—Vamos, Diana, no empecemos. Estamos en el cuarto de baño de chicas del instituto. ¿Crees que es el mejor lugar para...?
—Ya. ¿Y cuál es el mejor lugar para ti? Porque llevamos un mes y dos semanas saliendo, y todavía no hemos encontrado el lugar idóneo.
Mario suspira. ¿Esto no debería ser al revés? ¿No son los chicos los que normalmente presionan a las chicas para la primera vez?
—Lo siento, pero aquí no puedo. ¡Si no tenemos ni protección!
Diana resopla una vez más. Mira hacia el techo resignada y a continuación a su novio. Se pone de pie y del bolsillo trasero de sus vaqueros azules saca un preservativo.
—Sí que tenemos.
—¿Has traído un condón? —exclama sorprendido.
—Siempre lo llevo encima.
—No me lo puedo creer…
La chica sonríe irónica y se lo guarda otra vez en el pantalón.
—¿Qué no puedes creer, Mario? Estamos saliendo. Las parejas llevan condones encima por si... tienen alguna necesidad.
—Yo no llevo nada. Nunca he llevado uno.
La conversación no da para más. Diana no tiene ganas de seguir con aquel asunto. Se vuelve a mirar al espejo mientras abre el grifo del agua fría. ¿No la ve sexy? ¿No es suficientemente atractiva? Al lado de Paula..., está claro que no. Si Mario llevara saliendo con su amiga más de seis semanas, seguro que ya lo habrían hecho. Pero ella nunca será como Paula.
—¿En qué piensas? —pregunta el chico, observando su reflejo.
Diana se moja las mejillas y los ojos, que ya habían empezado a humedecerse. Luego sonríe y se gira.
—En nada. Perdona por haberte presionado.
—No te preocupes. Ya sabes que me gustas mucho, pero me gustaría que mi primera vez fuera...
La chica le pone el dedo índice en la boca y no le deja terminar la frase.
—Shhh. No digas nada. Todo está bien. Tranquilo. —Y le da un beso en la mejilla—. Tengo que..., ya sabes —dice, señalando con la mirada una de las puertas cerradas del baño—. ¿Me esperas fuera?
—Vale. Y perdóname tú también a mí.
Mario acerca sus labios a los de su chica y le da un último pequeño beso antes de salir del baño. Diana observa cómo se va. Está sola, con ella misma, con su figura en el espejo. Sus sentimientos por aquel chico del que hace tres meses ni siquiera sabía que existía se desbordan. Le quiere. Sí, está enamorada de él.
Enamoradísima. Nunca le había pasado. Le costó que aceptara salir con ella. Pero después de muchos días insistiendo con directas e indirectas, logró su objetivo. Pero eso ya no es suficiente. Quiere más. Busca más. Quiere que Mario sea suyo. Todo suyo.
¿Piensa él todavía en Paula? No lo sabe. Solo está segura de que, por mucho que haga, nunca será como ella.
Por mucho que haga..., aunque lo seguirá intentando.
Ese día de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
No es muy alto. Apenas llega al metro setenta y cinco, pero las facciones de su rostro son prácticamente perfectas. Es como el David de Miguel Ángel. Aniñado, limpio. Su pelo rizado rubio se agita gracioso mientras camina. El sol se refleja en su blanca piel ligeramente bronceada. Y luce una pequeña cicatriz en su ceja izquierda: una cicatriz con historia, una historia reciente.
Sin duda, aquel chico es una tentación para cualquier adolescente. Paula continúa observándole. También el resto del grupo. Las chicas al menos, ya que Armando se ha quedado boquiabierto con el majestuoso deportivo amarillo. ¿Qué marca será? ¿Un Ferrari? No, no puede ser. Nunca ha visto uno tan de cerca.
—Buenas tardes, chicos. ¿Cómo estáis? —saluda sonriente el recién llegado, mientras estrecha la mano de Armando, que es el primero al que llega. Luego besa a Miriam y a Cris en la mejilla—. Hola, Paula.
El joven le coge la mano derecha y se la besa. La chica mira al cielo con expresión de fastidio.
—Hola, Alan. Con dos besos en la mejilla bastaba.
—Ah. Pues te beso también en la mejilla.
El chico sujeta dulcemente la barbilla de Paula con una mano y le da dos besos en la cara. Esta hace el amago de apartarse pero acepta no de muy buen grado.
—Tío, ¿eso es un Ferrari? —le pregunta Armando, que no ha perdido de vista ni un momento el coche con el que Alan ha aparecido.
—Sí. Es de mi tío. Se lo compró el lunes. ¿Te gusta?
—¡Joder! ¡Es impresionante!
—Si quieres, un día te doy una vuelta.
Al novio de Miriam se le iluminan los ojos.
—¡Pues claro! ¡Me encantará!
Una tos se oye al lado de Armando. El chico entonces se da cuenta de que ha soltado a Miriam. Sonríe a su novia y la envuelve otra vez con su brazo por la cintura.
—Espero que ese coche no te guste más que yo —protesta la mayor de las Sugus.
—Nada me gusta más que tú. —Y la besa en los labios.
Todos sonríen menos Cris, que empieza a estar cansada de tanto besuqueo.
—Bueno, ¿y qué haces aquí?—pregunta Paula.
—He venido por ti. A llevarte a casa.
—No era necesario.
—Lo sé, pero me apetecía. Además, hacía tres días que no te veía y tampoco has contestado mis mensajes.
—No tenía saldo —miente con frialdad.
—¿Quieres que te recargue el móvil?
—No, Alan. No quiero que me recargues el móvil.
El chico se encoge de hombros y sonríe. Paula suspira.
—Si quieres, puedes recárgamelo a mí —propone una voz femenina a su espalda.
Los cinco se giran y ven llegar de la mano a Diana y a Mario. Aunque llevan ya seis semanas juntos, aquella pareja aún se les hace rara a todos. Especialmente a Miriam, que no termina de aceptar la relación de su hermano con su amiga.
—Dime tu número y lo haré —comenta Alan, mientras besa a Diana.
—¡Ah, qué bien! Da gusto que tus amigas tengan amigos ricos.
A continuación, es al chico a quien saluda.
—No te molestes, no, hace falta que le recargues el móvil —añade muy serio Mario, mientras le estrecha la mano, mirándole directamente a los ojos. Son verdes, pero de un verde distinto. Son unos ojos muy claros, casi transparentes, hipnotizantes.
—Si no es molestia, hombre...
—Venga, Mario, no seas aguafiestas. Si también es bueno para ti. Te ahorrarás dinero —añade Diana, y a continuación le da su número de móvil a Alan.
Este lo anota en su teléfono y después lo guarda en la carpeta de contactos. Luego sonríe como si nada hubiese pasado.
Mario contempla con indignación la escena. No le cae bien aquel tipo. Ni le agrada que se tome esas confianzas con Diana. ¿Quién es él para pagar el saldo del móvil de su novia? Seguro que lo único que quería era su número. Ahora ya lo tiene. ¡Qué cara más dura!
A Paula tampoco le ha gustado nada la intromisión de Alan, ni que su amiga haya aceptado la recarga.
—Bueno, ¿de qué hablabais? —pregunta Diana, que ha logrado lo que pretendía. No está mal de vez en cuando poner celoso a tu chico—. ¿Hay plan para el finde? ¡Hay que celebrar que se ha terminado el curso!
—¡Sí! ¡Y por todo lo alto! —exclama Miriam.
—Podemos... Si queréis, podéis pasar el fin de semana en la casa de mis tíos. Ellos se van mañana por la mañana con mi primo pequeño y nos quedamos mi prima y yo solos hasta el lunes.
Sorprendidos, ninguno dice nada.
—¡Es una gran idea! —grita Diana, rompiendo el silencio—. Puede ser divertido. Mario y yo nos apuntamos.
Los ojos de Mario atraviesan a su chica, pero no dice nada. Es mejor que esto lo hablen a solas.
—No es un mal plan. A mí también me gustaría ir. ¿Qué te parece, Armando?
Miriam enseguida obtiene la aprobación de su novio, que sonríe. Ha oído que aquel tipo vive con sus tíos en una casa enorme con piscina, pista de tenis y... quizás le deje montar en el Ferrari.
—Si vais todos, yo me apunto —susurra Cris, no demasiado convencida.
Sin querer, sus ojos tropiezan con los de Armando, que le sonríe. Tímida, le devuelve la sonrisa. Siente calor en los pómulos y el estómago le hace cosquillas. Uff.
Bien. ¿Y tú, qué dices? ¿Vendrás? —pregunta Alan, dirigiéndose a Paula.
—No. Yo no voy.
—Vamos, Paula..., lo pasaremos bien —dice Miriam.
—No. No me apetece.
—¡Hay que celebrar el final de curso! —insiste la mayor de las Sugus—. No puedes faltar. Además, te vendrá muy bien.
—Pero si yo estoy bien.
—Venga..., no seas así. Si vamos a ir todos...
Paula resopla.
—¿Es por mí? ¿Tienes miedo de algo? —pregunta Alan, que ahora ya no sonríe.
—No. No tengo miedo de nada.
—¿Seguro que no?
—Seguro —contesta con frialdad—. Mirad, pasadlo bien. Es larde. Me tengo que ir.
Y, sin decir nada más, corre hacia el autobús que en esos instantes aparca delante de ellos. Entra a trompicones y chequea su bonobús. Camina deprisa por el estrecho pasillo hacia el final del vehículo. Escoge un asiento libre en la penúltima fila, junto a una señora que lleva un ramo de rosas rojas. Se sienta a su lado y suspira.
¿Por qué no quiere ir con sus amigos? Un nuevo suspiro. Lo sabe. Sabe que la tentación puede apoderarse de ella. Perder el control. Lo sabe. Y no quiere volver a cometer el mismo error que cometió en París aquella noche de abril.
Hace casi tres meses. Una mañana de abril, en un hotel de París.
Mastica despacio. Desganada. Apenas ha probado el cruasán relleno de mermelada de melocotón que tiene delante. Un sorbo de café y vuelve a masticar. Suspira. Qué distinto está siendo el viaje a Disneyland-París a como lo había soñado. Cuando era una niña, era su gran ilusión: conocer un mundo de princesas y hadas, lleno de magia y fantasía. ¡Cuántas veces se lo pidió a sus padres! Y ahora que está allí, solo le apetece llorar. Pero a Paula le toca sacar fuerzas de donde no las tiene. Por su familia. No deben verla mal, no sería justo para ellos.
Érica, en cambio, está muy sonriente. La pequeña sí que se lo está pasando bien. Qué sencillo es ser un niño sin preocupaciones. No tiene que tomar decisiones importantes y su mayor responsabilidad es elegir el color de la plastilina con la que jugar en el recreo.
Paula ya no es una cría. Acaba de cumplir los diecisiete. Y ya ha tenido que tomar decisiones importantes. Una difícil elección: estar sola.
—¿Te lo vas a comer? —pregunta Érica, señalando el cruasán que su hermana no tiene intención de terminarse.
—No. ¿Lo quieres?
La pequeña asiente feliz con la cabeza. Pincha con el tenedor el desayuno de Paula y lo deja caer en su plato. Con el mismo tenedor, corta un trozo y se lo mete en la boca. Está riquísimo. ¿Por qué su hermana no se lo ha comido? ¿Está a dieta? ¿Quiere adelgazar? No, eso no puede ser. Paula está muy delgada y, además, es la chica más guapa que conoce. De mayor quiere ser como ella. Entonces, ¿qué le pasa? ¿Está triste?
—Espérame un momento, Érica. Voy por un vaso de agua.
La pequeña no dice nada y sigue comiendo. Observa cómo su hermana se acerca a la barra donde está el bufé y ella misma se sirve agua de una máquina en un vaso pequeño de cristal.
Dos chicos mayores, chica y chico, más o menos de la edad de su hermana, y un niño rubito que va con ellos pasan al lado de Paula y se sientan en la mesa de enfrente. El chico mayor ha visto a su hermana y ha sonreído. El niño rubio mira a Érica y le saca la lengua. La pequeña no puede creer que aquel renacuajo le haga burla y le responde de la misma forma, manteniendo su lengua fuera más tiempo.
—¡Hey! ¿Qué haces?—le pregunta Paula, que ya ha regresado.
—Ese enano me ha sacado la lengua.
—¿Qué enano?
Érica, muy enfadada, señala la mesa en la que el niño pequeño y los otros dos chicos están sentados.
—Ese enano.
—¿Enano? ¡Pero si es más alto que tú! —contesta Paula sonriendo—. Además, es un niño muy guapo. ¿No te parece?
—No —responde la pequeña, y pincha el último trozo de cruasán—. Es un enano y es muy feo.
—¿Qué es feo?
—Mucho. —Y se mete el trozo de cruasán en la boca.
—¿No te gustan los rubios de ojos verdes?
Érica no responde y mastica haciendo mucho ruido y abriendo la boca.
—Veo que te encantan los cruasanes de mi país.
Érica se pregunta quién le habla. Es el chico mayor de la mesa de enfrente. ¿Es a ella? Eso parece. Está mirando hacia su mesa. Si están en Francia, ¿por qué habla español? Paula también lo observa sorprendida. ¿Quién es ese? No está mal. Tiene los ojos muy bonitos y es muy guapo. Es curioso, pero algo de él le resulta familiar.
El joven desconocido se levanta y se acerca.
—Hola. ¿Me recuerdas?—le pregunta a la niña, mientras esboza una gran sonrisa y se sienta en una de las sillas libres de la mesa.
Érica lo contempla de arriba abajo y niega con la cabeza.
—¿Qué quieres? ¿Por qué te tiene que recordar mi hermana? —interviene Paula, a la que no le está haciendo nada de gracia la confianza que aquel chico se está tomando.
El joven ahora centra sus ojos en la hermana mayor y vuelve a sonreír.
—¿Tú tampoco me recuerdas?
¿Está de broma? No ha visto a ese tipo en su vida... ¡Pero si están en Francia! Allí no conocen a nadie. Aquel tipo va a lo que va. Seguro.
—No. No tengo ni idea de quién eres. Pero he visto maneras más originales de ligar.
—¿Ah, sí? Vaya..., y yo que pensaba que esto de acercarme a tu mesa y sentarme con vosotras era original.