Presagio (3 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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Estimado cliente:

Una vez revisado al detalle el trabajo de decoración que nos encargó, lamento decirle que existen complicaciones adicionales que nos obligan a subir nuestro presupuesto en diez mil dólares. Usted conoce nuestra profesionalidad, y estamos seguros de que sabe que nunca aumentaríamos nuestros presupuestos si no fuera absolutamente necesario.

Quedamos a la espera de su aprobación.

Atentamente,

FULLDECORATION

El hombre rebuscó en una pequeña agenda, tecleó la dirección de correo electrónico y, una vez tuvo la certeza de que era la correcta, pulsó «envío». Sabía que su cliente odiaba que él le enviara mensajes por Internet, y que el aumento le iba a indignar, pero podía permitirse presionarlo.

Y por fin, como él había previsto, a pesar de su irritación, el cliente aceptaba. Era un viejo amigo, tenía mucho dinero y siempre admitía algún incremento. El hombre tomó un trago y al sonreír satisfecho dejó ver aquella boca que recordaba a unas fauces caninas y que confería a su alegría un aspecto perruno.

—¡Maldito farsante! —murmuraba don Agustín entre dientes, mientras avanzaba a grandes zancadas hacia la taberna del puerto, cubriéndose del sol de la tarde con su boina.

Su silueta negra de sotana gastada por el tiempo, pero erguida a pesar de los años, se desplazaba enérgica a través de la calle solitaria a la busca del individuo que era el motivo de su indignación. La sotana era una prenda formal en exceso y anticuada para muchos, pero a él le gustaba. Había situaciones que la requerían, y aquélla era una de ellas.

Al cruzar el umbral de la taberna se detuvo unos instantes para acostumbrar sus ojos, cegados por un sol de desierto, a la penumbra interior. Su silueta, con los brazos algo separados del cuerpo, se recortó a la luz. Como en veces anteriores, la ridícula similitud con un vaquero de película del oeste entrando en el bar de los malos antes del tiroteo acudió a su mente.

Estaba seguro de que aquel sujeto se encontraba allí; le dejaría las cosas claras de una vez por todas.

Pronto distinguió las mesas junto a las paredes con algún parroquiano en ellas, la barra al fondo y, en el centro, moscas volando frenéticamente. Y vio en un extremo, apoyado en la barra y de espaldas, a un tipo frente a un vaso y una botella. Era él.

Agustín se dirigió al hombre, que lucía un sombrero blanco de campesino, y por todo saludo le propinó un golpe en el hombro. Era viejo, y al girarse apretó los párpados de sus ojos almendrados como para evaluar a su agresor.

—Me han dicho que lo has vuelto a hacer! —le increpó Agustín. Anselmo, impasible, lo ponderaba: no, aquél no era el águila, ojos de poder, del presagio. Todo lo más, un viejo cuervo graznando, pero aun así podía ser peligroso.

—¿Qué le dijeron? —quiso saber, en apariencia sumiso.

—Que volviste a engañar a alguien, con el cuento de que le sacabas los demonios, y que cobraste una gallina por ello.

El bar quedó en silencio y todos se acomodaron para presenciar el espectáculo. Durante más de veinte años, aquellos hombres se habían enfrentado, una y otra vez, en públicas y sonadas discusiones.

—¡Ah!, eso. No se preocupe, padrecito, eran demonios pequeñitos y no volverán a molestar.

—¿Que no volverán a molestar? ¡Farsante! ¡Te voy a denunciar a la policía!

—¿Por qué? ¿Qué mal he hecho? —preguntaba Anselmo abriendo los ojos en una expresión inocente a sabiendas de que irritaría más aún a su enemigo.

—Por intrusismo profesional.

—¿Y eso qué es?

—Pretender que haces un trabajo para el que no estás ni reconocido ni capacitado.

—¿Pero es que cree que le estoy quitando limosnas a su iglesia, padrecito? Yo no digo misas.

—¡Claro que no, faltaría más! ¡Sería un sacrilegio! Pero engañar a la gente simulando exorcismos es casi tan malo como eso.

Anselmo, tranquilo, miró al que lo increpaba. Ojos oscuros, barba cerrada, nariz recta y, a pesar de sus sesenta años, pelo abundante peinado hacia atrás donde un contraste de blanco y negro intensos no daba opción al gris.

—Yo no le quito cristianos, ni me meto en lo suyo. Déjeme en paz.

—No. Claro que no, pero los confundes y engañas.

—Pero no puede denunciarlo, padre —intervino el propietario desde detrás de la barra—. Cada uno es libre de creer lo que quiera.

—No te metas, Emilio —le advirtió Agustín—, esto no es asunto tuyo. Es entre ese farsante y yo. ¡Claro que no lo denunciaré por pagano! Lo voy a denunciar por practicar medicina ilegal; por curandero.

—¡Chin mano! —le reprochó el hombre—. ¡Pero si le salvó a usted la vida cuando pilló aquellas fiebres!

—De aquello me libré por la gracia de Dios, que no quiso mi muerte entonces.

—Pues le echará usted agua bendita a la gente, pero quien coge esas fiebres se muere si Anselmo no lo sana.

—Yo no le pedí nada y si curé fue por la bondad de Nuestro Señor.

—Sí, seguro. Pero una de sus beatas fue a buscar el remedio donde Anselmo.

—Hubiera preferido morirse a deberme un favor. ¿Verdad, padrecito? —intervino el viejo, esbozando una sonrisa—. ¿Tan orgulloso es?

—Dios me bendiga. Me haces perder la paciencia. —Agustín se santiguó tratando de serenarse. Sabía que ese tipo lo estaba provocando. No sólo no mostraba arrepentimiento alguno, sino que se permitía acusarlo a él—. Por última vez, Anselmo, basta ya. —Trató, sin conseguirlo, de aparentar calma—. Si repites una, una sola más de tus brujerías te denuncio a la policía por ejercer medicina ilegal.

El viejo aguardó mientras de nuevo contemplaba, como queriendo penetrar en su interior, la cara de su rival, enrojecida por el calor del paseo bajo el sol y la discusión.

—Estos sofocos le sientan mal —dijo—. Un día se puede morir de eso. Ándele, le invito a tequila.

—No voy a beber contigo, pagano mentiroso —repuso el cura en mal tono.

Anselmo evaluó de nuevo a su oponente. Estaba acostumbrado a disimular la indignación que le producía que viniera a darle órdenes y la forma en que le hablaba. Y por eso respondía con la ironía aparentemente sumisa de quien se siente libre y superior enfrentándose a quien se cree superior y con autoridad. Ésa era la historia de la relación de ambos. Pero en aquella ocasión quiso devolver la agresión al altanero español.

—¿Mentiroso me llama? ¿Dice que engaño a la gente? Usted sí que los engaña.

—¿Yo, engañarlos?

—Sí, usted, padrecito. Yo los curo, los ayudo. ¿Pero qué hace usted?

Agustín lo miró asombrado mientras el viejo continuaba:

—Usted les cuenta historias que no cree, los engaña a propósito. Porque hace tiempo que se le acabó su fe. Duda de su Dios. Duda. Ya no tiene fe. Pero finge y engaña. —Anselmo sonrió enseñando una boca que mostraba la falta de algunos dientes—. Y yo lo sé, lo sé.

¿Cómo se atrevía aquel miserable a cuestionar su fe? Agustín notaba cómo crecía su indignación. «Dios mío, ayúdame», se dijo mientras sentía la tentación de romperle la botella de tequila en la cabeza.

—La ha perdido. Usted engaña a la gente —repitió el viejo con su sonrisa mellada—. Lo sé, lo sé.

Agustín miró la botella y la puerta de salida, pidiendo a Dios que le diera fuerzas para no golpear a aquel infame.

—Ya he dicho lo que vine a decirte —sentenció, amenazándolo con el dedo—. Que sea la última vez que engañas a las buenas gentes con esas historias de que tienen demonios, o te denuncio a la policía. ¡Farsante!

Y se fue hacia a la puerta para evitar la tentación. Al salir continuaba oyendo al viejo que cloqueaba en una risita.

—El cura es un farsante. Ha perdido su fe. Y yo lo sé, yo lo sé.

Agustín anduvo bajo el sol y entre el polvo hacia su iglesia. Notaba en su vieja sotana los agujeros de las balas de su enemigo. Y sentía que las heridas sangraban.

Cuando después de santiguarse varias veces con agua bendita se arrodilló a rezar en la pacífica penumbra del templo, el cloqueo de la risa del brujo y sus palabras resonaban aún en sus oídos: «Ha perdido su fe. Y yo lo sé, lo sé».

«¿Por qué deseamos tanto lo inalcanzable?» Carmen se maquillaba antes de acudir a su cita del sábado. Quiso librarse de aquel pensamiento recurrente y se dijo que debía divertirse aquella noche. Sería la única oportunidad que tendría en todo el fin de semana.

Había pasado la mañana en la oficina, junto a Muriel y Jeff, trabajando en los penúltimos cambios para la presentación del lunes. Y por si eso fuera poco, estaban citados también la tarde del domingo para un ensayo final con el fin de ultimar algunos detalles.

Suspiró retocándose el rímel de las largas pestañas que enmarcaban unos ojos de pupilas oscuras.

Al apartarse del espejo para contemplar el conjunto, sonrió satisfecha. El resultado era hermoso; Carmen se sabía una mujer con éxito entre los varones.

De pronto la expresión feliz que el espejo ofrecía se oscureció cuando un pensamiento doloroso borró su sonrisa. Era una reflexión que ella se esforzaba en rechazar pero que volvía una y otra vez.

Sí, decían que era hermosa, inteligente y atractiva. Pero no debía de ser ni lo bastante hermosa, ni lo suficientemente inteligente o atractiva como para atraer al hombre que ella deseaba. «¿Por qué tantas veces queremos lo que está fuera de nuestro alcance?», se dijo de nuevo.

Tomó el carmín y lo pasó lenta y cuidadosamente, pero con firmeza, por sus labios. Generosos y provocativos, eran fruta deseada para muchos. Pero no parecían serlo para el hombre con el que ella soñaba.

Apretó los labios para asentar mejor el carmín y, viendo reflejada su expresión algo ceñuda en el reflejo, sacudió levemente la cabeza para alejar pensamientos tristes, dedicándose a continuación una leve sonrisa. El sol salía de nuevo y le gustó la imagen confiada que le devolvía el espejo. «¡Mucho mejor! —se dijo animándose a sí misma—. ¡Estás guapa, Carmen!»Albert, el chico con el que se había estado citando las últimas cuatro semanas, era agradable y atractivo. Parecía muy interesado en ella. Quizá lograra cogerle cariño. Y si no, al menos se divertirían el tiempo que salieran juntos y ella podría olvidarse por unos momentos de aquella obsesión por otro hombre.

¿Realmente estaba tan enamorada de ese otro? ¿No estaría sintiendo por él sólo la atracción de lo prohibido? Quizá si lo tuviera dejaría de interesarle.

Debía de ser eso, se dijo. Lo suyo era una bobada, como la de la quinceañera que se enamora del cantante de moda. Él jamás le había dado la más mínima indicación de que ella le gustara más que como amiga. En realidad no le hacía el menor caso como mujer. Su enamoramiento debía de ser una tontería platónica.

«Lo que tienes que hacer es divertirte a tope con Albert —se dijo—. A tu edad te conviene un hombre de carne y hueso, sudor y pelo. Y no un chico "póster" de papel "cuché".»Y mirando de nuevo al espejo, Carmen sonrió, se dedicó un guiño de complicidad y un gesto enérgico y positivo de puño cerrado con pulgar hacia arriba. Después eligió uno de los perfumes y, vaporizando desde cierta distancia la esencia, cerró los ojos mientras notaba cómo una pequeña nube de aquella poción amorosa alcanzaba y envolvía su cuerpo.

Dio un último vistazo al espejo y se sintió con todo su poder de seducción.

«Lista», murmuró yendo a buscar el bolso que había dejado encima de la cama. Pero justo cuando regresaba hacia la puerta sonó el telefonillo interior del edificio.

«¿Quién será ahora?», se preguntaba al acercarse al aparato.

—¿Dígame?

—¡Hola, Carmen! —era la agradable voz de Jeff—. He quedado en recoger a Muriel para salir.

—Pues Muriel no está, Jeff —contestó Carmen casi en un susurro—. Lo siento, pero no la he visto en toda la tarde. Quizá se haya quedado en la oficina terminando algo de la presentación.

—Bueno, ¿me invitas a subir al apartamento o vas a hacer que la espere en recepción?

—Naturalmente, Jeff —dijo Carmen dando un respingo—. Sube.

Carmen colgó el telefonillo notando cómo la seguridad en sí misma, esa que la animaba sólo segundos antes, se desvanecía y le dejaba un nudo en el estómago.

Era él. Era Jeff. Su desesperado amor platónico. El hombre al que ella deseaba.

Y a la vez, desgraciadamente, el amigo íntimo de Muriel, su mejor amiga y compañera de apartamento.

Jeff había estado muchas veces antes en la casa y había dormido allí con Muriel. Carmen se tropezaba con él en la cocina a la mañana siguiente y, entre bromas, preparaban juntos el desayuno para los tres mientras su amiga continuaba durmiendo. Y aunque las responsabilidades de ambos en Reynolds & Carlton eran en áreas distintas, coincidían a menudo en algún proyecto, trabajando los dos en la misma sala.

Pero jamás habían estado solos en el apartamento, tan cerca de su habitación como ahora. Ni tampoco con esa estúpida pasión suya, tan intensa en los últimos días.

Carmen se sentía azorada. Le faltaba el aire. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué haría él? ¿Qué pasaría?

Se dio cuenta de que se había quedado de pie junto al telefonillo y con el bolso cogido con ambas manos. Fue a dejarlo a su habitación y no pudo evitar visitar de nuevo su espejo.

Sí, allí estaba ella, tan guapa como antes, sólo que ahora con una sonrisa asustada. El espejo la obsequiaba con una imagen halagadora que le devolvió algo de tranquilidad. ¿Sería un problema para Jeff que ella fuera latina? No, Carmen pensaba que no. De padre natural de Baja California y madre norteamericana, cuando estaba entre «gringos» sus raíces mexicanas sólo se notaban en el nombre y apellido.

Y aun así estaba segura de que a Jeff no le habría importado. Al muchacho le atraía la cultura hispana y a veces hasta intentaba hablarle en español. No creía que eso fuera ningún problema.

El problema era que él amaba a Muriel. Y que Muriel le correspondía. Y que ambas eran amigas íntimas. Por eso, aun deseándolo, ella no se atrevía a insinuarse. Miró su imagen, ahora otra vez seria, en el espejo. Y vio cómo su pecho subía y bajaba con un suspiro.

Entonces sonó el timbre de la puerta y Carmen fue a abrir.

—Buenas tardes, señorita. —Allí estaba Jeff, sonriente y tan atractivo como siempre, intentando hablarle con su español de acento divertido.

—Buenas tardes, caballero —repuso ella, también en español, mientras notaba cómo de forma automática, casi sin darse cuenta, le estaba devolviendo la sonrisa.

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