Presagio (10 page)

Read Presagio Online

Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
13.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Notaba el frío del animal en su piel, enrollándose en su cuello antes de detenerse. La cabeza salió de su campo de visión. No sabía qué era peor: si ver aquellos ojos o adivinarlos. Y entonces fue cuando lo oyó. Era aterrador. La víbora hacía sonar su cascabel. Anselmo contuvo el aliento. ¡Estaba ocurriendo tal y como lo contaban los viejos!

Al poco la serpiente volvió al brazo, de éste al bordón y, con sorprendente rapidez, al suelo, para adentrarse en las matas. Anselmo gateó en dirección contraria y unos cuantos metros más allá se dejó caer. Sus piernas no lo sostenían y rompió a llorar. ¡Lo había conseguido! ¡Sería un gran hechicero!

Entonces miró a sus compañeros. Lo envidiaban, lo temían. Y supo que a pesar de su valor, a pesar de ser el único en su generación, y el último de los pai-pai en conseguir el favor de la víbora de cascabel, ellos no le perdonarían.
[8]

Continuaba siendo el «Haw'ama.i», el que mató a su madre.

Muriel no cabía en sí misma de felicidad, y se preguntaba cómo reaccionaría Jeff cuando lo supiera. Decidió comprobarlo bajando a la planta donde se ubicaba el área creativa.

Él estaba al teléfono y vio a Muriel aparecer detrás del medio tabique que separaba su lugar de trabajo del resto de la gran sala. Jeff continuó su conversación, saludándola levantando las cejas con asombro y esbozando una sonrisa al tiempo que le hacía un gesto para que se sentara en la silla frente a su mesa.

Muriel obedeció sin decir palabra y estuvo contemplándolo mientras hablaba.

«Está guapísimo», se dijo. El chico bromeaba con un proveedor y abría sus ojos azules de cuando en cuando en expresión de divertida sorpresa mientras en un gesto típico en él se frotaba la cortísima perilla rubia.

Cuando colgó el teléfono, antes de que pudiera hablar, Muriel, siguiendo aquel juego mudo, le indicó silencio colocando su dedo frente a los labios y luego con las manos que se mantuviera quieto. Él la miraba desconcertado, sin decir palabra, pero su sonrisa reflejaba como un espejo la sonrisa de ella. Supo que no ocurría nada grave y que Muriel estaba de buen humor. Cuando ella vio que Jeff seguía correctamente sus silenciosas instrucciones, de nuevo sin pronunciar palabra, le hizo un gesto para que la siguiera. Él obedeció.

Lo condujo fuera de la sala, y avanzando por el corredor en dirección opuesta a los ascensores, se detuvo frente a la puerta de los aseos de señoras. Indicó al muchacho, otra vez en su lenguaje de señas, que esperara. Él seguía la misteriosa representación intrigado y divertido. La vio entrar y salir al cabo de unos segundos.

Lo agarró de la mano y lo introdujo en el aseo; estaba vacío, ella había comprobado que no hubiera nadie. Una vez allí lo empujó contra la puerta de entrada de forma que impedían el paso y sin mediar palabra le puso los brazos al cuello y lo besó en la boca. Él correspondió, sorprendido al principio pero de inmediato apasionado. Nunca antes se habían besado en la oficina. Jeff creyó enloquecer; aquel lugar femenino prohibido para el hombre, la sorpresa de la inusual pasión de su amiga en horas de trabajo y la sensación de peligro de ser descubiertos formaban una combinación abrumadora. Muriel percibió el ardor creciendo en él y cómo también ella se encendía, pero algo la alertaba de que estaban yendo demasiado lejos; aquello no era lo que ella pretendía.

Jeff le levantaba ya la falda y, poniéndole las manos en los muslos, la subió hasta la cintura, bajó los panties y llegando a las braguitas palpó el vello púbico. Al acariciarle el sexo y comprobar su excitación, empezó a tirar hacia abajo de su prenda íntima.

Ella lo deseaba. Y supo que Jeff la penetraría al cabo de unos segundos, allí, contra la puerta del aseo de señoras. La idea le pareció erótica en extremo.

Pero como si de pronto despertara de un sueño se dio cuenta del riesgo que por muchos motivos corrían consumando su amor allí. Hizo un gran esfuerzo y lo empujó hacia atrás con las dos manos.

Jeff, que había empezado a bajarse los pantalones, no pudo ofrecer resistencia a aquel empellón inesperado; retrocedió un par de pasos perdiendo el equilibrio, y la miró sorprendido.

—Aquí no, Jeff —le dijo ella con un susurro mientras se recolocaba la ropa.

—¿Pero a qué viene eso ahora? ¿Me traes aquí, me pones a cien y luego me cortas? —Jeff hizo ademán de volver sobre ella.

Muriel extendió los brazos a modo de barrera y repuso aún en voz baja:

—Lo siento, no quería llegar tan lejos. Sólo deseaba darte una noticia.

—Estoy seguro de que la noticia puede esperar. —Y Jeff la forzó de nuevo contra la puerta.

Ella intentaba rechazarlo pero esta vez no podía moverlo.

—Jeff, ya basta. ¡Voy a gritar que me violas!

—Grita —dijo él sin apartarse.

—Jeff. Lo hacemos luego por la tarde o por la noche —Muriel hablaba enérgicamente, con expresión severa—. De pie o como quieras. Pero ahora no, por favor.

Él la miró a los ojos unos instantes y separándose empezó a colocarse el pantalón con expresión de enfado.

—¿Qué ocurre? ¿Disfrutas provocándome y después me frustras?

—No, tonto. Quería besarte en privado para celebrar que hemos ganado.

—¿Ganado?

—Sí, ¡la cuenta de Friendlydog!

—¿Cómo lo sabes?

—Rich me ha llamado para decirme que estamos listos para la firma. Sólo queda por acordar algún punto sin importancia. Pero como la Metropol no ha comunicado aún su decisión a las demás agencias participantes en el concurso, la noticia es confidencial.

—¡Fantástico!

—¡Sí! Voy a decírselo a Carmen y, al salir esta tarde, tomaremos una copa para celebrarlo. ¡Que nadie más se entere! Si empiezan a correr rumores, los de la Metropol se molestarán y eso puede estropear la firma.

—¿Y para contarme eso me has traído aquí?

—Lo siento, ha sido una mala idea, sólo quería besarte sin que nos vieran, salgamos.

Entreabrió la puerta observando con cuidado el exterior. Y antes de que Jeff pudiera reaccionar, Muriel se alejaba ya con paso enérgico por el pasillo, como si nada hubiera ocurrido.

Jeff se quedó mirando su expresión en el espejo del aseo. ¿Ponía cara de sorprendido o simplemente de tonto? No sabría definirla. Decidió irse de aquel lugar lo antes posible.

Pero justo al salir se encontró con Sara.

—Jeff! —dijo contemplándolo, sorprendida—. ¿Qué hacías tú ahí dentro?

Él terminaba de abrocharse el cinturón y no podía apartar sus ojos de la boquiabierta expresión de sorpresa que veía en la cara de su compañera. Le llevó unos segundos reaccionar.

—Creatividad, Sara. —Pensó que la situación tenía su gracia—. Hay que variar. ¡Ha sido un pis de lo más creativo!

—¿Sí? —dijo Sara mirándolo de pies a cabeza—. Pues yo de ti me subiría la cremallera. —Y le señaló la bragueta—. No pierdas tu creatividad por ahí.

—Gracias —repuso, arreglando su pantalón. Entonces vio que Muriel había cruzado ya la sala de trabajo y llegaba a los ascensores.

—Hablamos luego. ¡He tenido un montón de inspiraciones! —Y salió corriendo en pos de su novia. La alcanzó cuando ya había pulsado el botón.

—No has tenido una mala idea, al contrario, es genial —le dijo—. Sólo que no vale con iniciarla, hay que terminarla.

—Ya te he dicho que después. Ahora, compórtate.

Justo entonces llegaba el ascensor y Muriel vio con alivio que allí había varias personas. Entró y se quedó mirando a Jeff muy seria y en silencio.

Cuando las puertas del ascensor se cerraban, Muriel, de espaldas al resto de viajeros y sabiéndose fuera del alcance del muchacho, le sacó burlona la lengua para dedicarle después una amplia sonrisa de triunfo.

Jeff, cerrando un ojo y apuntándola con el dedo en un signo de «ya te pillaré», pensó que la espera hasta cumplir su silenciosa amenaza se le iba a hacer interminable.

—Sí, es cierto. Os he estado ocultando algo. —Muriel hizo una pausa—. Y ahora os lo voy a contar. —Tomó un sorbo de la copa que sostenía en la mano y miró la expresión de las caras de Carmen y de Jeff.

Se encontraban en la barra de un bar cercano a la oficina celebrando la consecución, al fin, de la cuenta de Friendlydog. Ellas, encaramadas en los altos taburetes de la barra, ofreciendo una hermosa vista de sus piernas, y Jeff, de pie frente a ellas. Habían levantado las copas, brindaron con cóctel de champán y rieron a carcajadas cuando Jeff contó su encuentro con Sara a la salida del aseo de señoras. Carmen acompañó las risas de los demás, mientras imaginaba la tórrida escena contra la puerta del aseo; sentía dolor y celos ante la evidencia de la pasión de Jeff por Muriel.

Las caras aún se mostraban alegres cuando Carmen, sólo festiva en apariencia, acusó a Muriel de ocultarles algo: había llegado el momento de que les explicara los misterios de los últimos días. Las sonrisas se desvanecieron cuando Muriel inició su relato.

—Al principio no sabía si era una bobada de una pobre muchacha sin educación o si se trataba de algo serio. Temía que me considerarais una crédula a la que estaban engañando y por eso no os dije nada. Todo empezó cuando a la chica de servicio de casa de mis padres le ofrecieron un empleo mejor pagado y decidió marcharse. ¿Te acuerdas, Carmen, de esa chica mexicana, bien recomendada, que conocías y que me dijiste que estaría contenta de trabajar en casa de mis padres por poco dinero? Se llama Lucía, ¿recuerdas?

—Sí, claro que la recuerdo. Don Agustín, el párroco de Santa Águeda, el pueblo donde yo pasaba los veranos, me pidió que le encontrara trabajo. Tenía problemas con sus papeles, pero conocían a alguien que la ayudaría a cruzar la frontera. Y pensé que con tu familia estaría bien.

—Sí. Entró de forma ilegal, pero a mis padres les interesaba; les están yendo mal las cosas y no pueden gastar mucho dinero. Lo curioso del caso es que al comentar el asunto, de forma casual, Anne, la socióloga, se mostró muy interesada. Y mucho más cuando supo que Lucía venía de Santa Águeda.

—¿Por qué? —inquirió Carmen, sorprendida.

—Tú sabes que Anne, aparte de hacer algunos trabajos como
freelance
en la agencia, está muy metida en política y además resulta ser una buena antropóloga, ¿verdad?

—Sí, en ocasiones me ha preguntado sobre México... —Carmen se interrumpió de repente con una expresión extraña—. Por cierto...

—¿Qué?

—¿Habéis oído lo que le hicieron?

—No. ¿Qué le hicieron? —preguntó Muriel, curiosa.

—Un hombre la atacó golpeándola y cortándole la cara. Está en el hospital.

—¿Y cómo se encuentra? —quiso saber Jeff.

—Me han dicho que evoluciona bien, pero que no desea ver a nadie.

—¿Cómo sucedió? —Los ojos verdes de Muriel, más grandes que de costumbre, brillaban alarmados.

—No me han contado los detalles, pero por lo visto está deprimida y no quiere hablar.

—¡Dios mío! ¿Cómo pueden ocurrir este tipo de cosas? Tenemos que ir a visitarla.

—¡Claro! Pero yo esperaría a que estuviera en su casa —aconsejó Carmen.

—Sí, será mejor —convino Muriel. Y todos quedaron en silencio.

—Bien, pero ¿qué querías contar sobre Anne? —inquirió Jeff al rato.

—Pues que la invité un día a casa de mis padres. Le hizo algunas preguntas a la chica en español y me dijo después que Lucía era la nieta de un chamán muy poderoso y que quizá poseyera alguno de los poderes del viejo. Quería seguir viéndola para saber más.

—¿Poderes? —Carmen estaba intrigada—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque sé que a ti no te gustan esas cosas; las has evitado siempre. Y como tú me habías recomendado a la chica, pensé que este asunto no te haría ninguna gracia.

Carmen se encogió de hombros. Luego preguntó, pensativa:

—¿Chamán? ¿No sería don Anselmo? Es el único curandero de Santa Águeda. —Había algo en aquella historia que a Carmen no le encajaba.

—No sé, no me lo dijo —repuso Muriel y después de hacer una pausa continuó con su relato—: Pero el caso es que debió de llegar un momento en que Lucía se cansó de la pobreza y que como a muchos otros jóvenes la tentaron las riquezas del norte. El asunto me intrigaba y me esforcé en establecer una buena relación. No fue difícil. Ya sabéis que a mí no me cuesta entablar conversación —sonreía—. Está sola aquí y tiene un extraordinario interés en aprender sobre nuestro país. Siempre que visito a mis padres la ayudo en la cocina y charlamos un buen rato. Nos hemos hecho amigas. La chica es muy inteligente, ha ido a la escuela y, aunque no ha llegado a la universidad, tiene una gran educación en otras «cosas».

—¿A qué cosas te refieres? —preguntó Jeff.

—A «cosas». Tiene capacidades que nosotros no tenemos, pero no le gusta hablar de ello.

—¿Como qué?

—Os contaré algo que nos pasó. ¡No os los vais a creer! —Muriel estaba excitada—. Un buen día había ido a cenar a casa de mis padres, la mesa estaba puesta y mi padre no aparecía. Últimamente se muestra muy deprimido. Tenía el móvil desconectado y empezamos a sufrir por él conforme pasaba el tiempo. Mi madre y yo íbamos a llamar a la policía cuando esa chica nos dijo que por favor esperáramos unos minutos y fue a encerrarse en su habitación. Al salir explicó que papá estaba bien pero que había bebido bastante y me dio el nombre del bar donde podíamos encontrarlo. Llamé por teléfono y efectivamente allí estaba, sano y salvo.

—¡Asombroso! —exclamó Jeff con incredulidad y cierto entusiasmo risueño. Pero Carmen no compartía su alegría.

—Muriel —dijo—. ¿Nos estás contando que tus padres metieron a una bruja en su casa? ¿Y además por mi culpa?

—No, Lucía no es una bruja. Sólo que tiene conocimientos muy particulares; por lo demás es una chica moderna y ha decidido labrarse un futuro aquí. Es mi amiga, está aprendiendo rapidísimamente nuestra forma de vida y posee una belleza étnica muy particular; es muy hermosa.

—Pero tiene un poder especial. Y ese tipo de poderes al otro lado de la frontera se llaman brujería. ¿Cómo supo dónde estaba tu padre? ¿Qué hizo para saberlo?

—Mira, Carmen, lo de bruja no se puede aplicar a esa chica. Deja que te cuente. A mí me sorprendió lo ocurrido tanto como a vosotros ahora y le pregunté a Lucía cómo lo había hecho. Ella y yo tenemos confianza, así que me contó su secreto. —Muriel los miró con una ligera sonrisa de triunfo—. Hizo una «velación».

—¿Una qué? —preguntaron Carmen y Jeff al tiempo.

—Una «velación».

Other books

Just South of Rome by Judy Nunn
The Devil Wears Tartan by Karen Ranney
Nobody's Son by Shae Connor
Reckoning by Molly M. Hall
From This Day Forward by Cokie Roberts
Tuck's Treasure by Kimber Davis
Fear Drive My Feet by Peter Ryan
Small Town Doctor by Dobson, Marissa