Presagio (38 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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—Por favor, Lucía. ¿Pero qué dices? —Sentía sudor frío en las palmas de las manos—. ¿Cómo puedes pensar que yo le haría daño a alguien a quien amas? ¡Te quiero!

—No te creo. —Ella negaba con la cabeza, con el ceño fruncido.

—Te lo juro, Lucía. Por lo que tú más quieras, por lo más sagrado. Sé cuánto amas a tu abuelo. Yo nunca le haría daño.

—Quisiera creerte —su mirada se había suavizado—, pero no puedo. Me voy. Ahora mismo. Me voy a Santa Águeda. Voy a buscar a mi abuelo.

—Pero, por favor, Lucía, razona. Ahora no encontrarás autobuses para México. Es demasiado tarde. Tranquilízate. Haremos que lo busquen mañana. —Le abrió los brazos—. Ven conmigo; yo te ayudaré en todo.

—No, Rich. Me voy ahora mismo. —Ya no lloraba y su voz sonaba firme—. No me quedo un minuto más aquí. Llamaré a Carmen para pasar la noche con ella, o si no a Muriel. No puedo estar contigo si sospecho de ti.

Rich intentó pensar rápidamente. No podía dejarla ir, pero tampoco podía retenerla a la fuerza. Porque si ella no quería darle la información que él necesitaba, no se la daría. ¿Qué hacer?

—No hace falta que llames a nadie.

Ella se quedó mirándolo inquisitiva.

—Te he dicho que te ayudaría a buscar a tu abuelo. —Hizo una pausa y le dedicó otra de sus cautivadoras sonrisas—. Pues bien, si no puedes esperar, pues... salgamos ahora mismo hacia tu pueblo. Te llevo en coche. Lo encontraremos sano y salvo, ya lo verás. Te lo prometo.

—¿De veras? —Una sonrisa de dientes blancos iluminaba la expresión de Lucía—. ¿Harás eso por mí?

—Claro que sí. —Rich sintió alivio al notar que su encanto funcionaba de nuevo. Quizá ella sospechara, pero no había visto nada. Acarició suavemente la mejilla de la muchacha—. Haría cualquier cosa por disipar esos oscuros pensamientos. Estoy seguro de que no le ocurre nada a tu abuelo. Y si le ha pasado algo, nosotros lo arreglaremos. ¡Te lo prometo! Prepara tu bolsa de viaje. ¡Vamos a buscarlo ahora!

—¿Y tu mujer?

—Tendrá que entenderlo. Es una emergencia.

—¡Gracias, Rich! —Ella le echó los brazos al cuello para besarlo.

El sol iba hacia el ocaso y Anselmo cavaba afanosamente al pie de un cañizal. Desenterraba las raíces, y al no encontrar lo que quería, volvía a cubrirlas. Al fin pareció satisfecho y sentándose en el suelo fue apartando la tierra con cuidado. Era un raigón bulboso de forma muy especial; una parte de unos treinta centímetros recordaba un tronco, con una cabeza y lo que parecían extremidades. Cortó con cuidado las uniones del tubérculo con la planta y podó los extremos de forma que sólo quedaran dos brazos, piernas y cabeza.

A continuación puso, con reverencia, los despojos junto a las raíces sanas del vegetal y, después de cubrirlas con la tierra, se incorporó y quitándose el sombrero e inclinando la cabeza rezó una oración para que la planta continuara viviendo a pesar de la amputación. Luego, dirigiéndose con respeto a aquel pedazo de raíz de forma antropomorfa, le habló en lengua cucapá, la de los «riaños», los nativos del delta del Colorado; la de los chamanes nigromantes.

Aquel muñeco había dejado de ser vegetal, era ya otra cosa.

Anselmo depositó su cosecha sobre la mesa de la sala de su ranchito. El sol entraba por la ventana orientada al oeste y, sobre la mesa, una vela encendida tenía marcadas, en su tronco de cera, tres letras en rojo: «R. R. R.».

Allí también había una pluma de águila y el sobre, ya abierto, que Carmen le había enviado a través del cura. Con cuidado, el viejo extrajo su contenido. Desde la página recortada de un anuario de Reynolds & Carlton, Rich Reynolds posaba de cuerpo entero en una foto oficial donde, trajeado, arrogante, sonriente y muy seguro de sí mismo, apoyaba con gesto estudiado una de sus manos en una lujosa mesa.

Había otro trozo de papel. Sin duda era un recorte de una carta. Una firma y abajo, escrito en letra impresa, «Richard R. Reynolds, vicepresidente».

El viejo se acercó el papel y estuvo observando el anverso y el reverso en busca de las huellas de la presión de un bolígrafo o tinta de pluma. Tras examinarlo, gruñó satisfecho. Era una firma de verdad, no una simple impresión.

Entonces, tomando unas tijeras, se aplicó en recortar lo que consideraba exceso de papel, dejando sólo la firma en el pedazo más pequeño. Hizo lo mismo con la foto de Rich, recortando al final la cara, que dejó separada del cuerpo.

A continuación dividió la pluma de águila en varios pedazos y de uno de ellos, donde la caña no era excesivamente gruesa, perfiló algo semejante a un diminuto corazón. Y tomando el negro corazón de rapaz lo envolvió, tratando de reducir el tamaño al máximo, con el trozo de documento que contenía la firma, mientras murmuraba una plegaria en lengua cucapá. Selló la envoltura con cera derramada de la vela marcada con las tres erres y, colocando otro trozo de pluma encima de la cera que se solidificaba, usó el papel mayor, el de la foto del cuerpo, como cubierta exterior. Otra vez la cera y un pedazo de pluma sellaron la envoltura y lo envuelto.

Sin dejar de medio cantar, medio rezar, Anselmo abrió un cajón de una cómoda y extrajo un cuchillo pequeño y afilado.

Se aplicó en abrir el vientre a su muñeco de raíz tierna, haciendo saltar trozos de su jugoso interior. Cuando calculó que el espacio era suficiente, introdujo en el interior del pelele el corazón y el alma; eran los envoltorios sellados con cera que había dejado sobre la mesa. En el espacio restante, puso todos los pedazos de pluma que cupieron y guardó el sobrante para quemarlo. No podía utilizar los restos para ninguna otra ceremonia, ni tampoco tirarlos. La pluma de águila era sagrada y sólo quemándola podía desprenderse uno de ella.

Con hilo y aguja, el viejo cerró la tripa del monigote. Luego, vertiendo cera sobre lo cosido, esperó a que solidificara para ayudar a que el hilo se mantuviera sujeto en su lugar.

Al final, usando pegamento, puso la fotografía de la cara de Rich en la cabeza de aquel hombre de raíz.

Fue entonces cuando Anselmo dedicó unos momentos a contemplar su obra, ronroneando satisfecho. Su voz se elevaba en un nuevo cántico y tomando al muñeco con ambas manos lo acercó a los rayos de sol que entraban casi horizontales y se lo presentó al Dios sol y a «Mitapá parktai», que se escondía detrás del astro.

«Acoge, Señor, al que va a nacer», dijo en cucapá.

Llevaba un par de horas dándole vueltas al asunto. Se había arrodillado a rezar, en la iglesia vacía, frente a la llama del Santísimo. Había medido lo largo y lo ancho del templo en grandes zancadas, las manos sujetas a la espalda, murmurando para sí. Se fumó un par de cigarrillos, mirando con culpabilidad a su alrededor, a pesar de que estaba solo en la iglesia. Salió al exterior y como ausente se paseaba por la calle principal del pueblo, devolviendo distraído los saludos de los fieles con los que se cruzaba. Anduvo hasta el pequeño puerto rocoso para ver las barquitas, blancas, verdes, azules, flotar en un agua clara y transparente esperando la salida nocturna de pesca. Y al fin regresó a casa aún sumido en un mar de dudas. «No, no debo mezclarme con los asuntos de ese brujo pagano. —Y chupaba su pitillo—. No, no debo ir.»Era increíble lo que el viejo indio le había contado. El diablo. ¡Qué estupidez! El miedo que debió de pasar en Tijuana le habría ablandado el seso. «El diablo... mira que hablar del diablo. ¿Existe el diablo? ¿Existen los ángeles? —En sus largos años de vida él no había visto ni a unos ni a otros—. ¿Existe D...? ¡No!, ¡otra vez, no! —¡Malditas dudas que regresaban de nuevo para atormentarlo! Las dudas debían de ser el propio diablo... o al menos eran su infierno—. La certeza, ¡Dios mío! La certeza, la ausencia de dudas. ¡La certeza debe de ser el cielo! La gracia de la fe que pedía san Agustín. ¡Por favor, Dios mío! ¡Dadme la certeza!»De un salto se levantó de la silla.

«Pero ¿qué pierdo con ir? ¿Que se burle de mí? Pero ¿y si el viejo brujo tuviera razón? —Sacudió la cabeza negando—. ¿Cómo podría tener razón ese loco? ¿Pero si la tuviera y se apareciera el diablo de verdad?», se contradijo sólo segundos después. Aplastó el cigarrillo en el cenicero, cogió de un zarpazo las llaves de la iglesia que había cerrado minutos antes y salió a la calle como una exhalación. Él, Agustín, no era de los que huían en la batalla. Aunque fuera todo una tomadura de pelo. Aunque fuera del todo improbable. Él estaría allí. Y si había diablo, él le mostraría al diablo lo que era un cura.

Anselmo salió de su ranchito al oír el ruido de la motocicleta de Agustín. Supuso que era él, ¿quién si no conduciría un ciclomotor por aquel camino y a aquella hora? Cuando lo vio aparecer doblando el recodo, encima de la moto, vestido con casulla verde color esperanza, estola al cuello y sonrisa radiante, el viejo no podía dar crédito a lo insólito del aspecto del sacerdote.

Sin duda, el cura no sentía ningún temor al ridículo ni miedo a partirse la cabeza al enredarse sus vestimentas en las ruedas. Anselmo notó que empezaba a apreciar a su antiguo enemigo.

—¿Qué se supone que va a ocurrir y qué pretendes que haga yo? —inquirió tan pronto detuvo su motocicleta y tras un breve saludo.

—Venga, padre, venga conmigo a ver cómo se pone el sol y platiquemos.

Tomándolo del brazo, Anselmo lo condujo por el polvoriento campo hacia la vista sobre el océano.

—Va a ocurrir por la noche —le contaba—. Voy a realizar una ceremonia con la que pretendo que ese hombre deje de perseguir a Lucía, que ella advierta su error y que vuelva con nosotros.

—¿Así, sin más? —repuso Agustín, extrañado—. ¿Como si le hablaras a distancia?

—Sí. Practicaré unos ritos para hacer que la deje.

—Que pretendas hacer alguna de tus brujerías, lo creo. Pero no me creo que funcione.

—Debe poner fe, don Agustín —el viejo sonreía al reprocharle—, sin fe esas cosas no funcionan.

Habían llegado al extremo del campo de maíz, y el sol caía ya sobre unas aguas, de aspecto inmóvil en la lejanía pero que batían en olas inquietas, crecientes, en la playa bajo la colina. En el horizonte unas nubes oscuras mostraban bordes cual puntillas blancas, doradas y brillantes. Iban a cubrir el sol en unos momentos y la brisa ya cambiaba a viento. Pero aquel instante era bello.

—Tienes una hermosa vista, don Anselmo.

—¿Desde cuándo usa el «don» conmigo?

—Desde que he empezado a creerme que quizá, a lo mejor, eres capaz de apartar a nuestra Lucía de las garras de ese individuo.

—Procuraré no fallarle.

—¿Pero qué es lo que vas a hacer exactamente?

—Eso no se lo diré. Es secreto—¿Por qué? ¿Es algo malo?

—Ya le dije, padre, que lo que voy a hacer está en el límite. Es peligroso.

El sol en luminarias rojizas y doradas, cubierto en parte por una nube, se metía ya en el océano y ambos hablaban sin mirarse, con lentitud, sentados en unas grandes piedras del promontorio, dejando discurrir sus pensamientos y atendiendo al espectáculo del astro que coloreaba nubes y mar.

—Es brujería —afirmó Agustín de pronto.

—Sí. Esta vez tengo que ir más allá de una curación a un enfermo. —Anselmo continuaba mirando al sol en el horizonte y hablaba como para sí mismo—. Quizá perjudique, quizá le haga daño a ese hombre. Voy a hacer algo que hace muchos años que no hago. Algo que ya no considero lícito.

—Entonces, en ese caso, yo no te puedo ayudar.

—No me ayuda a mí, sino a Lucía.

—Pero yo no puedo hacerle daño a nadie.

—Don Agustín, usted no hará daño, sólo me ayuda a mí para que yo la salve. Y ahora permítame que guarde unos minutos de silencio.

El sol ya casi había desaparecido y Anselmo cerró los ojos canturreando algún tipo de plegaria.

—Es el momento de ir a casa y ponernos manos a la obra —dijo minutos después del ocaso, levantándose. E inició el camino hacia su ranchito. Los nubarrones, oscuros, habían ya cubierto la parte oeste del cielo.

Agustín percibió algo siniestro y lúgubre en aquellas nubes plomizas que parecían avanzar veloces hacia ellos. Sintió un escalofrío, un extraño temor.

—Mire, Padre. Ya se lo conté; hace muchos años yo practicaba esas cosas, hice brujería. E invoqué a ciertos espíritus. Y lo pagué muy caro: luego no podía librarme de ellos. Y aun sin llamarlos, algunas prácticas atraen a esos entes malos. Puede llamarlos demonios. Son peligrosos pero, si son de baja entidad, no me preocupan. Sin embargo, tienden a querer quedarse y durante mucho tiempo estuve luchando para librarme de ellos. Y cuando lo logré, me prometí que nunca repetiría esos ritos, esas invocaciones. Pero ahora tengo que hacerlo. No sé, no conozco ninguna otra forma de poder librar a Lucía de ese hombre.

»Y hoy regresarán, hoy puede venir el mayor de todos. El diablo. El ángel caído que busca la luz. El que quiere saber más, ser más que Dios. Yo también quise saber más. Quise saber de lo lícito y lo ilícito. De lo puro y lo impuro. De la virtud y del pecado. Del bien y del mal. De la curación y del mal de ojo. De la magia blanca y de la brujería.

»Estoy seguro de que hoy vendrá, se llama Lucifer.

—¿Y para qué me quieres a mí?

—¿Ha traído agua bendita? ¿Y la Sagrada Forma?

—Sí, pero no vas a mezclar nada de eso con lo tuyo. —El cura le miraba alarmado—. ¡Es intocable!

—Sí, lo sé, padre —Anselmo hizo un gesto para tranquilizarlo—. Jamás he pretendido tal cosa. Sólo quiero que esté usted protegido.

—Dime lo que tengo que hacer.

—Yo oficiaré mis ritos dentro del rancho. Y necesito su ayuda contra esos espíritus que querrán entrar en mi casa. Los pequeños pueden colarse por cualquier sitio, rondan como perdidos y esas invocaciones los atraen.

Si usted bendice el entorno del ranchito y lo rocía con agua bendita, eso ya me sirve de defensa contra esos diablillos. Pero cuando venga el diablo... a Lucifer no lo detiene el agua bendita. Lo necesito para que usted haga guardia en la puerta de mi casa durante la noche.

—¿En la puerta? —Agustín estaba sorprendido—. ¿Pero por qué en la puerta? El diablo también podría entrar por las ventanas, por la chimenea o atravesando paredes.

—Sí que podría. Pero Lucifer se cree grande, invencible, sabio, y es muy orgulloso. Él sólo entrará por la puerta.

—Le dejo una botella de tequilita. Va a ser una noche difícil. —Al cura le pareció distinguir en la voz de Anselmo un tono afable, casi tierno, que le sorprendió.

Las pocas estrellas que aparecían entre las grandes nubes no daban luz y la oscuridad era casi absoluta en el exterior de la casa.

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