Authors: Jorge Molist
Asentó sus pies en contacto pleno con el suelo y, enérgica, se puso a declamar las palabras ocultas de la vieja lengua pai-pai.
La llama bailaba al ritmo del verbo y su reflejo lanzaba destellos en el agua. Cuando Lucía calló sólo quedaba la luz, el agua, y la oscuridad; inmóviles, en éxtasis.
Buscó en la luz de fuera, hacia el edificio de acero, mármol y cristal, al hombre que debía ver, escuchar, espiar. Pero no lograba alcanzarlo. Le faltaba poco, casi nada, estaba a punto de entrar, y de pronto, algo se lo impedía.
«¡Dios mío! ¿Será el abuelo? ¿Me estará frenando él?»Volvió otra vez al inicio, a las palabras que hacían temblar la llama con su fuerza. Y luego a la inmovilidad y al vuelo, primero hacia adentro y luego al exterior.
Allí estaba la luz reflejada en la piedra, en el vidrio. Pero no. No llegaba. No podía.
Y de nuevo se encontraba frente a su propia imagen, enmarcada de oscuridad, en el espejo.
«¡Santa Lucía, ayúdame! ¡No puedo fallar! —Notaba sudor frío en la frente, en el cuello—. ¿Qué pasará, qué hará Rich si no consigo lo que quiere saber? ¿Podré conservarlo?»Cerró los ojos, respiró hondo y otra vez fue al principio, a los vocablos de poder, al mantra mil veces recitado, al ritmo, a la cadencia, al baile de la llama sobre el agua y al final a la luz, a la oscuridad, al agua inmóvil.
Viajaba dentro, a su interior, y luego fuera, en un vuelo de luz, en una acrobacia astral. Y ahora sí, traspasó la distancia, los muros, el secreto. ¡Al fin estaba allí! La muchacha era feliz. Rich tendría lo que deseaba.
—Buenas tardes, padre Agustín.
—¡Carmen! Qué gusto oírte, hija. ¿Cómo estás? ¿Todo bien?
—Yo sí, muy bien padre... pero lo llamaba porque...
—¿Qué le pasa a Lucía? —inquirió el sacerdote alarmado.
—Una amiga mía la acusa de algo muy serio —repuso Carmen después de una pausa.
—¿Qué es?
—Son varias cosas. Es difícil contarlo, padre. —Carmen vacilaba—. Son temas muy delicados y quizá usted no quiera creerlo.
—Creeré lo que tú me digas. Igual que si te estuvieras confesando. —Era el dulce padre Agustín, el que ella quería—. ¿No te dará vergüenza ahora, después de tantos años y tantas confesiones? ¿Verdad? Y si algo no es cierto será porque a ti te lo han contado mal. Adelante. Dime, hija.
—Lucía está muy enamorada de su patrón. —Al notar al sacerdote receptivo, Carmen decidió ir al grano—: Se acuestan juntos.
—¿Qué? —Aquello confirmaba a Agustín lo que el viejo brujo le dijo y él había pretendido olvidar. Ahora Carmen le aportaba la evidencia, terrible, no deseada—. ¡No puede ser!
—¿Lo ve, padre?
La línea quedó en silencio.
—¿No será ése que estaba casado? —preguntó el sacerdote al cabo de un rato en voz baja.
—Está casado y pasa de los cincuenta años. Su mujer vive con él en la misma casa, y la engañan a escondidas.
—¡Dios mío! Mi niña no haría eso.
—Quizá sea otra Lucía, padre.
De nuevo silencio. Carmen imaginaba al hombre, de pie frente al teléfono, en su pobre comedor, vistiendo una vieja sotana que le cubría hasta unos zapatos casi tan viejos, tratando de encajar el golpe. Se daba cuenta de lo mucho que el cura amaba a aquella muchacha. Debía de quererla desde que era niña, como a una hija. Intuía cuan duro era para él.
—¿Hay algo más? —dijo al fin.
—Sí. Algo peor.
—¿Qué puede haber peor?
—Usted sabe que Lucía tiene poderes singulares ¿verdad?
—Bueno. Sé que andaba mucho con su abuelo. Que había empezado a hacer alguna de las cosas que él hace. Era un mal ejemplo para ella. Por eso su madre y yo la convencimos para que fuera allí contigo. Para apartarla de la mala influencia de ese curandero.
—Pues parece que es capaz de averiguar lo que ocurre en otros lugares y lo que hace y dice la gente cuando creen que no los ven ni los oyen.
Hubo un silencio al final del hilo y luego un seco:
—¿Y bien?
—Pues que gracias a ese poder ha conseguido información con la que, aparentemente, su amante ha hecho asesinar a una persona.
—¡Dios mío! ¡No puede ser! ¿Cómo sabe eso tu amiga? ¿Cómo sabemos que no lo ha inventado?
—Porque también ella había utilizado antes los datos que Lucía le proporcionaba para progresar en los negocios. Luego mi amiga se convirtió en la amante del mismo hombre, hasta que Lucía la desplazó. Ahora ese tipo utiliza la habilidad de Lucía para ganar poder, para enriquecerse, y hasta para asesinar...
Carmen oyó un chasquido al otro lado de la línea. Luego, al intentar conectar de nuevo con el sacerdote, el teléfono comunicaba. Definitivamente aquello había sido demasiado para el viejo cura.
«¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer?» Agustín no podía estarse quieto y después de colgar el teléfono empezó a dar vueltas alrededor de la mesa del comedor como fiera enjaulada.
Aquello confirmaba, no, superaba con creces sus peores temores. Y si Carmen lo llamaba para contárselo, seguro que era mucho más que un simple rumor, seguro que ella no tenía ninguna duda.
«¿Qué le voy a decir a su madre, a Alba?» ¡Su niña! La que jugaba haciendo que la persiguiera entre los bancos de la iglesia cuando su madre iba a limpiar. La que le preparaba «comiditas» de barro en los platillos de aluminio de feria y cafés de agua sucia, que él fingía comer y beber entre grandes elogios y muestras de deleite. Y entonces la risa de Lucía llenaba la iglesia y la sacristía. Y también le llenaba a él el alma, tanto que ni ángeles cantando lo hubieran hecho sentirse tan feliz.
La amaba como a la hija o a la nieta que jamás tendría. No importaba que no llevara su sangre en las venas, porque Agustín sabía que en el alma de la chiquilla había mucho de la suya propia.
¡Y ahora eso! ¡Los peores pecados! ¡Los más horribles! ¡Los que más ofenden a Dios! Adulterio y asesinato.
«¡Dios mío, qué voy a hacer! —clamó al crucifijo que colgaba de la pared—. Rezar, tengo que rezar por ella. ¡Pero Señor, he rezado tanto últimamente por Lucía! Desde que empezó a dejar de llamar, desde que ese viejo brujo me dijo que algo iba mal. ¡He rezado tanto por ella! —Y en un acto reflejo, se arrodilló frente a la cruz—. ¡Señor, Dios mío! ¡Ayudadme! ¡Para que yo pueda ayudarla a ella! Era una alma pura cuando se fue. Me lo contaba todo en confesión. Era buena, estaba limpia. Quizá tuviera demasiadas fantasías por culpa del farsante de su abuelo; pero ella era pura, en cuerpo y alma. ¿Qué ha pasado?» Se levantó para volver a su paseo obsesivo alrededor de la mesa.
«No le diré nada a su madre. No quiero que sufra. Pero tengo que hacer algo. ¿Ir allá? ¿Viajar a Los Ángeles? No creo que sirva de mucho. ¿Qué puedo hacer? —Y de pronto se detuvo—. ¡Maldito brujo! ¿Tendré que darle la razón?»De un salto alcanzó su boina que colgaba suspendida de un clavo en la pared, y encasquetándosela, se lanzó a la luz dorada de polvo de la tarde.
Volvía a su ranchito después de despedirse del sol en su ceremonia vespertina. Andaba arrastrando los pies y algo encorvado. Estaba preocupado: la imagen del águila del norte, pico de poder, había vuelto hoy, rompiendo otra vez la privacidad de su santuario interior, entrando en él, profanándolo. El ave llevaba un ratón entre las garras, que no se debatía, que estaba quieto.
¿Qué significaba aquello? Nada bueno, sin duda.
Fue entonces cuando oyó el ruido cascado de una vieja motocicleta y por el recodo apareció, recortándose contra el primer cielo nocturno, una figura oscura. Apretando los ojos, Anselmo se esforzaba por distinguir al visitante. «¡Vaya! —se dijo al reconocerlo—. ¿Qué vendrá a hacer aquí ese cuervo, ese pájaro de mal agüero?»—Buenas tardes —saludó el aparecido con la faz enrojecida.
—¿Qué quiere? —repuso el viejo, hosco. No estaba para cortesías. Era el colmo que el cura viniera a importunarlo a su propia casa. Allí no le aguantaría lo que aguantaba en el pueblo.
—Bueno. Es que... —Agustín no parecía tan arrogante como de costumbre.
—Bueno, ¿qué? —Anselmo insistió en su tono agresivo—. ¿Qué quiere?
—Algo muy grave está ocurriendo. Y creo que tú eres el único al que se lo puedo contar.
El viejo lo miraba impasible, pero sus pensamientos corrían rápido.
—¡Lucía! —exclamó al cabo de sólo unos segundos.
—Sí, se trata de Lucía.
—¿Le ha ocurrido algo?
—Sí. Bueno, no. De salud está muy bien. Es otra cosa.
—¿Otra cosa? —Y de repente el viejo pareció acordarse de su hospitalidad—. Pero bueno, no se quede aquí de pie, pase a mi ranchito. Tengo poco, pero sí que le encontraré un tequilita para invitarlo.
—¿Qué me dices de eso de conocer lo que hacen los otros? —inquirió Agustín al termina su relato—. ¿Será una patraña, verdad?
—Lo llamamos «velación». Incluso entre los nuestros, sólo gente muy especial puede hacerlo. —El viejo lo miraba fijamente—. Ella puede hacerlo, ella tiene el don.
Sin apartar sus ojos de los de Anselmo, Agustín apuró de un trago lo que le quedaba en el vaso. El viejo, ahora en su papel de anfitrión, lo volvió a llenar para luego completar lo que faltaba del suyo propio. Estaban sentados a la pequeña mesa de la habitación principal de la humilde construcción de adobe, madera y estuco. La botella de tequila, a medias ya, y los dos vasos eran la frontera entre ambos. Un candil descansando en la mesa iluminaba la estancia, y a través del ventanuco orientado al mar, un ribete rosa rojizo limitaba un profundo azul nocturno.
—No me lo puedo creer —dijo el cura al rato.
—¿Ah, no? ¿Se ha preguntado alguna vez por qué yo conocía cosas suyas que sólo usted sabía?
Agustín se quedó boquiabierto, con el vaso a medio camino de la boca.
—¡Me has espiado!
—Sí. —Anselmo sonreía.
—Pero ¿cómo..., cómo?
—Sí, claro que sí. Hay que conocer al enemigo.
Agustín sacudió la cabeza entre incrédulo y resignado.
—No sé qué hacer —declaró el cura, obviando el comentario de Anselmo. En aquel momento tenía mayores preocupaciones que responder a la provocación del curandero—. No quiere hablar conmigo, ni siquiera por teléfono. Sabe que lo que hace está mal. Pero está como dominada, anulada por ese hombre.
—¡El ratón y el águila! —exclamó Anselmo—. Antes ella era parte del águila, ahora es también su presa.
—¿Qué?
—No me haga caso. Es una cosa mía.
—¿Qué se puede hacer, Anselmo? —El cura se mostraba abatido y tomó otro sorbo de tequila—. ¿Qué podemos hacer?
—Poco puede hacer usted por ahora. Déjemelo a mí.
—¿Qué harás?
—¿Por qué cree que la corteja ese hombre?
—Lucía es una muchacha muy linda.
—Sí, pero ese hombre puede tener a muchas mujeres bonitas; la quiere a ella porque ve y oye cosas, y porque con lo que le cuenta él obtiene dinero y poder.
»Ya sabía yo que algo malo pasaba, por eso, como aviso, he estado frenándole a Lucía la facultad de ver. Pero no pude darme cuenta de que había llegado tan lejos. Ahora voy a dejarla sorda y ciega.
—¡Pero qué dices!
—No de verdad. —El viejo sonrió mostrando los huecos en sus dientes—. Sólo para las «velaciones». Cuando ella ya no le sea útil, ese hombre se cansará de tener a una criada como amante. Ya lo verá. Y con el desengaño, ella querrá volver con nosotros.
—No sé cómo vas a hacer eso, pero que Dios te oiga, Anselmo. —Algo tambaleante, Agustín se levantó—. Y ahora me voy. Rezaré para que «eso» te salga bien.
—Será mejor que se quede a dormir aquí, padre. Ha tomado mucho.
—Yo nunca bebo más de lo que soy capaz de mear —dijo, digno—. Me voy. —Y lo miró con gesto severo—. Además, ¿qué dirían mis feligreses si se enteraran de que he pasado la noche aquí?
—No lo sé. ¿Quizá que nos estamos enamorando?
Agustín se lo quedó mirando con la barbilla levantada. Luego rompió a carcajadas. Aparatosas, imparables. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Anselmo se unió a su risa.
Cuando lo vio salir con su motocicleta hacia la oscuridad, el viejo se dijo que Dios haría un milagro si aquella noche Agustín llegaba a su casa sano y salvo. Luego vio por unos momentos los destellos del faro iluminando matorrales y rocas, y creyó que por encima del gruñido irregular de la motocicleta, dominándolo, se oían aún más risas.
La vela, sobre la mesita, era el sol, pequeño pero radiante, que iluminaba la oscura habitación; más oscura que la noche de fuera. El alto cirio, plantado en la mesa, tenía escrito el nombre de Lucía. Los pómulos y las pupilas de Anselmo brillaban reflejando la llama y la imagen de ésta en el agua del cuenco. Quieto, cual cazador acechando a su presa, el viejo aguardaba. Debía encontrar a su nieta en el momento preciso, la esperaba, seguía sus movimientos, aun sabiendo que era imposible permanecer con esa concentración por tiempo indefinido. Ayer también aguardó por ella, pero como Lucía no entraba a «velar» al fin la perdió. Pero sí pudo verla; estaba haciendo el amor con aquel hombre. Odiaba a aquel tipo hermoso que le robaba a su nieta, pero sabía que era de temer. Por algo era el águila. El animal sagrado, el rey del cielo. El águila, alas de poder, pico de ambición, garras de codicia.
Pero esa noche no parecía que ella fuera a recibir a su amante. Y la parte de Anselmo desplazada allí estaba quieta en un rincón, siguiendo los movimientos de la muchacha. No quería que lo viera antes de tiempo. Ella se lavó las manos y la cara y, descalzándose, se puso de rodillas para rezar frente al crucifijo y el vaso de agua. Lucía iba a «velar».
Entonces la muchacha encendió la vela y la situó frente al vaso.
—Santa Lucía, por favor, que no me vea hoy frenada —murmuró.
Y después de apagar la luz eléctrica se sentó frente al reflejo en el agua. Recitó las oraciones, enunció las palabras y lanzó su mirada al fulgor del agua como paloma dejándose caer desde un alero para emprender el vuelo.
Y sí, volaba, pero no hacia donde ella quería. Estaba atrapada por una fuerza mayor que la succionaba, que la atraía. Luchó para escapar, pero sin conseguirlo, la fuerza la superaba.
Y allí, al final del trayecto, vio los ojos apagados y tristes de su abuelo.
—¡No, abuelo! ¡No, por favor! —empezó a suplicar.
—Lucía, has usado mal tu don. Déjalo todo y vuelve con nosotros.
—No, por favor, abuelo. ¡No puedo volver!
—Estás pecando contra las leyes que te enseñé. Debes volver.
—No puedo, abuelo. Me moriría sin él.