Presagio (14 page)

Read Presagio Online

Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
9.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

Carmen se alegró por su amiga, pero pronto empezó a sentirse mal consigo misma. ¿Era lícito lo que había hecho? ¿Habían ayudado a matar a un ser vivo? A un niño. ¿Sería verdad, como dijo don Anselmo, que aún no tenía alma? Según la Iglesia católica, lo que hizo era pecado mortal. Su conciencia no la dejaba en paz.

Fue a confesarse con don Agustín.

—¿Anselmo? —oyó a don Agustín exclamar desde detrás de la rejilla del confesonario.

—Sí, fue don Anselmo.

—¿Cómo te atreviste a ir a ver a ese brujo? —Su tono era alto, casi gritaba—. ¿Por qué no hablaste antes conmigo?

—Bueno, es que pensé que... —Carmen estaba azorada por la inesperada reacción violenta del sacerdote.

—¡Es un pecado gravísimo, hija! —cortó el cura—. ¡Y tú eres tan culpable como tu amiga! ¡Y ese brujo pagano lo es mucho más! ¡Vamos ahora mismo a denunciarlo a la policía!

—No, padre. No puedo hacer eso.

—¡Claro que puedes! Y, además, debes. Es la penitencia que te impongo. Denúncialo a la policía por abortista. Es terrible lo que hiciste y has condenado tu alma. Ahora debes ayudarme a limpiar este pueblo de ese tipo inmoral.

Carmen esperaba encontrar comprensión, perdón, alivio a su angustia en su antiguo amigo, pero se veía chocando contra un muro de censura y condena. Le dolía. No tanto por las palabras y el tono, sino porque el viejo confesor comprensivo se había trocado en acusador implacable. ¿Dónde estaba su amigo? Notó que un sollozo iba a salir de su pecho.

—No puedo denunciarlo —susurró.

—¡Claro que sí! —Y saliendo del confesonario, sin importarle el par de personas que esperaban, don Agustín, portando aún la estola al cuello, la tomó del brazo y la condujo a la sacristía.

Allí cerró la puerta y con sus ojos buscando los de Carmen, que evitaba su mirada, la estuvo conminando para que presentara denuncia. No podía hacer otra cosa para librar su alma de un pecado tan terrible. Matar a un niño. Era horroroso. Gritaba. Carmen no sabía qué decir. Sólo cuando rompió a llorar pudo evitar que la presión continuara aumentando.

Finalmente el cura dejó que se fuera, pero exigiendo que denunciara al viejo. Y al no presentarse ella en la iglesia el día siguiente, el propio sacerdote fue en su búsqueda.

Carmen trató de evitarlo, pero él siempre lograba alcanzarla y volvía a recordarle su pecado, como ángel exterminador en busca de castigo. Sin embargo, Carmen sentía que no era a ella, que no era su pecado. A quien quería exterminar era a Anselmo. El sacerdote odiaba al viejo indígena con todas sus fuerzas.

¿Era Lucía, la nieta de don Anselmo, a la que el cura había recomendado? Esa animosidad, ese odio por Anselmo... ¿Sabía don Agustín de los poderes de la muchacha?

¿Por qué ese interés por el bien de la nieta de su enemigo? Carmen no se lo explicaba. Sí, así debería ser en un mundo perfecto, pero... En todo aquello había algo que se le escapaba. ¿Qué estaba pasando?

Lucía cerró la ventana de su habitación y corrió el cerrojo de la puerta. Llenó un vaso de agua en el pequeño aseo contiguo y lo situó con cuidado bajo el crucifijo de cerámica mexicana que colgaba de una de las paredes. Descalzó sus pies y, arrodillándose bajo la cruz, frente al vaso, se persignó, y a continuación rezó un padrenuestro. «Señor Jesús y santa Lucía, ayudadme», dijo al terminar, santiguándose varias veces y besando su mano cada vez que completaba el trazo de una cruz.

Con reverencia tomó el vaso con ambas manos para depositarlo en la cómoda frente al espejo, y rebuscando en uno de los cajones, extrajo de una caja de cartón una vela gruesa y unas cerillas. Puso la vela encima de un platillo de cerámica, entre el espejo y el vaso repleto de agua, y la encendió.

Al apagar las luces eléctricas, a no ser por la llama de la candela, la habitación quedaba completamente a oscuras. Cuando se sentó frente a la cómoda pudo ver su rostro reflejado en el espejo. Grandes ojos oscuros y almendrados, tez aceitunada, pómulos altos. Su rostro era joven y su expresión seria. Apartó su mirada del espejo para ponerla en la llama y sintiendo sus pies desnudos en el suelo empezó a recitar aquellas palabras de la vieja lengua pai-pai casi extinta. Lo hacía en voz alta, autoritaria, sintiendo la fuerza, el poder y complaciéndose en el ritmo extraño del sortilegio.

Luego, abandonó su mirada al reflejo de la llama en el agua, dejándose ir. Sus músculos se aflojaban, su vista se perdía en el minúsculo movimiento de fuego y agua. Poco a poco fue entrando en un profundo ensimismamiento, en trance.

Y lo buscó, buscó a aquel hombre que Muriel le había pedido tantas veces que buscara para luego contarle sobre él. Ella jamás lo había visto en persona, pero lo conocía tanto que ya era como un amigo en aquel país extraño.

Era un hombre atractivo de unos cincuenta años, de fácil sonrisa, seguro de sí mismo, simpático, muy simpático. Pelo rubio entrecano y cuerpo aún musculoso.

Ella sabe que él no es feliz con su esposa, que está insatisfecho, pero que no puede dejarla. La mujer tiene el dinero, y él la ambición, el amor por el lujo y el poder.

Y ella, Lucía, se ha acostumbrado a seguirlo, a saber de ese hombre. Incluso cuando Muriel no se lo pide, es una costumbre que ha pasado a formar parte de su vida. Es una forma de huir de su soledad, de la rutina asfixiante que vive en este país agresivo, donde es extranjera e ilegal.

Empezó la búsqueda; no estaba en la oficina, tampoco en casa. Lucía sentía desasosiego, estar con él, aun de aquella forma extraña, la hacía sentirse bien, la tranquilizaba. Él se había convertido en su amor secreto, en una necesidad. Pero ¿dónde estaba? «Dios mío —murmuraba—, ¿cómo he llegado a depender tanto de ese hombre? Me he enamorado de él. Sin conocerlo, sólo por su imagen, por su voz. —Ella sabía que era una locura, que de contárselo a su abuelo, éste le diría que no era lícito, que estaba prohibido—. Pero me ha pasado, abuelo. Quizá porque estoy muy sola. Quizá porque necesito amar a un hombre.»Suspiró. Lo encontraría, lo buscaría en aquella enorme ciudad. Y vagando en el inmenso océano de almas de la noche, su instinto rastreaba los pequeños indicios que la conducían a aquel amigo que jamás había visto físicamente.

¡Al fin! ¡Allí estaba Rich! Se incorporaba de un sofá tirando de la mano de una mujer. Ella se levantó. Tenía la cara arrebolada y sus ojos verdes miraban al hombre, encendidos. ¡Era Muriel!

«¿Muriel? ¿Qué hace Muriel a solas con él? —Y notó que era una escena íntima—. No, Muriel, no —se dijo, horrorizada—. Muriel tiene novio.» Lucía sintió sorpresa, decepción, celos. ¡Su mejor amiga era ahora su rival! No sabía que hubiera algo entre ellos. ¡Debía de estar empezando en aquel momento!

Los labios de Rich estaban coloreados por el carmín de ella, y la conducía hacia la cama. «¡No, que no ocurra!», suplicó la muchacha. No, no quería que pasara. Sentía envidia, celos. Su cuerpo se encontraba frente a la llama en su habitación, pero su conciencia estaba en el hotel, muy cerca de la pareja. Sin embargo, no podía hacer nada. Era incapaz de gritar y deseaba tirar de ella en dirección contraria pero, sin cuerpo, le era imposible hacerlo.

«No, Muriel, no lo hagas. —Su amiga no debía hacer aquello; era seguro que se arrepentiría—. No, Muriel, no lo hagas», repitió. Entonces ella se detuvo deshaciendo la unión de las manos.

—No Rich, por favor. —La voz de Muriel sonaba firme—. No puedo.

—¿Qué ocurre?

—Tengo que irme, Rich. Lo siento. Amo a otro hombre.

Lucía sintió un gran alivio. «Gracias, Dios mío —se dijo—, no ocurrirá nada.»

Rich pudo ver la expresión de temor en los ojos verdes de Muriel cuando ella apartó su mano de la suya con suavidad pero con fuerza.

—No, Rich, por favor. —Murmuró—. No puedo. —Su melena negra enmarcaba una cara deliciosa, coloreada más por la excitación que por el maquillaje. Sus cejas se fruncían ligeramente. La deseó aún más que antes, aquella resistencia encendía su pasión hasta convertirla en fuego. Estaba dispuesto a darlo todo, o al menos a prometerlo todo, con tal de conseguir a aquella mujer.

—¿Qué ocurre?

—Tengo que irme, Rich. Lo siento. Amo a otro hombre.

«Hay otro hombre —pensó él—. ¡Claro que lo hay! Debe de haberlo, casi siempre hay otro hombre. ¿Y qué? No la dejaré escapar sólo por eso.»Vio cómo con gesto decidido ella se dirigía al sofá para recoger su bolso. Se interpuso en su camino hacia la puerta, mostrando un rostro compungido.

—Espera, Muriel, no te vayas aún. —Ella lo escuchaba sujetando su bolso contra el pecho—. Tú no quieres que todo lo hablado, todo lo soñado, todo lo sentido en esta noche termine con un portazo. ¿Verdad que no quieres?

Ella lo miró a los ojos y calló.

—Claro que no quieres. Yo tampoco; eres mi aliada, una profesional con un futuro brillante, una mujer maravillosa, y nuestra relación debe continuar. Anda, deja el bolso. —Él lo tomó de las manos de ella.

—Rich. —Su voz era enérgica—. Devuélvemelo. Me voy.

—De acuerdo. Pero quédate sólo unos minutos más. —Sonreía—. Relájate.

Rich dejó el bolso en una mesilla, y la tomó de las manos. Lentamente acercó sus labios a los de ella sin encontrar resistencia. El beso fue cálido.

—Rich. No, por favor —dijo ella, separándose—. Salgo con un chico. Lo quiero.

—¿Y qué tiene que ver? —Había brusquedad en su voz—. Eso no tiene por qué cambiar nada. Yo estoy casado, y tú lo sabes.

—No es lo mismo.

—¡Claro que es lo mismo! ¡No seas niña, Muriel! —El tono era suave pero autoritario—. No lo van a saber, y mañana tu chico te querrá lo mismo. Y mi esposa también a mí. Todo será igual para ellos, pero nosotros tendremos algo propio, algo maravilloso.

Muriel lo miraba a los ojos. Estaban húmedos y había algo de súplica en ellos. Rich la cogió de la cintura, le sonrió y empezó a desplazarla ligeramente hacia su objetivo.

—Muriel, tú y yo tenemos un trato —le susurraba—. Ahora eres mi mejor amiga, mi aliada. Debo poder confiar en ti. Tienes que estar de mi lado, sin reservas; y si cumples yo me encargaré de que triunfes como nunca soñaste. Pero quiero saber que puedo confiar íntimamente en ti. Es una alianza. Es tarde para volver atrás, el paso definitivo ya está dado. —Sonaba a ligera amenaza—. De pronto, a mi edad me he enamorado de ti. Te deseo como nunca he deseado a ninguna otra mujer. Y te va a gustar. Es la firma de nuestra alianza. —Ella notaba en la parte de atrás de sus piernas el contacto blando de la cama y en su bajo vientre la dureza de él.

—No puedo traicionarlo.

—No importa lo que hagas, él no sabrá nada. —La presencia de un rival lo excitaba mucho más. Al besarla en el cuello, ella percibió el poder de aquel hombre.

Muriel sintió, como a cámara lenta, que caía de espaldas sobre el lecho.

Lucía notaba su cuerpo sentado en la silla y el imperceptible temblor del reflejo de la llama en el agua, pero ella no estaba allí. Su otra parte, su mente, su espíritu, se encontraba en la habitación del hotel. Oía la conversación, veía los cuerpos, percibía el aura y las chispas de pasión saltando entre ellos.

«No, que no ocurra. No lo hagas Muriel», suplicó en silencio a su amiga. Él hablaba y hablaba ahora serio, luego con media sonrisa. Sus ojos azules, sus mejillas firmes; la muchacha amaba a aquel hombre, y al verlo con Muriel, se daba cuenta de que sentía celos y envidia. No quería que ocurriera, no quería que hicieran el amor.

—No puedo traicionarlo —la voz de Muriel sonaba tenue.

—No importa lo que hagas, él no lo sabrá —repuso suavemente, casi al oído, mientras la empujaba levemente, depositándola en la cama.

Rich enredaba sus manos en la melena de Muriel, acariciándole las raíces del pelo, y dando por terminada la conversación, depositó un beso en su cuello.

—No, por favor —murmuró ella en un último intento, pero se mantuvo quieta mientras él la besaba ahora en la mejilla, luego en la boca.

«No, por favor», murmuró Lucía.

Rich insistía con sus labios en los de Muriel mientras continuaba acariciándola y al fin ella respondió al beso y, estrechando al hombre, le acarició suavemente la nuca.

Lucía sintió cómo la pasión los sumergía como las olas en marea alta y supo lo que iba a pasar en unos instantes.

Debía salir de allí. ¡Ya! Iban a hacer el amor y no era lícito quedarse. Pero había sido alcanzada por aquel delirio y cual mariposa de alas empapadas era incapaz de emprender el vuelo. «Debo irme. Debo huir», pero no podía apartar la vista de los amantes.

Muriel no opuso resistencia cuando Rich le quitó la chaqueta y sus manos, hábiles, comenzaron a desabrochar la blusa. Lucía vio cómo su amiga cerraba los ojos y boqueaba gimiendo de placer cuando el hombre le besaba los senos.

Quería escapar, salir de allí, pero estaba atrapada en el ardor de los amantes como remolino en río oscuro. Y su cuerpo, sentado en su casa, actuaba por sí mismo. Sus manos levantaron la falda, la derecha penetró debajo de la braguita y cuando los dedos atravesaron el vello púbico su respiración se hizo más intensa.

Mientras, en la habitación del hotel una fuerza irresistible atraía a su parte allí desplazada hacia el cuerpo de los amantes. Era como si un torbellino la succionara. Muriel yacía sin ropa boca arriba en la cama y el hombre, también desnudo, la besaba en el vientre, camino del sexo. Conforme él bajaba, las piernas de ella se abrían. Y el cuerpo astral de Lucía tomó la misma posición que el cuerpo físico de Muriel, fundiéndose con ella. Y percibió cómo Rich penetraba a su amiga. Y cómo también la penetraba a ella. Al rato Muriel se estremecía en un intenso orgasmo. Y entonces fue cuando experimentó algo que jamás había sentido en su vida. Sintió lo que su amiga sentía. Sintió la tensión, el vacío, el delirio, el lento estallido y también algo más; cómo Muriel se emborrachaba con el poder de aquel hombre notándolo en su interior. Fue algo desconocido hasta el momento y más intenso que ninguna otra sensación antes vivida. Era la primera vez que hacía el amor.

Notó un golpe en el pecho como si su corazón se fuera a detener y por un momento temió por su vida. ¡La muerte! ¡El castigo por su pecado! Pero al abrir los ojos se encontró, sofocada por la pasión, en su habitación iluminada por aquella vela cuya llama aún palpitaba al ritmo de sus jadeos. Tenía la falda levantada y la mano entre las piernas.

Poco a poco fue recuperando plena consciencia de dónde se encontraba y supo que ya no era virgen. Aún lo era en lo físico, pero no en espíritu. Su cuerpo continuaba sentado frente a la vela, pero parte de ella se había quedado en el hotel.

Other books

Unmasked by Nicola Cornick
Freaks Like Us by Susan Vaught
Mia Dolce by Cerise DeLand
Shade and Sorceress by Catherine Egan
Nowhere Is a Place by Bernice McFadden
A Broken Man by Brooklyn Wilde
Suite Scarlett by Johnson, Maureen