Authors: Jorge Molist
Algo que venía del mar le estaba diciendo que buscara caminos nuevos, que la savia joven corriendo por sus venas debía emplearse en amor en lugar de odio.
Pero a Muriel le costaba renunciar a sus objetivos. «Haré lo posible para recuperarlo. Volverá a ser mío», se prometió.
La luz disminuía con rapidez, e incluso allí, en la playa casi desierta, sintió miedo. Ese temor se había convertido en una costumbre difícil de desterrar. Miró a su alrededor con aprensión. Sin importarle la arena en los pies se puso las zapatillas deportivas y fue corriendo a toda velocidad hacia donde tenía el coche.
«Haré todo lo que haya que hacer para que vuelva a mí... al menos durante unos meses», se dijo.
Pero en las últimas semanas había aprendido, de la forma más inesperada que, a veces, a continuación de una derrota podía llegar un gran éxito. «¿Y si después de ese tiempo no lo he recuperado?» Aceleró su carrera; la oscuridad la perseguía. La arena frenaba sus pies, pero su mente se movía veloz.
«Pues si al final de esos meses no es mío... —se dijo cuando ya llegaba al paseo—, ¡que se lo quede esa maldita Carmen! —Y se extrañó al notar que aquel pensamiento la hacía sentirse mejor—. Gano con mi felicidad, no con su desgracia», concluyó cuando, jadeante, abría la puerta de su vehículo. El miedo, escondido entre las sombras, la amenazaba.
Agustín se volvió hacia los fieles que llenaban la iglesia y, alzando su mano con los dedos índice y pulgar levantados, pronunció la fórmula: «La bendición de Dios padre todopoderoso...». De pie en la segunda fila de bancos, una al lado de la otra, estaban Alba y Lucía. Lo observaban con atención, con cariño, tocándose la frente al santiguarse. Las dos mujeres que amaba. Sus miradas se habían cruzado varias veces durante la celebración. Estaban bellas, radiantes. Y él se sentía feliz.
«Que el Padre, el Hijo...» Buscó al fondo de la iglesia; allí, más allá de los bancos, se encontraba Anselmo siguiendo la misa de pie. Lo había estado observando; lo había visto en oración, durante la ceremonia de la misa, elevando las palmas al cielo, tal como muchos de los fieles hacían, como para pedir protección... o como para tomar energía. ¿Dónde habría dejado su sombrero blanco de campesino? Seguramente en el suelo, se dijo. Pero el caso era que allí continuaba Anselmo, recibiendo la bendición, santiguándose. Su antiguo enemigo no sólo cumplía su parte del trato, sino que participaba en la ceremonia con plenitud. Aquello lo llenaba de satisfacción. Ahora el viejo lo observaba, tocándose el vientre con la mano, trazando el símbolo de la cruz al ritmo de la invocación.
Sus pupilas se clavaron en las suyas, las miradas se entrelazaron y de repente, como en una explosión, un recuerdo, una revelación se le hizo evidente a Agustín. Los ojos eran distintos, pero de nuevo, igual que en la noche oscura cuando vio al diablo, Anselmo le recordaba a Francisco, a su padre. Y como su padre, Anselmo se encontraba más atrás de los bancos, en el mismo lugar en que éste se colocaba en la iglesia.
Y recordó las enigmáticas palabras de Francisco al despedirlo frente al autobús que le llevaba al seminario: «Hijo, aprende a ser hombre antes que cura». Había pensado miles de veces en su significado, sin llegar nunca a estar seguro de haberlo comprendido. Sentía que, de alguna forma, su padre regresaba desde su memoria de un pasado tan lejano, identificándose con el viejo brujo. De repente se daba cuenta de que él mismo, en su guerra contra Anselmo, había estado imitando al cura de su pueblo, el que luchó hasta ver vencido a su padre.
—«Y del espíritu...».
Todo el mundo colocó su mano en la parte izquierda del pecho. Ahora creía entenderlo. Hombre de humanidad. Haciendo las paces, pero de verdad, perdonando cuentas pendientes con Anselmo, también lograría la paz con el recuerdo de su padre. Supo que el pacto acordado con el viejo ya no le valía; Anselmo no podía quedarse en el fondo de la iglesia. Debía ir junto a su familia, al frente, con su nieta y su nuera, y sentirse querido por ambas. Debía acudir al templo por voluntad propia y no forzado por una amenaza, tal como hizo durante tantos años su propio padre. Él no bautizaba a la fuerza, como se decía que algunos misioneros hicieron en tiempos antiguos. Ni tampoco por un pacto, como ocurrió en su propio caso.
Habían quedado en almorzar los cuatro en casa de Alba al terminar la misa principal. Cuando de comer hablaría con el viejo; éste sería libre de ir o no a misa. Lo exoneraba de su palabra.
—«... Santo. —Todos pusieron su mano en la parte derecha del pecho finalizando el signo de la cruz—. Estén siempre con vosotros. —De repente se dio cuenta de que al liberar a Anselmo, él también se sentía libre—. Podéis ir en paz», dijo. La misa había terminado y Agustín se quedó viendo cómo los fieles se dirigían a la puerta. Anselmo no se movió y tampoco sus dos mujeres. Lo miraban. Notaba sus labios dibujando una sonrisa y vio cómo ellos se la devolvían. Ahora él sentía la paz del Señor, la paz consigo mismo, la que acababa de dar a los demás. Al fin era hombre y cura.
Costa del Pacífico, península de Baja California, 18.00 horas
Había calma y armonía en la tarde. El viejo salió de su ranchito de adobe y estuco y, olfateando el aire, sintió un reflujo de felicidad que le subía desde el centro del pecho hasta la garganta.
Luego anduvo, pausado, saboreando el momento, apreciando formas y colores, degustando aquellos instantes de vida y plenitud. Buganvillas malvas, adelfas blancas y rosas. Cruzó el límite del campo de maíz, donde las abejas zumbaban, afanándose en las flores, queriendo sacar un poco más de polen al poco día que quedaba. Y se sentó, cruzando las piernas, para contemplar el eterno espectáculo del ocaso. Aquella larga playa desierta, tantas veces vista y siempre inédita, se extendió de nuevo frente a él. Arenas blancas, olas mansas. Un pelícano cruzó volando.
Aquel día el cielo regalaba un grupito de nubes grises, de un azulón oscuro en su interior, pero de bordes blancos en los que el sol inyectaba luz y belleza, creando brillos inéditos e impresiones doradas. Le faltaba poco al astro para hundirse en el mar y al cruzar las nubes en su camino lanzaba trazos luminosos en un espectáculo infrecuente y hermoso.
El viejo escuchó el rumor de las olas, el graznido de las aves, el murmullo de los insectos.
Y, cuidando de no exponer sus ojos demasiado tiempo, sus párpados cazaron un poco de aquella luz, dejando que penetrara en las retinas e iluminara su interior.
Ya oía el ronroneo de la tierra, la música del cielo, el canto de despedida del sol y el coro de los animales que poblaban el océano. Las ballenas azules, los leones marinos, los peces.
Y el viejo se unió a la canción que lo rodeaba y, moviéndose de atrás hacia adelante, empezó a tararear suavemente aquel canto antiguo, el de las palabras pai-pai que, de tan sagradas, eran impronunciables, prohibidas.
Cuando detuvo el canto y su moción, la luz creció en su interior. Lentamente proyectaba las imágenes deseadas y éstas se fueron encarnando, los contornos queridos aparecieron, borrosos primero, definidos luego, claros al fin.
Allí estaban, otra vez, tal cual estuvieron hacía pocas horas, en la tarde, durante la comida después de la misa principal, cuando se reunieron los cuatro como una familia. Lucía contaba algo, todos la escuchaban, y a veces incluso sonreía, dejando ver unos hermosos dientes. Se la veía contenta, se recuperaba. Pronto el recuerdo de aquel hombre estaría lejano y su corazón curado. A su lado Alba, erguida, orgullosa de su hija, luciendo su largo pelo recogido atrás. Sus ojos oscuros, brillantes, buscaban a Agustín con mirada de mujer enamorada. Y luego volvían, felices, a Lucía. Al cruzar sus miradas, le sonreía y hasta lo había llamado «abuelo» en una ocasión. Como en el tiempo en que su hijo vivía y él era parte de la familia. Sólo que nunca, ni siquiera en vida de su hijo, se había sentido tan bien con su nuera. Estaba sorprendentemente amable, se la veía feliz. Y también Agustín. Amistoso, lo trataba como si fueran amigos de la infancia. Lo hacía sentirse bien, como si hubiera recuperado, en aquel español altanero, tantas veces odiado, al hijo que perdió. Y allí también, en aquellas imágenes, se podía ver a sí mismo; él, formando parte del grupo. No sobraba, era la pieza necesaria para que todo encajara. Después de tantos años solo, viéndola a escondidas, se encontraba ahora, sin temor, al lado de su querida nieta; tenía familia. El más anhelado de sus sueños se había hecho realidad.
Pero de pronto notó que el instante mudaba y que aquel tiempo pasado, hacía solo pocas horas, cambiaba a futuro. Y oyó el aleteo del águila. Quiso rechazarla. Quiso no verla. Quiso huir de la visión. Pero era la imagen la que lo buscaba a él; era imposible detenerla. Quiso quedarse donde había estado, junto a su familia, no ver aquello. Pero no podía evitarlo; la visión venía hacía él. El temor lo hizo estremecerse. ¡No, Dios mío! ¡Él águila de nuevo! ¡Precisamente cuando después de tantos años alcanzaba la felicidad! Presagio. Presagio. Y vio el águila, pico de poder, probando sus alas antes de lanzarse al vuelo.
Pero era otra águila. Era un ave joven y cuando sus miradas se encontraron vio los ojos de su querida Lucía. Ya no era el águila de cabeza blanca, la llamada calva, símbolo del imperio del norte. Era un águila real, la de México. Dejó de temer. Pero supo que su nieta volvería a cruzar la frontera. Sería inútil intentar retenerla. Dentro de unos meses, quizá dentro de unos años, ella se iría. Pero esta vez sabiendo adonde, madura, precisa, y en busca de sus ambiciones.
Y entonces sería el águila mexicana, pico hambriento, alas de poder, la que se abatiría sobre el norte. «¡Que teman allí!», se dijo mientras la visión retrocedía y las plumas se transformaban en ropas y en el pelo azabache de la chica. De nuevo, la familia estaba alrededor de la mesa, y Lucía contando algo que todos escuchaban. Supo que a pesar de partir, la muchacha mantendría siempre sus vínculos, no los iba a abandonar, regresaría con frecuencia.
Feliz, el viejo volvió a tararear su canción y al poco, con cuidado, fue abriendo los ojos. El sol se había puesto en el océano, pero dejaba como testamento fugaz reflejos dorados y luminosidades rojizas en nubes y mar.
«Debo enseñarle a disfrutar de esta belleza al cura», murmuró.
En 1533, Fortún Ximénez, piloto del barco comandado por Diego Becerra, navegando hacia poniente desde México, descubrió nuevas tierras que entonces creyeron una isla y que llamaron California en honor a una novela que estaba de moda en la época.
Eso ocurría poco después de la conquista del imperio azteca por Hernán Cortés, y el propio Cortés arribó a California en 1535.
Pero el lugar demostró no ser nada fácil; ese mismo año se estableció la colonia de Santa Cruz en la bahía de la Paz, y apenas pudo sobrevivir dieciocho meses. California era una tierra muy dura. En 1596, se intentó un nuevo asentamiento en el mismo lugar y también fue abandonado al poco tiempo. Aquél era el extremo del mundo conocido en la época.
Y pasaron casi cien años sin ninguna otra presencia occidental permanente en la península (entonces llamada California) hasta que en 1683 se consagró la primera misión, la de San Bruno. También fracasaría.
No fue hasta catorce años después que los jesuitas fundaron Nuestra Señora de Loreto, y a partir de aquel primer éxito, la presencia misionera quedó establecida en California.
Los jesuitas tenían que autofinanciarse y el único apoyo que recibieron de la corona española fueron algunos soldados. Sólo seis para Nuestra Señora de Loreto. Hizo falta una fe sin límites, mucho valor y un gran espíritu para lograr que aquella primera misión funcionara. Y así durante setenta años los jesuitas fundaron veintitrés misiones de las que sólo catorce salieron adelante, exploraron la península y establecieron un comercio con el continente por el que exportando vino obtenían herramientas y ganado para continuar su labor.
El objetivo era enseñar a los nativos la fe cristiana y salvar sus almas bautizándolos. Pero los misioneros no se limitaron sólo al espíritu; enseñaban a los indios la lengua española, a leer, a escribir, y también agricultura, ganadería y algunas industrias como cerámica, cestería...
En 1767, los jesuitas, después de distintas intrigas cortesanas, tuvieron que abandonar los territorios del imperio español desterrados por el rey, que recelaba del poder que éstos ejercían en sus posesiones. La expulsión también incluía, aunque pobres y lejanas, a las misiones de California, que fueron cedidas a los franciscanos.
Éstos, liderados por fray Junípero Serra, a la vista de los escasos recursos de Baja, sólo fundaron una misión allí, continuando hasta San Diego desde donde tenían la esperanza de poder enlazar en el futuro con los territorios, también franciscanos, de Nuevo México. A partir de San Diego, los de fray Junípero continuaron su labor evangelizados con nuevos establecimientos en toda la costa del Pacífico norte hasta más allá de San Francisco.
Su lugar en Baja California fue ocupado por los dominicos, que prosiguieron la obra jesuita asentando más misiones en el norte de la península; sólo ocho lograrían sobrevivir.
En 1832 el gobierno mexicano ordenó secularizar las misiones, convirtiéndolas en simples parroquias. Así que éstas perdieron todo derecho sobre las tierras colonizadas que llevaban décadas cultivando y quedaron sin protección oficial armada.
Lejos de la capital del país, la península de Baja vivió el destino de las tierras de frontera y se convirtió en un lugar sin ley plagado de contrabandistas, soldados de fortuna y aventureros; un sitio de continuos enfrentamientos y revueltas. Los únicos vestigios de civilización en la zona durante aquellos años de turbulencia fueron las pocas misiones dominicas que sobrevivían en la parte norte de Baja. En 1849, la última de ellas, Santo Tomás de Aquino, dejó de funcionar.
La situación fue a peor con la guerra mexicano-americana de 1848, donde la Alta California fue anexionada por Estados Unidos. Luego Baja fue invadida por William Walker y sus filibusteros, que la proclamaron estado independiente. No fue hasta 1911, después de la revolución de Tijuana y del fracaso de la revolución magonista, cuando la zona empezó poco a poco a recuperar la paz.
Algunas fuentes calculan que al establecerse la primera misión habitaban Baja California unos cuarenta mil indígenas. Quizá son cifras exageradas dada la naturaleza árida de la península, debida a la escasez de agua. Los indígenas no conocían la agricultura, ni la ganadería. Se alimentaban de las plantas y frutos que podían recolectar, en especial de bellotas, que habían aprendido a conservar en una pasta llamada atole. También cazaban, y la pesca se limitaba a recoger marisco en las costas.