Presagio (5 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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—Pero habías quedado con el pobre Jeff.

—Cierto. En un principio pensé que tenía tiempo más que de sobra. Pero hablamos y hablamos y el tiempo voló. Nos encontrábamos estupendamente. Cuando cerraron el restaurante fuimos a la oficina para que yo le enseñara las partes nuevas de la presentación. Estábamos solos y él se acercaba mucho a mí para ver mejor la pantalla de mi ordenador. Olía su colonia y nuestras manos se tocaban al pasar los documentos. —Muriel hizo una pausa y, mirándola intensamente con sus ojos verdes que brillaban de forma especial aquella mañana, dijo—. Me sentía muy excitada.

—¿Y pasó algo?

—No. Sólo que me aconsejó cómo mejorar la exposición en un par de puntos. Nada más.

Muriel hizo una pausa para añadir con una sonrisa traviesa:

—¿Sabes?

Carmen la miró mientras negaba instintivamente con la cabeza.

—Intenté provocarlo. —Y se llevó la taza de café a los labios mientras disfrutaba del suspense y la expectación que creaba en su amiga.

—¿Y qué pasó?

—Nada. Pero creo que él se estaba quemando por dentro.

—¿Y tú?

—También. Sentía fuego en la sangre. —Y luego añadió con toda tranquilidad—: Creo que nos deseamos.

—¿Os deseáis? —repitió, pasmada.

—Pues sí. Creo que sí. —Muriel sonreía.

—Pero ¿qué hiciste para provocarlo así?

—Vamos, Carmen. Ya sabes, esa sonrisa; un tropiezo que te deja en sus brazos; lo rozas con la pierna cuando estáis sentados muy juntos frente al ordenador... En un momento dado empecé a frenar. No habría sido bueno ir demasiado lejos tan pronto.

—¿Qué quieres decir? ¿Que mañana puede haber más?

—Quién sabe —dijo Muriel con una leve sonrisa picara y haciendo un gesto con su taza de café.

—¿Y qué vas a hacer con Jeff? —Carmen se sentía esperanzada.

—Bueno, a Jeff lo amo. Y lo paso muy bien con él. Seguirá siendo mi novio. Además, no ha ocurrido nada con Rich.

«Aún», pensó Carmen.

—¿Pero no crees que es demasiado hacer esperar a Jeff hasta las nueve y media sin avisarle?

—Sí, tienes razón. Pero no pude evitarlo. Desconecté mi teléfono móvil en el restaurante y no sentí ninguna necesidad de conectarlo, ni siquiera de coger los de la oficina cuando regresamos. Jeff tuvo suerte.

—¿Qué suerte?

—Rich y su esposa habían invitado a unos amigos a cenar ayer y él tuvo que salir corriendo. Llegó tarde, por supuesto.

—¿Y si no llega a ser por la cena?

—Jeff habría esperado más.

Carmen meneó la cabeza, incrédula, mientras alcanzaba los cereales de uno de los armarios y luego la leche desnatada de la nevera.

—¡Eres terrible, Muriel! Oye, y esa historia del diseño de marca que le pediste a Jeff y que no está en el sumario, ¿de qué se trata?

—¡Ah! —dijo Muriel usando de nuevo su tono misterioso—. ¡Es mi arma secreta!

—¿Fue Rich quien te pidió incluir el diseño de marca?

—¡No! Ayer fue la primera vez que pude tratar la presentación a fondo con Rich. Mike hace siempre de intermediario con las altas esferas y trata de controlarlo todo.

—Entonces fue Mike, tu jefe, quien te lo pidió...

—Tampoco. A ése jamás se le ocurriría.

—Pero ¿sabe que vas a presentar una propuesta de diseño de marca?

—No, aunque ahora lo sabe Rich. Sé que eso va a cabrear a Mike, pero que se joda.

—Jeff y su equipo han invertido un montón de horas desarrollando las propuestas para ese diseño... ¿Quieres decir que lo inventaste tú, sin más?

—No exactamente.

—Entonces ¿de dónde has sacado la idea? ¿Cómo estás tan segura de que no vas a estropear el conjunto de la presentación con un elemento no pedido?

—Quizá te lo cuente una vez la cosa funcione —le contestó Muriel mirándola ahora con seriedad. Y luego añadió con otra de sus sonrisas misteriosas—: Pero por ahora guardaré ese secreto incluso para ti.

Agustín estaba tendido en el suelo de su iglesia, boca abajo y con los brazos en cruz, frente al altar mayor. La fría oscuridad era atravesada por la tenue luz de una llama que anunciaba la presencia del Santísimo en el altar.

Aquella noche no había podido conciliar el sueño. No. A pesar de que su cena fue parca en comida y abundante en vino. Pero el vino no pudo mitigar la angustia. Desde su último altercado con Anselmo, las palabras del viejo continuaban golpeándole, allí dentro, en su mente y también en su corazón, sin piedad.

«Yo lo sé. Lo sé —decían una y otra vez. Y Agustín las oía con la misma claridad que cuando se enfrentó con Anselmo en la taberna—. Lo sé. Usted engaña a la gente. —Recordaba su sonrisa mellada—. Les cuenta historias que no cree, porque hace tiempo que se le acabó la fe. Duda de su Dios. Duda. Ya no tiene fe. Pero finge y engaña.»

Después de dar vueltas en la cama sin poder pegar ojo, el cura decidió rezar en su iglesia. Ella le daba paz, tranquilidad. Así que, después de entrar y cerrar la puerta con llave, apagó las luces eléctricas para tenderse al frío del suelo, brazos en cruz, en señal de humildad, tal como hizo cuando tomó las órdenes sacerdotales.

¿Pero cómo podía saber ese maldito de su sufrimiento? ¿Cómo lo sabía? ¿Por qué siempre acertaba a golpearle en sus heridas?

«Por favor, Señor, ayudadme —murmuraba, angustiado—. Devolvedme mi fe, la que tenía de niño, la que me traje a América, la que me llevó a envejecer tan lejos de donde nací, tan lejos de mi familia.»¿Qué no daría por creer como entonces? ¿Qué no daría por dejar de sufrir esas dudas que ahora, con tanta frecuencia, lo atormentaban?

«¿Familia? —se decía—. ¿Pero qué familia? Estas gentes son mi familia. Mis feligreses, la gente de esta tierra. Ya no tengo otra.» Hacía muchos años que sus padres habían muerto, y desde el entierro de su madre no había regresado ni a su pequeño pueblo ni a España. Ya entonces se sintió extraño, incluso su acento había cambiado, sabía que su lugar no estaba allí, sino en Santa Águeda. Se carteaba de vez en cuando con una de sus hermanas y ella respondía al cabo del tiempo, Pero ése era su único vínculo con el pasado.

«La ha perdido. Ha perdido su fe. Usted engaña a la gente. —Podía ver la cara del viejo, sonriente—. Lo sé. Lo sé.»

«Dios mío, devolvedme mi fe —gemía. Ahora, pasados los sesenta años, se cuestionaba toda su vida. Perder la fe, dudar de Dios. ¿Cómo podía ocurrir le tal desgracia después de dedicar su vida al Señor?—. ¿Y si no existiera, como dicen los ateos?» La idea era tan horrible que lo hacía estremecerse. Su vida habría sido una completa inutilidad, una farsa.

Sentía pena de sí mismo, las lágrimas acudieron a sus ojos y un sollozo rompió el silencio de la noche. Al poco su cuerpo se convulsionaba en un llanto incontenible. «¿Ha sido todo inútil? ¿Tendrá razón ese viejo pagano?»A veces envidiaba a sus feligreses, a la gente de su edad. Tenían esposa, hijos, nietos. Y jugaban con ellos. Vivían rodeados de otras gentes que los querían. De los amigos de la infancia. Él había renunciado a todo eso para mayor gloria del Señor y para propagar la fe en Cristo. ¿Y ahora dudaba? ¿Después de un sacrificio tan grande?

¿Habría sido todo inútil? ¿Todo en balde?

«Dios mío, por favor, devolvedme mi fe. Concededme un signo, una señal, para que vuelva a creer. Por piedad, Señor...»Apoyando la frente en el suelo, ahora además de frío, húmedo de lágrimas, recordó su primer encuentro con Dios.

«Collons! —exclamó el pequeño—. ¡Qué cosa tan salada me ha metido ese tío en la boca!»El cura acababa de poner unos granos de sal en los labios del niño, tal como el rito del bautismo exigía, y la madre, cubierta con una larga mantilla negra, miró horrorizada a su pequeño y luego al capellán.

El padre, vestido con traje oscuro y camisa blanca, aunque sin corbata, miró también al cura sin disimular una amplia sonrisa de satisfacción. El niño era un travieso incorregible, siempre cometiendo diabluras, pero de vez en cuando le daba una alegría como en aquel momento.

Ya lo llamaban Agustín antes del bautizo. Su padre lo había inscrito con ese nombre en el registro civil cuando nació, unos cuatro años antes. Pero entonces las cosas eran muy distintas en el pueblo.

Eran tiempos de la República y Francisco, su padre, un campesino al que sus tierras de secano apenas daban para mantener la extensa familia de seis hijos que habían sobrevivido a la mortandad infantil. Pero era un personaje vital y extrovertido y al llegar la República sus paisanos lo nombraron juez de paz.

Al contrario que la madre, Francisco no iba a misa, ni le gustaban los sacerdotes, y animado por los nuevos aires izquierdistas, se negaba a bautizar a su hijo menor. Pero era hombre recto y su sentido de la justicia lo hizo proteger al cura cuando algunos exaltados amenazaban con colgarlo al enterarse de que los militares se habían sublevado contra la República. Decían que el capellán daba opio al pueblo y que, al igual que los rebeldes sublevados contra el gobierno legítimo, estaba aliado con burgueses y terratenientes.

En lo segundo quizá tuvieran razón, pensaba Francisco, pero de dar opio nada de nada. Lo único que daba gratis el párroco era agua bendita.

«No es un mal hombre —argumentaba en defensa del cura—, pero necesita rezar menos y trabajar más. ¿Dónde se ha visto que un hombre sano, hecho y derecho, viva de limosnas?»A partir de aquel momento, el sacerdote tuvo que trabajar los campos del padre de Agustín. A cambio, éste lo protegía, le daba comida y un poco de dinero. Muy poco. También le dejaba que al final de la jornada continuara con su culto. Las relaciones de ambos habían sido siempre tensas y ahora lo eran aún más. El cura odiaba la costumbre de su nuevo patrón, común en otros del pueblo, de hacer trabajar a las muías a gritos que en su mayoría eran blasfemias contra el Señor, la Virgen María, su hijo Jesucristo o contra el primer santo, real o inventado, cuyo nombre les venía a la mente.

—Tienes que jurarles, si no, no trabajan —argüía Francisco cuando el cura le censuraba, indignado, su impiedad al mancillar los nombres sagrados.

—Las muías no entienden —respondía el sacerdote—, sólo reaccionan al tono de enfado que usas.

Al no convencerlo, el cura tomó el arado y las riendas y empezó a gritar a los animales:

—Ánimo, queridas mías, trabajad que Dios os ama como a todos los seres que creó. —Usaba el mismo tono agresivo y amenazante que Francisco. Al principio, los animales, acostumbrados a su amo, no se movieron, pero al insistir el cura en sus bendiciones en tono violento y sus alabanzas intimidantes, decidieron al fin andar.

Francisco lo contemplaba sentado a la sombra, realmente sorprendido.

—¿Lo ves? —le dijo el cura sonriente—. Bendice a Dios y tus muías trabajarán mejor.

—Eso le funciona a usted —repuso Francisco disimulando su admiración con una sonrisa socarrona—, porque esas muías son tan beatas como mi mujer y quieren quedar bien con el cura.

—¡Dios mío! —se desesperaba el sacerdote—. ¿Qué puedo hacer para salvarle el alma a este descreído blasfemo? ¡Ayuda, Señor!

Sus rezos debieron de ser escuchados en las alturas porque al cabo de unos meses el ejército de los sublevados avanzaba ya sobre el pueblo.

—Huyamos de aquí —le decían a Francisco sus amigos—. Te van a matar. Todos los que tienen que ver con instituciones o partidos de la República son fusilados o encerrados en campos de concentración.

—Vete, por favor —le decía su esposa.

—Sal del pueblo, escóndete en el monte —le suplicaba su madre.

Pero Francisco, con su característica tozudez, se negó una y mil veces.

—Ésta es la tierra de mis padres y de mis abuelos. Yo no me voy. Si he de morir, moriré aquí.

Cuando las tropas entraron en el pueblo no quedaba ninguno de los antiguos responsables republicanos con excepción de Francisco. Y fue encerrado junto a los acusados de izquierdistas.

Seguramente habría terminado en un campo de prisioneros o ajusticiado, pero el cura, restituida y aumentada entonces su autoridad terrenal por el nuevo régimen, intervino:

—Dejadlo libre —decía en tono que no admitía réplica—. Tiene mujer, seis hijos que mantener y no ha hecho mal a nadie. Creo que hasta le debo la vida.

—Pero padre —argumentaba el capitán—, ese hombre era juez republicano. No puedo dejarlo ir. Tengo órdenes.

—Es un buen hombre —repuso el cura—. Sólo debe dejar de mancillar el nombre del Señor e ir a misa cada domingo. Yo respondo por él. Si hace algo malo, lo llamaré para que lo encierre.

El capitán tuvo que consultar con el comandante y el cura habló con Francisco. Le propuso un pacto. Debía bautizar a su hijo menor, no tomar el nombre de Dios en vano e ir a misa con la familia todos los domingos. Francisco se resistía a aceptar, insistiendo en que no había perjudicado a nadie, pero el cura se mantuvo firme y al fin, presionado por todos, el hombre claudicó.

Cuando la familia iba a misa, la madre y los hermanos ocupaban las primeras filas, pero Agustín recordaba a su padre, siempre de pie en el fondo o sentado en el último banco, con su traje de domingo, camisa blanca sin corbata y boina entre las manos. Evocaba su figura un poco encorvada; su pose había perdido la arrogancia; la mirada, el orgullo de antes. Era uno de los vencidos.

Quizá por eso y por la religiosidad de su madre, Agustín empezó a sentir la presencia del capellán mucho más cercana que la del padre. El cura era autoritario, su opinión era respetada por todos y a él lo trataba con especial cariño, como a su ahijado. Y eso hacía que el chico se sintiera partícipe del mando que el cura demostraba en el pueblo. Admiraba a aquel hombre de sotana negra que no escatimaba tiempo para estar con él. Ahora, pasados los años, Agustín se preguntaba si aquel cariño que le demostraba el mosén era genuino y puro, o si en el fondo de su alma el capellán se deleitaba en una venganza encubierta hacia Francisco. Y él, Agustín, era el símbolo de su victoria.

Pronto empezó a ayudar en la misa como monaguillo, a querer imitar al cura y a sentir vocación sacerdotal.

Cuanto más se acercaba al religioso más lejos parecía estar su padre y al final, excepto cuando lo ayudaba en los trabajos del campo, o cuando la familia se reunía en las veladas invernales junto al fuego de la cocina, apenas lo veía.

Parecía que a Francisco no le preocupaba la influencia del cura en su hijo —o quizá disimulara—, ni que éste oficiara de monaguillo. Parecía esperar a que Agustín, como hijo menor, le dijera que quería entrar en el seminario, y cuando al fin se lo dijo, Francisco se limitó a encogerse de hombros.

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