se lo dijo justo al llegar a casa después de su primer encuentro amoroso con Rich. Pero entonces Carmen dudaba que el hombre fuera a cumplir su palabra.

—¡Montaremos una fiesta por todo lo alto! —exclamó Carmen cuando Muriel confirmó que era cierto, que la noticia se daba a conocer el jueves; se alegraba de todo corazón por su amiga, se sentía feliz de verdad.

—He pensado que podríamos celebrarlo en casa de mis padres —repuso Muriel—. Mis viejos se van a poner muy contentos y así les compensaré en algo el disgusto que tienen con esa mudanza.

—Me parece una gran idea —aprobó Carmen. El apartamento que compartían era pequeño para una fiesta de casi cien personas y ella odiaba ver el estado en que quedaba después de una de esas celebraciones.

Además, sería una ocasión excelente para conocer un poco mejor a Lucía. Desde que Muriel le había contado de lo que era capaz, experimentaba una gran curiosidad por ella. Una vez le encontró trabajo con los padres de su amiga, se despreocupó por completo de la muchacha y ahora se sentía culpable. Muriel, en cambio, disfrutaba de una excelente relación con ella. Bueno, era cuestión de caracteres, se dijo. Pero quería tener la ocasión de charlar y conocerla mejor.

Ahora Lucía y Carmen, junto con la madre de Muriel, se encontraban en la cocina preparando sandwiches, canapés, ensaladas y una gran tarta con una inscripción que rezaba «Felicidades, Muriel. Mucho éxito». Como de costumbre, los invitados traerían sus propias especialidades en comida o postres y al final sobraría de todo.

Muriel había salido a comprar las bebidas con su padre y Carmen pensó que aquél era el momento idóneo para hablar con la chica.

—¿Cómo te va? —le preguntó en español.

—Muy bien, gracias, señorita. —Se la veía tímida. De grandes ojos almendrados, tez cobriza y larga cabellera negra, podría decirse que era bonita. Quizá más expresiva que bella, pero con un definitivo encanto étnico. Aunque nada la diferenciaba de otras muchachas de su edad. Parecía muy común.

—¿Te gusta Estados Unidos?

—Aquí hay grandes comodidades, señorita. Pero la vida es muy distinta.

—¿Echas de menos a tu familia?

La conversación derivó en tópica. En realidad Carmen quería hablar de las «velaciones», preguntar cómo ocurrían, entender qué había de verdad en esa historia, pero se le antojaba que después de intercambiar sólo un par de frases sería prematuro. Ya encontraría otra ocasión.

—Sí, mucho. Pero más los primeros días. Ahora me voy acostumbrando.

—¿Hablas con el padre Agustín?

—De vez en cuando. Pero hará ya un mes que no. Disculpe, señorita, ahorita tengo que sacar estas bandejas al salón.

El diálogo quedó aplazado y Carmen se preguntaba si Lucía había usado las bandejas como excusa para rehuir la conversación. ¿Por qué habría hecho tal cosa? ¿Fue por su mención del cura? ¿O se encontraba incómoda hablando con ella?

Rich llegó el último, cuando los invitados terminaban de comer. Muriel había rehusado un par de veces la invitación a cortar la tarta. «Hasta que llegue todo el mundo», decía, y al repasar Carmen los asistentes pudo ver que sólo faltaba uno: Rich. También se fijó en que su amiga observaba, inquieta, la puerta con frecuencia.

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