Authors: Jorge Molist
—Pues no ha muerto y lo único que le he encontrado es un rasguño en la frente.
—Pues me duele la cabeza.
—¿No será, padrecito, la resaca del tequila? —Anselmo sonreía socarrón.
—Sí, tomé bastante tequila anoche. —El cura lo miraba desafiante—. Hacía un frío terrible, estaba oscuro y necesitaba animarme. ¿Qué insinúas? ¿Que me imaginé lo del diablo?
—No, en absoluto. —Ahora Anselmo lo miraba con seriedad—. El diablo estuvo aquí anoche.
—Dime, ¿no le habrías puesto alguna de tus pócimas al licor? ¿Toloache? Tenía un sabor extraño.
Anselmo tardó en contestar. Cogió unos platos de la alacena y, sirviendo los huevos y las tortas, los puso en la mesa. Luego dijo, como distraído por el trabajo:
—Si le sabía raro es porque yo tengo mi fórmula especial para elaborar el tequila. Ande, venga a sentarse a la mesa.
Viendo el sol que entraba por la ventana que daba al este, Agustín, aunque dolorido y cansado, se sentía feliz. Comían con apetito y Anselmo rompió el silencio:
—Gracias, padre, por ayudarme anoche.
—¿Qué es lo que hiciste exactamente?
—Algo de lo que al diablo le hubiera gustado participar.
—¿Tan malo era?
—Sí, pero no. Arranqué a Lucía de las garras de ese hombre, de las garras del mal. Ahora es libre. Y tuve que hacer lo que quizá nunca se debe hacer, pero éste era un caso extremo.
—¿Y qué fue eso?
—Prométame que lo que voy a contarle será secreto de confesión, que jamás se lo dirá a nadie.
—¿Estás bautizado?
—Sí.
—Entonces acepto. Si es secreto de confesión, nunca podré contárselo a nadie.
—Ese hombre, el que controlaba a Lucía, el que a pesar de estar casado disfrutaba de su cuerpo, ha muerto. Ahora ella es libre.
—¡Dios mío! —El cura se santiguó—. No puedo creer que lo hayas matado con tus brujerías.
—Lo hice. Está muerto —dijo Anselmo mirándolo con intensidad—. No está bien matar. Pero era él o ella. Y ambos la queremos, ¿verdad?
—Me engañas. No puede ser. —Agustín no salía de su asombro.
—Como quiera, don Agustín. Ya lo verá, pero gracias por protegerme. Sin usted Lucifer habría entrado en la casa. Y quizá no podría haberme librado nunca más de él.
—Me confundes. No sé si creerte.
Agustín, negando con la cabeza, sorbió su café, pensativo. No daba crédito a lo que el viejo acababa de contarle sobre Rich y no podía pensar en otra cosa que no fuese su experiencia de la noche anterior. Al rato dijo:
—Soy yo quien tiene algo grande que agradecerte.
—¿Qué es?
—Anoche, gracias a ti, me enfrenté a mis miedos, a mis dudas, a mi odio. A lo que más me hace sufrir. Y vi al diablo. Ahora sé con toda certeza que el demonio existe. Y por tanto también sé con toda certeza que Dios existe. Mi vida no ha sido en vano. He intentado construir la obra de Dios durante casi toda mi existencia, para dudar al final. Ahora ya no hay duda.
—Me alegro mucho por usted. —El viejo sonreía, esta vez franco, feliz, sin ningún matiz irónico—. Felicidades, padre.
—Gracias, don Anselmo. —Agustín le devolvía la sonrisa con alegría de niño.
—Bueno —la expresión de Anselmo era socarrona ahora—, ¿y qué les dirá a sus feligreses cuando sepan que ha pasado la noche conmigo?
Agustín se lo quedó mirando, apoyados los codos en la mesa y sujetando su taza de café con las dos manos, repuso pensativo:
—Les diré la verdad: que la pasé con el diablo. —Y buscaba, como indagando, una respuesta en los ojos del viejo, aquellos que había visto, en plena oscuridad, la noche anterior.
—¡Abuelo! —Lucía se levantó de un salto de la cama de hospital para darle un abrazo a Anselmo—. ¡Dios mío, abuelo! ¡Creía que habías muerto!
—No, querida mía. —Cuando una sonrisa tan amplia le llenaba la cara, los ojos del viejo se hacían pequeños y las arrugas se multiplicaban en las comisuras—.Ya ves, estoy bien. ¿Cómo te encuentras?
—No te veía abuelo, no te veía. —La chica tenía una venda en la cabeza y sus ojos mostraban lágrimas—. ¡No podía verte y creía que habías muerto!
—¡Pero bueno! ¡Todito para tu abuelo! —Alba se lamentaba tratando de parecer divertida—.¿Y para mamá, qué?
Lucía soltó a Anselmo y fue a besar y a abrazar a su madre.
—Es que yo ya sabía que tú estabas bien, mamá. —El llanto hacía que su hablar se entrecortase—. Sabía que tú estabas bien. ¡Pero pensaba que el abuelo había muerto!
Agustín se había quedado cerca de la puerta y cuando sus ojos se encontraron con los de Anselmo le dirigió una mirada acusadora.
—¿Pero y tú? ¿Cómo estás tú? —Alba repetía la pregunta de Anselmo—. ¿Qué te pasó?
—¡Padre Agustín! ¡Cuánto me alegro de verlo! —La muchacha soltó a su madre para ir a besar la mano de Agustín. El sacerdote sonreía y le devolvió el beso en la frente.
—Y yo de verte a ti, hija. —Y el cura repitió la pregunta—: ¿Cómo te encuentras?
—Muy triste, padre. ¡Fue horrible! A mi patrono le dio un ataque al corazón mientras veníamos hacia Santa Águeda y se murió al volante. —Sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas—. Y el coche se salió de la carretera y fue contra un pequeño muro de protección.
—¿Pero y a ti qué te pasó? —La voz de Alba denotaba su impaciencia.
—¿A mí? Nada, mamá. Sólo un chichón. Pero aquí insisten en que no podían dejarme ir en estas condiciones. Ahora que ustedes vinieron, seguro que me sueltan. Quizá los del hospital se enteraron de que viajaba en un carro caro y creen que tengo mucha plata. La policía me trajo aquí y luego de la primera cura me tomaron declaración.
—¿Pero qué hacías ayer en la noche en la carretera de Tijuana? —preguntó la madre.
—Iba a Santa Águeda.
—¿A esas horas?
—Temía por el abuelo y me era imposible esperar más. —Las lágrimas regresaban a sus ojos.
—¿Y cómo es que ese hombre venía contigo? —Alba interrogaba a su hija frunciendo el cejo.
Lucía bajó la cabeza.
—Bueno, basta ya de preguntas. —Agustín le hizo a la madre un gesto de que ya era suficiente, reprendiéndola entre cariñoso y firme—. Lo de tomar confesiones es mi trabajo, no el tuyo. Es normal que Lucía esté muy afectada ahora. Lo importante es que no le haya ocurrido nada a ella.
Anselmo se acercó a la muchacha y la abrazó.
—Cálmate, mi niña. Ya pasó todo. Habrá sido duro, pero lo importante es que tú te encuentres bien. Te agradezco mucho que te preocuparas por mí.
Le dio un beso en la mejilla y la chica le dedicó una sonrisa.
—¿Pero por qué no podía verte? —quiso saber ella.
—Me aislé por unos días. Tuve una experiencia que me hizo pensar y quise distanciarme de todo, hasta en eso.
—A tu abuelo casi lo asesinan —terció Agustín—. Vinieron dos matones a Santa Águeda, lo buscaban. Huyó a Tijuana y lo siguieron. Allí mataron a otro hombre al confundirlo con él.
—¡Dios mío! —La muchacha estaba desolada—. ¡Lo que me temía!
—¿Qué es lo que te temías? —inquirió la madre.
—Eso —repuso Lucía, pensativa—. Que le pasara algo al abuelo. Ése era mi presentimiento.
—¡Otra vez! —se lamentó la mujer—. Otra vez ese juego de brujos con el dichoso abuelo. Que si veo eso o lo otro. Que si presentimientos extraños. —Y dirigiéndose a Agustín—: ¿Qué más podemos hacer, padre? ¿Qué más tendremos que hacer para evitar esa mala influencia?
Agustín carraspeó y estuvo pensando unos momentos antes de responder.
—Bueno. Si no hacen mal a nadie y no ofenden a Dios... —Agustín ya se había arrepentido de lo dicho antes de terminar la frase. Las dos mujeres lo miraban con incredulidad y Anselmo sonreía de esa forma que tanto le molestaba.
—¡Pero padre! ¡Si siempre ha dicho que...!
—Sí, pero últimamente he pensado mucho. —Agustín cortó la queja de Alba—. Y hay que ser más tolerante y separar lo que cuenta de verdad de lo que no. Lo importante es amar a Dios, respetarlo y hacer lo mismo con el prójimo.
—Ya me sorprendió verlos llegar a los tres a la vez. —Lucía notaba un cambio. Definitivamente, había algo distinto en la relación de aquellos hombres. ¡Cuánto le gustaría que dejaran de pelear!—. Antes, jamás hubieran venido ustedes juntos.
—Bueno —se disculpó Agustín—, sólo había un taxi y no hubiera sido nada cristiano dejar a tu abuelo en Santa Águeda; sé que sufría por ti tanto como nosotros.
—No vinimos juntos del todo. —Anselmo sonreía irónico—. Ellos sí que estaban juntos atrás, yo acompañaba al conductor en el asiento delantero. —Y luego añadió—: Pero aun así les agradezco que me invitaran a venir en su coche.
A pesar de sus ojos enrojecidos, la cara de Lucía se iluminó con una sonrisa feliz.
Regresaron prácticamente en silencio. Lucía, sentada atrás entre su madre y el cura, y Anselmo delante, junto al conductor. La muchacha lloraba de vez en cuando en silencio. Agustín intentó dar conversación un par de veces, pero el único que le respondía era el taxista.
Alba y Lucía se fueron directamente a casa. Unos vecinos saludaron a Lucía pero Alba acortó la conversación en lo posible. Tenía mucho de qué hablar con su hija.
Agustín también tenía de qué hablar con Anselmo; lo sujetó del codo al bajar del coche, y en un aparte de los demás le dijo:
—Te espero dentro de diez minutos en la sacristía. Tenemos que hablar.
Anselmo lo miró con esa media sonrisa que disgustaba a Agustín y no dijo nada.
Tan pronto Anselmo hubo entrado en la sacristía, el cura cerró la puerta que comunicaba la habitación con el templo y le espetó:
—¡Has matado a ese hombre!
—Sí, claro. Ya se lo dije esta mañana.
—Sí, pero entonces no lo creí, estaba como atontado y no pude reaccionar como debía.
—¿Pues qué esperaba? Ese tipo era una alimaña.
—Esperaba que lo influenciaras con tus cosas. Eso es lo que dijiste que harías. ¡Pero no que quisieras matarlo! —Agustín había empezado la discusión en un volumen de voz moderado pero lo iba subiendo poco a poco—. Además, has puesto a Lucía en peligro. ¡Ella también podría haber muerto!
—Ella no podía morir —La sonrisa había desaparecido de la cara de Anselmo—. Tenía protección.
—¡Sí, claro! ¡El cinturón de seguridad! Si no, la matas también.
—No, ella estaba protegida espiritualmente.
—¡Y un cuerno! ¡La has puesto en peligro de muerte!
—Le continúa fallando la fe. —La sonrisa acida volvió por un momento—. ¿Verdad, padrecito?
—En ti, por supuesto —repuso el sacerdote de inmediato—. Has asesinado a un hombre y encima me involucras. ¿Por qué has tenido que matarlo?
—¡No me sea hipócrita! —El viejo se había levantado de la silla—. ¿Ahora me viene con ésas? No quiso saber lo que yo iba a hacer, ¿verdad? Pero me ayudó. Claro que entonces estaba de acuerdo en que debíamos librar a Lucía de ese hombre. Es usted mi cómplice lo quiera o no. Usted me ayudó a mantener al diablo lejos. Sin diablo no hay pecado. Por tanto, lo que le hice a ese hombre no es pecado.
—Eso sí que es una excusa mala. No sé de qué religión estás hablando, pero en la mía es pecado y pecado mortal con diablo o sin diablo.
—Bueno, pues si yo pequé usted también porque me ayudó.
—Quieres liarme, Anselmo. Yo no sabía lo que ibas a hacer. ¡Me engañaste!
—No quiso saberlo. Y de haberlo sabido me habría ayudado igualmente. Lo que hicimos fue en defensa propia. Aquel hombre era una alimaña, padre. ¿Qué hacen los pastores cuando pueden pillar al puma que devora a sus ovejas? Lo matan. Y como sacerdote, ¿no es usted un pastor? Yo hice lo que debía hacer y usted, por el cariño que le tiene a mi nieta, también.
Agustín se quedó un rato callado mirando a su oponente y luego le dijo:
—No me convences.
—Pero se alegra de que Lucía esté con nosotros, de que se haya librado de ese individuo. —Anselmo había cambiado a un tono conciliador—. ¿Verdad?
—Me alegro de que ella esté bien.
—Luego si yo pequé, lo hice por una buena causa. Usted tiene el poder de perdonar los pecados; perdóneme los míos.
Agustín quedó en silencio, ponderando las palabras de su interlocutor.
—No creo que pueda darte la absolución, Anselmo.
—¿Por qué?
—Porque no te arrepientes de lo que hiciste.
Carmen miró a Jeff. Estaba muy concentrado cortando el filete que tenía en su plato. Hacía unas semanas que se había mudado a su apartamento, situado en el centro de la ciudad, el Downtown de Los Ángeles. Ella prefería su apartamento en Marina del Rey, el mismo que había compartido con Muriel, pero Jeff se negó en redondo. «Ese lugar tiene malas vibraciones —argumentaba—. Y me trae malos recuerdos.»Carmen lo entendía y se resignó al apartamento de Jeff, más caro y de un solo dormitorio. Al menos aquí el control de seguridad de la entrada era mejor que en Marina del Rey y se podía ir andando hasta las oficinas de la agencia. Sin embargo, a ella le gustaba la proximidad del mar y el ambiente más relajado de las playas cercanas a Marina.
Pero todo eso en realidad le importaba muy poco. ¡Vivía con Jeff! No se cansaba de mirarlo, no podía creer en su suerte. Nunca antes había convivido con un hombre y seguro que cuando su familia se enterara lo desaprobarían enérgicamente. Pero le daba igual. Lo importante era estar con él. Ahora cenaban en la cocina y ella se sentía muy feliz.
Cuando sus ojos se encontraron, Jeff hizo un gesto con el tenedor como si hubiera recordado algo, pero esperó a terminar lo que tenía en la boca. Carmen aguardaba, atenta.
—No te creerás el rumor que me ha llegado hoy.
—¿Qué es?
—Dicen que Muriel se ha camelado a las viudas y que vuelve como subdirectora de la agencia.
—¿Qué?
—Eso, que vuelve Muriel.
Carmen se quedó sin aliento. Como si la hubieran golpeado en la boca del estómago. Era su peor pesadilla. ¡El regreso de Muriel! Había sido tan feliz pensando que quizá no la vería más, y que tampoco Jeff volvería a verla. A veces sentía que no lo merecía, que era demasiado para ella, y que sólo una situación afortunada había propiciado tenerlo. Claro que ella había ayudado un poco a la suerte; traicionando a su amiga.
¡Y Muriel regresaba ahora! Y en una situación de poder aún mayor. No podía ser. Debía de tratarse de una patraña.
—No lo puedo creer, Jeff. ¿Quién te ha contado esa tontería? La gente inventa rumores sólo para fastidiar.
—No creo que sea un bulo. Me lo ha contado su antiguo jefe, Mike. Sabes lo mal que se llevaban. Y ahora ella será su jefa. Lo sabe de buena tinta y le disgusta muchísimo.