Presagio

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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Agustín, un misionero español a la antigua usanza, y Anselmo, el último gran hechicero de Baja California, llevan más de veinte años enfrentados por el liderazgo moral de un pueblecito mexicano. En Los Ángeles, Muriel, una ambiciosa y seductora ejecutiva de una multinacional de publicidad, descubre los poderes de Lucía, la nieta de Anselmo. La capacidad sobrenatural de la joven mexicana para ver lo que hacen los demás se convierte en el instrumento principal de la audaz publicista en su obsesiva lucha por el poder.

Jorge Molist

Presagio

ePUB v1.0

Mezki
10.09.11

Lengua: CASTELLANO

Encuadernación: Tapa blanda bolsillo

ISBN: 9788484609261

Colección: BOOKET

Nº Edición:1ª

Año de edición:2011

Plaza edición: BARCELONA

Para Nuria, con mi amor

No odies a tu vecino porque cuando tú deseas el alba, él adora el ocaso.

Ambos amáis los extremos de la misma cosa.

Mapa de la zona

Prefacio

Años antes en Hollywood, California

—¿Recuerda usted al pequeño bastardo?

La pregunta sorprendió al hombre encendiendo un cigarrillo y esperó a dar la primera calada antes de mirar al muchacho. No debía de tener ni quince años. ¿De dónde salía ese chico a esas horas de la madrugada? Seguro que era otro aspirante a actor que lo buscaba para suplicar una oportunidad. Y le irritaba que lo abordaran en la calle.

—Es usted el señor Maxwell, ¿verdad? —volvió a preguntar el chico sin esperar a que él contestara.

—Sí, ¿y qué? —repuso el hombre, soltando humo en dirección a su inesperado interlocutor.

El muchacho sonreía con amabilidad y usaba un tono deferente, respetuoso. Pero mostraba unos caninos desarrollados que le conferían un aspecto inquietante; parecía un perro. El hombre pensó que esa cara, aunque original, provocaría rechazo en el espectador.

—Le he preguntado si se acuerda usted del pequeño hijoputa que hizo esas pruebas la semana pasada para el papel de Michael en su nueva película.

—Veo a muchos bastardos al día —contestó Maxwell riéndose; acababa de salir al callejón trasero del bar de copas de Hollywood donde se divertía con un grupo de amigos. Había bebido mucho y necesitaba respirar aire fresco.

—Uno rubio, de ojos azules. —El chico continuaba mostrando sus dientes de perro—. Uno que tiene una mamá guapísima, ¿se acuerda?

Empezó a recordar.

—Sí, ésa... —Hizo un gesto con las manos para indicar unos pechos abundantes—. Sí que me acuerdo. —Su sonrisa se amplió, lasciva—. ¡Claro que me acuerdo! Y muy bien.

—Pues él es mi amigo —dijo el muchacho—. Y yo le traigo un recado.

El hombre oyó un chasquido, vio un brillo metálico y sintió dolor en la garganta.

—¡Pero qué...! —Su voz sonaba extraña, débil, y llevándose la mano al cuello vio que estaba llena de sangre. El chico tenía una navaja y se preparaba para herirle de nuevo.

Maxwell quiso parar el segundo golpe, pero iba tan fuerte que el estilete le atravesó la mano. Dolor. Los efluvios alcohólicos se disiparon de pronto y, aterrorizado, pensó que debía huir. Quiso gritar pero sólo podía emitir un sonido extraño. El bar, tenía que volver al bar con sus amigos, ¡detrás de aquella puerta estaba su salvación!

Se cubría la herida de la garganta con la mano sana y al girarse sintió que le agarraban con fuerza por el faldón de la chaqueta y notó cómo la navaja le penetraba por la espalda, primero en los riñones y la base de la columna vertebral, luego entre las costillas. ¿Cómo podía hacerle eso un niño? Se extrañó al comprobar que no lograba llegar al pomo de la puerta y que la fuerza se le estaba yendo con la sangre. El otro continuaba acuchillándolo.

Al caer Maxwell, el chico buscó, tratando de no mancharse, la billetera en la chaqueta y el encendedor de oro en el bolsillo del pantalón. Para eso tuvo que girar el cuerpo. Y entonces, calculando dónde se encontraba el corazón, pinchó un par de veces para asegurarse.

Cuando se alejaba, después de limpiar su navaja en la chaqueta, el muchacho de la sonrisa de perro se dijo que no era tan difícil matar a un adulto.

Ocaso

Costa del Pacífico, península de Baja California, 18.00 horas

El viejo salió de su ranchito de adobe y estuco, y olfateando el aire sintió unas vibraciones extrañas. Había algo inusual, inquietante, en aquella tarde.

Desde el enramado cubierto por buganvillas malvas podía ver el azul del océano y la línea perfecta del horizonte. Y buscándolo, sobre un fondo pálido de un cielo sin límites, flotaba el disco de oro y fuego del sol.

Anduvo despacio hasta llegar cerca de las colmenas, en el extremo de su pequeño maizal, y, cruzando las piernas, se sentó en el suelo para contemplar el eterno espectáculo del ocaso. El promontorio dominaba una playa desierta de arenas blancas donde las olas llegaban mansas. Faltaban pocos minutos para que el sol empezara a hundirse en el océano Pacífico y, a pesar de que el horizonte mostraba una bruma lejana que confería al astro un tono rojo oscuro, en aquel día claro su intensidad aún hería los ojos.

El rostro cobrizo de Anselmo estaba surcado por mil arrugas, y su piel, curtida por las muchas horas trabajadas bajo aquel sol. Sus ojos almendrados tensaron los párpados de forma que sólo un poco de aquella luz, aún intensa y peligrosa, penetrara en sus retinas y así poder ver el astro. Sólo cuando estaba moribundo o adormilado se podía mirar al dios Mitapá a la cara.

El rumor de las olas y el graznido de las gaviotas que buscaban comida rompían el silencio. Pero el viejo oía el ronroneo de la tierra, la música del cielo, el canto de despedida del sol y el coro de los animales que poblaban el océano.

Y como todos los días el hombre se unió a la canción que lo rodeaba y moviéndose de atrás hacia adelante empezó a tararear suavemente aquel canto antiguo, sin palabras. Porque aquellas palabras eran, de tan sagradas, impronunciables y el viejo sólo dejaba brotar de sus labios un murmullo tenue.

Al cabo de un tiempo detuvo su canto y su moción, y atrapando unos rayos de sol dentro de los ojos cerró los párpados para que la luz no pudiera salir. Y su interior se iluminó. Lentamente las imágenes se encarnaban, primero amorfas, viscosas, luego definidas y contundentes.

Él dominaba el rito sagrado y sabía cómo dirigir sus visiones pero la sensación inquietante de antes volvió y supo que lo que hoy iba a ver escaparía de su control.

Vio la monstruosa ciudad gigante que se extendía ciento cincuenta millas al noroeste, creciendo sin parar, engullendo campos, valles y montes. La conocía bien. Sin haberla pisado jamás, la conocía muy bien. Porque en su mente la visitaba con frecuencia desde hacía muchos años; cuando aquella urbe era joven y pequeña.

Y vio el gigantesco edificio de acero y cristal que se erguía, altísimo, creído de su poder, insultando al cielo.

Desde su punto más alto un ave poderosa vigilaba, pico hambriento, al pobre sur con ojos de codicia. Su mirada se cruzó con la del viejo, y al sentirse éste descubierto un escalofrío recorrió su cuerpo. El águila, símbolo de imperio, ladeó la cabeza sin dejar de mirarlo y abriendo sus inmensos brazos se lanzó al vacío.

Extendió las plumas a su máxima longitud mientras tanteaba el viento. Luego, batiendo alas hizo que su cuerpo se elevara sobre el cielo de la ciudad hasta encontrar una corriente propicia e, inexorable como una maldición, emprendió su viaje al sur.

Entró en el cielo del mar sobre Long Beach, voló paralela a la costa para penetrar de nuevo en el cielo de la tierra por Laguna y cruzó por encima de la antigua misión de San Juan Capistrano. Las golondrinas de San Juan vieron con terror la silueta recortarse al sol y buscaron refugio en los viejos muros. Pero el águila no se detuvo por ellas. En unos minutos sobrevolaba San Luis Rey, después la bahía de Misión y al fin la de San Diego.

El viejo veía ahora con claridad el pico curvado en la blanca cabeza del ave, y el brillo despiadado de sus ojos amarillos. Lo miraba a él.

El águila del norte, sin detenerse, cruzaba ya la frontera con México y llegando a una ciudad empezó a trazar círculos sobre unas calles desiertas, pero llenas de gente, y castigadas en plena noche por luz de mediodía.

Un ratón huía, presa de pánico. Y el ave, alas de poder, se lanzó sobre el animalillo que, infeliz, había creído que la multitud lo ocultaba. Pero ahora, en medio del gentío, estaba solo. El ratón corría con sus fuerzas al límite. Y el águila, pico hambriento, se lanzó hacia él con sus afiladas garras por delante. Y entonces, al asestar el pájaro el picotazo definitivo, fue cuando el pico se convirtió en fauces de perro. Y de las fauces surgió la cara de un hombre, un hombre de sonrisa canina.

Cuando el viejo abrió los párpados, aquella visión de futuro se había desvanecido. Su cuerpo estaba cubierto por un sudor frío, de angustia. La brisa llegaba desde el mar y el sol ya no daba calor.

Sabía que el ratón de su ensueño era él, y notaba su miedo. El dios Mitapá, sumergido más de la mitad en el océano, parecía una enorme moneda de oro rojizo penetrando una inmensa hucha azul. El mar llevaba reflejos dorados hasta la orilla, donde las luces de sol y cielo quedaban prisioneras en el agua atrapada en la arena.

Pero había algo en aquello mucho más terrible que la amenaza física. Eran los ojos del águila. Él había reconocido su brillo.

«Lucía, mi querida nieta —murmuró—. La que esos malditos me robaron. ¿Pondrás mi vida en peligro? —La angustia le retorcía las entrañas—. ¿Te volverás contra mí?»Sin nubes y sin reflejos del sol, ya oculto, la noche crecía veloz. El viejo, escuchando de nuevo la voz de la tierra, el mar y el cielo empezó a tararear de nuevo mientras se mecía atrás y adelante al ritmo de su cantinela. Pero ahora ya no recitaba en su mente las palabras prohibidas. Sólo rezaba. Por su nieta. Por sí mismo. Por su vida y por la de ella. Rezaba al Dios Jesucristo para que lo salvara a él del peligro que vendría del norte y a ella de ser aquel peligro.

Y un ocaso preñado de presagios fue apagando las últimas luces del día.

Área de Los Ángeles, California, EE. UU.

Jeff se inclinó sobre la mesa retocando la viñeta que tenía en su tablero de diseño. La luz del día entraba por su izquierda desde el ventanal que daba a la calle. Se distanció del dibujo para apreciar mejor el conjunto, y al cabo de unos instantes meneaba la cabeza, disgustado.

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