Authors: Jorge Molist
La bofetada sonó como un trallazo en el callejón, mientras el sombrero blanco de alas anchas de Anselmo volaba para aterrizar en algún rincón oscuro. La cara surcada de arrugas por el sol y la edad quedó ahora expuesta a la pobre luz del lugar.
No se había recuperado aún cuando Charly lo agarró de la camisa, y empujándolo hacia atrás, hizo que su espalda chocara contra la pared con un sonido sordo de huesos.
—¡La documentación! —exigió Joe, perentorio.
Pero el viejo estaba como aturdido y los miraba ahora con ojos muy abiertos. Charly continuaba sujetándolo por el pecho de la camisa y lo tenía aprisionado con fuerza contra la pared. La sonrisa de perro del hombretón ya bailaba en su boca. Su tamaño era enorme frente al del anciano y éste no tenía la menor posibilidad de zafarse de aquella garra. Tampoco lo intentaba.
—¿Qué quieren? —musitó al fin.
No se molestaron en responder. Joe lo cacheaba con rapidez profesional. Lo primero que encontró fueron unas llaves que dejó caer al suelo y luego una navaja de campo, que guardó en su bolsillo.
—¡Mira lo que tenemos aquí! —Al registrar el bolsillo derecho de la chaqueta había encontrado una pequeña billetera de aspecto escuálido.
Joe dio unos pasos para acercarse a una zona más iluminada y extrajo algunos billetes y un documento de identidad.
—Anselmo Cuero —leyó. Luego, lanzando una mirada al viejo, devolvió el documento a la billetera y la guardó en un bolsillo de su pantalón.
—Es él; es nuestro hombre —le dijo en inglés a Charly.
El chasquido de una navaja automática al abrirse sonó en el callejón.
—No, se equivocan... —farfullaba el viejo cuando el reflejo afilado del acero surcaba ya el aire hacia su cuello.
Un certero tajo le abrió la tráquea en una curva que buscaba la yugular.
Cayó de rodillas, con los ojos desorbitados, intentando contener con ambas manos los borbotones de sangre que salía de su garganta. Al empezar a toser, ahogándose en su propia sangre, supo que moriría, que ya había empezado a morir. Intentó rezar.
Charly, mostrando sus caninos, lo tumbó de una patada en el pecho. Y luego, con cuidado para no mancharse, lo sujetó con su pie en el suelo, inclinándose con rapidez para horadar con varios cuchillazos la zona del corazón.
Después se apartó para contemplar su obra. La sangre se expandía rápidamente por el oscuro pavimento, y el cuerpo, tumbado boca arriba, no se movía. El trabajo estaba hecho. Rápido pero sin precipitación, limpió su navaja en la chaqueta del muerto, la cerró y la metió en su bolsillo.
Fueron hacia la entrada del callejón y allí Charly, sonriente, levantó la mano. Joe la palmeó al estilo
high five
de los jugadores de baloncesto al felicitarse.
—Buen trabajo —dijo Joe cuando se incorporaron a la multitud—. Y ahora, a casa.
—Dame la cartera.
—Sí, jefe —repuso obediente Joe.
Charly, sin dejar de andar, sacó los pocos pesos que contenía la billetera, se los dio a Joe y guardó la cartera en su bolsillo.
—Estamos en paz. —Mostraba de nuevo sus caninos—. Considérate pagado.
—Muy divertido, jefe —refunfuñó Joe, pero guardándose el dinero—. Ya pasaremos cuentas cuando transformes ese documento en miles de dólares.
«Dios mío. ¡Ayúdame a ver!» Lucía «velaba» en la noche. La llama se alargaba buscando el techo y su reflejo en el agua permanecía inmóvil. Sus ojos se nublaron. ¡Lo había intentado tantas veces en los últimos días!
Pero la entrada a su don, a la herencia que había recibido de su abuelo, permanecía cerrada. Se secó los ojos, y levantándose, fue a beber un poco de agua al aseo.
Se miró al espejo, musitando: «Por favor, abuelo, perdóname. Déjame que vea. Lo necesito desesperadamente. Si no, voy a perder a Rich. —Miraba sus propios ojos enrojecidos—. Por favor, abuelo», suplicó otra vez.
Recitó la oración, hizo de nuevo lo que el rito ordenaba y al fin dejó perder su mirada en el reflejo de la llama en el agua.
¡Al fin! ¡Al fin veía! Y sintió un gran alivio. Cruzaba el espacio, y en su camino ya podía encontrar imágenes.
«Gracias, abuelo.» Y fue a buscarlo a su ranchito. Quería verlo, quería darle las gracias de alguna forma, aunque él no supiera que ella estaba allí.
Pero el ranchito se encontraba oscuro, abandonado. Las gallinas se habían refugiado en el gallinero y la mula se mostraba impaciente, no había comido.
Lucía sintió miedo, desazón y un peso de angustia en el pecho. «Don Anselmo, abuelo. Dios mío, ¿dónde estás? ¿Qué te ha pasado?»Quiso encontrarlo en la taberna, aunque Lucía sabía que él no se quedaba en el pueblo hasta tan tarde. No estaba allí, y cualquier otro intento de búsqueda fue completamente inútil. ¡No estaba en ningún lugar!
Lucía notaba el dolor creciendo en su interior y de pronto regresó, encontrándose frente al reflejo de la llama que bailaba al compás de los sollozos que agitaban su pecho de forma incontrolada. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Sus peores temores se confirmaban. Al fin podía ver, pero no al abuelo. ¡Había deseado tanto recuperar su visión! ¡Pero no a costa de la vida de Anselmo! Habría preferido mil veces perder su don para siempre antes que pagar ese precio.
—Imposible encontrarlo entre esa multitud —murmuraba Agustín saliendo del tercer local—. Estoy seguro de que esos tipos lo tendrán tan difícil como nosotros. —Y su expresión cambió al pensar que el peligro para Anselmo no era tanto y que quizá pudieran hacer una pausa en el próximo bar y tomar una cerveza.
Pero su sonrisa se desvaneció de repente al ver la expresión de Carmen.
—¿Qué ocurre? —le preguntaba Jeff.
—Allí, en la callejuela —dijo Carmen señalando el lugar—. Don Pablo ha ido a ver. Parece que han matado a un hombre.
Jeff y Agustín se abalanzaron hacia la entrada del callejón; estaba taponado por curiosos y no pudieron avanzar más. Había un silencio expectante sólo roto por los recién llegados que preguntaban lo ocurrido. Al parecer, la policía, que a aquella hora patrullaba la zona con frecuencia, estaba allí y mantenía a la multitud a raya. Entonces vieron a don Pablo, que se esforzaba por abrirse paso y salir de entre la muchedumbre.
Los tres lo rodearon. Llevaba un sombrero de campesino en las manos.
—Estaba en el suelo y lo recogí. Nadie me llamó la atención por llevármelo —musitó mientras daba vueltas cabizbajo al sombrero—. Lo he visto antes, fíjense en la pequeña pluma que tiene en la cinta.
—¡Es el de Anselmo! —exclamó Agustín.
—Dios mío. —Carmen se sentía desolada—. ¿Está seguro de que es el suyo? ¿Está usted seguro de que estaba muerto? ¿No estaría ni siquiera herido de consideración?
—Los policías y los que lo encontraron dijeron que estaba cosido a puñaladas. Muerto. Un policía conocido dejó que lo bendijera y rezara un momento por él. Aun sin los ungüentos sagrados, le di la extremaunción.
—¿Era él? ¿De verdad? —insistió Carmen.
—Sí.
—¡Que Dios se apiade de su alma! —murmuró Agustín, santiguándose—. ¡Pobre pagano! —Y bajando la cabeza empezó a rezar en murmullos.
Don Pablo hizo algo semejante y Carmen los imitó, mientras Jeff los miraba con una triste mezcla de curiosidad y respeto.
—No era mala persona —dijo Agustín sacudiendo la cabeza cuando terminó su rezo—. Un poco pagano, pero al cabo me di cuenta de que creía en Dios. Quizá fui demasiado agresivo con él. Quizá me pasé de santo, tal vez fui un poco inquisidor —hablaba consigo mismo y dando la espalda a los demás, con el sombrero de Agustín entre las manos y ademán desolado, emprendió el camino de regreso al coche—. Muy inquisidor —le oyeron murmurar al rato.
—Creía que se odiaban —le comentaba Jeff a Carmen siguiendo a los otros dos. Agustín iba delante, ausente, como sonámbulo, y ni siquiera se había girado para ver si los demás lo seguían. Don Pablo lo precedía en silencio a un metro de distancia y ellos detrás, aún más lejos.
—Sí, eso pensábamos. Llevaban años peleando —repuso ella—. Pero ya ves, don Agustín ha reaccionado como si se tratara de su mejor amigo. Nunca lo había visto así.
—Dicen que el odio y el amor están más cerca de lo que parece.
—¡Qué triste! —sollozó Carmen—. Y que se dé cuenta tan tarde...
Agustín los guió al automóvil sin equivocarse y esperó de pie, silencioso y con la mirada perdida, a que Carmen abriera el coche.
—Tendremos que reclamar el cadáver para enterrarlo en Santa Águeda —dijo cuando se disponía a entrar en el vehículo.
—No se preocupe, padre Agustín —repuso don Pablo—.Yo conozco quien nos ayudará en eso.
Pero entonces, cuando don Pablo estaba ya en el interior del coche, rápidamente, de entre la gente alguien se precipitó al interior del vehículo, empujando a Agustín.
—¡Don Anselmo! —exclamó Carmen.
—Callen y salgamos lo antes posible de aquí, por favor —pidió el viejo.
Todos montaron con rapidez y Jeff puso el coche en marcha.
—Gracias por recuperarme el sombrero, padre —le dijo a Agustín con una sonrisa cuando el coche se puso en movimiento.
—Se suponía que estaba usted muerto. —Carmen rompió el silencio cuando pararon en el primer semáforo de la avenida de la Revolución.
—Y en realidad me mataron —convino Anselmo, hundido en el asiento trasero, escondiéndose entre los dos curas.
—Juraría que era usted por quien yo recé y que fue a su cuerpo al que yo le di el último sacramento hace un momento. —Don Pablo no podía disimular su asombro y no dejaba de escrutar el rostro del viejo.
—¡Vamos, don Pablo! —Agustín saltó como impulsado por un resorte—. ¿No se dejará engatusar por este farsante? ¿No creerá que ha resucitado?
—Hombre, resucitar no. Pero yo lo he visto... muerto.
—No se lo conté todo sobre este hombre, padre —interrumpió Agustín—. Es un tramposo y estoy seguro de que ha hecho alguno de sus trucos. No vaya usted a creer que es alguien especial como alguno de mis pobres feligreses cree.
—Bueno, pero yo... —insistía don Pablo.
—Esta vez usted me ha ayudado en el truco, don Agustín —dijo Anselmo.
—¿Yo? ¿Qué he hecho yo?
—¿Recuerda la medalla de la Virgen de Guadalupe que bendijo? —El viejo la sostenía con reverencia con las dos manos.
—¿Esa de aluminio que habías marcado de forma extraña?
—Ésa. Me ha salvado.
—¿Pero qué ocurrió? —inquirió Carmen ante el silencio sorprendido en el que se había sumido Agustín.
—Los vi esperándome en un coche frente a los apartamentos y regresé hacia la avenida de la Revolución. Ellos me vieron y me seguían casi corriendo. No pude despistarlos y al rato estaba agotado. Entonces entré en ese garito en que una mujer se desnudaba en público; los hombres gritaban y el local estaba lleno a rebosar. Por un momento pensé que los había perdido, pero al rato pude verlos, viniendo hacia mí. Fui muy afortunado y más allá de los aseos pude encontrar una puerta que daba al callejón trasero. Al salir a él, corrí hacia la izquierda para alcanzar la calle, pero a unos metros me encontré con un hombre casi tan viejo como yo que me cortaba el paso. Tenía una navaja en la mano y me amenazaba:
»—Dame todo lo que llevas encima, compadre —dijo. Se veía en su cara y en su forma de vestir que era indígena como yo. Apestaba a alcohol e iba en mangas de camisa y a cabeza descubierta.
»—Tú no quieres lo que yo llevo encima —le contesté.
«—Dámelo todo o te rajo —gritó.
»Yo temía que llegaran los matones, así que rápidamente le di mi cartera; quiso también la chaqueta y mi sombrero; se los puso. Al tocar la medalla de la Virgen de Guadalupe notó que era de aluminio.
»—Eso no lo quiero —dijo.
»—Me has robado la muerte, hermano —le advertí.
»Me miró sin comprender y se rió. Yo escapé corriendo hacia el otro extremo del callejón y él se fue en sentido contrario, precisamente hacia la puerta trasera del local del que yo había huido. Justo cuando yo salía a la calle giré la cabeza y vi cómo los dos individuos que me seguían lo agarraban.
»Los dos éramos viejos e indígenas, él llevaba mi chaqueta, mi sombrero y mis documentos. En el mismo momento que me robaba ya supe que iban a matarlo a él en lugar de a mí. Pero no hice nada. Tenía miedo de ayudarlo. Me oculté entre la gente, en la otra acera, y vi cómo salían esos individuos felicitándose el uno al otro. No sabía qué hacer, adonde ir, así que permanecí escondido entre el gentío y pude ver cómo al rato unos hombres entraban en el callejón, quizá para acortar camino, y que poco después salían gritando. Se formó un tumulto y en seguida llegó la policía y luego vi a don Pablo y a Carmen. No quise avisarlos por si esos hombres estaban aún por allí; por eso los seguí hasta el coche sin darme a conocer.
—Ha sido la Providencia —exclamó Agustín, santiguándose.
—Sí, ha sido la Providencia. —Don Pablo también se santiguaba. Carmen vio por su retrovisor que Anselmo hacía lo mismo.
—Las fotos coinciden. Es el mismo individuo —murmuraba Rich, satisfecho, comparando la foto del documento de identidad de Anselmo con la copia de la que le quitó a Lucía—. Ese cabrón de Charly lo ha logrado de nuevo. Es bueno, caro pero muy bueno.
Aquella tarde había llegado a la sede de Reynolds & Carlton un sobre a su nombre que indicaba «Urgente». La secretaria lo abrió y se encontró con otro sobre que indicaba «Confidencial / abrir sólo por el interesado». Una cinta adhesiva protegía el sobre interior de cualquier intento de disimular una inspección de su contenido o de que alguien lo abriera por error. Precaución totalmente inútil. Ni la secretaria de Rich, ni otra cualquiera en la agencia hubiera abierto jamás un sobre de tales características.
Rich se encontraba en este momento en su despacho, la puerta cerrada con cerrojo, sentado tras su amplia mesa, contemplando una y otra vez las fotografías. El viejo estaba muerto, y con su muerte, él había sorteado un escollo más hacia su objetivo.
A partir de ahora podría disponer del don de Lucía sin limitaciones y el poder que ello le proporcionaba era inconmensurable. Después de la muerte de John Carlton y de despedir a Muriel, controlaba la agencia totalmente; había jugado muy fuerte, se había arriesgado mucho, pero merecía la pena. El partido lo nombraría sustituto de John al frente de la campaña como candidato republicano, y podía contar con la práctica totalidad del equipo electoral del difunto. Al fin y al cabo, él tenía el apoyo de la hermana y la esposa de John, con lo que podría recomponer la mayor parte de las relaciones e influencias que éste tenía.