Authors: Jorge Molist
—Lo tienes todo para triunfar. —Rich gozaba de la atención casi reverente con la a quien Muriel lo escuchaba—. Eres inteligente, trabajas duro y has demostrado tener un sorprendente sexto sentido para captar lo que nuestro cliente quiere, incluso antes de que él mismo lo sepa. ¡Muy bien, Muriel!
—Gracias, Rich.
Ella sentía que se sonrojaba. Tenía una excelente opinión de sí misma, pero poquísimas veces antes le habían dedicado tales alabanzas. Y nunca alguien a quien ella respetara tanto como Rich. Una felicidad intensa llenaba su pecho y le producía una embriaguez aun mayor que todo el champán y el buen vino que había bebido. Era como flotar y pensó que quizá sólo el amor complacido podría superar el gozo de aquella saciedad, de aquel estallido de vanidad satisfecha que experimentaba.
—Pero eres mucho más que una gran profesional.
—¿Qué más soy, Rich? —preguntó ella levantando la barbilla y dejando su cuello al descubierto.
—Eres una mujer muy hermosa.
—Gracias. ¿Lo crees de verdad? —Ella bebía las palabras de él tan pronto salían de su boca, miraba aquellos labios y esperaba ansiosa que se formara en ellos el siguiente elogio.
—¡Claro que sí! Tienes unos ojos seductores y una sonrisa que provoca. Pero ¿a qué no sabes qué es lo que más me gusta de ti? Profesionalmente hablando, claro.
—¿Qué es?
—Cómo manejas la seducción para conseguir tus deseos.
—¿Tú crees que yo hago eso? —preguntó ella, sonriente.
—¡Claro que sí! Y lo haces con una gran habilidad. Seduces, cautivas, pero aparentando que ocurre como por accidente, que tú no lo pretendes.
—¿Así que crees que lo hago a propósito? —Muriel rió.
—Absolutamente. Tienes medidos todos tus pasos. —Ella volvió a reír.
—No me creas tan mala, Rich. Me sale así. Siempre he sido coqueta.
—Sí, pero no haces nada para evitarlo, sólo lo dosificas para que sirva mejor a tus fines.
—¿Y eso es malo?
—No, ¡es perfecto!
—Pero tú también haces lo mismo.
—¿Yo? —Rich sonreía.
—Sí. También juegas con la seducción.
—Quizá también lo haga. —Él quería huir de aquella conversación—. Pero hablemos de ti, es mucho más interesante: eres joven para el nivel profesional que has conseguido, pero demostraste ser muy capaz, y más ahora, después del éxito de Friendlydog. Creo que debería considerar concederte más responsabilidades. —Y guardando silencio observó el efecto que sus palabras producían.
Muriel estaba apoyada en la mesilla, como intentando acercarse más a él y lo miraba con intensidad, esperando su siguiente frase. Pero él quería que fuera Muriel quien hablara.
—¡Estupendo! —al fin ella lo hizo—. La verdad es que creo que estoy lista para afrontar una mayor responsabilidad y además creo que me lo merezco. ¿Qué es lo que tienes en mente?
—Estoy en proceso de decidirlo, quizá incluso pueda conseguirte acciones de la agencia y convertirte en socia.
—¿De veras? —Muriel no podía creer lo que estaba oyendo. El salto sería inmenso para ella; aquello, llegando tan pronto, superaba sus sueños más ambiciosos.
—Sí, pero antes tengo que saber que voy a poder contar contigo sin condiciones. Ya te he dicho que se acercan tiempos difíciles. Los detalles los conocerás más adelante. Necesito saber que puedo confiar en ti.
—Puedes contar conmigo, sin condiciones —dijo ella, seria, con mirada intensa.
—¿Palabra? —Él le tomó la mano por encima de la mesilla. Su alianza brillaba a la luz de la lámpara.
—¡Para lo que sea, Rich! —repuso ella asiendo su mano con fuerza.
«Esto va bien —se felicitaba Rich—. Ella será un buen aliado.» Rich había mezclado un cóctel perfecto: mucho lujo, vanidad insuflada con las lisonjas adecuadas, un lugar con
glamour,
la promesa de un futuro brillante. Muriel estaba eufórica, como en una nube. Sus ojos relucientes y sus labios húmedos reflejaban la luz de la lámpara de cristal. Él era un maestro en seducir, y decidió que aquél era el momento de añadir la pasión.
—Voy a llamar a casa de sus padres. —El alcohol brillaba en sus ojos acuosos.
—¿Crees que es buena idea? —inquirió Carmen, cautelosa.
—¡Claro que lo es! —Jeff sentía crecer su indignación—. ¡No puede dejarme así, plantado, sin más! Quiero una explicación.
—Podría pensar que la controlas, y le sentaría mal. Ya sabes lo independiente que es.
—A la mierda si le sienta mal. Ya estoy harto de que todos temamos que se ofenda y que a ella no le importe en absoluto herir los sentimientos de los demás.
Carmen calló y miró a su alrededor, como si no lo escuchara, como queriendo evitar que él continuara con sus amargas quejas. Pero mantuvo el oído atento. Sentía un involuntario placer con la indignación de Jeff. El chico tenía razón, pero debía abstenerse de hacer comentarios de apoyo que, mañana, reconciliados y en una sesión amorosa o quizá de tiernos reproches, Jeff pudiera repetir. Temía la reacción de Muriel.
Cortó un pedazo de pizza y, de camino a su boca, lanzó una mirada fugaz a su amigo. No había tocado aún la comida y ya terminaba la primera cerveza.
Carmen no había podido arrancarlo del bar antes del cuarto whisky y le costó trabajo convencerlo de que debía comer algo.
«Te invito a cenar —le dijo tirando de su brazo—. ¿Te atreverás a rechazarme?» Finalmente aceptó, pero ahora él, ya en la pizzería, con la mirada perdida en las luces y las gentes que llenaban el local, continuaba rumiando su indignación, su tristeza.
—¿Por qué Muriel es así? —le preguntó de pronto a Carmen sin esperar respuesta—. Desconsiderada, ambiciosa, sólo piensa en lo que ella quiere y arrolla a los demás en su camino. Muchas veces creo que me utiliza. Yo estoy ahí para cuando me necesita, pero si no puedo ayudarla en su próximo deseo o propósito, simplemente me aparta de su camino. Me aparca hasta que vuelvo a serle de utilidad.
—Quizá eres demasiado severo con ella. Sí, es ambiciosa y quiere llegar muy lejos, pero en el día a día es agradable, abierta y desprendida con sus amigos. Creo que la situación por la que atraviesa su familia la ha afectado mucho.
—Sí, ya sé lo de su padre. Van a tener que vender la casa e irse a vivir a un apartamento pequeño.
—Cierto. Ha sido traumático. Incluso quizá ella tenga que ayudarlos en su manutención. El padre está hundido.
—Mala suerte.
—Muriel ya deseaba triunfar antes, pero creo que ahora su obsesión por el éxito es aún mayor.
—De acuerdo, pero eso no le da derecho a pisotearme. Préstame tu teléfono, móvil, el mío lo dejé en mi coche.
—¿Estás seguro? Se lo puede tomar mal.
—El teléfono, por favor.
Jeff marcó el número sin vacilar.
—¿Señora Mahare? Buenas noches, ¿cómo está?
Carmen apreciaba la tensión en las bellas facciones del muchacho y notaba cómo el alcohol le hacía vacilar en alguna palabra.
—¿Podría ponerme con Muriel, si es tan amable?
El lanzó una corta mirada a Carmen y luego sus ojos vagaron hacia el fondo del local.
—Ah, sí. Bien, gracias, señora. Dígale que he llamado.
—¿Qué te ha dicho? —interrogó Carmen, ansiosa.
Jeff tardó en responder. Estaba pensativo.
—Que había salido a dar un paseo con su padre. ¿Crees que es verdad?
—Debe de serlo. —Carmen también se quedó pensativa.
—Si te enteras de algo me lo dirás, ¿verdad, Carmen?
Muriel sentía cómo el placentero apretón de manos con el que sellaban el acuerdo se hacía más firme y correspondió a la presión de él. Después vio cómo Rich, soltándole la mano, se levantaba y se situaba enfrente de ella. Lo miró a los ojos. Él estaba serio. «Dios mío —se dijo—. Ahora ocurrirá. ¿Qué voy a hacer?»Rich se inclinó hacia ella acercándole los labios, y cuando Muriel notó el contacto tibio y suave, entornó los ojos, disfrutando de la caricia. «Debo detenerlo.» Pero sus labios se entreabrieron mientras él los atrapaba con los suyos. Fue entonces cuando Rich se sentó a su lado. Esta vez al beso le acompañaba una caricia en el pelo y, al aceptarlo ella, se hizo profundo y apasionado. No era ya una sorpresa. Debería haber sabido que iba a pasar. Quizá quiso negárselo a sí misma, pero sabía que ocurriría y estaba pasando. Tenía que rechazarlo. ¿Pero cómo iba a reaccionar él? Ella quería y no quería aquello. No era su intención llegar lejos, aunque la asustaba lo que podría ocurrir si lo cortaba tan pronto. Pero el champán y el vino ingeridos la ayudaron a apartar miedos. Casi automáticamente, los brazos de ella lo abrazaron y cerrando los ojos devolvió la pasión que Rich ponía en su beso. Sintió el deseo como un torrente desbocado y se dejó llevar. Anhelaba a aquel hombre.
Él era tan diestro con las caricias como con los elogios. Sus labios besaban y sus dedos buscaban el placer que ella escondía en su cuerpo. Y pronto aquellas manos hábiles, llegando a su zona íntima, comprobaron que ella lo deseaba, que estaba lista. Rich se levantó y, besándola con ternura, tiró de ella hasta incorporarla, conduciéndola delicadamente hacia la gran cama de la habitación contigua. La mente de Muriel funcionó por un momento con toda lucidez. ¡Iba a la cama con Rich! Y por mucho que la atrajera aquel hombre, amaba a Jeff. Estaba comprometida, le debía fidelidad; quería compartir su futuro con él. Esa misma mañana le había prometido hacer el amor por la noche, pero aquí, ahora, estaba a punto de hacerlo con otro. ¿No se había dicho a sí misma que podría controlar la situación? Se sintió muy mal y, reuniendo todas sus fuerzas, apartó a aquel hombre.
—No, Rich, por favor —su voz sonaba firme—. No puedo.
—¿Qué ocurre?
—Tengo que irme, Rich. Lo siento. Amo a otro hombre.
Carmen conducía, lentamente, hacia su apartamento; se sentía agotada. Escuchaba un blues que sonaba, suave, en la radio.
«Es como un niño», murmuraba con una sonrisa triste. Jeff había terminado la jornada borracho y lloroso y ella lo había acompañado a casa para evitar que condujera. Cuando él la abrazaba al despedirse, su estúpido corazón se aceleró, y a pesar del tufo a whisky que el muchacho desprendía, lo mantuvo contra su cuerpo todo el tiempo posible.
¡Qué día tan intenso! La noticia de que habían ganado la cuenta de Friendlydog, la sorprendente revelación de Muriel sobre Lucía, su intempestiva despedida en el bar. ¿Adonde había ido? Carmen no podía creer que de verdad hubiera ido a casa de sus padres. Y luego el desconsuelo de Jeff. El chico le partía un corazón ya resquebrajado por su culpa.
«Señor, Dios mío —suplicó—, qué se fije en mí. Ojalá me quisiera.» Pero Lucía desplazó a Jeff de su mente. ¡Qué extraño! A pesar de haberla recomendado a instancias de don Agustín, el párroco de Santa Águeda, casi no la conocía; de hecho sólo la había visto un par de veces al visitar a los padres de Muriel. Era una muchacha indígena, de diecinueve o veinte años, de mirada viva e inteligente.
Se había sentido casi aliviada cuando Muriel contó lo de la «velación» y los poderes de la chica. Aquello explicaba los fenómenos extraños que había presenciado y que la tenían intranquila. Al contrario de Jeff, ella sí que creía. Pero a su vez, la inquietaba, la asustaba. Aquel tipo de poder no era lícito.
Recordaba a don Agustín, su confesor cuando iba a Santa Águeda de vacaciones. Alto, con su sotana negra y el pitillo en la mano; tierno, comprensivo, sonriente y con aquel extraño acento al hablar que no perdía a pesar de los años. De niña iba a verlo cuando le venían las premoniciones, se las contaba, le pedía ayuda. Ella confiaba en él, y él la había ayudado a manejar y a vencer poco a poco aquel detestable don. A veces con la oración, otras con sus charlas y su buen humor.
«Dios no quiso que viéramos el futuro, Carmencita —le decía—. Al contrario, quiere que trabajemos para ser mejores y para hacer un mundo mejor. El futuro lo hacemos nosotros. Por ahí hay un diablillo que te está jugando una mala pasada. —Sonreía, dándole un pellizco en la mejilla—. No le hagas ningún caso. Verás como se va. Reza un padrenuestro a las almas del purgatorio cada vez que venga a molestarte.»Pero don Agustín también tenía una parte menos amable; era enérgico, insistente, tozudo y capaz de un genio vivo y malhumorado cuando algo no le gustaba.
Recordaba aquella ocasión, ya en la universidad, cuando se tomó unos días para preparar exámenes y fue a Santa Águeda con Susan, una amiga. Se alojaron en casa de Alicia. A la segunda noche su amiga estalló en un llanto incontrolable y, al fin, confesó que había descubierto días antes que estaba embarazada; no quería a aquel muchacho y deseaba abortar. Un bebé entonces habría estropeado su vida para siempre. Llorosa, le preguntaba qué era lo que podía hacer.
Entonces Carmen recordó lo que las muchachas del pueblo comentaban del viejo indígena llamado don Anselmo, que vivía en un ranchito cercano a la playa.
—La vida debe seguir su curso —les dijo el viejo—. Yo no soy quién para cambiar su orden.
—Pero usted lo hace todos los días. Sana, salva vidas —le argumentaba Carmen mientras su amiga, que no entendía español, asistía esperanzada al debate.
—Pero es distinto.
—Por favor, sálvele la vida a mi amiga.
Cuando Carmen tradujo la negativa, Susan empezó a suplicarle al viejo, en su idioma, pero éste se mostró inflexible.
No obstante, decidieron regresar al día siguiente. Era por la tarde y encontraron a don Anselmo bajo un enramado de exuberantes buganvillas malvas, fabricando velas a partir de los panales de las abejas que cuidaba.
Su cara arrugada esbozó una sonrisa amistosa. Carmen dedujo, asombrada, que las estaba esperando.
—Muchacha —le dijo—, usted tiene un don que debería trabajar. Usted puede sentir cosas.
Carmen se quedó helada. ¿Cómo lo sabía? Pero el hombre cambió de inmediato de tema. Las hizo sentar pidiéndoles que le contaran con detalle la situación en que Susan se encontraba. ¿Dónde vivía? ¿Cómo era su familia? ¿Conocía bien al muchacho? ¿Sentía algún síntoma? ¿Cuándo fue? ¿Cómo lo supo?
Al terminar el interrogatorio, el viejo hizo tender a Susan en la mesa, le palpó el vientre y, cerrando los ojos, dejó allí sus manos planas durante unos minutos. Al fin gruñó para sí, satisfecho:
—Aún no tiene alma.
Le dio un preparado para tomar allí y otro por la noche, y les pidió que volvieran al día siguiente. Así continuaron durante tres días y a la tercera noche Susan sintió fuertes retortijones y perdió mucha sangre. Y con ella su embarazo.