Authors: Jorge Molist
Ya se había encargado él de eliminar en el momento oportuno a sus enemigos. Y además estaba Lucía; ésa era la pieza definitiva. Con ella a su lado, podía lanzarse a la conquista del puesto de senador y después...
«Bien —se decía—. No debería plantearme objetivos demasiado altos tan pronto, pero ¿quién me impedirá soñar con la Casa Blanca dentro de algunos años? Claro, que queda una pieza suelta: Muriel. Está resentida, aún puede ser peligrosa, sabe demasiado y es capaz de todo. ¡Otro encargo para Charly
Cara Perro!»
De repente sintió una inquietud. Su vista recorría el amplio despacho, los ventanales, los arbolillos de decoración, los cuadros modernos que colgaban de las paredes. Como si buscara a alguien.
Todo estaba igual, él no podía ver nada distinto, pero ya no disfrutaba de su intimidad. Quizá no estuviera solo. Lucía podía estar observándolo. Y tuvo miedo. Se maldijo por su estupidez y rápidamente abrió un cajón de la mesa, sacó un sobre blanco e introdujo el documento de identidad de Anselmo en él. Luego giró la otra foto de forma que la imagen quedara oculta y, acercándose a una pared, movió uno de los cuadros y dejó al descubierto una caja fuerte. Después de pulsar la combinación y abrirla, depositó el sobre y la cerró de inmediato. Más tarde ya encontraría la forma de hacer desaparecer el documento.
Acto seguido tomó la otra foto y, siempre manteniendo la imagen oculta a la vista, la puso en la trituradora de papel y se deshizo de ella.
—He llamado a Lucía para contarle que no pudimos encontrar a don Anselmo —dijo Carmen.
—¿Cómo se lo tomó? —quiso saber Jeff. Era ya lunes por la tarde y paseaban por el embarcadero de Marina del Rey.
—Muy mal. Se puso a llorar al teléfono. Cree que le ha pasado algo a su abuelo y, aunque no lo mencione, está culpando a Rich.
—Y con razón. Es una lástima que la muchacha sufra así.
—Sí, pero si Rich sospechara que Anselmo sigue vivo, su vida volvería a peligrar.
—Que el viejo tenga que protegerse de su propia nieta es lamentable.
—Ella está loca por Rich —dijo Carmen con convicción—, pero nunca traicionaría conscientemente a su abuelo.
—¿Hiciste lo que te pidió el brujo?
—Sí, esta tarde le he mandado un sobre a don Agustín por mensajero para que se lo entreguen en mano. No lo envié directamente por precaución; se supone que don Anselmo está muerto.
—¿Qué objetos pusiste?
—Una foto de Rich sacada del anuario de la compañía y una firma suya original de una nota que envió a mi departamento hace tiempo con órdenes de compra de medios.
—¿Y qué va a hacer el viejo con esas cosas? —Jeff se detuvo para ver mejor la expresión de Carmen.
—No lo sé —ella tenía un aspecto demasiado inocente— pero me lo imagino. Algún rito de protección para Lucía.
—¿Protección? —Jeff la miraba, escéptico—. Si sólo es protección, ¿para qué quiere una foto de Rich Reynolds y un objeto que haya estado en contacto con él? ¿No crees que puede estar planeando venganza?
Carmen lo miró; sus ojos oscuros estaban más abiertos que de costumbre.
—No lo sé —repuso, encogiéndose de hombros—. Pero es posible... —en sus labios asomaba una sonrisa enigmática.
Agustín estaba terminando de oficiar la misa de la tarde. Bendijo a los fieles, se santiguó y antes de recogerse en la sacristía, de forma mecánica, peinó con la vista el fondo de la iglesia. Ya juntaba sus manos y, bajando la cabeza, iniciaba su camino cuando de repente una de las imágenes captadas segundos antes lo hizo volver a mirar a los bancos de atrás.
¡Era Anselmo! Se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de que se alegraba de ver al viejo. Sabía que vendría a recoger el sobre que Carmen le había enviado, pero jamás hubiera creído que asistiría a misa. ¿Había estado allí durante toda la ceremonia, o sólo al final? Era difícil saberlo, pero le habría encantado. Se apresuró a entrar en la sacristía para desvestirse de los ropajes litúrgicos.
Al salir sólo quedaban unos pocos feligreses rezando y se encontró al viejo sentado en uno de los bancos cercanos al altar.
—¡Qué sorpresa! ¿Desde cuándo los paganos venís a la iglesia?
Anselmo ignoró la puya. Agustín sonreía, amistoso.
—Tenemos que hablar de Lucía, padre.
—Sí, quizá sí —asintió Agustín pensativo.
—¿Le importa que entremos en la sacristía? Se supone que estoy muerto y no es bueno que me vean rondando por ahí.
—¡Ah! Sí, ¡claro que sí! Ven conmigo. —Y lo condujo al interior.
El monaguillo ya había salido y, sacando de una alacena una botella de vino y un par de vasos, Agustín invitó a Anselmo a sentarse a una pequeña mesa de un extremo de la habitación.
—Tú dirás —le dijo, una vez se acomodaron, mientras escanciaba el vino.
—Mi plan para librar a Lucía de ese hombre no ha funcionado. Cuando impedí que ella pudiera usar su poder de visión, él envió a sus matones para que me asesinaran. He dejado que Lucía vuelva a «velar», pero no puede verme a mí. Así que de momento ella no sabe lo que me ocurre y debe de pensar que he muerto. Y también sospechará que ese hombre tiene algo que ver en mi desaparición. Empieza a saber que no es bueno. Aunque eso no resuelve nada; ella continúa en poder de ese individuo y no puede escapar.
—¿Y qué podemos hacer? —Agustín hizo un gesto de abatimiento—. Es mayor de edad. No vamos a cruzar la frontera para secuestrarla, ¿verdad?
—Quizá yo tenga el remedio.
—¿Otra vez? —Agustín dio un trago a su vino—. ¿Y qué tramas ahora?
—Voy a hacer algo que está en el límite. —Anselmo lo miraba fijamente, pero parecía que su vista se hundiera más allá de los ojos del cura—. Algo extremo, pero quizá sea ésta la única oportunidad que tengamos de recuperarla.
—¿Qué es eso, Anselmo? —El cura lo observaba preocupado—. ¿De qué estás hablando?
—Voy a recurrir a algo peligroso. Algo que me prometí no repetir jamás. Pero haría cualquier cosa antes de perder a Lucía, de que quede en manos de ese tipo que utiliza su inocencia y su amor para hacer el mal.
—¿De qué me estás hablando? —insistió Agustín,—De usar un poder antiguo que conozco. Un poder grande y peligroso, pero que puede librar a Lucía de ese hombre.
—¿Me estás hablando de nuevas brujerías? ¿Es eso, Anselmo?
—Sí. Y necesito que me ayude; sólo usted puede ayudarme.
—¡Yo! ¿Pero estás loco? —Agustín se puso en pie de un salto—. ¡Cómo puedes ser tan osado! ¿Vienes aquí, a mi iglesia, a proponerme que te ayude en tus hechizos? ¡Insensato!
—No. Siéntese y escuche. —Los dos se miraban fijamente a los ojos—. Siéntese, por favor —insistió el viejo en un tono más suave—. Escuche.
Agustín se sentó y puso más vino en los vasos.
—Eso que usted llama brujerías —prosiguió el viejo— son poderes que están allí, en la naturaleza, en las plantas, en la sugestión, y yo los uso para curar a las gentes. Es una tradición que viene de muy lejos en mi clan pai-pai pero que yo también he aprendido de los curanderos y chamanes de los Cochimí, de los Kiliwa, de los Cucapá. He sido el último en recoger ese saber antes de que se extinga definitivamente al desaparecer las tribus y sus culturas. He estudiado incluso a los sobadores y santeros venidos de fuera, mexicanos que encontré allí en Tijuana. Quizá en el pasado quienes no lo entendían llamaban a ese saber brujería, pero no lo es.
»Sus santos curaban, ¿verdad? La historia de los santos cristianos está llena de curaciones y, más que con medicinas naturales, lo lograban mediante la energía, ya fuera por imposición de manos o soplando sobre el enfermo. Y también gracias a la fe y al poder de la oración.
—Pero ellos lo hacían por el amor de Dios, con su ayuda y por su gracia.
—Y algunos de sus místicos —Anselmo ignoró el comentario— han sido capaces de transportarse a otros lugares y ver qué ocurría en ellos, como por ejemplo la monja Coronel, que afirmaba viajar varias veces al día de España a Nuevo México para acompañar a los misioneros que los indígenas martirizaban. Es un fenómeno natural, aunque no bien entendido. Ustedes pueden llamar a eso misticismo, nosotros lo llamamos «velaciones». Otros llaman a ese fenómeno experiencias extracorporales o viaje astral.
—¿De dónde has sacado todo eso, Anselmo? —El cura lo miraba sin dar crédito a lo que oía—. ¿Quién te ha contado esas cosas?
—Yo aprendí las letras en el rancho donde a veces los hombres de mi clan trabajaban como temporeros. Le caí bien a la ranchera y ella me enseñó. Y también a rezar a los santos católicos. Descubrí que los libros contaban cosas y yo siempre he querido saber. Ése es mi pecado. Cuando era joven, fui a vivir a Tijuana, para aprender lo bueno y lo malo. Allí ayudaba en la misa, en la catedral. Pero por la tarde trabajé en bares y burdeles. Y un buen cura me dejaba leer sus libros y también iba a la biblioteca; aún hoy guardo en mi casa unos cuantos libros.
—Habrás sido monaguillo, pero no querrás compararte con los santos, ni con los místicos y sus santas visiones...
—¿Por qué no? —Ahora Anselmo levantaba la voz—. ¿Porque soy un indígena de piel cobriza? ¿Por eso no puedo amar a mis semejantes? ¿Por eso no puedo amar a Dios?
—Sí, claro que puedes. Pero si tan piadoso eres, deberías haberte hecho sacerdote.
—Quizá lo sea, pero de una forma que usted no quiere comprender. Quizá esté mucho más cerca de usted de lo que cree.
—Me asombras, Anselmo.
—Necesito su ayuda —repuso el viejo cambiando de tema—. Si hago lo que voy a hacer solo, corro un gran peligro. Necesito el poder que usted tiene.
—¿Pero qué es lo que te propones? ¿Qué quieres de mí? ¿De qué poder hablas?
—Hay prácticas que salen de los límites posibles de las fuerzas naturales y entran en el campo de las fuerzas espirituales; bordean las fronteras de lo prohibido. —Anselmo hizo una pausa y su mirada se tornó más intensa—. No quiera saber lo que voy a hacer. Sólo protéjame.
—¿Protegerte? ¿De qué?
—Del espíritu del mal.
—¿Qué? ¿Te refieres al...?
—Sí, al que usted llama demonio. —Agustín sintió un escalofrío al oír la palabra.
—Pero ¿qué sabes tú del diablo?
—Mucho, padre. Hace bastantes años, por mi vanidad, por mi orgullo, por deseo de saber, por mis ansias de poder, practiqué la brujería. Usé de forma ilícita, con finalidad mezquina, el poder espiritual. Y el uso rastrero de ese poder atrae como un imán a seres ínfimos, a la escoria anímica, a espíritus desencarnados que se regocijan en bajas pasiones. A ésos los llaman ustedes demonios.
»Pagué por ello. Y tardé años en librarme de esos seres. Volvían, querían habitar en mi casa. Fue duro echarlos. Pero tuve suerte. No vino el mayor de todos ellos. Pero ahora temo que pueda venir.
Agustín se quedó boquiabierto. No sabía qué pensar. ¿Le estaría tomando el pelo?
—¿Pero qué es lo que te propones?
—No quiera saberlo, padre. Usted debe conservar su inocencia. Solo protéjame en la noche. Como lo hizo con su bendición a mi medalla de la Virgen de Guadalupe. Protéjame del mal. Defienda mi puerta del diablo. Y yo salvaré a Lucía.
—¿Pero dices que vendrá el diablo?
—Sí. Esta noche vendrá el diablo y pretenderá entrar en mi casa.
—Pero ¿un diablo con cuernos y rabo?
—Si es así como usted lo imagina, así vendrá.
—¡Anda ya! —Agustín soltó una carcajada—. ¡Y tú crees que me lo voy a tragar!
—Aún no ha perdido toda su fe, don Agustín. —Ahora el cura lo miraba serio, siguiendo con atención cada una de sus palabras—. Aunque a veces usted lo crea.
—¡Maldito seas, viejo pagano! —El tono de Agustín era quejumbroso, como si le doliera una herida—. ¿Cómo sabes tanto?
—¿Qué más da? Ya se lo dije. Yo puedo ver y oír a veces a la gente. Pero eso no importa. Ahora tiene usted la ocasión de luchar contra el espíritu del mal. Cara a cara. ¿No es eso lo que usted deseaba de joven?
—¡Y lo que aún deseo hoy!
—Así que, ¿me va a dejar solo o me ayudará?
—Yo soy un sacerdote católico, Anselmo. No puedo mezclarme en ciertas prácticas. No puedo apoyar la superstición.
—¿Ni para salvar a Lucía? ¿Ni para librarla de ese hombre que la hace vivir como su concubina y que abusa del don que ella posee para asesinar? —Hizo una pausa para evaluar el efecto de sus palabras en Agustín—. ¿No ayudará a Lucía?
—Yo haría cualquier cosa por ella. La quiero como si fuera mi hija. Pero eso que me pides...
—¿Qué tiene de malo? ¿No quiere ayudarme contra el diablo?
—Sí, ¿pero estás seguro de que es el diablo?
—¡Claro que sí! Bueno, ¿viene esta noche conmigo o no?
—No lo sé. No sé si es lícito mezclarme en tus cosas.
—Entonces lo haré solo. Si cambia de opinión, venga a mi rancho al caer la tarde. Y ahora le agradeceré que me entregue el sobre que Carmen me envió.
Lucía estuvo arisca durante la cena, rehuía su mirada y eso inquietaba a Rich. Cuando terminaron la comida y Sharon se dirigió a la sala de la televisión, éste salió a la búsqueda de Lucía. Cindy, su compañera, tenía el día libre y Rich la encontró sola en la cocina.
—¿Qué te pasa? —la sujetaba por un brazo al interrogarla—. ¿Qué ocurre?
—¿Qué le hiciste a mi abuelo? —Ella lo miraba acusadora.
Rich tragó saliva antes de responder.
—Nada.
—Sé que tienes asesinos a sueldo y que él te molestaba porque me impedía «ver». —La chica tenía los ojos llenos de lágrimas—. Ahora veo, pero él no está, no lo encuentro. He llamado a Santa Águeda, a mi madre, al padre Agustín y nadie sabe de él; ha desaparecido. —Y sacudiendo el brazo se libró de la mano que la sujetaba—. Y estoy segura de que tú estás implicado. —Ahora lo miraba con furia—: ¡Maldito seas! ¿Qué le has hecho?
Rich percibió odio en aquellos bellos ojos almendrados que lo contemplaban con una dureza desconocida, insospechada, y sintió pánico. No podía perder a Lucía. Era la pieza clave en sus planes, la llave de sus ambiciones, de todo lo que él soñaba lograr. Con ella podría conseguir lo que quisiera. Sin ella todo sería difícil. Era su principal aliado, debía conservarla a su lado, debía mantenerla a toda costa. Notaba el miedo en forma de nudo formándose en su estómago. ¿Habría visto Lucía algo que lo acusara? ¿El carnet de identidad de Anselmo que Charly
Cara Perro
le había enviado? ¿O sólo eran sospechas?
Compuso una de sus atractivas sonrisas.