¿Sabes que te quiero? (11 page)

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Authors: Blue Jeans

Tags: #Infantil-Juvenil, Romantico

BOOK: ¿Sabes que te quiero?
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La niña suspira. Quizá su hermana lleva razón, aunque sigue sintiendo lástima por su perro.

—Bueno. Espero que sea pronto de día para volver a jugar con él. Ahora que ya no hay cole, tendré mucho tiempo libre.

—¡Muy bien! Y ahora, a dormir.

—Vale. ¿Nos llevarás mañana a Waku-Waku y a mí a jugar al parque?

Paula sonríe y, cuando está a punto de decir que sí, recuerda que mañana se va con sus amigos a pasar el fin de semana.

—Lo siento, pequeña. Mañana no estaré.

—¿No? ¿Adónde vas?

—A la casa de los tíos de Alan con mis amigas.

Érica parpadea dos veces muy rápido y tuerce el labio. A la casa de los tíos de Alan. Allí estará...

—¿Vas a la casa de Aarón?

—Sí. Aunque no sé si él estará. Se va con sus padres.

—Mmm.

—Si lo veo, ¿quieres que le diga algo de tu parte?

—Que es tonto.

Y sale corriendo hasta su habitación sin dar más explicaciones, cerrando con fuerza la puerta. Paula se encoge de hombros y también entra en la suya.

Está más tranquila. La conversación con su hermana le ha servido para relajarse. Se tumba en la cama con las manos en la nuca. Sonríe.

¿Le gustará a Érica el primo de Alan? Es muy pequeña todavía para eso. Y a ella, ¿cuánto le gusta realmente el primo de Aarón? De eso no está muy segura. De lo que sí está segura es de que lo que sucedió aquella noche en Francia nunca tuvo que pasar.

Capítulo 19

Un día de abril, en un hotel de Francia.

¿Qué es ese ruido? Parece un teléfono, pero no es el sonido de su móvil. Paula abre poco a poco los ojos y se incorpora. Ya es de día, ¡y menudo dolor de cabeza tiene! Lo que suena es el teléfono de la habitación. ¿Quién será? ¿Sus padres? Mira hacia la derecha, la otra cama está vacía. ¿Dónde está Érica?

Se inclina para responder la llamada pero de repente siente unas ganas terribles de vomitar. No hay tiempo de contestar. Se levanta deprisa y corre hacia el cuarto de baño.

El teléfono deja de sonar.

No se encuentra nada bien. Se sienta en el suelo, junto al retrete, con la mano en el estómago, y vomita toda la cena del día anterior. Uff. Cuando termina se lava la cara con agua fría y se moja los labios, que tiene completamente secos y cortados.

¿Qué hora es?

Sale del baño y comprueba en el reloj del móvil que son casi las doce de la mañana.

—¡Dios, no puede ser! —exclama en voz alta.

Además, tiene un SMS. Lo ha enviado su madre. Se sienta de nuevo en la cama. Le duele el estómago y la cabeza le va a estallar. Abre el mensaje y lee susurrando: «Paula, nos hemos ido a dar una vuelta. Te hemos intentado despertar pero estabas muy dormida. Te recogemos a las dos para comer. Érica viene con nosotros».

Así que la han dejado sola en el hotel. Mejor. No está en condiciones de paseos. Pensándolo bien, no está en condiciones de nada. Vuelve a tumbarse en la cama y se tapa con las mantas. ¿Qué pasó anoche para que se encuentre de esa manera? Lo último que recuerda fue un brindis con Alan. El choque de las copas llenas de champán. ¿Bebió tanto como para tener ese resacón? La respuesta, visto lo visto, está muy clara. Pero ¿pasó algo más?

Todo está muy confuso en su mente. Y, si intenta recordar, siente insufribles punzadas en la sien. Hay algo extraño: no lleva la ropa de anoche, con la que se fue a cenar con el francés. Alguien la tuvo que desvestir y vestir con su pijama. ¿Alan? ¿Y cómo volvió a su habitación desde la suite? Necesita una explicación. Solo espera no haber hecho ninguna tontería.

Ha de reaccionar. Quizá una ducha le sirva para despejarse.

Se quita las mantas de encima y muy despacio se levanta de la cama entre quejidos, lamentándose de no haber sabido controlarse la noche anterior. Poco a poco se desnuda, doblando cada prenda y colocándola en la silla donde además están el vaquero y la camiseta que llevaba anoche. También están doblados. Todo es muy raro. Y lo peor es que no se acuerda de nada. Tal vez el agua de la ducha le aclare las ideas.

Ya completamente desnuda, se pone las zapatillas para no estar descalza en el cuarto de baño y camina por el parqué de la habitación hacia allí. Sin embargo, en ese instante, observa estupefacta cómo el pomo de la puerta de la entrada se gira. No se lo puede creer: ¡están intentando entrar en la habitación! Sin perder un segundo se mete en el baño, mientras escucha cómo la puerta se abre. No comprende nada. ¿Sus padres no habían dicho que vendrían a la hora de comer? ¿Y si no son ellos? ¿Un ladrón? ¿Un violador?

Respira profundamente e intenta calmarse.

Quien ha entrado camina muy despacio, casi de puntillas. Parece que se trata de una sola persona. Paula está asustada, preparada para gritar muy fuerte si es necesario. Se envuelve con una toalla blanca y se esconde detrás de una de las paredes del cuarto de baño. De reojo, se asoma con sigilo para descubrir quién ha entrado en la habitación.

Y entonces lo ve.

Un chico con el pelo rubio ensortijado se acerca a su cama y se sorprende cuando comprueba que Paula no está allí.

—¡Alan! ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí? —pregunta la chica, saliendo del cuarto de baño ataviada solo con la toalla y las zapatillas. Está realmente enfadada.

El francés se gira y la mira de arriba abajo con una sonrisa picara. Paula se da cuenta de su aspecto y se sonroja.

—Quería saber cómo estabas. Como no me cogías el teléfono, he tenido que robarle a una limpiadora la llave para poder entrar en tu habitación —responde sin poder ocultar su satisfacción.

—¡Pues podías haber llamado a la puerta antes!

—Sí. Pero me arriesgaba a que no me abrieras. Y además, le quitaba emoción —señala sonriente—. Por cierto, si quieres, me ducho contigo.

—No, gracias. Ya lo hago yo solita —dice, mientras estira la toalla, intentando taparse lo máximo posible.

—No te preocupes. Si ya he visto todo lo que tenía ver.

—¿Qué?

¿De qué está hablando? ¿Qué ha querido decir con eso? Empieza a ponerse realmente nerviosa.

—Claro. Tú no te debes de acordar de nada, ¿me equivoco?

—¿De qué me tengo que acordar?

—De lo que pasó anoche.

—¿Anoche? Anoche no pasó nada.

Alan se encoge de hombros y se sienta en la cama sin dejar de sonreír ni un instante.

—Ay, Paula, Paula... Eso es lo que pasa por beber demasiado: que luego no nos acordamos de lo que hacemos.

El chico se cruza de piernas y hace una mueca con la boca. Sabe perfectamente adonde quiere llegar. Por el contrario, Paula se está hartando de su juego.

—Mira, no sé de qué me hablas. Vale, quizá bebí más de la cuenta y hay momentos que tengo un poco borrosos.

—¿Un poco borrosos? —pregunta, sonriendo maliciosamente.

—Sí. Pero estoy segura de que no hice nada que no quisiera hacer —responde, tratando de mostrar firmeza en sus palabras.

—Yo también estoy seguro de eso. No hiciste nada que no quisieras hacer.

Los dos entonces se miran a los ojos. Enfrentan sus miradas, unos segundos, hasta que ella decide apartarla, incapaz de sostenerla por más tiempo. Aquellos ojos la intimidan.

¿Qué fue lo que pasó ayer por la noche? Por las palabras de Alan, pudo haber cometido algún error imperdonable. ¿Qué hizo? Se muere por saberlo, pero no le va a dar la satisfacción a ese descarado de reconocerlo.

—Oye, en serio: no me parece adecuado que entres en mi habitación sin mi permiso, conmigo medio desnuda y encima insinúes ciertas cosas que no son verdad.

—No he insinuado nada.

—¿Ah, no? Yo creo que no has parado de hacerlo.

Alan se levanta de la cama y camina hacia Paula, que lo observa precavida. No sabe cuáles son sus intenciones. Estira un poco más la toalla, que está a punto de caer al suelo. El chico se coloca a su lado y comenta en voz baja:

—Me encantan los dos lunares juntitos que tienes en..., ya sabes —señala, ante la incredulidad de la chica que se ha quedado boquiabierta—. Estaré en el salón de abajo por si quieres hablar.

La vuelve a mirar a los ojos, sonríe y, sin más, sale de la habitación.

Paula no reacciona. Es un truco. Seguro que es un farol. Pero entonces... Si ha visto sus lunares más íntimos, ¿eso quiere decir que...?

No. No puede ser.

Nerviosa, regresa al cuarto de baño. Deja caer la toalla y se contempla en el espejo. Le tiemblan las piernas. Su respiración se entrecorta. Las punzadas en la sien son insoportables.

Cada vez está más nerviosa. ¿Qué ha querido decir? ¿Cómo es posible que sepa lo de sus lunares? ;Ha tenido su primera vez con Alan? Imposible. Eso es imposible. ¡Pero no se acuerda de nada! ¡Qué irresponsable fue al beber tanto! ¿Y ahora qué?

No va a tener más remedio que hablar con el francés y aclarar de una vez por todas qué fue lo que pasó la noche anterior en la
suite
del hotel.

Capítulo 20

Una mañana de finales de junio, en un lugar de la ciudad.

—Buenos días.

—¡Buenos días, cariño! ¿Qué tal estás?

Mario termina de abrir los ojos con dificultad. Ya es de día y la claridad que entra por la ventana de su habitación le molesta. Aunque parece demasiado temprano. ¿Qué querrá Diana a esas horas?

—Bien, muy bien. ¿Y tú?

—Genial. ¿Ya estás preparado?

¿Preparado para qué? Piensa deprisa, todo lo deprisa que le es posible a alguien que se acaba de despertar. Pero enseguida recuerda. Uff. Sábado por la mañana: han quedado para ir a la casa de los tíos de Alan.

—Casi. Me faltan unos retoques.

—¿Unos retoques?

—Sí. Peinarme y esas cosas.

—¡Ah! Esas cosas... Mmmm... ¿Y qué llevas puesto?

Mario resopla. Mira hacia su armario y responde.

—Una camiseta amarilla y unos piratas negros.

—¿La camiseta amarilla de Bob Esponja?

¿Qué? ¿De qué le está hablando? No tiene ninguna camiseta de Bob Esponja. Entonces se oye una carcajada al otro lado de la línea.

—¿Me estás tomando el pelo, verdad?

—Perdona, es que se te nota demasiado que te acabas de despertar.

—No me acabo de despertar —la contradice, muy serio.

—Claro. Vamos, Mario, reconoce que no te acordabas de lo de hoy y te has dormido.

—Pues no.

—¿No?

—No.

—Vale.

—Vale.

Silencio.

No ha sido una buena manera de comenzar el día. ¿Por qué le está mintiendo? Es cierto, se acaba de despertar. ¿Por qué no lo reconoce? Es verdad que Diana también podría decir las cosas de otra manera, pero en esta ocasión es él el que ha empezado la discusión.

—Tienes razón. Me acabo de despertar —admite al fin.

—Da igual —dice, sin demasiada fuerza.

Ella sí que lo tiene todo preparado para el fin de semana. Hace un rato que se ha levantado, y estaba deseando escucharle. Él es en lo primero en lo que ha pensado en cuanto ha abierto los ojos.

—Perdona, no sé por qué te he dicho que no. Soy tonto.

—Da igual —repite, pero ahora su tono es diferente: tranquilizador, amable.

Sin embargo, a Diana le vienen a la mente los miedos que la persiguen en las últimas semanas. Si le miente en algo tan sencillo como esto, ¿en cuántas ocasiones más lo habrá hecho? Desde que comenzaron, ha tenido desconfianza a cerca de sus sentimientos reales hacia ella.

—Entonces, ¿me perdonas?

—No rengo nada que perdonar. De verdad. ¿Por qué no lo olvidamos?

—Está bien. Olvidado.

—Pues todo olvidado.

Los dos permanecen un instante en silencio.

Durante el tiempo que llevan juntos han discutido en numerosas oportunidades. Siempre pequeños conflictos que no han tardado mucho en solucionar. Para Mario es su primera relación, y para Diana , su primer amor verdadero. Existe incertidumbre entre ambos. Desconocimiento. Y visiones diferentes de la vida, que provocan que en ocasiones choquen.

—Bueno, pues te dejo. Que si no llegaré tarde y perderé el bus.

—Que no se te olvide la camiseta de Bob.

Sonrisas en ambos lados de la línea.

—Tranquila. No se me olvidará. Será lo primero que meta en la bolsa.

—Tráela puesta, mejor.

—Okey.

—Mario.

—¿Qué?

—No tienes ninguna camiseta de Bob Esponja. No vivas en tu propia fantasía —bromea Diana, que deja escapar una risita al final de la frase.

—¡Serás...!

—¿Guapa?

—Guapísima.

—¡Guapo, tú! —exclama con una gran sonrisa en la cara—. Venga, no te lío más, que llegarás tarde y me echarás a mí la culpa. Nos vemos ahora.

—Sí, ahora nos vemos. Adiós.

El chico es el que cuelga.

Diana suspira y se le escapa un «te quiero», que Mario no puede oír. ¿Cómo le puede gustar tanto? Escalofríos.

Se deja caer en la cama, boca arriba, y suspira una vez más.

Le quiere. Tantísimo. Pero sabe que ese amor en cualquier momento podría hacer añicos su entregado corazón.

Esa misma mañana de finales de junio, en un lugar de la ciudad.

Desde una ventana contempla cómo desaparece el BMW gris con sus tíos y su primo pequeño dentro. Sonríe. Por fin solo. O casi.

—Y ahora que nada más quedamos tú y yo, ya sabes que esta es mi casa y que aquí las órdenes las doy yo —dice una voz femenina.

—¡Sí, señor!

—Así que espero que te portes bien y no me des mucho la lata. ¿Está claro?

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