—¡Todo claro, señor!
Alan se cuadra militarmente con una mano en la sien y la mirada al frente. Davinia lo observa con fastidio.
—Mira, no te hagas el tonto. Conmigo eso no funciona. A mí no me haces gracia.
—¿No?
—Para nada. No soy como una de esas estúpidas a las que te llevas a la cama.
—Nunca te llevaría a la cama, prima. Aunque parezca increíble, somos de la misma sangre. Sería incesto. Además, no eres mi tipo —indica con una amplia sonrisa, mientras Davinia enrojece de ira.
—Ni tú el mío, imbécil. No te soporto. Te tengo muy calado. Sé muy bien cómo eres.
—¿Sí? ¿Cómo soy?
—Pues eres un egocéntrico que solo mira por sí mismo y que nunca piensa en los demás. Y te da igual hacer lo que sea para tu propio beneficio.
—Ah, entonces soy como tú.
El rojo en el rostro de la chica se intensifica. ¿Por qué tiene que aguantarlo? No entiende el motivo por el que sus padres insisten cada verano en que vaya a pasar las vacaciones con ellos. ¡Podría quedarse en su país!
—Mira, primo: este fin de semana es especial para mí. Así que no me toques las narices.
—Tranquila. He invitado a unos amigos y no te fastidiaré demasiado.
Davinia no puede creerse lo que acaba de oír. Abre mucho los ojos y pestañea nerviosa.
—¿Que has hecho qué?
—Eso. Como tus padres no estarán, es un buen fin de semana para celebrar una fiestecilla.
—¡Estás mal de la cabeza! ¿Con qué derecho te crees para hacer eso?
—Ahora yo también vivo aquí. Así que no veo la razón por la que no puedo hacerlo. Tengo el mismo derecho que tú.
El color de la cara de Davinia pasa de rojo a morado oscuro y la vena de la frente se le ha hinchado.
—¡Eres un capullo! Este fin de semana, la casa era para Bruno y para mí. Llevaba un mes esperándolo.
—¿Bruno? ¿Es ese tío que parece un jugador de baloncesto con acné?
—¡Cállate! ¡Eres odioso!
—¿Te lo has tirado ya?—pregunta, sonriente—. Ah, no. Que para eso querías estar a solas con él este fin de semana. ¿Me equivoco, prima?
—¡No es asunto tuyo!
—¿Y tus padres saben que Bruno viene a acostarse con su dulce hijita en su propia casa aprovechando que no están?
Davinia atraviesa a su primo con la mirada. Lo asesinaría ahora mismo con sus propias manos.
—Ni una... palabra... a mis padres.
—¡Anda! ¿Así que no lo saben? ¡Qué mal por tu parte!
—Alan, en serio, no sabes con quién estás hablando.
—Es decir, que si ellos se enteraran de que te traes al novio a casa cuando se van de viaje, podría suceder una catástrofe.
—Alan, te la estás jugando.
El chico ahora ya no sonríe. La mira fijamente a los ojos y luego se acaricia la barbilla con la mano derecha.
—Entonces, ¿no quieres que diga nada?
—Ni se te ocurra.
—Bien. Te diré qué vamos a hacer.
—¿De qué estás hablando?
—Para que yo no cuente nada, se me ocurre que deberíamos hacer un trato.
—¿Un trato? ¿Qué clase de trato?
—Uno muy sencillo. Mmmm. A ver... Yo no cuento nada de todo esto pero tú tendrás que tratar bien a mis invitados, cuidarlos y darles todo lo que te pidan... Además te encargarás de tener todo limpio el lunes por la mañana para que cuando vuelvan tus padres no se den cuenta de que mis amigos y tu Bruno han estado aquí. Y por supuesto, me dejarás tu portátil cada vez que lo necesite durante el verano. ¡Ah! Y quiero la mitad de tu paga semanal hasta que regrese a París. ¿Qué te parece?
—¡Estás loco! No pienso hacer nada de eso.
—¿No? Yo creo que es justo.
—¿Justo? Es de todo menos justo.
—¿No hay trato entonces?
—¡Ni en sueños!
Davinia tiene los ojos llorosos y está fuera de sí. Todo lo que había planeado con Bruno se puede ir al traste por culpa del chantajista de su primo.
—Vale. Pues veremos qué opinan tus padres del asunto.
—No te atreverás. No tienes...
—Pruébalo —dice desafiante, y vuelve a mostrar la mejor de sus sonrisas.
—Alan...
—Davi...
Los dos se miran a los ojos, como en un duelo. Hasta que finalmente la chica se derrumba.
—Eres un capullo. De verdad, no sé qué haces aquí y por qué tienes que amargarme la existencia.
—¿Eso es que aceptas el trato?
—Sí —contesta en voz baja—. Pero ten por seguro que te acordarás de esta.
—Vamos, Davi. No dramatices.
El chico estira el brazo e intenta acariciarle la mejilla pero ella le rechaza de un manotazo.
—¡No me toques! —exclama con lágrimas en los ojos—. ¡Algún día pagarás todo lo que me has hecho! Ya lo verás.
—Esperaré ansioso —responde sonriente.
—¡Eres insoportable!
Y, repleta de furia, sale de la habitación prometiéndose a sí misma que alguna vez su primo lamentará haberla tratado de aquella manera.
Esa mañana de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
En la última fila de asientos del autobus se oyen risas juguetonas, cómplices. Luego, silencio, y a continuación el sonido de un beso. Y después un segundo beso, más un tercero. Y más risas. Y más besos. Miriam y Armando no se cortan nada a la hora de demostrar lo unidos que están.
Sin embargo, para Cris aquel viaje está siendo un suplicio. Va en el asiento de delante de ellos, pegada a la ventanilla, y cada minuto que pasa su corazón se hace un poco más pequeño.
Cuando llegó a la parada, él ya estaba allí, sentado en la marquesina. Solo. Y la recibió con una gran sonrisa y dos besos en las mejillas. Y hablaron un poco, tímidos, del tiempo, de cómo habían dormido... Tonterías. Pero ¡qué importaba eso! Estaba con él. Solos. Sin embargo, Miriam llegó enseguida. Y tuvo que presenciar en primera fila cómo se besaban apasionadamente, cómo él introducía una mano en el bolsillo trasero de su
short
y como ella le acariciaba el pelo. Cómo se decían que se querían.
En los últimos asientos del bus, los besos y las risas siguen yendo y viniendo. Incluso, se escucha algún que otro gemido. Cris no lo soporta más. No ha sido una buena idea acompañarlos.
—Chicos, dejad un poco para luego, ¿no?—les indica Paula, sonriente, girándose desde su asiento.
—Perdón. Ya paramos —se disculpa el chico.
Armando saca la mano de debajo de la camiseta de Miriam y le da un beso en la frente. Mira hacia adelante y se sienta derecho. Pero la mayor de las Sugus no está de acuerdo y protesta. Él la calma con otro beso en los labios y una frase picara al oído. Satisfecha, se conforma de momento y apoya la cabeza en el hombro izquierdo de su novio.
—Si por estos dos fuera, lo hacían aquí mismo —le comenta Paula a su compañera de viaje, que está recostada sobre el cristal de una de las ventanillas del autobús.
Cris resopla. No quiere saber nada de aquellos dos, pero agradece que su amiga les haya llamado la atención y que estos hayan parado. Paula la observa atentamente. Sus ojos la delatan. Le pasa algo.
—¿Te encuentras bien? —le pregunta.
—Sí —responde Cristina, que se gira hacia ella—. Solo estoy un poco cansada.
—¿No has dormido bien?
—No.
—¿Y eso? ¿Alguna pesadilla?
—No lo recuerdo. Pero anoche me costó dormir. Y hoy, como nos hemos despertado tan temprano...
—Si es que ya nos vale. El primer día que tenemos vacaciones, que no necesitamos madrugar y nos levantamos superpronto.
Paula cabecea de un lado para otro y bosteza. Cris se contagia y la imita. Ambas sonríen cuando cierran la boca.
—Tienes razón. Me debería haber quedado en casa durmiendo.
—¿Ya se te han quitado las ganas de venir? Si eras tú la que me insististe a mí.
—Bueno...
—No es solo sueño lo que te pasa, ¿verdad?
La Sugus de limón duda un instante. ¿Se lo cuenta? Quizá hablar con ella le ayude a desahogarse. Pero Armando y Miriam están justo detrás. ¿Y si se enteran? No, no es el momento. Además, aquello no puede seguir así. Tiene que acabarse.
—Sí, es solo sueño. No te preocupes. Ya me animaré. —Le da un beso a Paula y esboza una forzada sonrisa.
Cristina introduce la mano en su bolso y saca unas gafas de sol. Se las pone y vuelve a mirar por la ventanilla. Sí, debe venirse arriba. Las lamentaciones no sirven para nada. Armando es el novio de Miriam y ella es una de sus mejores amigas. Lo que siente solo es un cuelgue. Ni eso. No llega ni a cuelgue, ¿verdad? Simplemente es un accidente del corazón. Una estúpida confusión de sentimientos. Eso es. Lo que siente por él solo es una inoportuna confusión.
—Ayer estuve a punto de llamarle —suelta de repente Paula.
—¿Qué? ¿A quién? —pregunta Cris, que ha dejado de mirar el paisaje y observa a su amiga a través de los cristales oscuros de sus gafas.
—A Ángel.
—Vaya... Pero no lo hiciste, ¿no?
La chica niega con la cabeza.
—No fui capaz. Imagino que hubiera sido como abrir de nuevo la herida.
—Sí. Yo también lo creo.
—Pero anoche volví a sentir esa angustia por dentro. Hasta se me saltaron las lágrimas. Tenía la necesidad de hablar con él. De escuchar su voz y de tratar de solucionar lo que rompimos. Al menos, de aclarar las cosas.
—Lo mejor es que lo olvides, Paula. Ya lo habías conseguido.
—Eso creía, pero vuelvo a estar algo confusa.
—Es normal. Te lo encontraste después de casi tres meses sin saber nada de él. Pero se te pasará enseguida —concluye Cristina con una sonrisa.
—Uff.
—¡Ánimo!
Paula suspira y luego sonríe. Extiende el brazo y le da la mano a su amiga, que se la coge y aprieta suavemente.
—Como es esto del amor, ¿eh? —comenta Paula.
—Ya ves. Nada es sencillo. Tú eres una tía con la que cualquier chico querría estar. Es cuestión de tiempo que encuentres al adecuado.
—No sé. Después de los últimos meses...
—No pienses más en eso. Lo que pasó, pasó.
—Tienes razón. Pero cómo cuesta —indica Paula, que también se pone sus gafas de sol—. Por lo menos, nos tenemos la una a la otra.
—¡Claro, eso siempre! ¡Las Sugus siempre estaremos unidas!
—¡Por supuesto! ¡Todos para una... o, mejor, uno para cada una!
Y, eufóricas, tras exclamar el lema del grupo, se abrazan.
Esa mañana de finales de junio, unos asientos más adelante, en el mismo autobús.
—¿Quieres un chicle? —le pregunta Mario a Diana, que en ese instante le está acariciando la pierna.
—Vale.
El chico busca dentro de uno de los bolsillos de su pantalón pirata negro y saca un paquete de chicles de menta. Le quita el papel a uno y se lo pone en la boca a su novia. Esta juguetea un poco con su lengua y finalmente lo atrapa exagerando el gesto del mordisco.
—¡Cuidado! ¡Que me dejas sin dedos! —exclama Mario, retirando rápidamente la mano.
Ambos sonríen. Atrás queda la pequeña discusión de esa mañana y el enfado de ayer. Los dos miran ahora por la ventanilla. Él pasa un brazo por detrás de su espalda y ella continúa rozando suavemente sus piernas con los dedos. Ven pasar otros coches, casas, árboles, que también quedan atrás. Y comparten música. Cada uno con un auricular del MP4 de Diana. La misma canción: Duele, de Chenoa.
La chica cierra los ojos y se deja llevar. Imagina cómo sería toda su vida con él: una casa enorme con jardín, dos o tres niños, envejecer juntos. Y siempre a su lado. ¡Cómo cambian las cosas! ¿Quién le iba a decir que se plantearía todo eso con alguien hace unas semanas? Ella, especialista en tíos de quita y pon, inestable, vividora y caprichosa. ¡Se ha enamorado hasta el último hueso de su cuerpo! Pero ¿no se está precipitando? Acaban de comenzar a salir y quizá aquello no dé para más. Tal vez Mario no sienta lo mismo. No esté enamorado. Puede ser que ella solo sea una relación transición. Ha oído mucho hablar de este tipo de parejas. Son personas que ocupan el puesto de otra hasta que el otro consigue a la que realmente quiere. ¿Es ella la relación transición de Mario hasta que Paula se enamore de él? No lo soportaría.
Diana vuelve a abrir los ojos, lo mira fijamente y le planta un gran beso en los labios. El chico responde, aunque extrañado por la pasión repentina de su novia. Unos segundos intensos. Emocionantes. Distintos.
—¡Hemos llegado! —grita Miriam, poniéndose de pie y agarrando a Armando de la mano para ayudarle a levantarse—. ¡Esta es nuestra parada!
Diana y Mario terminan su beso y se miran de nuevo a los ojos. Los de ella brillan especiales. Enamorados.
—¿Vamos? —le pregunta.
—Sí —responde el chico y sonríe. No comprende muy bien el motivo de aquel beso, pero tampoco va a preguntar. Es Diana, y de ella se puede esperar cualquier cosa en cualquier momento. Le gusta. Le gusta mucho.
Los seis se bajan del autobús. Miriam y Armando delante, Paula y Cris justo detrás, y Diana y Mario cerrando el grupo. Ante ellos tienen el sendero que lleva hasta la casa de los tíos de Alan.
El cielo está azul y hace calor. Un perfecto día de verano que no ha hecho nada más que empezar. Cómo terminará, no lo sabe ninguno de sus protagonistas.
Esa mañana de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
Suena el teléfono de su mesa. Es una llamada interna. Ángel descuelga el auricular y contesta.
—¿Sí? —responde.
—¿Puedes venir?
Sandra lo está telefoneando desde el despacho de su padre, que se ha tomado la mañana libre. Los dos se han levantado temprano y han ido a la redacción del periódico, aunque cada uno por su lado. Apenas se han visto un minuto, y no a solas.
—¿Es muy urgente?
—Bueno... Me apetece darte un beso. ¿Consideras eso una urgencia?
—¿Solo es eso?
—¡Arisco! —gruñe—. Bueno, también hay un tema que me ha comentado mi padre del que te tenía que hablar.
—Espera.
El joven cuelga. Se levanta de su silla y se dirige por un pasillo hasta la puerta del fondo. Da dos golpecitos y entra. Allí está ella, sentada sobre la mesa del jefe. Lleva un corto vestido blanco, muy veraniego, en el que se aprecian estampadas dos grandes flores marrones. Sus piernas se balancean brillantes y morenas. Está realmente sexy. Ángel se acerca hasta Sandra, que lo examina de arriba abajo.
—Has venido muy deprisa.
—Claro. Es lo que me has pedido, ¿no?