Authors: Jorge Molist
—Ése es un trabajo mucho mejor que el mío. Nuestra tierra es dura y avara —repuso—. Los curas viven muy bien. Y además yo puedo darte poco; ya sabes, la casa y las tierras que tenemos apenas dan para que viva una familia, sois seis y sólo uno puede quedarse. —Hizo una pausa y le puso la mano el hombro—. Buena suerte, hijo, y que Dios te dé con los curas lo que yo no puedo darte en herencia. —Agustín sabía que aquello era lo más parecido a una bendición que podría esperar de aquel hombre. En un gesto raro en él, Francisco le acarició la mejilla. Tenía lágrimas en los ojos—. Que te vaya bien —concluyó, girándose para alejarse.
Uno de los recuerdos más intensos que Agustín conservaba de su infancia eran los rezos constantes y angustiados de su madre por una lluvia que nunca llegaba a tiempo o en cantidad suficiente. Pero más intensa quedó aún en su memoria la mirada triste de su padre y el abrazo al despedirlo en el autobús de línea cuando a los once años se fue del pueblo para ingresar en el seminario.
—Hijo, aprende a ser hombre antes que cura —le murmuró al oído. Aún hoy Agustín se preguntaba con frecuencia qué quiso decirle.
Al llegar a la plaza comercial de las palmeras Anne se dijo que, a pesar de sus cuarenta años, estaba en plena forma. Acudía al gimnasio tres veces a la semana; un poco de musculación y mucho aerobic. Decían que el ejercicio no sólo era bueno para el cuerpo, sino también para la mente. Ella estaba de acuerdo y añadía algo más: era mejor incluso para su vanidad y su autoestima. No pasaba desapercibida entre sus compañeros masculinos y le complacía notar que en competencia con las jovencitas salía bien parada. Había superado el tiempo en que las miradas lujuriosas la molestaban. Ella no las invitaba, pero siempre que hubiera respeto en ellas, y sobre todo viniendo de hombres jóvenes, le producían un placer secreto.
Cruzando en busca de espacio para aparcar pudo ver a través de los grandes ventanales del gimnasio a los clientes trabajándose el cuerpo en la cinta andadora y en las pesas. Le apetecía.
Esa mañana tuvo que estacionar más lejos del local que de costumbre, a pesar de que la mayoría de los establecimientos de la plaza no estaban aún abiertos. Encontraría las instalaciones muy concurridas. Puso la marcha en posición de aparcamiento, desconectó el encendido y extrajo la llave. Tomó su bolsa y cerró con el mando a distancia. Pero al girarse para subir a la acera se dio de bruces con una persona cuya presencia no había percibido antes.
—Hola —le dijo de forma automática. Y se asombró al verle la cara. Una cara de niño en un cuerpo corpulento de hombre. No tuvo tiempo de sentir miedo. El primer puñetazo percutía brutal en su nariz, empujándola hacia atrás, con tal fuerza que su espalda golpeó contra el coche y su cabeza en el techo del vehículo.
«No es su cara, es una máscara.» Un pensamiento se impuso a la confusión. Sus rodillas se doblaban, y mientras caía sintió el dolor del siguiente puñetazo golpeándole la parte derecha del rostro, en el ojo. Al llegar al suelo se dijo que debía gritar, pero lo único que supo hacer fue llevarse la mano a la nariz. Algo húmedo manchaba sus labios. Era sangre.
Oyó el sonido metálico de un resorte y vio un brillo siniestro en la mano de su atacante. Iba a perder el conocimiento. Cuando él le rajó la cara, desde el pómulo izquierdo a la barbilla, ella casi no sintió dolor.
El hombre se fue, a paso rápido pero sin correr, cruzando el aparcamiento hacia la avenida. Justo al llegar a ésta un coche se detuvo para recogerlo.
—Adelante, puedes quitártela —le dijo el conductor al tiempo que ponía el vehículo en movimiento. El hombre obedeció y quitándose la máscara revisó cuidadosamente su alrededor.
—Parece que no me ha visto nadie.
—Ni nadie te ha seguido —convino el otro.
Giraron a la derecha en la siguiente esquina entrando en una zona residencial para seguir casi durante un kilómetro a lo largo de la calle. Al fin se detuvieron detrás de un coche aparcado en una plazoleta.
Cuando cruzando el semáforo se incorporaban a la avenida principal en el nuevo automóvil, el conductor exclamó:
—Trabajo terminado. ¡Bien hecho, jefe!
—Sí que ha sido un buen trabajo. —El hombre sonreía mostrando unos dientes afilados que recordaban a los de un perro—. Un trabajo de decoración muy bien pagado.
Aquella mañana, Carmen sentía tensión y notaba la de Jeff y Muriel. Estaban bien preparados y en sus ensayos habían revisado tanto los argumentos como las posibles preguntas que podrían formularles. Pero conseguir aquella cuenta para su agencia representaba mucho prestigio y dinero; Jeff, Muriel y Carmen sabían que dentro de unos minutos se jugaban su futuro profesional.
La sala de conferencias de la Metropol estaba repleta. No sólo asistían a la presentación un buen número de altos ejecutivos del cliente, sino que también la Reynolds & Carlton había traído a sus pesos pesados para respaldar con su presencia la propuesta de comunicación publicitaria para Friendlydog.
Carmen opinaba que de poco servían los jefazos en la presentación, ya que prácticamente no hablaban, pero Muriel insistía en que debían estar allí, presentes, para dar a entender al cliente lo mucho que deseaban su cuenta y que ellos velarían en el futuro para mantenerlos satisfechos. Pero lo más importante eran las relaciones que establecerían con los grandes directivos del cliente; seguramente, si todo iba bien, se citarían para jugar al golf.
Carmen admitía que sí, que para jugar al golf sí servían.
La sala estaba ocupada en su centro por una larga mesa alrededor de la cual se sentaban los hombres y mujeres de ambas compañías. Por encima de uno de los extremos de la estancia, suspendido en el techo, había un cañón de proyección por el que se lanzaban las imágenes procedentes de un ordenador portátil sobre una pantalla situada en el otro extremo de la habitación.
El conferenciante se ubicaba a uno de los lados de la pantalla de forma que podía hablar de cara al resto de los asistentes y al tiempo ver en el ordenador lo que se proyectaba a su espalda.
Después de los saludos de rigor, John Carlton, presidente de Reynolds & Carlton, agradeció a los ejecutivos de la Metropol que le dieran a su agencia la oportunidad de ser elegida para trabajar en la cuenta de Friendlydog. Expresó enfáticamente cuán grande era el interés y el entusiasmo de Reynolds & Carlton por Metropol y su marca Friendlydog y la convicción de que, de producirse, éste sería un matrimonio feliz. Luego presentó a los altos ejecutivos de la agencia, capitaneados por el vicepresidente Rich Reynolds.
Carmen observó a Rich con atención. No lograba ver el encanto que Muriel encontraba en aquel hombre bien parecido pero ya cincuentón. Rich no podía competir en absoluto con Jeff. Finalmente, Carlton pasó la palabra a Mike Dixon, el ejecutivo que sería, junto con su equipo, el responsable de la cuenta.
Mike hizo una descripción del sumario que la Metropol les había dado como orientación a su trabajo y la forma en que habían desarrollado el proyecto. Luego presentó a las personas que formaban el equipo: Muriel Mahare, ejecutiva de cuentas, explicaría la estrategia de comunicación y la diferenciación frente a la competencia. Jeff Ray, director de creatividad, iba a exponer las propuestas propias de su especialidad. Finalmente Carmen Clemente, ejecutiva de planificación de medios, recomendaría los impactos publicitarios destinados al consumidor objetivo y cómo distribuir el presupuesto de comunicación.
Mike cedió el estrado a Muriel y ésta tomó su lugar con una calma y una aparente seguridad en sí misma que sorprendió a Carmen, a pesar de conocerla bien. Muriel hizo una pausa calculada, con la que consiguió la atención de toda la sala. Con una sonrisa segura y no excesiva dio los buenos días y anunció que el resto de la charla se haría proyectando en la pantalla, pero que los materiales y diseños estarían disponibles para quien quisiera verlos y tocarlos al final de su exposición.
Habían decidido esa estrategia durante los ensayos para evitar que los ejecutivos de la Metropol se distrajeran. Si los dejaran manosear los materiales gráficos ahora, se formarían conversaciones paralelas comentando las opciones creativas. De esa forma ellos controlaban la presentación durante todo su desarrollo.
—Cualquier pregunta será bienvenida en cualquier momento —dijo con otra encantadora sonrisa—. Por favor, ¿pueden bajar las luces? —Y la sala quedó con una iluminación moderada, permitiendo que Muriel pudiera ser vista por todos los asistentes y que a su vez ella viera al resto de los reunidos. Los logos de la Metropol y de la Reynolds & Carlton se proyectaban ya en la pantalla.
Y empezó su charla con voz firme y convincente.
Conforme iban pasando las imágenes, y Muriel marcaba con el ratón del ordenador los puntos que deseaba destacar en la pantalla, Carmen miraba de reojo a Mike Dixon, pensando que éste debía de sentir el aliento de Muriel corriendo detrás de él, muy cerca de su cogote. Carmen sabía cuánto ambicionaba su amiga la posición de Mike y la chica se mostraba mucho más brillante que él. ¡Y allí estaban los grandes jefes!
Pero de pronto Carmen percibió algo extraño. En la tenue luz de la habitación pudo ver, al lado derecho de Muriel, junto al atril, una forma luminosa suave y de menor intensidad que la de la pantalla. ¿Un reflejo? Carmen miró del lado contrario y no vio la causa de aquel curioso resplandor. Revisó el resto de la sala sin encontrar la fuente de la tenue claridad. Su amiga continuaba con su charla y mantenía la atención del público sin ningún tipo de problema.
Al cabo de unos minutos, aquella forma luminosa iniciaba un movimiento hacia la derecha. Carmen volvió a mirar en derredor para comprobar si algo producía el desplazamiento de la luz. Tampoco vio nada.
—Esto puede estropearlo todo, distraerá a la gente —murmuró.
El reflejo desapareció, y Carmen respiró aliviada. Se concentró en la presentación de Muriel. Pero en seguida la luminosidad empezó a deslizarse otra vez por el lado de la pared.
«¡Para, por favor!»Pero no paró y, cambiando lentamente de dirección, fue a cruzar la sala entre los asistentes y por encima de la mesa. Carmen pudo ver aquello mejor. ¡Era imposible que fuera un reflejo! Tenía forma ovalada, era del tamaño de una persona, y al meterse en el haz de luz que el proyector lanzaba sobre la pantalla, desapareció. Carmen observaba a su alrededor comprobando que todo el mundo continuaba atento a Muriel. Mantuvo su mirada por donde aquello había desaparecido y vio que salía por el otro lado del haz del proyector, quedándose junto a Rich Reynolds. Pero éste se mantenía tan absorto en la presentación como los demás. Nadie mostraba ningún signo de que algo anormal en la sala distrajera su atención. ¡Aparentemente sólo Carmen podía verlo!
Se fijó atentamente en la luz. Era blanquecina y tenue pero en su interior podía distinguir discretas tonalidades de color. Tenía un volumen y una forma que vagamente corresponderían a una figura humana.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué sólo ella podía ver aquello?
Sin embargo, eso no era algo nuevo. Era una sensación familiar. Y fue entonces cuando Carmen sintió miedo. Estremeciéndose, rebuscó en su memoria, recordando aquellas historias que tenía sepultadas en algún rincón de su mente y que no habría deseado desenterrar. Historias de su infancia, en un lugar lejano en espacio, tiempo y cultura.
La madre de Carmen era natural de San Diego, en la California estadounidense, y su padre de Ensenada, en Baja, México. Carmen había nacido en Estados Unidos y vivía a caballo entre dos culturas y dos paisajes. Lo que era imposible en un lado de la frontera era lo normal en el otro y viceversa.
De pequeña, había pasado muchos veranos en la casa que su única tía paterna tenía en un lugar cercano a Ensenada llamado Santa Águeda. Durante esas estancias de veranos infantiles en aquel villorrio, con su iglesia que recordaba a la antigua misión de Loreto, encajado en un estrecho valle poblado de olivos, naranjos, vides y chiles, oasis entre desierto y océano, Carmen desarrolló una sensibilidad muy especial.
Tendría entonces unos seis o siete años, había caído la noche y Alicia llegó cuando Carmen y sus tíos iban a cenar.
Alicia era la vecina de la gran casa que se alzaba en un extremo de la calle y que miraba al pequeño puerto rocoso donde las barcas de madera, pintadas de blanco, azul y verde, flotaban en las aguas transparentes. Tenía una estrecha relación con la familia de Carmen y amaba a la niña como a una hija.
—Mi marido y yo nos vamos de viaje a San Diego, para un asunto de negocios suyo —le dijo a la tía y luego añadió con una gran sonrisa—: y a mí me lleva de compras. Te traigo las llaves de la casa por lo que pueda pasar. Vigila, por favor, que la sirvienta riegue bien las plantas del patio interior y de los balcones.
—Naturalmente, Alicia, divertíos —contestó la tía—. ¡Qué suerte tienes!
—¿Y tú qué vas a querer que te compre en San Diego, cariño? —preguntó a Carmen.
—No sé —repuso ella, muy seria.
—¿Qué te pasa, mi amor? —le dijo Alicia dándole un beso.
—Debe de tener ya sueño —terció la tía—. Ha estado todo el día jugando.
—¡Ya sé qué te voy a traer! —exclamó Alicia con el tono de entusiasmo que se usa con los niños—. Una hermosa muñeca. ¿Qué te parece?
Carmen no contestó.
—¡Pero bueno, Carmen! ¡A qué viene esa cara tan seria! Anda, dame un beso.
Carmen le colgó los brazos al cuello y besó a su querida amiga.
Más tarde, al final de la cena, Carmen puso las manos sobre la mesa y apoyó en ellas la cabeza. Y empezó a llorar desconsoladamente.
—¿Qué te ocurre, cariño? —preguntaba su tío—. ¿Por qué lloras?
Pero Carmen no podía detener el llanto. Al final los tíos consiguieron calmarla lo suficiente para que pudiera hablar.
—Por Dios, Carmen. ¿Qué te sucede?
—No veré nunca más a Alicia.
—No, chiquilla, que volverán dentro de una semana. Se han ido sólo por unos días.
—No, tío, no —contestó Carmen entre sollozos—. No podrán volver. Se han ido para siempre.
La tarde siguiente llegó la noticia. Alicia y su marido habían muerto en un accidente de automóvil antes de llegar a Tijuana.
Carmen tuvo siempre una gran imaginación y sensibilidad. Sus padres la encontraban muchas veces jugando con amigos invisibles que tenían sus propios nombres y personalidades. Y los amigos regresaban al día siguiente para jugar con ella.