Presagio (19 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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Vino solo, vestía con elegancia informal y, todo sonrisas, saludó uno a uno a los empleados de la agencia que se encontraban entre los asistentes.

Carmen vio el semblante de su amiga iluminarse cuando Rich, muy cumplido y formal, le estrechaba la mano felicitándola por su promoción.

Fue entonces cuando Muriel permitió a Jeff, por fin, dirigir unas palabras a los asistentes:

—Es duro cuando la novia de uno se convierte en su jefe. —Los invitados rieron—. En especial cuando ya tenía antes la costumbre de actuar como si lo fuera. —Aquí arrancó carcajadas de la concurrencia.

Todos conocían a la pareja y el gusto de ella por la manipulación. Muriel estaba radiante y se unió a las risas.

—Pero mal que me pese, he de reconocer que si alguien merece una promoción en la agencia ese alguien es Muriel. Por su tesón, su buen trabajo y sus extraordinarios logros. ¡Felicidades, Muriel!, ¡felicidades, jefa!

Jeff se inclinó hacia Muriel para besarla en la boca, los invitados aplaudían. Rápidamente, Muriel apartó los labios para poner la mejilla lanzando una mirada hacia un ángulo de la habitación. Al seguir su mirada, Carmen se encontró con Rich que, copa en mano, un poco distante del corro que se había formado en torno a la tarta, apoyado en la pared y sonriendo irónico, contemplaba el rechazo de Muriel a Jeff.

—Gracias a todos, gracias Jeff —repuso Muriel—. La verdad, para ser sincera, coincido con lo que Jeff acaba de expresar. Por suerte es muy amable y no ha contado lo que realmente piensa de mí. —El grupo rió de nuevo—. Pero mis éxitos no son sólo míos, sino de todos los que trabajamos como equipo.

»Por ello quiero dar primero las gracias a papá y a mamá por el amor que siempre me han dado. —Muriel levantó la copa hacia sus padres, que sonreían con lágrimas en los ojos—. Y a todos los compañeros que tanto me ayudáis. ¡Gracias, papas! ¡Gracias, amigos! —Y esperó a que terminaran los aplausos—. También debo agradecer al señor Reynolds, aquí presente, su apoyo. —Hizo un gesto hacia Rich y varios giraron la cabeza para verlo—. Por mucho que se trabaje y por muchos resultados que se logren, sin el reconocimiento de los superiores no hay progreso. ¡Gracias por tu confianza, Rich! —Más aplausos. El se limitó a sonreír mientras ofrecía un pequeño saludo levantando su vaso.

Carmen buscó con la mirada a Jeff. Le ofrecía el cuchillo a Muriel para que partiera el enorme pastel. «Maldito tonto —se dijo—. No sospecha nada.»

Lucía estaba fascinada; aquélla era la oportunidad de conocer en carne y hueso a algunas de las personas que ya había visto antes en sus «velaciones». Existían, no eran sólo un sueño. Ella ya estaba convencida de ello, pero conocerlos era un privilegio. Muriel la presentaba como «mi amiga» y ella agradecía que no hiciera patente su condición de servicio, aunque fuera obvia. Había temido encontrarse sola entre tanta gente con la que jamás había hablado antes y, peor aún, con la barrera de su pobre inglés. Pero no fue así. Jeff la sacó a bailar un par de veces y tanto Carmen como Muriel la presentaban a la gente, involucrándola en las conversaciones.

Pero fue Rich el que la impresionó. Esperaba con ansiedad su llegada para comprobar que era tal cual lo había visto. Su sonrisa confiada, simpática; su aspecto maduro pero atlético. De alguna forma aquel hombre era suyo. ¡Sabía tanto de él! Lo seguía con la vista y sus miradas se cruzaron varias veces. Entonces su corazón se aceleraba y ella apartaba su mirada de inmediato, no sin antes ver que él sonreía.

Al fin, en un momento en que, distraída, miraba a la gente bailar, oyó su voz a sus espaldas.

—Tú eres Lucía, ¿verdad? —Su sonrisa formaba hoyuelos. Ella asintió con la cabeza—. Me llamo Rich Reynolds. Encantado. —Y le tendió la mano.

—Encantada —repuso Lucía creyendo que su corazón se paraba y estrechando con brevedad la mano de él.

—¿Qué tal? ¿Te diviertes?

—Sí, mucho. Desde que vine de México no había tenido la oportunidad de acudir a una fiesta.

—¿Estás contenta trabajando para los padres de Muriel? —Hablaba despacio, para que lo entendiera con claridad.

—Sí, son muy amables.

—Pero me he enterado de que la próxima semana se mudan a un apartamento pequeño, y que ya no necesitarán ayuda fija.

—Sí. El martes empezamos la mudanza.

—¿Y qué harás tú? —La sonrisa continuaba en sus labios y sus ojos azules brillaban.

—No lo sé aún. No conozco a casi nadie aquí. Quizá vuelva a México.

—No tienes por qué volver, si no quieres. Muriel me ha hablado mucho de ti. Yo vivo en una casa muy grande con una empleada pero con trabajo para dos. Tengo buenos contactos y puedo conseguirte una
green card
en cuestión de semanas. Hay una gran diferencia entre ser ilegal y tener permiso de trabajo. Además, estoy dispuesto a doblarte el sueldo. Es una oferta formal. ¿Qué me dices?

—Pues no sé. —Lucía estaba confusa, no esperaba aquella propuesta, aunque la idea le gustaba más por Rich que por las excelentes condiciones. Pero, recatada, no quería demostrar su entusiasmo—.

Tendré que hablarlo con Muriel, para saber si está de acuerdo. Y también con mi madre, en México.

—Vamos, Muriel estará de acuerdo. Estoy seguro. Pero ¿qué edad tienes?

—Voy a cumplir veinte.

—¿Entonces? Eres mayor de edad aquí y en México. ¿Qué tiene que ver tu madre en esto? Debes tomar tus propias decisiones.

—En mi familia las cosas funcionan de otra manera.

—No te preocupes, ya nos encargaremos de eso. Pero dime, ¿te gusta la idea?

—Sí —repuso después de un silencio y mirando al suelo.

—Pues ya está todo resuelto. La próxima semana vienes a casa. Haré que te preparen una habitación, y cuando te den la
green card,
tendrás un contrato legal. ¿Qué te parece?

—¿Qué opinará su esposa? Debería verme primero.

—Sí. Pero tampoco es problema. La semana que viene te verá.

—Bueno, no sé.

—Entonces es un sí. Habla con Muriel y con tu madre, pero la decisión ya está tomada.

Lucía se mantuvo silenciosa pero una sonrisa bailaba en sus labios. Estaba claro que Rich la quería en su casa y se mostraba tenaz en la consecución de su objetivo. ¿Le habría comentado Muriel que ella podía conocer cosas de los demás? ¿Era ése el motivo de su interés? Se dijo que a ella no le importaba que esa insistencia fuera interesada; se sentía feliz.

—Tengo que irme —continuó Rich—. Ha sido un placer conocerte, Lucía. Y ahora nos estrechamos la mano en señal de que cerramos un trato, ¿de acuerdo?

Cuando se dieron la mano, los grandes ojos oscuros de Lucía brillaron emocionados al encontrase con los de Rich.

Carmen observaba el gran teatro que se erigía a su alrededor. Jeff era el centro de atención de muchas de las mujeres de la fiesta. Simpático, espontáneo y gracioso, las hacía reír y en muchas ocasiones lo rodeaban. Pero él seguía con mirada ansiosa las evoluciones de Muriel. Intentó besarla o acariciarla en un par de ocasiones más, y ambas fue rechazado. Carmen sentía como propia cada una de aquellas pequeñas ofensas que Muriel le infligía. «¡Vamos, hombre! —pensaba—, ¡déjala ya! Demuestra más dignidad.» Pero Jeff, el brillante, el guapo Jeff continuaba con esa actitud de perrillo apaleado detrás de su dueño.

Y Muriel, cómo no, también era el centro de atención de la fiesta. Empleaba el tiempo en pequeñas conversaciones y risas con los invitados, en rehuir a Jeff y en perseguir con la mirada a Rich.

En una ocasión, mirando hacia atrás por si venía alguien, Rich siguió a Muriel hasta la cocina. Carmen observaba, intrigada. ¿Qué harían? No estuvieron mucho tiempo pero, al salir, él se limpiaba los labios con una servilleta y parecía como si la parte delantera de su pantalón abultara más que cuando entró.

Carmen se indignó. ¡Cómo se atrevían! ¡Qué escándalo si hubiera irrumpido alguien! Pero sabía que a Muriel le gustaba andar por la cuerda floja, era audaz y el peligro tenía un morbo especial para ella. ¿Pero Rich? ¿Por qué corría semejante riesgo? Sin duda eran tal para cual. Y allí estaba Rich, conversando a ratos con sus empleados, vaso en mano, pero observando complacido las evoluciones de Jeff detrás de Muriel y cómo ésta lo evitaba buscándolo a él con los ojos. Se sentía superior.

Pero también él, el gran Rich, perseguía a alguien con la mirada. Y ésa era Lucía. Estaba interesado, muy interesado por la chica. Los vio hablando. ¡Claro, debía de conocer sus habilidades! Muriel se lo habría contado. Era la única explicación por la que el «superior» Rich podía mostrar tal amabilidad e interés por una muchacha como Lucía. ¡Qué gran error!, se dijo, alarmada. Ésa era Muriel; en ocasiones astuta e intrigante y en la siguiente, impulsiva, parlanchina e ingenua.

No obstante, sus pensamientos volvieron a lo que ocurría a su alrededor. ¡Era curioso cómo cada cual buscaba a otro! Y ella, Carmen, ella los observaba a todos, en especial a Jeff. Pero también ella rehuía a una persona; tuvo la mala idea de invitar a Albert, el chico con el que se citaba. Quizá lo hizo por llevar a alguien, por no acudir sola, pero ahora le sobraba.

Albert y Jeff se saludaron cordialmente; ambos se conocían por haber salido alguna noche las dos parejas. Pero cuando Carmen los vio juntos de nuevo, se hizo evidente que su deseo por Jeff crecía tan rápidamente como su hastío por Albert. ¡El pobre muchacho parecía tan anodino, tan insignificante al lado de Jeff!

«Así es la vida a veces —se dijo Carmen—. Un ridículo carrusel en el que alguien nos sigue sin alcanzarnos mientras nosotros nos esforzamos en atrapar al que va delante. Y al final de mucho girar nadie alcanza a nadie. ¡Qué estupidez!» Y tomó un largo trago de su Martini.

Después, frunciendo el cejo, empezó a buscar a Albert; allí estaba, solo, sentado en una silla. Sus miradas se encontraron y Carmen apartó la suya. En ese momento, los dos supieron que la decisión estaba tomada. No habría más Albert. Se había terminado.

O Jeff o nadie.

—Buenos días. Quisiera hablar con Lucía.

Agustín oyó a una mujer parloteando al otro lado de la línea, diciendo algo que él no podía comprender.

—¡Lucía! —repitió elevando el volumen de la voz—. ¡Lucía! ¡Quiero hablar con Lucía!

Otra vez aquella jerga ininteligible y luego silencio. «¿Y qué pasa ahora?», se preguntaba a la espera de oír la voz de nuevo.

—¿Dígame? —Con alivio reconoció a la joven.

—¡Hola, Lucía! Soy el padre Agustín. ¿Cómo te va por ahí?

—Muy bien, padre. Muchas gracias. ¡Qué alegría oírlo! ¿Cómo está usted? —Y luego su voz cambió en alarma—: ¿No le ocurrirá nada a mamá?

—No, Lucía, ella está bien. Todos estamos bien. Por aquí todo va como siempre. Pero hacía tiempo que no me llamabas y me inquietaba. ¿Y a ti? ¿Cómo te va?

—Muy bien, padre, no se preocupe.

—¿No te habrás olvidado de nosotros?

—No, padre, pero me voy adaptando a este país, ya hablo mucho mejor inglés y no hace falta que llame tanto como antes.

—Pero nosotros no nos acostumbramos a tenerte lejos. Te queremos, Lucía. No puedes dejar de llamar. Hablé con tu madre y estaba preocupada porque no había sabido de ti en bastante tiempo.

—Llamé, no estaba en casa y dejé recado a la vecina de que me encontraba bien.

—Eso no es suficiente, hija, debes insistir. Sufrimos sin tus noticias. Y no está bien que sea tu madre la que tenga que llamarte a ti como hizo ayer.

—¿Por qué no, padre? A mí también me gusta saber de ustedes.

—Sí, hija. Pero a nosotros nos es más difícil. —Agustín calló y por un momento ambos quedaron en silencio—. Lucía —dijo al fin.

—¿Qué?

—Tu madre me ha dicho que cambias de trabajo, que te vas a vivir a otro lugar.

—Sí. Resulta que la familia con la que estoy tiene que vender la casa y mudarse a un apartamento chico. No habrá sitio para mí, ni tampoco suficiente trabajo. Pero he tenido suerte y un amigo me da empleo; tiene una casa mucho más grande, ganaré bastante más y él gestionará los papeles para la residencia legal. ¡Imagínese, padre! ¡Qué suerte!

—¿Un amigo? ¿Un hombre? —El cura reaccionó con intensidad—. ¿Qué amigo? Estará casado, ¿verdad? ¿Vive con su mujer?

—Sí, padre —oyó Agustín después de un silencio—. ¿Por qué lo pregunta?

—¡Porque no puedes decirle a tu madre, así sin más, que te cambias de casa! Nosotros somos responsables de ti. ¡Quién sabe con qué gentes te vas a topar y qué problemas puedes buscarte! Deberías habernos avisado de lo que ocurría para que nosotros hiciéramos algo por localizar una familia decente donde pueda vivir una chica joven como tú. Y si no encontramos un lugar adecuado, debes volver con nosotros, con los que te queremos.

—¿Buscar una familia? ¿Desde Santa Águeda? ¡Pero qué dice, padre! ¡Si ni siquiera habla usted inglés! Usted no conoce esto, no sabe nada. No puede ayudarme.

—¡Claro que puedo ayudarte! Conocemos a Carmen. ¿Cómo si no conseguiste este empleo? Ella te encontrará una buena familia, católica a poder ser, donde estés segura.

—¿Pero a qué viene ahora esa preocupación por mi seguridad en Estados Unidos? ¡Si yo creía que donde usted pensaba que yo corría peligro era allí, en Santa Águeda! Y Carmen, ¿qué me dice de Carmen? Me dejó aquí, eso fue todo. Además, pregúntele a ella, llámela. Le dirá que voy a un buen sitio.

—Pero Lucía, ¿de dónde has sacado ese tono, muchacha? —El sacerdote estaba sorprendido, Lucía jamás le había hablado de aquella forma—. ¿No entiendes que debemos velar por ti? ¿No entiendes que donde vayas y lo que te ocurra nos concierne?

—Sí, padre Agustín, entiendo y agradezco que se preocupen y que me quieran tanto. Pero yo ya conozco esto bastante bien y ustedes no saben nada de acá. Soy yo quien debe tomar la decisión y la tomé. Con Carmen o sin Carmen. No se preocupen, el lugar adonde voy es mucho mejor. Estaré muy bien.

—Quizá sea verdad que yo soy un cura de pueblo que no sabe mucho de la gran ciudad donde vives, pero Carmen es ciudadana norteamericana, conoce el país perfectamente. Tú justo llegaste, eres como un tordillo que cayó de su nido. No sabes nada. Ella debe velar por ti. Si antes la viste poco sería porque estabas bien. Estoy seguro de que te vigilaba de lejos. Voy a hablar con ella. Si el lugar donde vas no es el apropiado, deberás volver a Santa Águeda.

—Padre, no me ha entendido. —El tono de Lucía era duro, terminante—. Dije que tomé la decisión. Con Carmen o sin Carmen. Soy mayor de edad y ni mi madre ni usted me pueden obligar a hacer algo que yo no quiera.

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