Presagio (16 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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—¿Y?

—Fue estupendo. Una gran noche. No sólo porque Rich sea un buen amante, que lo es, sino porque me prometió un ascenso.

—¿Seguro que tiene intención? ¿No lo diría sólo para acostarse contigo?

—No. Estoy segura. —Muriel sonreía—. Hemos formado una alianza. ¡Y a mí me conviene mucho!

—Pero ¿quiere eso decir que piensas verlo más veces?

—¡Claro! He pasado una gran noche y encima conseguí un buen avance profesional. No me importa repetir. Y estoy segura de que repetiremos. Es más, la próxima vez, lo seduzco yo.

—¿Qué vas a hacer con Jeff? —Carmen veía una oportunidad.

—¿Jeff? Pues nada.

—¿Cómo que nada?

—Continuaré saliendo con él. Lo quiero.

—Pero ¿cómo? ¿Pretendes salir con los dos a la vez?

—A la vez no, por separado. —La miraba con sonrisa inocente.

—Pero no puedes hacerle eso a Jeff. No está bien.

—Bueno. No creas que me dejé seducir tan fácilmente. Accedí a cenar en la suite creyendo que podría controlar la situación. No quería engañar a Jeff... dudé, e incluso me resistí a Rich varias veces, pensando en él. Pero me apetecía mucho y al final cedí. —Ahora hablaba lentamente, con seriedad—. Hoy lo he pensado bien y al final he decidido que ambas relaciones son compatibles. Rich está casado y no parece que tenga intención de dejar a su mujer por ahora; lo nuestro es un
affaire
que, además de ser muy emocionante, le conviene a mi carrera, y que quizá dure poco. Con Jeff es distinto, es para siempre.

—Pero no está bien, Muriel. Es injusto para él. No puedes hacerle eso.

—Olvídate de lo que es justo o no lo es. La justicia en esas cosas es totalmente subjetiva. A él no le dolerá porque no se va a enterar. Sólo verá cómo progreso rápidamente en mi trabajo y estará contento al verme feliz.

Carmen se quedó mirando a su amiga, que a su vez la miraba satisfecha. No sabía qué decir. Su mente funcionaba a toda velocidad. No era justo. Ni lo que Muriel pretendía hacerle a Jeff, ni lo que, aun sin saberlo, le estaba haciendo a ella. Ella sí amaba al muchacho y si le fuera posible, le daría su amor en entera exclusiva, un amor honrado, sin engaños, auténtico. No era justo que Muriel lo tratara así. Si quería estar con Rich, debería dejar libre a Jeff.

—¡Por Dios, Muriel! ¡Piensas mantener una relación con dos hombres a la vez! Eso no está bien. —Carmen no podía disimular ahora su escándalo.

Su amiga se echó a reír.

—Vamos, Carmen, no seas tan mojigata. Sólo se vive una vez y hay oportunidades que nunca se repiten. Hay que disfrutar de la vida a tope, quemar la vela por los dos cabos. Ya rezarás por mí cuando vayas a la iglesia este domingo.

—No sé qué decirte.

—¡Felicítame!

Carmen tardó en responder:

—Felicidades.

Entonces sonó el timbre de la puerta.

—Debe de ser Jeff. —Dijo Muriel. Pero retocó otra de sus uñas sin moverse del sofá. Carmen fue a abrir.

—Hola, Jeff.

—Hola, Carmen. —Tenía mala cara y el semblante serio—. Gracias por acompañarme a casa anoche.

—¡Hola, Jeff! —dijo, alegre, Muriel desde el salón.

—Hola. ¿Cómo está tu padre?

—Mejor, gracias —repuso ella con una sonrisa radiante.

—Me alegro.

—Pero ¿qué te pasa? —interrogó Muriel como sorprendida—. ¿A qué viene esa cara?

—Tenemos que hablar. Creo que me debes una explicación.

—¿Por acudir a mis padres cuando ellos lo necesitan? —Ella lo miraba agrandando sus ojos verdes—. Tú harías lo mismo.

—Pero no te dejaría plantada, así, sin más.

—Vamos, tonto. —Se levantó cuidando que el esmalte fresco de sus uñas no se estropeara, y cruzó los brazos por encima del cuello de Jeff con los dedos extendidos, depositando un beso en sus labios con la punta de los suyos—. Te compensaré. —Ella estaba encantadora y él la miraba como hipnotizado.

—Me voy —dijo Carmen, y vio cómo Muriel le guiñaba un ojo por encima del hombro del chico.

Al cerrar la puerta notaba una presión en la boca del estómago que no sabía si era causada por la escena que acababa de presenciar o por pensar en la velada que le esperaba con Albert.

Sentía náuseas.

—Claro que he estudiado al chamán de Santa Águeda. —Anne hablaba con dificultad—. Es un caso muy llamativo, es el hechicero más poderoso de cualquiera de los que he visto u oído hablar. —Tenía la nariz y la parte izquierda de la cara cubiertas por un vendaje. El ojo derecho estaba amoratado.

—He pasado muchos veranos en Santa Águeda y conozco a don Anselmo —dijo Carmen—. Pero eso de las «velaciones» me ha sorprendido por completo.

—No es algo sobre lo que don Anselmo quiera hablar —confirmó Anne—. Cuando le pregunté se negó, con rotundidad, a darme detalles. Y me dijo que ese conocimiento era sólo para iniciados y que no pretendiera saber más. Pero tengo informadores en Santa Águeda que me ayudan en esa investigación antropológica. Al parecer, don Anselmo es capaz de alcanzar un estado alterado de conciencia concentrándose en la llama de una vela o a veces en su reflejo en el agua. Su cuerpo físico permanece en el lugar, pero su espíritu es capaz de desplazarse a grandes distancias y permanecer en otros sitios. Es como si se encontrara en el nuevo lugar pero sin cuerpo. Puede ver, oír, enterarse de lo que ocurre. A eso se le llama, en ocultismo yogui, viaje astral, y a la parte del ser que se desplaza se la denomina cuerpo astral. Existen muchos casos documentados y ocurre en distintas culturas.

—¿Lo ves? —Muriel se dirigía a Carmen—. Hay una explicación científica. La nieta ha heredado el poder del abuelo.

Carmen tomó un sorbo de café mientras su mirada permanecía perdida en el jardín, sopesando sus pensamientos.

—Puede ser —dijo al rato—. Pero para mí sigue siendo brujería.

Carmen y Muriel habían acudido a visitar a Anne para interesarse por su estado después del ataque sufrido. Anne era socióloga y trabajaba como
freelance
en Reynolds & Carlton. Pero no precisaba del trabajo; estaba casada con un empresario rico amigo íntimo de John Carlton, el presidente de la agencia. Era una persona de intereses múltiples, estaba involucrada activamente en política y era una buena antropóloga. Varios trabajos suyos sobre culturas indígenas y chamanismo se habían publicado en la universidad.

Era una mujer muy popular, y había colaborado con Carmen en el estudio de mercado para la presentación de Friendlydog.

—Fue una experiencia horrible —comentaba Anne sobre la agresión—. De repente te sientes insegura, vulnerable. Empiezas a saber lo que es miedo. Desde entonces sufro pesadillas.

—¿Pero por qué te atacaron así? —Inquirió Muriel—. ¿Con qué finalidad? Ni siquiera te robaron.

—Creo que quieren asustarme.

—¿Asustarte? —repitió Muriel.

—Sí. Debo de estar haciendo algo que molesta a alguien.

—¿Y qué te hace pensar eso?

—He recibido dos llamadas. Era un hombre. Hablaba inglés pero con acento mexicano. Me dijo que era un aviso, que dejara de molestar, que me quedara en casa.

—¿Y qué vas a hacer?

—De momento, hacerle caso hasta que me cure. Necesitaré cirugía estética en la nariz y para disimular el corte de la cara. Luego ya veremos, pero creo que mi carrera política ha terminado. Quizá también mis investigaciones sobre el chamanismo. Tengo miedo. Además, con este aspecto, me siento como un monstruo. Es horrible.

Las tres mujeres quedaron en silencio, pensativas. La idea de que don Anselmo tenía algo que ver con ese ataque cruzó por la mente de Carmen. «No, no puede ser», se decía.

Muriel miró el techo crema de la habitación de Marilyn y John F. y se acurrucó contra el cuerpo cálido de su amante. Aquél había sido, hasta el momento, un encuentro de pocas palabras pero de fuerte intensidad erótica. No habían subido aún la cena, pero esta vez el sexo no pudo esperar. Un pensamiento culpable le trajo, furtiva, la imagen de Jeff. Con Rich era distinto, le gustaba su seguridad, la fuerza escondida detrás de cada gesto, de cada movimiento. Notaba un poder provocativo que hacía más intenso el deseo de ceder, de dejarse dominar y una voluptuosidad que jamás había sentido antes. Acarició el vello rubio-canoso del amplio pecho, recordando que el de Jeff era quizá más fuerte, pero casi lampiño. Rich despertó de su dulce sopor y girándose hacia ella le puso la mano en el pubis, para subirla lentamente rozando la piel sobre el vientre y los senos. Ella se estremeció.

—¿Sabes? —le susurró al oído—. Creo que tendremos que buscar otro lugar donde encontrarnos.

—¡Vaya! ¿No decías que la agencia tenía esta suite reservada permanentemente?

—No era del todo cierto.

—¡Ah, bribón! —exclamó divertida, incorporándose para mirarle a los ojos—. ¡Lo sospechaba! ¡Debe de ser carísima!

—Sospechaba que lo sospechabas.

—¿Así que nos tendremos que despedir de los dos ilustres y seductores fantasmas que continúan citándose en esta habitación? Les tenía cariño. Es una pena.

—Mi cuñado ha empezado a importunarme sobre el alquiler de la suite. En la agencia tenemos algún contable impertinente.

—¡Vaya con los gastos!

—No es el dinero, Muriel; no me importaría pagar de mi propio bolsillo cien veces más. —El tono de Rich denotaba su molestia—. Y en circunstancias normales enviaría al puto contable al cuerno, pero es mi cuñado el que hizo varias preguntas incómodas. No quiero que investigue y se entere de lo nuestro.

—¡John Carlton te controla! —Muriel se sorprendió—. ¿Tanto manda tu cuñado?

—Demasiado, ya estoy harto. —Su voz sonaba dura—. Tengo planes para acabar con esa mierda.

—¿Qué piensas hacer?

—¿Me prometes que guardarás sólo para ti lo que te voy a contar ahora?

—Te lo prometo. Recuerda que somos socios y que ya he firmado el contrato varias veces.

Rich soltó una carcajada.

—Bien, de acuerdo socia. ¿Conoces la estructura accionarial de la agencia?

—Bueno, sé que hará unos veinte años tú y tu cuñado, John Carlton, fundasteis la agencia. Por eso se llama Reynolds & Carlton. Vosotros sois los propietarios.

—Sí, pero hay más. Ambos éramos ya profesionales reconocidos de la publicidad. Pero John tenía dinero y contactos, tanto de negocios como políticos, de los que yo carecía. Le viene de familia. Yo estaba entonces a punto de casarme con su hermana y la idea de formar la agencia me pareció excelente.

—Y lo ha sido. Tenemos un gran éxito.

—Sí. Pero tuve que aceptar unas condiciones que ya entonces eran injustas, pero que ahora lo son mucho más.

—¿Qué condiciones son ésas?

—A cambio del dinero y las relaciones que su familia aportaba, los títulos se repartieron de forma que John, con un cuarenta y cinco por ciento para él y quince para su mujer, pasó a controlar efectivamente la agencia. Mi esposa, Sharon, se quedó con quince y yo con sólo veinticinco. Lo único que pude obtener al final de largas discusiones fue que mi apellido fuera primero en la razón social.

—O sea que, John impone su opinión tan sólo con el acuerdo de uno de los otros mientras que tú necesitas que las dos mujeres te apoyen.

—Sí, y Marcel, su esposa, está siempre con él.

—¿Y ocurre con frecuencia que estéis en desacuerdo?

—Bastante.

—¡Vaya! ¿Qué haces entonces?

—Intentar convencerle.

—¿Si no puedes?

—Y si no puedo convencerle debo ceder.

—Pues no parece justo. Tú dedicas todo tu tiempo a la agencia y manejas los asuntos importantes. No es lógico que él, que aparece sólo de cuando en cuando, tenga la última palabra.

—Es verdad. John maneja otros negocios que, junto con mi mujer, heredó a la muerte de su padre. Tienen gestores al frente de todos ellos, pero él los supervisa. Y además, está bien situado para lograr un escaño en el Senado; es muy ambicioso. Últimamente le dedica poco tiempo a la agencia pero no cede el control. Estoy harto de esta situación y he decidido terminar con ella.

—¿Qué vas a hacer? —Muriel se sentía algo defraudada. Después de todo, Rich no era todo lo poderoso que aparentaba.

—Escucha con atención porque tú formas parte del plan.

Muriel se sentó cruzando las piernas en la cama para verle mejor. No le importaba su desnudez, sabía de su atractivo, y le gustaba mostrar sus senos bien proporcionados.

—Soy toda oídos —susurró.

—La agencia ha crecido de forma espectacular en los últimos años a pesar de la poca participación de John. Unos cuantos empleados clave bajo mi liderazgo hemos sido los responsables de éste éxito, y ahora, con la cuenta de Friendlydog, seremos, sin lugar a dudas, la primera agencia de publicidad de California.

»Pero tú sabes cómo es nuestro negocio. Las relaciones personales con el cliente son básicas, y eso hace a Reynolds & Carlton vulnerable. Si un grupo importante de ejecutivos se fuera de la agencia y se llevara algunos de los clientes claves, Reynolds & Carlton perdería mucho dinero y cuota de mercado.

—Cierto. ¿Por eso me insinuaste la posibilidad de convertirme en socia?

—Exacto. Ése es el plan. Tiene todo el sentido del mundo, si John y familia quieren mantener el nivel actual de negocio y crecer; la única solución es que, a través de una ampliación de capital, repartan acciones para convertir en socios a los ejecutivos que controlan las mayores cuentas.

—¿Y aceptará John perder el control?

—Ya lo ha aceptado.

—Rich, ¡es estupendo! —Muriel dio un salto de alegría en la cama. Él la miraba sonriente.

—¿Y cómo quedará la nueva estructura?

—Yo conservo mi veinticinco por ciento y entran en el capital cinco ejecutivos de la agencia con un siete por ciento cada uno.

—Esto suma el sesenta por ciento. ¡Luego John y familia pierden el control!

—Exacto, sumas rápido. Y suponiendo que, en el peor de los casos, uno de los ejecutivos me fuera infiel y votara con el bando contrario, mi grupo aún controlaría la agencia. Pero te aseguro que una traición es improbable: he escogido a los mejores, aunque he dado prioridad a los más fieles.

—¿Con qué porcentaje se quedan los otros?

—John se queda sólo con el veintidós y las esposas con nueve. Y como, en caso de disputa, Sharon votaría en alguna ocasión conmigo, puedo afirmar que seré yo quien controle la agencia.

—Felicidades, gran jefe.

—Gracias, cariño. Y esto es sólo el principio. —La ambición brillaba en sus ojos azules—. Tener la mayor agencia publicitaria del estado da mucho poder. Pero además pienso desarrollar la sección de relaciones públicas, para desgajarla luego de la agencia y formar una compañía independiente que se dedicará al marketing político.

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