Authors: Jorge Molist
Pero no era justo lo que algunos contaban en Baja sobre las misiones, y él siempre estaba presto a defender a los antiguos misioneros tan pronto encontraba ocasión.
«Buscas discusiones innecesarias —continuaba su superior—, te exaltas. Siempre crees tener razón.» Bueno, eso no era del todo cierto, a veces admitía equivocaciones, pero en el asunto de las misiones, no. En eso sí tenía razón. Agustín creía, sin lugar a dudas, que las misiones en California fueron una epopeya grandiosa.
Ya había convencido a muchos en Santa Águeda; a todos los que acudían a la iglesia y también a alguno más. Claro que estaban los otros, los de la taberna del puerto, ésos le llevaban la contraria por sistema. Ésos eran del grupo de Anselmo.
—Si los misioneros lo hicieron tan bien, ¿cómo es que se les murieron los indios? —le cuestionaba uno al plantearse la discusión en una de las infrecuentes visitas amistosas de Agustín al bar—. Antes de que llegaran se dice que había cuarenta mil y ahora sólo quedan mil.
—¡Qué fracaso para los frailes! —intervenía otro.
—¡No estoy de acuerdo! —clamaba el cura cuando le mencionaban las cifras—. Para empezar, no me creo la estimación inicial. Y si la gente se moría no era por culpa de los religiosos.
—¿Ah, no? —le respondían—. De no haber venido los frailes, los indios habrían continuado viviendo felices.
—¡Qué felices ni qué nada! —Agustín se encendía—. Las epidemias habrían aparecido con la misma o incluso mayor virulencia al entrar los indios en contacto con aventureros e inmigrantes cuando éstos empezaran a invadir Baja. Las misiones prohibieron el establecimiento de colonos, que con sus cultivos y ranchos habrían desplazado a los indígenas desposeyéndolos de las tierras. Se protegía al aborigen, se le enseñaba la fe cristiana, era bautizado. El indio aprendió agricultura, ganadería, cerámica y otras artesanías.
—¿Y entonces por qué se morían?
—Fue la peste y, peor aún, la sequía que a partir de 1751 asoló Baja California. —Agustín demostraba que había estudiado la historia con cuidado—. Fue tan terrible que hubo lugares en que no cayó lluvia alguna durante años. Duró casi un siglo y no fue hasta 1845 que las precipitaciones volvieron a su ciclo normal. Claro, muchas fuentes desaparecieron y los canales de riego construidos por las misiones se secaron y éstas no podían abastecer a la población indígena que dependía de ellas. No había trabajo, no había comida. La caza y la recolección de los productos del monte, la forma tradicional de subsistencia indígena, sufría aún más la falta de agua que las áreas de cultivo. Las gentes se morían de hambre, hubo revueltas y las pestes se ensañaban en los cuerpos debilitados. Además, al finalizar las misiones se contaron veinte mil indios, una cifra parecida es la que debía de haber al llegar los misioneros.
La argumentación era convincente, y a Agustín le funcionaba bien. Pero no cuando se topaba con Anselmo en la taberna. Éste lo escuchaba argumentar, cargado de pasión, mientras lo observaba, inexpresivo. Luego mostraba esa odiosa sonrisa y le respondía con apariencia humilde:
—Y dígame, padre, si los misioneros llevaban el mensaje de Dios, ¿por qué Dios permitía tal mortandad? ¿Por qué no terminó con la peste? ¿Por qué no hizo llover? ¿No serían esos frailes falsos profetas a los que los dioses antiguos quisieron castigar?
Aquello descolocaba al cura. Carraspeaba, al tiempo que discurría qué respuesta darle, e iba notando cómo crecía en su interior la indignación contra aquel pagano.
—Los designios del Señor son a veces misteriosos para nosotros. Pero la fe de Cristo es la verdadera. ¿Cómo te atreves a dudar de eso?
Anselmo respondía con una risita.
—A veces el Señor nos somete a pruebas muy duras para hacernos mejores —continuaba Agustín, conteniéndose; no quería perder la calma delante del corro de espectadores que se había formado en el bar.
—¿Y es verdad, don Agustín, que a algunos indios libres los soldados de las misiones los cazaban a lazo como al ganado para luego bautizarlos a la fuerza y hacerlos trabajar como esclavos?
—Bueno, no lo creo. Pero eso dicen algunos y es posible que alguien cometiera algún exceso. No todos los hombres de religión merecen serlo y...
—Sí, pero al indio que no trabajaba los españoles le daban tantos latigazos que casi se moría.
—¡Un momento! ¿Por qué tenían que ser españoles? El orden dentro de las misiones lo mantenían los capitanes indígenas...
—Sí, sí, pero aun así los frailes españoles fomentaban los azotes contra los indios —insistía Anselmo.
—¿Cómo que los frailes españoles? En aquellos tiempos, el castigo físico era normal. En España también se aplicaba, ya fuera a criados, soldados, o marinos. Los propios eclesiásticos se autoflagelaban para ser más puros. Y no sólo en España; ocurría en todo el mundo, en Francia, en Inglaterra, en todo el mundo... Mira, de no ser por la sequía y las pestes; con la agricultura y la ganadería que permite una producción de alimentos mucho mayor en el mismo espacio, el número de indígenas habría aumentado de forma espectacular y éstos, ya convertidos en buenos cristianos y con su alma a salvo, podrían haberse enfrentado con éxito a todos los que vinieron después de la desaparición de las misiones a ocupar sus tierras. ¿Quién puede vivir hoy sólo de cazar y recolectar bellotas y piñones?
—Sí, pero los frailes españoles encerraban bajo llave a las mujeres solteras por la noche. —La sonrisa que mostraba huecos en los dientes estaba otra vez allí.
—Bueno, las misiones tenían sus normas de decencia. Y no todos los religiosos llegaban de España, también los había criollos e indígenas...
—Sí, pero cuentan que eran los frailes españoles los que usaban la llave por la noche y... —La concurrencia estallaba en carcajadas al llegar a ese punto.
Agustín quería mantener la calma, pero no le era nada fácil; aquél era el momento de abandonar la discusión con dignidad.
Y luego, camino de casa, el cura iba rumiando qué debería haberle contestado a aquel maldito pagano cuando le dijo tal o cual cosa.
—¡Mike Dixon pensaba que me hundiría al acusarme frente a Rich Reynolds! —dijo Muriel sonriendo con malicia—. Pero el tiro le salió por la culata.
Carmen la escuchaba sentada a la mesa de cocina del apartamento que ambas compartían. Admiraba a Muriel por su habilidad al manejar tanto gente como situaciones; era capaz de hacer intrincados malabarismos y caer de pie sin lastimarse. Pero tendía a actuar por impulso, a veces corriendo demasiados riesgos, y después se preocupaba por las consecuencias.
—¡Tendrías que haber visto la cara de Dixon cuando Reynolds le dijo que sí, que él también sabía que yo iba a presentar el diseño de marca! —Y Muriel lo imitaba con una expresión de asombro estúpido.
Carmen estalló en carcajadas. Otra de sus características era la gracia con que contaba las historias.
—El pobre quedó como un tonto; él era el único que ignoraba que se presentaban los diseños. —Muriel hizo una pausa, para continuar luego con una sonrisa picara—. Y tampoco sabe que tengo al jefe de mi lado. Dixon estaba pasmado, no reaccionaba.
—¿Y qué pasó después?
—Pues que Rich dio por terminado el asunto con una suave reprimenda —Muriel amplió su sonrisa—. Pero no fue para mí por no haber informado a Dixon, sino a ambos por igual por «no comunicarnos bien».
—¿Será posible? —Carmen se asombraba, riéndose—. ¡Qué bruja que eres!
—¡Es que tu amiga Muriel vale mucho! —afirmó haciendo un gesto que significaba un «ya te lo dije».
—Dixon debió de salir de la reunión desesperado. —Carmen no había terminado la frase, cuando la sonrisa se le heló en la boca.
Detrás de Muriel acababa de ver «aquello» que había visto el lunes por la mañana durante la presentación. Era ese resplandor tenue en tres dimensiones y de forma ovalada que tenía el tamaño de un ser humano. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¿Qué hacía «aquello» en su casa?
—Estaba que echaba chispas —continuó Muriel sin percatarse del cambio en la expresión de Carmen—. Espero que sea lo suficientemente inteligente para darse cuenta que debe abrirme paso, y que si pretende detenerme, le voy a arrollar.
Muriel hablaba sin que Carmen le prestara atención. No podía apartar los ojos de «aquello». ¿Qué estaba pasando? Carmen se levantó lentamente de su sillón acercándose a Muriel y a la extraña luminosidad. Y rápida, extendió su mano sobre la cosa.
Vio cómo la mano penetraba en el resplandor. Pero de inmediato aquello se desplazó unos metros y se colocó delante de las cortinas que daban a la terraza.
—¡Carmen! —oyó que Muriel le decía—. ¿Qué estás haciendo?
—¿No lo ves?
—¿Qué tengo que ver?
—Mira las cortinas. —Muriel miró en la dirección que Carmen le indicaba.
—No veo nada. ¿Qué es?
—¿No ves una luz, un resplandor tenue?
—No veo nada, Carmen. ¿Cómo es?
—Ahora tampoco veo nada. Ha desaparecido de repente. —Carmen se dio cuenta que Muriel la estaba mirando con una expresión extraña.
—¿Te encuentras bien?
—Me encuentro perfectamente. Pero he visto ese resplandor débil. Es como una fluorescencia, casi imperceptible. Estaba aquí. Y estuvo el lunes cuando presentábamos lo de Friendlydog.
—¿Estás segura de que no es un efecto óptico de algún tipo? ¿No necesitarás gafas?
—No tiene que ver con mis ojos.
—Pues los míos no lo han visto.
—Quizá tenga que ver con mi percepción.
—¡Carmen! —exclamó Muriel con una sonrisa—. ¡No me vengas con una historia de las tuyas de fantasmas! —Su amiga conocía lo que ocurrió en la casa de Alicia en Santa Águeda. Había sido motivo frecuente de conversaciones.
—No sé qué era, pero estoy segura de haberlo visto.
—Carmen, por favor. —Ahora Muriel había dejado de sonreír—. Si quieres quedarte sola en el apartamento, lo dices claramente, pero no me asustes, que yo me tomo esas cosas en serio.
Carmen rió ante la expresión de su amiga.
—¡Claro que no quiero quedarme sola! —repuso Carmen, disfrutando de la cara miedosa y del teatro que su amiga, medio en serio, medio en broma, representaba—. Y menos si tenemos fantasmas en la casa.
Muriel se levantó de la mesa de un salto. Y Carmen volvió a reír alegremente.
—No seas tonta. Tal vez haya tomado demasiado vino en la cena. ¿Ves? Ahora no veo ninguna lucecita. Ni tú tampoco la has visto, ¿verdad? —Muriel negó con la cabeza—. ¡Pues no hay nada! Olvidémoslo.
—¿Estás segura?
—Naturalmente. Cambiemos de tema; hay que limpiar la mesa. —Y empezó a recoger los platos de ambas. Su amiga la imitó pero, al mirarla disimuladamente, la veía observando las cortinas con recelo.
Carmen estaba segura de haber visto lo que vio. Y ahora sabía que sólo ella era capaz de verlo. Pero había algo más que le extrañaba. ¿Por qué Muriel se había alterado tanto? A pesar de haber pretendido disimular con humor, estaba afectada, la conocía. ¿Era quizá la tensión de aquellos días? Muriel había demostrado siempre una gran curiosidad por lo que ella le contaba de Santa Águeda, pero nunca temor. Estaba rara. ¿Qué estaría ocultando?
Su compañero no se quejaba, pero se retorcía angustiado mientras la serpiente de cascabel reptaba hacia unas matas en busca de refugio. El hechicero, cuchillo en mano, se precipitó hacia el muchacho para sacarle el veneno.
«Mala suerte» se dijo Anselmo, estremeciéndose. El chico lo había intentado y la serpiente le mordió. Aunque sobreviviera a la mordedura igualmente moriría joven, ésa era la tradición.
Ahora le tocaba a él y Anselmo se acercó a las matas, apoyando con cuidado en el suelo uno de los extremos de su «ipa'lili», el bordón ceremonial que lo distinguía como a uno de los iniciados. Entonces comenzó a sisear, silbando entre dientes la canción del fuego, la misma que los paisanos cantaban y bailaban cuando le presentaron a los demás clanes hacía ya casi once años. Se puso en cuclillas e inició la espera, paciente, mientras los siete muchachos restantes observaban a distancia. Sentía temor, pero su pulso no temblaba. ¡La víbora debía salir, tenía que lograr que saliera!
La ceremonia de iniciación de aquel grupo de muchachos había empezado dos meses antes, justo cuando las Pléyades se mostraban por primera vez al atardecer y Anselmo tenía quince años. Aquella noche cantaron y bailaron la danza del fuego hasta que el primer rayo de sol iluminó la colina sagrada. Entonces fue cuando el hechicero perforó la nariz a cada uno de los neófitos con un palo afilado, colocándoles un pedazo de junco para evitar que se cerrara el agujero. Desde aquel momento, los chicos tuvieron que sobrevivir comiendo sólo plantas silvestres; los rayos del sol no debían tocar su cuerpo y nadie excepto el brujo estaba autorizado a verlos.
Al fin, al cicatrizar la herida de la nariz, el hechicero dijo que estaban preparados para la gran prueba.
Anselmo notaba cómo el corazón batía en su pecho cuando un movimiento en las matas indicó que la víbora regresaba. No detuvo su silbido, y al poco rato vio la cabeza del reptil asomando entre la hojarasca. El chico hizo vibrar su palo con suavidad, lo suficiente para llamar la atención de la serpiente, pero no tanto como para asustarla. Y ella, poco a poco, ondulando su cuerpo alrededor del bordón, inició su ascenso hacia el brazo que lo sostenía.
Era el gran momento de su vida. La serpiente lo miraba con sus ojos fijos y balanceaba la cabeza antes de abrazar de nuevo el palo para subir un poco más. Y así, enroscándose alrededor del bordón, fue ascendiendo como hipnotizada por el sonido hasta que llegó a la mano y su piel fría se aferró a la carne caliente de Anselmo. Éste no apartaba la vista del animal ni detenía su silbido. Aun sin distraerse de su tarea, el chico sabía que sus compañeros no se perdían detalle, y que a alguno le gustaría que la serpiente le mordiera.
Pero él no cejaba en su empeño; era la gran prueba. Y el animal continuó, lento, ascendiendo por el brazo y al alcanzar el hombro desnudo, la cabeza de la víbora se balanceaba a tan sólo unos centímetros de los ojos del chico. Allí estaba la lengua bífida entrando y saliendo de la boca, sin llegar a abrirla. No mostraba en ningún momento los colmillos, pero con toda seguridad estaban allí, mortales. Y el reptil siguió hasta colocar su cuerpo encima de los hombros del muchacho, manteniendo su mirada en la suya. Entonces fue cuando Anselmo detuvo el siseo. El animal movió la cabeza a un lado y a otro, primero desconcertado, pero luego en súbito movimiento lanzó la testa hacia atrás, como para tomar impulso e hincar los dientes. Y se detuvo. Con angustia Anselmo notaba cómo el sudor, que ahora perlaba su frente, caería de un momento a otro en gotas. Sabía que una mordedura en ese momento significaba la muerte instantánea. Le habría gustado cerrar los ojos, pero no quería, ni tampoco debía.