Authors: Jorge Molist
—Sólo el salón de la casa de los Reynolds ocupa más espacio que toda esta casa. —Sus ojos brillaban—. El jardín es más grande que la plaza mayor del pueblo y tiene luces escondidas entre las plantas, que se encienden por la noche. Hay una piscina preciosa sólo para ellos, que también iluminan al atardecer. Y un
jacuzzi.
¿Sabéis qué es un
jacuzzi?
Los otros negaron con la cabeza. Alba la miraba, fascinada, se sentía orgullosa de su hija. El golpe recibido en la parte alta de la cabeza no se notaba y estaba hermosa, radiante.
—Es como una bañera grande, o como una piscinita pequeña, que tiene asientos de forma que el agua te cubre hasta el cuello. Salen chorros de agua caliente y burbujas. Es estupendo bañarte allí, en especial por la noche. A Rich le gusta... —La sonrisa desapareció de su rostro—. Bueno, le gustaba relajarse allí al caer la tarde. —Al acabar la frase su mirada quedó perdida; el dolor continuaba.
La conversación, casi un monólogo de Lucía, había versado sobre las diferencias de vida en Estados Unidos frente a la de Santa Águeda. La muchacha estaba entusiasmada. La riqueza, la modernidad, lo cómodo de vivir en Los Ángeles.
—Jamás hubiese imaginado que existiera gente real viviendo de esa forma. Creía que sólo era en la televisión.
—Seguro que los Clemente, los padres de Carmen, viven mejor —afirmó Alba.
—No, no lo creo. Los Reynolds tienen todo lo que necesitan e incluso lo que no...
—¿Pero son felices?
—Creo que igual que la gente de aquí —repuso Lucía después de meditarlo—. Más, porque son más ricos.
—La felicidad no ocurre fuera, si no dentro de nosotros —dijo Anselmo—. No por ser más ricos son más felices.
—Tiene razón —intervino Agustín.
La muchacha los miró, asombrada. ¿Desde cuándo aquel compañerismo? ¿Desde cuándo estaban de acuerdo?
Vamos, abuelo, salgamos afuera —dijo Lucía cuando la conversación parecía languidecer—. Me apetece andar. Platiquemos un poco.
—¿Vais a salir con este calor? —repuso Alba.
—No hace calor, estaremos bien. —Lucía se levantó invitando a Anselmo y éste la siguió.
—Pues yo voy a prepararle otro cafetito a don Agustín. —Alba miraba al cura dirigiéndole una amplia sonrisa. No le había preguntado siquiera si él quería un segundo café. Él percibió algo extraño en ella y tragó saliva.
A pesar de sus palabras, la mujer no se levantaba de la mesa y Agustín parecía como pegado a su silla. Cuando la nieta y el abuelo salieron, Alba acercó con suavidad su mano sobre la mesa para rozar la de Agustín. Él notó un nudo de emoción en el estómago y cómo se le erizaba el vello de los brazos, pero se sentía incapaz de mover su mano de allí. Estaba clavada en la mesa. Miró los ojos de la mujer. Almendrados, profundos, oscuros como los de Lucía, sólo que con alguna arruguilla en las comisuras. Luego, al sonreír ella, la mirada de Agustín se quedó prendida en los labios carnosos que mostraban un poquito de unos dientes blancos.
Sintió que él también sonreía y que su mano acariciaba la de ella. Su corazón latía acelerado y supo que amaba a aquella mujer con desesperación. ¿Qué les ocurría? ¿Qué le pasaba a Alba para que abandonara su recato? ¿Les habría puesto Anselmo algo en la comida? Aquello era parte del plan del hechicero. Estaba seguro. ¿Serían víctimas de un embrujo?
«Dios mío, ayúdame», imploró el cura en silencio.
Sus ojos volvieron a los de ella y se deleitó en la dulce mirada. Entonces supo que lo que había temido y deseado durante tantos años se haría realidad en unos instantes.
«No me dejes caer en la tentación...», empezó a rezar cuando los labios de ella se acercaban a los suyos, que la esperaban entreabiertos.
—Abuelo, cuéntame qué ocurre. —Anselmo y Lucía paseaban por la calle principal del pueblo, en dirección al pequeño puerto. Una brisa agitaba las hojas de los árboles del paseo y el calor del día empezaba a ceder.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Anselmo.
—Vamos, abuelo, no disimules. No soy tonta. Algo está pasando. Tú y el padre ya no peleáis. Cuando mamá lo invitó a almorzar, él dijo que tú debías venir, que a pesar de todo eres mi abuelo y que, aun con tus rarezas, no eras malo. Mi madre y yo nos mirábamos asombradas. No podíamos creerlo. Antes te pintaba como al mismísimo diablo, sólo te faltaban cuernos y cola.
—Quizá es que ahora conoce mejor al diablo —dijo él sonriendo.
—Cuéntame qué pasa.
—Creo que después de tantos años nos hemos dado cuenta de que nos unen más cosas de las que nos separan. ¿Para qué pelear por Dios, si Dios es el mismo? Que el cura lo vea un poco distinto de como yo lo veo, o que yo lo vea distinto de como él lo ve, no tiene importancia. El problema es que nuestros ojos son diferentes y necesitan gafas. Pero las gafas que nos dieron nuestros padres, nuestras culturas, nuestras tradiciones, en lugar de ayudarnos a ver mejor, nos deforman la imagen aún más. Son problemas que nosotros, los hombres, creamos.
»Dios no tiene problemas, es grande, poderoso, perfecto. Nosotros somos pequeños, miedosos, agresivos con los de nuestra propia especie, llenos de defectos. Y además está el orgullo. Aflojando ahí, se arregla casi todo lo demás.
—Parece como si os hubierais puesto de acuerdo en convencerme para que no regrese allí.
—Nos gustaría que te quedaras. —Anselmo la miraba esperanzado—. Aprende lo que yo sé, mi medicina. Aprende la tradición espiritual de nuestros paisanos, para que no muera conmigo.
—¿Qué dirá don Agustín? ¿Y mi madre?
—No te preocupes por él. Se va a alegrar. Y ella hará lo que él diga.
Continuaron paseando, en silencio, hacia el océano que se veía al fondo entre las casas.
—Abuelo. ¿Qué le hiciste a Rich? —preguntó Lucía cuando ya llegaban al puerto.
—¿Aún te duele su muerte?
—Mucho.
—Por lo que yo sé, no era buena persona.
—Pero yo lo quería.
—Estaba casado.
—No me importaba.
—Era un asesino.
La muchacha se detuvo frente al murete que marcaba el final de la calle. Abajo, entre rocas, estaba la pequeña bahía, las barcas y el mar. Dejó que su mirada se perdiera en el horizonte.
—Lucía, tú eres joven y él sólo te utilizaba. Sacaba partido de ti. No te quería.
—Sabía que me vigilabas.
—Claro, yo te quiero.
—Pero te has entrometido en mi vida. ¡No tienes ningún derecho! —Su mirada buscó la de Anselmo. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¡Tú lo mataste!
De repente Anselmo sintió miedo. Miedo de perder a su nieta otra vez. Se estremeció.
—No, cariño —repuso sin apartar la mirada—. No tengo tanto poder. Tú viajabas con él. ¿Cómo puedes creer que yo te puse en peligro?
—Sé que tú hiciste algo.
—No, cariño.
—Júramelo por Dios. Por el dios en que tú crees.
Anselmo no dudó ni un instante. Había anticipado aquella conversación y sabía lo que ella esperaba. Quizá llegara un momento en que su nieta entendiera, pero aquel momento no era ahora. Sólo había una respuesta posible: —Te lo juro.
—Las misiones protegían al indígena —afirmaba Agustín, acalorado quizá por la discusión, quizá por el tequila—. Los indios de Baja vivirían hoy mucho mejor si el gobierno mexicano no las hubiera desamortizado...
Estaba sentado en el bar del puerto, compartiendo una botella con Anselmo y otros tertulianos. El acuerdo con Anselmo no incluía dejar de discutir, y como en los últimos días el cura se sentía más cómodo en la taberna, había empezado a frecuentarla; estaba decidido a hacer ver a aquellos tipos duros la bondad de las misiones.
—Pero los misioneros trataban a los indios como esclavos —lo interrumpió Emilio, el tabernero—. Los azotaban, les hacían trabajar de sol a sol. El gobierno mexicano no podía permitir eso.
—No creo que se dieran tantos azotes —se defendió Agustín—. Lo que ocurre es que en las misiones se enseñaba a los indios agricultura, ganadería y pequeñas industrias como cerámica, cestería y tejidos. Los indígenas de Baja, al contrario de los del sur de México, no estaban acostumbrados al trabajo organizado, sólo recolectaban y cazaban. Es normal que les costara acostumbrarse y que los misioneros impusieran disciplina. Era por su propio bien.
—Sí, pero los maltrataban y las misiones funcionaban como cárceles. —Emilio volvía a la carga—. ¿Cómo quiere que el gobierno mexicano, que había luchado por la libertad contra los españoles, no interviniera?
—Muchas de las misiones en Baja funcionaban con los indios trabajando una semana en ella y cuatro recolectando y cazando en los montes cercanos; luego aquello no era una cárcel. El indígena regresaba por voluntad propia. ¿Pero no viste lo que ocurrió? Cuando las misiones desaparecieron, para poder sobrevivir, los indios tuvieron que trabajar otra vez en la agricultura o en la ganadería y casi siempre para otros. Precisamente para terratenientes y propietarios criollos que se apoderaron de sus tierras después de la desamortización. Y muchos murieron de hambre. Estaban mucho mejor en las misiones. Los terrenos de las misiones les pertenecían a ellos. ¡Los frailes consideraban que la misión no era suya, sino de los indios!
—Vamos, don Agustín. —Ahora era Anselmo el que hablaba, en su boca bailaba esa sonrisa irónica suya—. Eso es lo que los misioneros decían. Que las misiones eran de los indios. Y que ellos lo controlaban todo por diez años, hasta que los paisanos aprendieran la religión, a trabajar los cultivos, las pequeñas industrias... pero lo cierto es que nunca cedieron el control.
—Si aún no estaban preparados... —repuso Agustín, cauteloso. ¿Cómo sabía el maldito Anselmo tanto? Tenía que ir con cuidado con él—. Además, el gobierno de las misiones estaba manejado por los propios indios, los había sacristanes, pastores, enfermeros, catequistas, policías, cocineros y también capitanes y gobernadores indígenas que cuidaban de la protección.
—Sí. Pero era el misionero quien los nombraba —respondió Anselmo—. Era una teocracia. Se supone que mandaba Dios, y el sacerdote en su nombre. Pero en realidad era el cura quien decidía, con la inspiración de Dios o la suya propia.
Agustín tomó un trago de tequila. ¡Maldito Anselmo! ¿Cómo sabía tanto? ¡Teocracia! ¿De dónde había sacado aquel indio la palabra teocracia? Y mientras pensaba en responderle, otros pensamientos lo asaltaban. Anselmo le había contado cómo había buscado el saber. Y lo del pecado de Lucifer. Lucifer y Anselmo.
¿Quién era el diablo con el que luchó a la puerta del ranchito de Anselmo? ¿Había ganado él, Agustín, un pobre mortal a Lucifer? ¿No sería todo una treta de Anselmo? ¿No sería aquel viejo el propio diablo? ¿Era Anselmo el vencedor?
Estaba seguro de que aquellas preguntas volverían una y otra vez a inquietarlo en el futuro, pero ahora tenía de qué ocuparse; Anselmo había dejado de hablar y todos lo miraban a él esperando una respuesta. ¡Y la tendrían!
—Anselmo nos quiere confundir con palabras como teocracia. ¿De dónde la has sacado? Pero ¿no creéis que es mejor que se rijan las cosas bajo un principio de amor cristiano y siguiendo los dictados de la Santa Madre Iglesia que por las leyes de los hombres, a veces corruptos y siempre a la búsqueda de su propio beneficio...?
Por las caras de sus contertulios, Agustín se percató de que tendría que luchar mucho para convencerlos de aquello. Pero a él no le importaba argumentar y discutir cuantas veces hiciera falta.
Y supo que en privado se entendería con el viejo indio, y que llegarían a ser grandes amigos, pero que en público continuarían discutiendo durante el resto de sus vidas.
Carmen se despertó sobresaltada. Su corazón aún daba brincos y sentía ganas de llorar. La pesadilla; era aquella pesadilla que últimamente la asaltaba casi todas las noches. Encendió la luz. El despertador marcaba las cuatro y cuarto de la madrugada, llevaba menos de cinco horas de sueño. Jeff dormía sobre su lado derecho, dándole la espalda. Ella apoyó la mano en su hombro, acariciándolo, y el muchacho murmuró algo en sueños. No pasaba nada, todo estaba bien, él dormía a su lado. Apagó la luz y se acurrucó contra aquel cuerpo querido en busca de calor y sosiego. Acababa de ver a Muriel coqueteando con Jeff, intentando seducirlo, llevándoselo. Aún veía la sonrisa de suficiencia de su antigua amiga. Y ella se sentía impotente, indigna, rastrera. No podía evitar perderlo, estaba como paralizada. Deseaba moverse, hacer algo, gritar, pero no podía. Era horrible. Imposible describir aquel sufrimiento. Desde su encuentro con Muriel, aquellas imágenes venían una y otra vez. Casi siempre durmiendo, pero a veces hasta despierta. «Todo está bien —se dijo—. Todo está bien, él me quiere y es mío.»Se apretó un poco más contra la espalda de Jeff. Tenía frío. Un frío que se concentraba casi en la boca del estómago, por debajo de los senos.
«Todo está bien, él me quiere a mí —repitió—. ¿Pero qué ocurrirá cuando Muriel, usando su prerrogativa de jefa, lo llame a su despacho?» La conocía bien. Era una maestra en manipular, en jugar una a una sus cartas de poder. No lo haría la primera vez; sino que, como espadachín que tantea a su rival, le lanzaría una mirada tierna, una sonrisa cómplice. No, no iba a pasar nada la primera vez, sería sólo trabajo. Quizá tampoco iba a ocurrir nada la segunda vez. Pero crearía expectación en Jeff, espera. «Muriel sabrá aguardar el momento oportuno —murmuró dando una vuelta en la cama—. ¡Dios mío! ¿Qué hará Jeff cuando ella se le ofrezca? ¿Será lo suficientemente fuerte para rechazar la tentación, el sexo?» Deberían irse, deberían buscar otro trabajo, dejar la agencia. Pero Jeff decía que no veía motivos y ella no se iría dejándolo a él allí, a solas con su rival.
El chico simulaba no importarle que ahora Muriel mandara tanto, que tuviera tanto poder. Seguro que su vanidad masculina se hinchaba sabiendo que la gran jefa lo quería, que daría cualquier cosa por que la perdonara, por que volviera con ella. Jeff no apreciaba el peligro que corría de caer de nuevo en las redes de aquella araña seductora.
El despertador indicaba las cinco menos cuarto. Apagó la luz y dio otra vuelta en la cama para abrazar al muchacho por la espalda. Continuaba sintiendo frío en el pecho. Era la angustia.
«Dios mío, Jeff —susurró—. No puedo continuar así. No puedo vivir así.» Si había pecado traicionando a su amiga, cumplía de sobra su penitencia; aquello era mucho más que un infierno. El miedo no la dejaba disfrutar del amor, de la vida, de las ilusiones, de los sueños de futuro... ni siquiera del sueño físico.