Authors: Jorge Molist
«¿Por qué me siento tan solo?», murmuraba mientras el tortuoso camino se apartaba de la playa para bordear unas colinas pardas, llenas de matas ralas y piedras. Por el lado del mar aquellos montes terminaban en abruptos rompientes que separaban su playa de la pequeña bahía de Santa Águeda a la que el pueblo se asomaba desde un puertecito rocoso.
«¿Cómo he podido llegar a estar tan solo?», el pensamiento no lo había abandonado desde la última visita del viejo coyote.
Atendía a sus pacientes por la mañana y trabajaba todos los días excepto los domingos. En aquella jornada fueron cinco. Sí, veía a gente, trataba a gente, ayudaba a gente. Pero él estaba solo.
Anselmo podía vivir desahogadamente de la práctica de su medicina; en los últimos años su prestigio se había extendido más allá de Ensenada y la gente venía desde Tijuana e incluso desde más lejos. Él quitaba los males con sus manos, pero no era un «sobador»
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. Daba masajes si el caso lo requería, pero podía usar un número ilimitado de técnicas de curación. Palpaba, apreciaba el cuerpo y luego ponía su fuerza en los lugares claves. A veces presionaba zonas para luego aplicar la boca y succionar como si extrajera veneno y escupir los males del paciente junto a una saliva negruzca en una jofaina. O frotaba con un huevo las zonas enfermas y al cascarlo el interior aparecía sanguinolento. Había absorbido el mal. También recetaba hierbas e incluso ungüentos que él mismo producía. Y rezaba a los pacientes, y ellos rezaban con él. Y a veces les gritaba dándoles órdenes. Y los cuerpos obedecían. Y así espantaba los malos humores, el mal de ojo e incluso a los malos espíritus.
Al principio de su práctica le pagaban con comida, utensilios o ropa; eran gente del pueblo, campesinos como él. Ahora —aunque él no cobraba— los forasteros le daban dinero. Aún cultivaba algo: calabazas, muy poco maíz y cuidaba varias colmenas. Pero prefería el paseo por los montes con su cesta para recoger hierbas y raíces.
«La vida que decidí vivir, la búsqueda que busqué, me apartó de los míos», murmuraba, cabizbajo. Sí, él era indio yumano puro. De la rama de los pai-pai, linaje de los Cuero, y su apellido, transformación al español de un vocablo indígena antiguo. La palabra original había caído en el olvido.
Ahora ya no se relacionaba con pai-pais, kiliwas, cucapás ni con ningún otro indio de la zona. Claro que de paisanos puros, nativos de Baja como él, sólo quedaban poco más de mil, y no vivían en la costa, sino el interior de la península.
Anselmo trataba únicamente con sus pacientes y con los parroquianos de la taberna del puerto; algunos eran mestizos o indios, otros blancos, pero todos mexicanos. Y era la taberna el lugar que frecuentaba muchas tardes en busca de compañía.
«El pecado de Lucifer —dijo entre dientes—. Cometí el mismo pecado, por eso estoy solo.» Se había apartado por completo de su linaje, de los paisanos, y perdió a su familia. Siempre quiso saber, conocer. Le venía de su abuela. Ella era sabia, tenía poderes, le enseñaba y él aprendía con avidez. Pero también aprendió de los mexicanos. De niño, su grupo hacía peonadas en un rancho, y a la ranchera le cayó en gracia aquel indiecito de ojos grandes y de aspecto inteligente. Así que lo tomó bajo su protección y sus hijas jugaban a enseñarle a leer, a sumar, a recitar el padrenuestro y otras oraciones. Decían que era muy listo. Allí fue donde un cura itinerante lo bautizó. Y cuando acampaban en el valle de Guadalupe, para trabajar en la vendimia o en otras faenas temporeras, Anselmo asistía a la escuela del valle que, ya en los años treinta, funcionaba aunque de forma intermitente. Los maestros aguantaban poco y mal en aquel lugar lejano y extremo.
Cuando los linajes de las distintas tribus se reunían en los montes, después de la cosecha del piñón, él se apartaba de las hogueras grandes donde se reía y cantaba para acechar cerca del fuego pequeño en el que conversaban los hombres de medicina y espíritu. El quería aprender lo suyo. Al principio, si lo descubrían escuchando lo echaban de allí sin contemplaciones. Luego, cuando la abuela hizo correr la voz de que Anselmo había sido visitado por su animal mágico, su presencia, a cierta distancia y sin hablar, empezó a ser tolerada. Pero después de su ceremonia de iniciación, al conocerse lo ocurrido con la serpiente de cascabel, los viejos le hicieron un sitio en el grupo.
Y así Anselmo supo de las tradiciones de los kiliwas, de los tipais, de los k'miais, los cochimí, de los cucapá. Todos tenían doctores hechiceros y magias distintas.
«El pecado de Lucifer», murmuraba Anselmo al recordarlo. Pero él quería saber más.
Tenía diecisiete años y era edad de tomar esposa, pero no lo hizo.
—Anselmo —le decía la abuela junto al fuego, al aire fresco de la sierra—. Eres un elegido. La serpiente de cascabel te escogió, los animales te hablan en sueños sin necesidad de que tomes toluache, sabes leer en el fuego, viajar en él, conoces muchas hierbas y sus efectos. Es el momento de ir a la búsqueda de más conocimientos.
—¿Y dejarte? —repuso el muchacho—. No puedo. Eres lo que más quiero.
—Debes irte y aprender más. Mírame a mí. Habría sido el mejor de los chamanes de haber nacido hombre. Tengo el don, como tú lo tienes; hazlo por tu abuela, por lo que yo no pude hacer.
—Me gusta esta vida.
—Esta vida no va a durar. Lo sé. Lo he visto. Los ranchos limitarán aún más el monte libre y en los lugares con aguajes se constituirán explotaciones agrícolas; los paisanos seremos excluidos y a los montes piñoneros los llamarán parques y no querrán dejarnos pizcar el piñón. Sólo como peones para los mexicanos, o con suerte cultivando algo o con algún ganado, podremos los paisanos sobrevivir. Aprende más, hazte un gran hechicero.
Era el año 44 y Anselmo, a pesar de lo que sentía por dejar a su abuela decidió seguir su consejo. Ella convenció al más sabio de los doctores kiliwa para que lo tomara como aprendiz, y al terminar la pizca del piñón de aquel año, se fue con él. Con él supo de ceremonias y curaciones distintas de las de los pai-pai y de los ritos de las capas de cabelleras humanas que se escondían en cavernas
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y que reservaban para ceremonias muy especiales. Pero él aún quería saber más.
Y pasados dos años, después de la fiesta del piñón, Anselmo fue aceptado como ayudante del mayor chamán cochimí, que le enseñó todo sobre los «cuñados»
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, las figuras de terribles poderes mágicos escondidas en cuevas. Unos años después se fue con los cucapás, al norte, al golfo de Cortés; esta vez no era sólo alumno, ya curaba con sus propios métodos y enseñaba a sus nuevos maestros. Allí aprendió más de hierbas, sugestiones y hechizos, de los buenos y de los malos. Y así supo de la nigromancia de los habitantes del delta del río Colorado. Y conoció cómo se hacía el mal
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Pero él aún quería saber más. Quería saber de la magia y la medicina de los mexicanos. Tenía veinticuatro años. Dejó a la esposa que había tomado estando con los cucapá y se fue a Tijuana.
Allí descubrió que necesitaba dinero. Al principio trabajaba en cualquier cosa, no le importaba limpiar letrinas de burdeles, ayudar en la construcción o en cocinas de restaurantes. Se dio cuenta de que había mucho que aprender de los dioses cristianos y por un tiempo hizo trabajos como voluntario en la catedral de Tijuana, en la época en que ésta aún sólo era parroquia. Aprendió más sobre los santos, la liturgia y sobre cómo ayudar en la misa, y también aprendió que a las puertas de la catedral, en los puestos ambulantes donde se vendían velas, estampas y medallas, se escondían otras cosas. Luego puso su atención en los vendedores de remedios y en los masajistas callejeros, los llamados «sobadores». Al fin decidió colgar su propio cartel de sobador. Sus clientes repetían; él sí que curaba los dolores, ya fueran de cuerpo o de espíritu. Anselmo no sólo daba masajes, sino que usaba todo lo aprendido; ofrecía hierbas, rezos, invocaciones. Pronto alcanzó una cierta fama.
Pero Tijuana era ciudad de luz y de noche, de día y de oscuridad, y allí descubrió curanderos distintos, inquietantes. De ésos también quiso aprender. Y los brujos de tradición mixteca le ofrecieron saber a cambio del suyo. Algunos eran farsantes, otros no, y dando un paso más allá alcanzó a conocer a los del otro lado, a los que adoraban al diablo. Y quiso saber más. Allí supo de quién eran las estatuillas rojas de yeso que se vendían en el mercado junto a las imágenes de los santos. Eran de Lucifer.
«Cuesta librarse del diablo —murmuraba cuando al siguiente recodo del camino empezaba a ver las primeras casas del pueblo—. Es por su culpa que estoy tan solo. Por saber demasiado. El pecado de Lucifer —dijo de nuevo—. Lucifer quiso saber lo que Dios sabía. Buscó la luz, el conocimiento, y su soberbia lo condenó.»
Los días siguientes a la presentación transcurrieron demasiado lentos para la impaciencia de Jeff, Muriel y Carmen por conocer la respuesta de la Metropol; sabían que contaban con grandes posibilidades de ser elegidos y eso aumentaba la tensión. Muriel era la que sentía una mayor inquietud, en especial cuando sus temores se materializaron al citarla Mike Dixon frente al vicepresidente para responder de su comportamiento.
—Muriel utilizó recursos de investigación y creatividad de la agencia sin ni siquiera comentármelo —exponía Dixon indignado—. No podemos consentir que alguien trabaje por su cuenta, sin el consenso de su jefe, sólo porque piense que es más listo que los demás y crea tener una idea brillante. Y aún menos, aceptar que nos comprometa en gastos y trabajos no autorizados.
—Mike tiene razón, Muriel —admitió Rich Reynolds mirándola severamente—. ¿Qué tienes que decir a eso?
—La agencia no ha gastado nada en el diseño de marca —repuso Muriel aparentando calma—. La parte creativa la ha realizado Jeff Ray en horas extras, y lo ha hecho porque yo se lo pedí como favor personal. Y la investigación previa se hizo entre un grupo de amigos, con el apoyo de Carmen Clemente, Anne la socióloga y de un par de personas del equipo de investigación. Todos participaron sin cobrar nada. Ya indiqué en la presentación que si la Metropol aprueba esa línea de trabajo, debería hacerse un estudio de consumidor mucho más profundo.
—Vaya, parece que Muriel ha hecho un uso muy hábil de los recursos «gratuitos» de la casa —comentó Rich Reynolds mirando a Dixon con un asomo de sonrisa en los labios. Ella sintió una corriente de simpatía hacia el vicepresidente. Era un tipo guapo, era seductor.
—¡Pero Rich! —protestó Dixon—. Muriel no puede presentarse frente a la Metropol con algo tan serio como un diseño de marca y sorprendernos a todos sacándoselo de la manga. Si consentimos ese tipo de actuaciones, la agencia se convertirá en una empresa fuera de control. ¡Debemos tomar medidas ejemplares para que esto no vuelva a ocurrir!
—Bueno, Muriel —Rich la miraba de nuevo con expresión severa, pero la chica sentía que aquellos ojos azules brillaban simpáticos hacia ella—, ¿qué tienes que decir a eso?
—Francamente, fue algo que se me ocurrió de pronto. Conozco a Dixon y pensé que como el diseño no estaba incluido en el sumario que nos dieron, no querría que lo presentáramos —contestó Muriel con expresión inocente pero sabiendo que lanzaba una carga de profundidad contra Dixon—. Si se negaba a tratar el diseño y una agencia competidora lo hacía, perderíamos el concurso. Simplemente pensé que pedir perdón sería más fácil que pedir permiso. —Muriel hizo una pequeña pausa y luego se dirigió con expresión suplicante a Mike Dixon—: Mike, tienes razón. Debería haber comentado mi idea contigo. No lo haré nunca más. Te pido disculpas.
—Disculparse no es suficiente —repuso Dixon, insatisfecho por las explicaciones de Muriel, que en realidad eran una crítica a su gestión—. No podemos permitir que se actúe de esa forma. Es inadmisible que alguien sorprenda al resto del equipo presentando algo que todos desconocíamos.
—Todos no, Mike —cortó Muriel con el mismo tono suave de antes—. El resto del equipo conocía la iniciativa. Y Rich también.
—¿Qué? —Dixon no podía salir de su asombro. Se daba cuenta de que se encontraba solo, de que Muriel lo tenía rodeado—. ¿Es eso cierto, Rich?
—Sí, es cierto —contestó el vicepresidente—. Me encontré por casualidad con Muriel aquí el sábado al mediodía y me comentó su presentación. Creía que ambos ya estabais de acuerdo.
—No, no lo estábamos.
—Pues hay que comunicarse mejor en el futuro. —Parecía como si la censura de Rich fuera dirigida a ambos—. Somos un equipo y hay que esforzarse en trabajar como tal. Unos debéis ser más receptivos y otros más abiertos. En cuanto a la presentación, creo que fue muy bien, e incluir el diseño de marca, un acierto. Y ahora, al trabajo. Para empezar, debéis resolver vuestras diferencias. —Y Rich se levantó de su mesa indicando con un gesto que era el momento de que abandonaran su despacho.
Muriel salió con expresión seria, aunque muy aliviada y sabiendo que se anotaba un gran triunfo. Ahora tenía en Dixon a un enemigo, pero eso le importaba poco. Simplemente había pasado por encima de él y le había salido bien. Y volvería a hacerlo cuando fuera necesario.
«Tengo que darle las gracias a Rich por su apoyo», se dijo. Y pensó que era una atractiva perspectiva.
La noche era desapacible, pero aun así Agustín salió a pasear después de la cena y se dirigió al puerto. Vestía sotana y se había calado la boina para evitar que el viento frío, que soplaba a ráfagas desde el océano, se la quitara. La calle principal estaba vacía y el bar del puerto ya cerrado, pero aun así, al pasar frente a sus puertas, el cura notaba la alerta del soldado cruzando líneas enemigas.
«Debes usar menos la sotana, hijo —le decía con frecuencia su superior eclesiástico—. Con camisa oscura y alzacuellos, basta; es más cercano al feligrés.»Pero a él le gustaba lucir sotana. Era su uniforme del ejército de Dios y lo enorgullecía vestirlo, en especial frente a los descreídos de la taberna del puerto. Y también le agradaba la boina. Ahora ya casi no se usaba en España, pero él se había acostumbrado a aquella gorra típica de campesino español de mediados del siglo anterior y pensaba continuar con ella.
«Eres terco, hijo, empecinado —le decía el obispo—, y el peor lugar donde puede ir a parar un cura español que se cree el último misionero a la antigua es Baja California.»Quizá su superior tuviera razón, concedía Agustín, y él fuera tozudo; seguramente fruto de aquella tierra de secano, de su Aragón natal, recia y dura con sus hijos. En eso el pueblo donde nació se parecía mucho a Baja California.