Authors: Jorge Molist
—¡Vuelve!
—No, abuelo. Tú no lo comprendes. Amo a ese hombre con desesperación. Y si vuelvo lo perdería para siempre. Por favor, no me hagas nada. Déjame vivir mi vida.
De repente Lucía se sintió lanzada hacia atrás, hacia su habitación, mientras notaba un golpe en el pecho, como si su corazón se fuera a detener. Y con el sudor corriendo por las sienes se quedó mirando la llama como hipnotizada; le dolía el cuerpo, se notaba agotada. Supo que no podría volver a volar en la luz del agua hasta que el viejo la perdonara.
Una lágrima corría por la mejilla derecha de Anselmo. Estaba rodeado de oscuridad absoluta. Con un pequeño capuchón de plomo, que él mismo había fundido el día anterior, acababa de cegar la llama de la esbelta, de la joven candela de Lucía.
Durante la cena, él la seguía con la mirada. Lucía miraba la mesa, las fuentes de comida, a la mujer de Rich, a su compañera Cindy, pero evitaba mirarlo a él.
—¿Qué te ocurre, Lucía? —le dijo abordándola en el pasillo cuando regresaba de la cocina para recoger los platos de la mesa.
—Nada.
—Sí. Pasa algo. Ven. —Y tirando de ella la llevó hasta su despacho.
—¿Qué te ocurre? —volvió a interrogarla una vez llegaron—. ¿A qué viene esa cara?
—Es largo de contar. Ahora no tengo tiempo, Cindy me echará en falta y terminará sospechando.
—¡A la mierda Cindy! Me da igual lo que piense.
—Pues a mí sí me importa. —Y sin decir más, Lucía regresó a la cocina.
Aquella noche, cuando acudió a la habitación de la chica, la encontró sentada frente a la cómoda del espejo, mirándose en él.
—¿Qué te ocurre? —le dijo—. ¿Qué te está pasando, Lucía?
—Casi no me reconozco —repuso ella al rato, aún ensimismada, contemplándose en el espejo—. ¡He cambiado tanto en unos meses! Sobre todo desde que estoy aquí.
—¿A qué viene eso? Todos cambiamos. ¿Qué tiene de particular? —Parecía importarle poco el cambio de Lucía. Y preguntó lo que le interesaba—: Por cierto, ¿has podido ver lo que te pedí?
Lucía rompió a llorar. Primero se le llenaron los ojos de lágrimas, que resbalaban por las mejillas, luego vinieron los sollozos.
—¿Pero qué te ocurre? —Él la tomaba por los hombros.
—¡No puedo ver! ¡No puedo ver! Mi abuelo me ha bloqueado.
—¿Que te ha bloqueado?
—Sí, impide que use mi don.
—¿Cómo puede hacer eso?
—Es como el freno de un coche. Él está ahora pisándolo. Cuando me perdone, dejará de presionar y yo podré volver a ver.
—¿Y crees que durará mucho?
—Seguramente. Quiere que vuelva, que te deje—. Y volvió al llanto.
Él la besó en los ojos acariciándole la nuca y ella empezó a sentir que se relajaba.
—Tranquila, pequeña. Verás como todo se arregla.
—¿Me querrás aún cuando no pueda ver lo que me pides?
—Claro que sí. ¿Cómo puedes pensar lo contrario?
—Gracias. Yo haría cualquier cosa por ti.
Él volvió a besarla y Lucía sintió cómo la paz volvía poco a poco a su espíritu.
Cuando despertó el día siguiente estaba sola en el lecho revuelto. Él jamás se quedaba. Lucía entendía por qué, pero deseaba que llegara el día en que pudieran despertarse juntos. Se desperezó, anduvo por la habitación y se fijó en su imagen en el espejo de la cómoda. Ya reconocía un poco más de sí misma. Se sentía feliz. Sus ojos ya no estaban hinchados por el llanto y una sonrisa apareció en sus labios.
Pero de pronto algo llamó su atención. Guardaba varias fotos en el espejo, sujetándolas entre el marco y el cristal; fotografías de su madre, de amigas de Santa Águeda, del padre Agustín y del abuelo. Así tenía siempre a la vista a los que ella amaba. Pero aquella mañana faltaba una foto. ¡La del abuelo Anselmo!
Buscó encima de la cómoda, en el suelo, por detrás del mueble. No estaba.
Anduvo inquieta todo el día, especulando sobre el destino del retrato. Pero por la noche, cuando se recogió en su habitación, su inquietud se convirtió en pánico. ¡La foto estaba de nuevo en su sitio!
—Buenas noches, Carmen, soy Lucía, perdona que te llame tan tarde.
—¡Hola! ¿Cómo estás? —Carmen se sentía agradablemente sorprendida por la llamada—. No te preocupes por la hora, es viernes y me acuesto tarde.
—Bien, gracias. ¿Podrías venir a recogerme mañana, pronto, por la mañana? —Se notaba tensión en la voz de la muchacha—. Te invito a desayunar. Tengo que hablar contigo.
—Sí, Lucía, claro.
Cuando Carmen colgó el móvil, su mirada se encontró con la de Jeff. Estaban cenando en un restaurante.
—¿Qué quiere Lucía? —preguntó él.
—No lo sé. —Ella quedó pensativa—. Pero presiento que va a ocurrir algo serio, que ya está pasando.
—Carmen, temo por la vida de mi abuelo. —Lucía casi no había hablado en el coche, y mantuvo una conversación intrascendente en el restaurante mientras esperaban los cafés y los panqueques que habían pedido para desayunar. Fue justo al llegar la comida cuando empezó a descubrir sus miedos.
—¿Por qué? ¿Qué le puede pasar?
—Ayer por la mañana eché en falta una foto suya, pero por la noche estaba de nuevo en su sitio.
—¿Y?
—Con un retrato se pueden hacer muchas cosas. —Sus manos sujetando, tensas, la taza de café denotaban su angustia.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cosas que pueden hacer daño a la gente. —La miraba con sus grandes ojos oscuros, tenía ojeras, se notaba su preocupación. Aun así, Carmen se dijo que la muchacha era hermosa y que tenía un aire de princesa india.
—¿Brujería? ¿Una maldición?
—Sí, eso también. Pero lo que yo creo es que alguien hizo una copia de la foto para dársela a otro. Y ese otro quiere hacerle daño a mi abuelo.
—¿Y quién es ese otro?
—No lo sé.
—¿Quizá el asesino que mató a John Cari ton? —Carmen creía adivinar los temores de Lucía, pero deseaba que fuera ella la que los expusiera.
La muchacha tomó un sorbo de café antes de responder:
—Podría ser.
—¿Y quién te quitó la foto? ¿Y por qué quiere hacerle daño a tu abuelo?
—Por favor, no me hagas explicártelo. Quizá sean sólo temores absurdos míos. Pero necesito que vayas urgentemente a Santa Águeda y que le cuentes a mi abuelo lo que ocurre, que temo por él. No tiene teléfono. ¿Lo conoces? ¿Sabes dónde tiene su casa?
—Todos los que hemos vivido en Santa Águeda sabemos quién es don Anselmo. Yo hasta estuve en su ranchito.
—Pues, por favor, ve y dale mi mensaje. Él sabrá de lo que estoy hablando. Dile que lo quiero mucho. Pero que se esconda de inmediato.
—¿No sería más fácil que telefonearas al padre Agustín o a tu madre para que lo avisaran?
—Mi madre no se habla con mi abuelo, y él y el padre Agustín se odian. Y aunque yo se lo dijera al padre, y él accediera a contárselo, mi abuelo no le haría el menor caso.
—¿Y a la policía? Avisa a la policía.
—Vamos, Carmen. ¿Por sospechas? ¿Porque perdí una foto y luego la encontré? Tendría que decirles de quién sospecho y los motivos. Tú los conoces. La policía de aquí no haría nada. Y la de allí tampoco, y menos por un viejo indio que vive en el campo y que ni siquiera tiene luz eléctrica.
—¿Por qué no me das el nombre de esa persona? ¿Por qué la proteges así?
—Por favor, ve a avisarlo —suplicó Lucía, ignorando las preguntas—. Dile que su vida peligra.
—Así que tú opinas igual que Muriel.
—¿Qué opina?
—Que Rich es muy peligroso.
—¿Y por qué tiene que ser él?
—Él es quien te quitó la foto, ¿verdad?
La muchacha guardó silencio mientras miraba su taza vacía. Al fin dijo, susurrando:
—Tengo mucho miedo por el abuelo. Por favor, ve. Hoy mismo, si es posible.
—No lo entiendo. —A pesar de sus simpatías por la chica, Carmen no estaba dispuesta a hacer algo cuyo sentido no terminaba de comprender—. ¿Qué puede tener el señor Reynolds contra tu abuelo?
Lucía calló, y Carmen no dijo nada más, sabía que al final la muchacha tendría que contárselo.
—Rich cree que no puedo «velar» porque el abuelo me lo impide —dijo Lucía al cabo de unos largos minutos. La miraba a los ojos de forma intensa.
—¡Ahora lo comprendo todo! —exclamó Carmen. Las piezas empezaban a encajar en su mente. Luego preguntó—: ¿Por qué no te vienes conmigo? Ese hombre es peligroso y te está utilizando. Déjalo.
—No puedo dejar a Rich. Y no quiero que crea que estoy en su contra. Lo siento, pero lo amo con locura.
—¿Aunque sea malo? ¿Aunque sea un asesino?
—Aunque fuera el mismísimo diablo.
—Las cosas se complican. —Carmen conducía su automóvil hacia su apartamento mientras hablaba por el manos libres con Jeff—. Paso por mi casa un momento y me voy de inmediato hacia Santa Águeda.
—Vaya, así que acertaste con tu presentimiento; ocurre algo —repuso el muchacho—. No me lo pierdo, voy contigo.
—¿Vienes? —El corazón de Carmen saltó de alegría.
—¡Claro! No te dejaré sola en esto. Además, ¿qué haría un sábado sin ti?
—Quedamos en mi casa.
—¡Hecho!
—Así que Muriel estaba en lo cierto —murmuró Jeff, al volante de su coche cuando ya rebasaban el cruce de la autopista de San Diego con Long Beach, camino de México.
—Sí, Lucía está dominada por Rich —explicó Carmen—. Y parece morirse de miedo sólo de pensar en perderlo.
—Sin embargo, te ha llamado para que ayudes a su abuelo. Es obvio que sospecha que Rich quiere hacerlo asesinar. ¿Qué tendrá contra el viejo?
—Lucía cree que don Anselmo ha bloqueado su poder. Está claro que Rich estaba usando el don de «velar» de Lucía, y le disgusta que el abuelo le estropee su fuente de información.
—Incluso sin mencionar su nombre, la descripción que hace Lucía de Rich coincide con la que me hizo Muriel de él al despedirse —dijo Jeff al rato de conducir en silencio—. La de un asesino. Lucía debe de saber que Rich mandó matar a Carlton, y por eso está convencida de que también quiere asesinar a su abuelo.
—Entonces el peligro es real. Incluso para nosotros, si nos mezclamos en este asunto.
—Sí, pero ya estamos metidos en ello —convino Jeff. Y luego propuso—: Yo creo que, a pesar de lo que Lucía dijo, deberías telefonear al cura. A lo mejor los sicarios están de camino. Quizá lleguemos tarde.
—Ella piensa que el padre Agustín y Anselmo se odian; y yo sé que es cierto.
—Aunque así sea, debes llamar a ese hombre.
Carmen buscó en su agenda y una vez tuvo el número localizado, procedió a marcarlo en su móvil. Las llamadas se repitieron una tras otra sin respuesta.
—No contesta. —Sus ojos se encontraron cuando él desvió la vista de la carretera para ver la expresión de Carmen.
Charly cruzó la frontera, andando, al mediodía. Había aparcado su coche en el lado norteamericano y mostró sus dientes perrunos a modo de sonrisa al oficial, que después de contemplar su pasaporte lo devolvió con gesto de aburrimiento.
Un taxi lo condujo al centro de Tijuana, donde tenía una habitación reservada en un hotelucho barato. Pagó dos días por adelantado y el empleado no mostró ningún interés por comprobar los datos de la tarjeta de inscripción que Charly había rellenado.
No estuvo en su habitación más de dos horas, pero al salir su aspecto había cambiado. Se mezcló con los transeúntes, y tranquilo, con las manos en los bolsillos, anduvo a lo largo de la concurrida calle hasta un aparcamiento de coches. Un par de niñitos mendigos de no más de cinco años acudieron llorando desconsolados a pedirle una limosna. Las lágrimas surcaban sus redondos mofletes cobrizos y Charly levantó su mirada para ver si distinguía a sus madres. Sabía que habían zurrado a los pequeños hacía unos momentos, porque las lágrimas enternecían el corazón de los turistas. La idea de que lo tomaran por turista le disgustaba. Quería pasar desapercibido, así que empujó sin ningún miramiento a los chiquillos. A él también le pegaban cuando era niño, y no sentía ninguna solidaridad.
Un hombre salió de uno de los coches aparcados y le hizo una seña. Charly fue hacia él.
—Qué poco generoso eres, jefe. Yo les di algunas monedas.
Charly soltó un gruñido y se introdujo en el coche por la portezuela del acompañante.
—¡Caramba! —continuó el hombre—. Casi no te conozco. Creía que tenías ojos claros y pelo rubio. ¿Y ese bigote? No pareces tú. ¡Hasta los ojos son oscuros! ¿Cómo lo lograste?
—Es fácil, Joe. —Hablaba con tono de fastidio ante la admiración de su interlocutor—.Tinte, un postizo y lentillas.
—Bueno. Te podrían tomar por paisano mío.
—Eso es lo que quiero.
—Pero cuando abras la boca todos sabrán que eres «gringo».
—Por eso serás tú el que hable con la gente. ¿Es éste el coche alquilado?
—Sí. Hice lo que me dijiste. Ninguna compañía grande de alquiler americana donde te filman cuando alquilas. Es pequeña y local. Tuve que utilizar mi carnet mexicano y mi tarjeta de crédito auténticas. Espero que no nos acarree ningún problema.
—No. —Charly parecía satisfecho—. ¿Tienes el otro coche listo?
—Sí, lo he dejado en un lugar discreto, cerca de la estación de autobuses. Es un Ford de modelo muy común. Funciona muy bien.
—Pues vamos a buscarlo.
Joe puso en marcha el vehículo en dirección a la salida del aparcamiento.
—¿Cuándo lo robaste? —volvió a interrogar Charly entrando en la calle principal.
—Hace menos de una hora. El propietario no se habrá enterado aún.
—¿Le cambiaste las placas de matrícula?
—Sí. He recogido donde tu amigo los documentos falsos y las nuevas placas; las he ensuciado para que no parezcan nuevas. Cumplí todas tus instrucciones a la perfección. Y con absoluta rapidez. Me avisaste ayer por la tarde y ya lo tienes todo listo.
—Mi cliente lo quiere rápido y sin fallos. Es exigente pero paga muy bien. —Charly mostró de nuevo sus dientes al sonreír—. Y esta vez, como tenía prisa, he negociado mejor que nunca.
—Me cuesta creer que pague tanto para matar a un viejo que vive en el campo. En mi barrio te pueden matar por nada. Basta con que lleves los colores del
gang
contrario.
—Los chicanos de East L. A. sois unos chapuceros. Eso de matar gratis es absurdo. Yo no soy un asesino de
gang,
soy un detective privado. A mí me pagan por pensar, por investigar, por saber reaccionar si hay problemas. Y cuando hay que hacer ese tipo de trabajos, me pagan aún más porque saben que los hago de forma que nadie me pueda pillar. Y así, tu cliente tiene la seguridad de que nunca lo denunciarás a él. Aprende conmigo, Joe Ortiz. Aprende a hacerlo con clase.