Qualinost (24 page)

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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Qualinost
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El joven elfo contemplaba circunspecto a Tanis, que seguía conmocionado y no lograba reaccionar. ¿Cuánto habría visto Porthios de lo ocurrido?

—No es lo que piensas —empezó Tanis, pero su primo frunció el entrecejo.

—Nunca lo es, ¿verdad, Tanis? —respondió. Se movió; como si fuera a darse media vuelta, pero se detuvo y dirigió una mirada intensa al semielfo—. ¿Por qué tienes que hacer esto? Aunque sólo sea por una vez en tu vida, ¿por qué no procuras comportarte como un verdadero elfo? ¿Es que siempre tienes que ser diferente?

Al no recibir respuesta alguna de Tanis, Porthios se alejó a grandes zancadas.

* * *

Miral sabía que los perturbadores acontecimientos del día le causarían pesadillas. Luchó contra los demonios de sus sueños. Sentado frente al escritorio del estudio en penumbra, rodeado por los objetos y componentes mágicos, obligó a sus cansados ojos a mirar fijamente la llama de la vela hasta que empezaron a llorarle.

Con todo, sus esfuerzos fueron en vano. Al final, no tuvo más remedio que apartar la cansada vista de la llama y cerrar los ojos. En el instante que los párpados se tocaron, el sueño lo venció. Su cabeza cayó sobre los brazos cruzados.

Estaba otra vez en la caverna. Como sucedía siempre en sus sueños, era sólo un niño. La luz, con la fuerza de mil antorchas, le hirió las pupilas, y empezó a gritar hasta quedarse ronco. La luz emitía unas pulsaciones que resonaron en su interior hasta hacerlo temblar de pies a cabeza.

Lo asustaba la luz. Pero también la oscuridad, pues al borde de la claridad aguardaban las criaturas malignas que acosan los sueños de cualquier niño: dragones, ogros, trolls; todos ellos hambrientos y perversos, y dispuestos a esperar toda una eternidad para cogerlo. Miral, el niño, miró la luz y la oscuridad, e intento elegir entre ambas, pero era demasiado pequeño y estaba aterrorizado.

Entonces lo envolvió una agradable calidez, como si se sumergiera en un baño. Oyó una sencilla canción infantil interpretada con un laúd. El perfume de su mamá —un olor a pétalos de rosa— inundó sus fosas nasales, y supo que ella no tardaría en llegar para salvarlo de la luz y la oscuridad, y le daría de cenar, y lo llevaría a la cama para contarle un cuento. Al fin y al cabo, eso era lo que hacían las mamás. Aguardó con ansiedad.

Pero ella tardaba, y primero se impacientó, y después lo asustó la idea de que el retraso significara que jamás vendría.

Oyó unas pisadas. De manera instintiva supo que aquellas pisadas no sólo no eran las de su madre, sino que eran las de alguien que su mamá no querría que estuviera cerca de él.

Empezó a llorar y sus pequeñas manos se crisparon. Las manos del mago dormido también se abrían y cerraban, se abrían y cerraban, crispadas por un terror creciente.

15

Visitas nocturnas

Tanis, cuya expresión era tan sombría como la oscura noche, no acababa de poner los pies en el taller de Flint cuando el enano lo llevó a empujones hasta la puerta y la cerró tras ellos.

—¿Adónde...? —protestó el semielfo, que tropezó en las piedras irregulares del camino que iba de la casa a la calle. La espada, de la que se había negado a separarse desde el día en que Flint se la había regalado, resonó en la funda.

—Ya te enterarás —espetó el enano mientras avanzaba a toda prisa delante de su amigo, al que arrastraba por un brazo—. Vamos.

La noche primaveral era fría, y muy pocos elfos estaban en la calle, pero los dos o tres con los que se cruzaron lanzaron miradas curiosas al enano que llevaba a remolque al semielfo, primero por la callejuela del taller, después a través del mosaico de la Sala del Cielo, y a continuación por una vereda flanqueada de árboles que estaba más allá. Los olores de la primavera —tierra húmeda, vegetación, capullos en flor— inundaron las fosas nasales de Tanis, pero el joven no prestaba atención a otra cosa que no fuera la cabeza del enano que caminaba delante de él. Por último, Tanis plantó firme los pies embutidos en mocasines, agarró la rama de un árbol con la mano libre, y rehusó dar un paso más hasta que Flint le dijera adónde iban.

Vamos a visitar a una dama —respondió de un modo escueto el enano.

Tanis torció el gesto.

—Fue una dama quien me metió en este jaleo, Flint. ¿Estás seguro de que es una buena idea?

El enano se cruzó de brazos y adoptó una actitud tan testaruda como la de su amigo.

—Esta dama conoció a tu madre. Quiero presentártela.

Tanis, boquiabierto, contempló a Flint desconcertado.

—Un montón de gente en palacio conoció a mi madre. ¿Qué tiene de especial esta mujer? —demandó con un deje irritado—. ¿Es maga? ¿Puede resucitar a mi madre? ¿De qué me vale conocerla?

—Oh, basta ya —replicó iracundo el enano—. ¿Es que prefieres encerrarte en tu habitación y hundirte en la tristeza? ¿O hacer lo mismo en mi taller? —Flint le tiró del brazo—. Anda, hijo, vamos.

—No.

Tanis se mostraba tan obstinado como una mula, y Flint comprendió que no lo movería por la fuerza.

—De acuerdo, muchacho. La dama en cuestión estaba junto a tu madre cuando murió.

Tanis se estremeció de pies a cabeza.

—¿Te lo dijo ella?

—No. Sólo tuve que sumar dos y dos. Y ahora, vamos. Aunque de mala gana, Tanis dejó que el enano lo condujera otra vez, aunque a paso más lento y sin tirarle del brazo como en la primera parte del camino.

—¿Quién es? —preguntó el semielfo.

—Una partera. Pero ya está retirada.

—¿Dónde vive?

—No lo sé.

Tanis se frenó en seco otra vez.

—¿Entonces cómo sabremos adónde ir?

—Confía en mí. —El tono del enano era cortante.

Flint reanudó la marcha y Tanis no tuvo más remedio que seguirlo o quedarse atrás. Unos minutos más tarde, llegaban a la zona oeste de la ciudad desde la que se divisaba el Gran Mercado. A estas horas de la noche, el anfiteatro estaba desierto, desde luego. Al otro lado del parque asomaban más construcciones de cuarzo rosa, relucientes bajo la luz de la luna. Flint abordó a un elfo de mediana edad.

—¿Puedes decirme dónde vive tía Ailea, la partera? —preguntó, jadeante por la larga caminata a paso vivo.

—¿Tía Ailea? —repitió el elfo mientras miraba a Flint y a Tanis con expresión aturdida—. Por allí —señaló—. Vamos, no perdáis tiempo. ¡Apresuraos!

—Vamos, Tanis —dijo Flint, que tras dar las gracias al hombre reanudó la marcha en la dirección indicada—. Ese tipo parecía sorprendido.

Tanis sonrió y acortó la zancada para seguir el ritmo de las piernas más cortas del enano.

—Creo que se preguntaba quién de los dos era el futuro padre —aventuró el semielfo. Flint aflojó un poco el paso.

—Vaya, una idea interesante —dijo con una sonrisa maliciosa—. No me importaría poner a caballo sobre mi rodilla a los pequeñajos tuyos y de Laurana. Les enseñaría a llamarme «tío Flint»... —Dejó de tomar el pelo al semielfo cuando reparó en su rostro sonrojado. Poco después llegaban a un cruce de calles.

—¿Y ahora, hacia dónde? —musitó Flint.

Preguntó a una mujer que pasaba por la calle, cargada con un cesto de hilaza. Sin pronunciar una palabra, la elfa señaló una casa estrecha de cuarzo rosa, con el umbral de la puerta y los marcos de las ventanas de granito gris. La planta baja estaba a oscuras, pero un cálido resplandor dorado escapaba entre las contraventanas del segundo piso. Tanis retrocedió un paso.

—Flint, no creo que...

—Desde luego que sí —lo interrumpió el enano, y llamó a la puerta. Con un empujón hizo que Tanis se adelantara y él retrocedió en las sombras.

Aguardaron en medio de la oscuridad, temblando por el aire frío; vieron encenderse una lámpara y oyeron pisadas que descendían por la escalera y se acercaban a la puerta.

—Ya voy, ya voy —dijo una voz firme y clara.

Un instante después se abría la puerta, y tía Ailea asomaba su rostro gatuno y miraba a Tanis de hito en hito.

—¿Cada cuánto tiempo se repiten las contracciones? —preguntó.

—¿Qué? —inquirió a su vez el semielfo, desconcertado.

—¿Cuándo le empezaron los dolores del parto? —En la voz de la anciana se advertía un deje impaciente. Tanis dio un respingo.

—¿A quién?

—A tu esposa, por supuesto.

—No estoy casado. Eso es parte del problema, ¿sabes? Laurana quiere que...

Pero tía Ailea ya había visto a Flint. Su mirada fue del enano a Tanis y la comprensión afloró a su semblante. Abrió más la puerta.

—Eres Tanthalas —susurró.

—Sí.

—Entra, muchacho. Adelante, Flint.

Unos instantes más tarde, el semielfo y el enano estaban de pie en una de las casas más abarrotadas que Flint había visto en su vida. Pequeños retratos enmarcados en madera, piedra y plata ocupaban hasta el último hueco de superficie horizontal, y tapizaban hasta el último centímetro de las paredes. La partera había colgado incluso las miniaturas en la cara interior de la puerta principal. Casi todos los retratos, por supuesto, eran de niños, desde recién nacidos hasta los que acababan de echarse a andar. Otras pinturas, para variar, eran de madres con bebés en brazos.

Tía Ailea llevó a sus invitados hacia unas sillas frente a la chimenea. El semielfo se quitó la espada enfundada y la recostó contra la pared de piedra que rodeaba el hogar. La anciana rechazó con un ademán sus ofertas de ayuda y prendió la lumbre; luego fue a la cocina y regresó con los adminículos necesarios para preparar té.

Flint cogió una miniatura de una mesa auxiliar; mostraba a un recién nacido elfo, con las puntas de las orejas todavía inclinadas, los rasgados ojos cerrados en un apacible sueño, las minúsculas manos apretadas bajo la barbilla en un gesto que recordaba a una pequeña ardilla. En la esquina inferior izquierda aparecía garabateada la inicial «C».

Ailea entró en el cuarto con un plato de pastas glaseadas con grosella azucarada. Flint cerró los ojos y olfateó; olían a clavo y jengibre. Estas golosinas compensarían la falta de cerveza, decidió. Colocó de nuevo el retrato sobre la mesita, y reparó en que algunos de los juguetes de madera que había regalado a la anciana estaban esparcidos por el cuarto.

—Ah, mirabas a Clairek —exclamó la partera—. Es hija de una amiga; nació el mes pasado. Y allí —señaló otras miniaturas de la mesa—, están Terjow, Renate y Marstev. Todos nacieron el año pasado.

—Creía que te habías jubilado —comentó Flint. Ailea se encogió de hombros; un mechón plateado se soltó del moño recogido en la nuca.

—Los bebés siguen naciendo. Y, cuando alguien me necesita, no voy a decirle: «Lo siento, estoy jubilada». Una vez que sus invitados hubieron comido las deliciosas pastas y tomado una taza de oscuro té, tía Ailea recogió todo en una bandeja para ponerlo sobre la mesa; pero el mueble estaba abarrotado de retratos y juguetes. Articuló unas breves palabras en otra lengua, y, con gran sorpresa de Flint, se despejó una parte del tablero lo bastante grande para colocar la bandeja entre los juguetes y las miniaturas, de manera que la tetera y las pastas quedaban al alcance de la mano. La anciana tomó asiento en un taburete bajo. Tanto Flint como Tanis se levantaron con premura para ceder las cómodas sillas a Ailea, pero ella declinó su ofrecimiento.

—Este asiento es mejor para la espalda de una vieja —explico con un guiño.

Contempló a Tanis como si hubiera esperado durante años este momento, estudiando sus rasgos con ojos penetrantes, sin reparar, al parecer, en el nerviosismo del joven.

—Los ojos de su madre —musitó—. El mismo tono. ¿Te han dicho que tienes los ojos de Elansa, hijo?

Tanis miró a otro lado.

—Mis ojos son de color avellana. Lo que me han dicho es que tengo ojos de humano.

—Igual que yo, Tanthalas —comentó tía Ailea con voz queda. El resplandor de la lumbre jugueteó en su faz triangular, y en sus ojos asomó un destello divertido—. También tengo la corta estatura de mi ascendencia humana. En medio de un bosque de elfos que crecen altos como álamos, yo soy... un arbusto. Pero el mundo necesita también arbustos, supongo. —Soltó una alegre risa, pero el semielfo no parecía muy convencido.

»
Soy en parte humana, pero también elfa, Tanthalas. No seré alta, pero sí esbelta... y ése es un rasgo elfo. Mis ojos son redondos y de color avellana, pero el óvalo de mi cara es suave y afilado en la barbilla, típicamente elfo. Mira mis orejas, Tanthalas: puntiagudas. Pero llevo el cabello peinado como una humana, para consternación, he de añadir, de algunas de mis pacientes elfas. —Se echó a reír de nuevo, y sus cálidos ojos relucieron con la luz del hogar.

»
Al igual que los humanos, estoy abierta a los cambios. Sin embargo, tengo ciertas costumbres que
jamás
modificaré, al igual que los elfos..., aunque alguien tenga el redomado descaro de sugerirme otra línea de conducta, que, tal vez, sea mejor.

La mirada de Tanis denotaba admiración y, en opinión de Flint, también soledad. Sin embargo, cuando el semielfo habló su voz sonó amarga.

—Pero
tu
ascendencia humana no te vendrá de un violador, eso podría asegurarlo.

Tía Ailea dio un respingo, y Tanis tuvo la delicadeza de mostrarse avergonzado. La partera se levantó con la excusa de ir a la cocina a buscar más pastas; cuando regresó, tenía los ojos enrojecidos.

—Lo siento, tía Ailea —se disculpó Tanis.

—Amaba a Elansa —respondió con sencillez—. Aun después de haber transcurrido medio siglo, todavía me resulta doloroso el recuerdo de lo que le ocurrió.

La anciana le tendió el plato de pastas, que el semielfo pasó a Flint sin mirarlo siquiera. Ailea tomó asiento y enlazó los brazos en torno a las rodillas. De repente, Flint la vio como debió de haber sido de joven, en Caergoth: una elfa delgada, vivaz y muy hermosa. Deseó que los recuerdos que guardaba del pasado fueran felices.

—Tanthalas —dijo Ailea—, tenía la esperanza de volverte a ver algún día para así comparar al hombre con el niño. He de decir que eres mucho, muchísimo más sosegado ahora. —Soltó una risa queda—. Pero también eres más desconfiado, lo que, supongo, es natural en cualquier adulto. No obstante, adivino que la vida en palacio no te ha sido fácil. Esperaba saber algo de ti charlando con tu amigo, Flint. Me alegro que te haya traído aquí.

—¿Por qué no te pusiste en contacto conmigo antes? —preguntó Tanis. Sus ojos estaban sombríos.

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