Authors: Jorge Molist
Antes de que la luz se apagara, Agustín vio aquello. Y luego, una vez la oscuridad se hizo más intensa que antes, la imagen le quedó grabada en su mente. Parecía como una persona, envuelta en un abrigo, o una capa, bajando de la colina, dirigiéndose hacia él. Procedía del desierto, de donde los antiguos misioneros creían que habitaba el diablo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y notó las palmas de las manos húmedas, ya no por la lluvia, sino por un sudor helado.
«Padre, Dios mío, ayuda», murmuraba, y empezó a rezar padrenuestros y avemarías.
El sonido del trueno llegó entonces sobresaltándolo en la oscuridad.
Sentía la presencia de aquel ser acercándose a través de la negritud de la noche; sabía que llegaba, que venía hacia él. Y Agustín se acurrucó en su silla, envuelto en tinieblas y temor, los músculos tensos, casi agarrotados, como el que espera un golpe que no sabe por dónde llegará.
Mientras recitaba oraciones, imágenes y pensamientos rodaban desenfrenados por su mente, tal como los matojos secos lo hacían en la noche.
¿Qué sentido había tenido su vida, sacrificada al servicio de Dios, un Dios del que el diablo lo hacía dudar tantas veces últimamente? Su madre, Lucía, Alba... había renunciado a las mujeres que amaba. Pero dedicó su vida, por amor a Dios, al servicio de las gentes, de pobres humanos perdidos, igual que él, entre dudas y miedos. Quizá era allí, detrás de ellos, detrás del prójimo, en el cumplimiento del mandamiento de amor a los demás que Jesucristo hizo; quizá allí estaba Dios, el Dios del que no se podía dudar y cuya perfección era lo opuesto a la imperfección humana, y cuya necesidad y existencia eran irrenunciables para el pobre mortal invadido por los temores.
Dios, el destructor del miedo. A eso había dedicado la vida; a dar fe, a dar esperanza, a matar el miedo y el desamparo de las gentes. A ser el instrumento de Dios.
Un golpe de viento ululante avisó de que aquello se acercaba.
Esta vez, cuando el rayo rasgó la oscuridad, su vista se dirigió hacia el camino de la colina. Allí más grande, avanzando implacable, rodeado de un escenario fantasmagórico de vegetación agitándose desesperada, agónica, estaba aquello. Una silueta más negra que la negra noche y cuya oscuridad no podía penetrar la luz violenta del relámpago. Y avanzaba. El trueno golpeó sus oídos casi de inmediato, al extinguirse la luz. El centro de la tormenta había llegado y rompía con toda su fuerza.
A pesar de que sus pensamientos no se detenían, Agustín continuaba con sus rezos de forma automática. No interrumpió su oración ni por el siguiente trago de tequila. Decidió que el diablo no lo encontraría acurrucado en la silla y muerto de miedo. Él había venido para luchar contra el Maldito, y eso haría, aunque el terror continuara encogiéndole el corazón.
«Ha llegado el momento», se dijo, y colgándose el rosario al cuello, bebió otra vez y después de levantarse lanzó la botella hacia adelante, al centro de la oscuridad, como para herir al Maligno que se acercaba.
«Estarás ya casi aquí, pero conmigo no vas a poder», le hablaba al Señor del miedo, al diablo, pero lo hacía para infundirse valor. El crucifijo estaba en su mano izquierda, y con la derecha dejó caer la manta para que la casulla, el hábito de la santa misa, quedara bien a la vista. Inclinándose para palpar en la otra silla encontró el relicario que contenía la Sagrada Forma. E incorporado, con el cabello al aire, ya que algún golpe de viento debió de robarle su boina cuando dormía, con su casulla hinchada por el vendaval, levantó los brazos con la cruz en uno de ellos y el relicario con la Sagrada Forma en el otro. Tiritaba.
«Ése va a ver lo que es un cura de verdad —murmuró, dándose ánimos a sí mismo—. Un cura y además aragonés. —Y luego gritó—: ¡No pasarás, maldito!»Una ráfaga de gran violencia lo hizo tambalearse y por poco no cayó sobre la silla. Apartó ésta con una pierna, y así su espalda quedó apoyada contra la puerta. Lo notaba allí, casi encima de él.
«Vade retro,
Satanás», gritó la vieja fórmula con todas sus fuerzas. Y el viento le trajo odio, mucho odio, un rencor casi sólido que lo golpeó como un bofetón. Y también le traía miedo, terror, pánico. Pero él sabía que ésas eran las armas del diablo, y para combatirlas Agustín empezó a rezar otro padrenuestro en voz alta.
El cielo se abrió de luz y vio que el ser oscuro estaba frente a él, casi tocándolo. Al mismo tiempo el tremendo estampido del trueno estalló. Unos ojos; eso es lo que podía ver. Unos ojos inyectados en odio, de deseo de dolor humano, de maldad.
Agustín puso la cruz frente a aquello y gritó: «En nombre de Dios y de Jesucristo, su hijo, te ordeno que te vayas, Lucifer».
De repente la oscuridad se hizo silenciosa, como si la tormenta hubiera cesado. Agustín empezó a recitar de nuevo el padrenuestro y le pareció ver dos puntitos brillando en la negrura.
Los ojos, ¿qué le recordaban aquellos ojos? Se estremeció. Creyó haber visto los suyos propios. Sintió que más odio lo azotaba y que el pánico volvía. Sus propios ojos, su mirada odiando. Sus ojos contra los de Anselmo. Odiando al viejo. La mirada de Anselmo. De pronto, al recordarla se le hizo familiar. Había visto aquella mirada muchos años antes, en su infancia. Había guardado aquel recuerdo soterrado. ¡Era como lo miraba su propio padre! ¡La mirada de Anselmo era la de su padre al pie del autobús! «Aprende a ser hombre antes que cura», le dijo al despedirse. Y lo miraba de aquella forma. No había odiado nunca a su padre, pero sí a Anselmo. Y se dio cuenta de que aquello era el diablo. Lo opuesto a Dios. El diablo era odio. El diablo era miedo.
«¡Te ordeno que te vayas, Lucifer! ¡No pasarás! —gritó—. En nombre de Dios nuestro señor, ¡vete de aquí!»La luz cegó al cura y el trueno lo sacudió como a una hoja. Oyó el ruido de un árbol desgarrándose, olía a azufre, a humo, a fuego. Algo contundente le hirió y, mientras caía, Agustín sintió la dicha del martirio; ya no sentía miedo ni odio. Aquélla era la mejor de las muertes para un misionero; dar la vida por su fe.
«Dios mío, acógeme», musitó en su dolor antes de que incluso la oscuridad desapareciera para él.
La tormenta descargaba fuera con toda su intensidad y los truenos retumbaban haciendo vibrar el interior de la sala donde Anselmo celebraba su rito. El muñeco de raíz continuaba en el centro de la mesa, manchado de sangre, plantado en la maceta y con la vela de las tres erres asentada encima de su cabeza. El cirio de Lucía, con su crucifijo protector apoyado en la base, se erguía más alto, en una mesita aparte, atrás.
El viejo se incorporó de su posición arrodillada y, dejando el machete con el que había decapitado el gallo negro encima de la mesa, tomó una vieja flecha de punta de pedernal. Con pasos comedidos, como de danza, empezó a balancear su cuerpo de un lado a otro entonando una cantinela en la vieja lengua nigromante «riaña». El aire, que entraba en la casa por rendijas desconocidas, movía las llamas de las velas.
Unos golpes fortísimos sacudían la puerta, que amenazaba con caerse de un momento a otro. El viejo sabía que era el diablo que quería entrar. Sólo esperaba que Agustín resistiera.
Pero continuó su danza sin apresurarse. Pasó la punta de la flecha por las velas. Una a una, calentando la piedra. Al fin, se detuvo inmóvil asiendo el dardo entre las manos y concentrando la vista en la llama del cirio que se sustentaba en la cabeza del muñeco.
A través de la llama de Rich, el viejo podía ver al fondo de su campo de visión más alto el fuego de la vela de Lucía. Llenó su vientre de aire buscando, ávido, la imagen que quería. Pero no pudo alcanzarla. Anselmo notaba un sudor de angustia en la frente al respirar profundamente para intentarlo de nuevo. ¡Aquél era el momento! Pero nada. Los golpes en la puerta crecían en violencia y la construcción temblaba. ¡Quedaban pocos minutos! Puso otra vez la mirada en el fuego y al fin lo vio. Allí estaba su enemigo, pico de poder, mirada de ambición, sonriendo seductor a la muchacha que lo acompañaba en el coche: Lucía.
Formó la imagen en su mente: el águila. El águila orgullosa, ojos amarillos penetrantes, alas poderosas. Y la proyectó sobre la llama, sobre la imagen de Rich. Y en un movimiento rápido traspasó el centro del muñeco con la flecha que sostenía en las manos. «¡Él águila ha sido herida!», exclamó, triunfante.
—Llegaremos demasiado pronto —Rich interrumpió los pensamientos de la muchacha—. ¿No querrás despertar a tu madre en plena madrugada? ¿Verdad?
—Tendremos que dormir en el coche —repuso ella.
—¿No hay hotel en Santa Águeda?
—¡Estás loco! ¡Claro que no! Es un pueblo muy pequeño. Además, tampoco iría contigo. Sería un gran escándalo.
Rich la miró, pícaro.
—Bueno, entonces podríamos parar en Ensenada. Allí encontraremos hoteles abiertos...
La frase de Rich se le murió en la boca. Contemplaba, con asombro, las tinieblas que tenía enfrente.
—¡Rich! ¿Qué te ocurre? —quiso saber Lucía, desconcertada.
Pero Rich no hizo ademán de responder. Había visto un águila. Un águila pico de poder, garras de ambición, en un cielo de luz. Y una flecha volando hacia ella. Y la flecha clavándose en el tórax del ave.
Sintió un dolor agudo en su propio pecho, quiso respirar hondo pero no lograba que entrara el aire. ¿Qué estaba pasando?
—¡Rich! —chilló Lucía sujetándole del brazo.
Pero él aún veía el águila, cómo ésta intentaba mantener su vuelo planeando, y notó cómo empezaban a fallarle los músculos y cómo, traspasada por la flecha, el ave iniciaba su caída en barrena.
«¡Ahora el águila muere!», gritó Anselmo y, tomando el machete de encima de la mesa, con ambas manos, lo levantó por encima de su cabeza descargándolo con todas sus fuerzas sobre el muñeco. La hoja cayó transversal sobre el pelele, cortándolo en dos secciones, limpiamente. La parte inferior quedó medio arrancada de la maceta dejando salir parte de los papeles y plumas que contenía, como si se tratase de tripas. La otra parte se desparramó sobre la mesa soltando su interior y extendiendo la cera de la vela sobre el tablero. La llama no se había apagado pero parpadeaba moribunda.
Anselmo se sentó en una silla, sudaba a mares y se notaba agotado. Se quedó allí unos momentos, mirando la lucecita que se apagaba en la mesa y escuchando fuera. Los golpes en la puerta habían cesado y parecía que la tormenta se alejaba. Hizo acopio de fuerzas para levantarse y apagó la llama, presionándola con su dedo índice sobre la mesa.
Rich cayó sobre el volante y el coche mantuvo por unos instantes su dirección sobre la carretera. Pero en seguida empezó a perder velocidad y a escorarse a la derecha. La lluvia golpeaba intensamente los cristales.
Lucía quiso mover el volante, controlar el vehículo, pero el cuerpo de Rich se lo impedía.
«¡Dios mío! ¡Ayúdanos!», gritó cuando el automóvil rompía el parapeto lateral, precipitándose contra un muro.
Anselmo se desplomó desmadejado al pie de la mesa. Sus miembros no le obedecían y se sumergió en un profundo sopor. Pasaron horas hasta que pudo recuperar la conciencia; quizá ya fuera de día.
Sus piernas estaban dormidas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para levantarse. Se notaba lento, pesado, pero debía terminar el trabajo. Las velas iluminaban aún la estancia y, yendo a la chimenea, desatascó el tiro que había sellado la noche anterior y encendió el fuego.
Cogió la vela de Lucía, que continuaba ardiendo en la mesita lateral, y con un cuidado amoroso la puso en la repisa. Luego la apagó. Hizo lo mismo con todas las velas de los estantes y sólo la lumbre de la chimenea y los cuatro velones de la mesa daban ahora luz a la estancia. El fuego ardía ya potente y uno a uno Anselmo fue quemando los restos de su aquelarre: los trozos del muñeco, incluidos los pedazos de pluma que sobraron de su construcción, y también las ofrendas de maíz y la cabeza del gallo. Con su machete limpió la mesa de los restos de la vela de Rich, que también fueron a parar al fuego.
A continuación abrió uno a uno los ventanucos, rezando en pai-pai antes de hacerlo. La luz de la mañana iluminaba la habitación y un rayo de sol llenó la estancia de alegría al abrir la ventana del este. Ya con luz diurna, los cuatro velones de la mesa fueron igualmente a parar a la lumbre.
Entonces Anselmo se plantó frente a la puerta y, agachando la cabeza, murmuró una cantinela en lengua indígena, y una vez terminada ésta, dijo un padrenuestro en español. Y abrió la puerta.
Agustín yacía en el exterior, acurrucado en posición fetal. Las sillas se encontraban caídas, a unos metros de distancia, y la manta había desaparecido. El hisopo estaba en el suelo y poco más allá, al frente, la botella de tequila que había rodado hasta un hueco del terreno. Varias ramas de los pinos que crecían cerca de la puerta se amontonaban en la tierra; el viento o quizá un rayo debían de haberlas desgajado.
—¡Agustín! ¡Dios mío! —exclamó el viejo—. ¡Que esté bien don Agustín!
Se inclinó para tocarle la mejilla. Estaba frío. Al buscarle el pulso vio que mantenía la cruz sujeta en una mano y el relicario con las Sagradas Formas en la otra. ¡Y el pulso aún latía!
Arrastró al cura hasta apoyar su espalda contra la pared y allí le palmeó las mejillas con suavidad.
—¡Don Agustín! ¡Don Agustín! —le decía—. Despierte.
—¿Qué ocurre? —respondió el cura, al rato, entreabriendo los ojos—. ¿Quién eres?
—Soy yo, Anselmo.
—¿Anselmo?
—Sí, Anselmo. ¿No recuerda lo que pasó anoche? ¿Vino el diablo? —El religioso lo miraba con ojos desorbitados sin decir nada. Al fin habló.
—¡Oh no! ¡Anselmo!
—¿Qué pasa?
—Que yo creía que había muerto y que despertaría en la gloria y me encuentro de nuevo aquí. Otra vez con el viejo brujo. ¡Castigo a mis pecados!
—Pase adentro. Está helado. —Y lo ayudó a incorporarse—. Tengo el fuego encendido, y si se queda a almorzar, hoy tenemos gallo.
Agustín se reponía sentado frente al hogar, tomando un café mientras Anselmo cocinaba unos huevos y tortas de maíz. La casulla, embarrada, colgaba de una silla y él se cubría con una manta.
—Y cuando el rayo me estalló encima y el árbol cayó y me golpeó, tuve la certeza de que moría, de que el diablo me mataba —explicaba Agustín—. Y una muerte así, defendiendo la fe frente a la maldad o la ignorancia, es martirio. Estaba contento por haber resistido al diablo y al miedo, y morir en esa lucha era lo máximo que yo podía esperar de esta vida.