¿Sabes que te quiero? (32 page)

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Authors: Blue Jeans

Tags: #Infantil-Juvenil, Romantico

BOOK: ¿Sabes que te quiero?
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—Ángel, sabes a qué me refiero.

—Sí, sí. Y te comprendo.

—No es una buena idea. Además, ¿qué pensará tu novia?

—Ya he hablado con Sandra de esto.

—¿Qué? ¿Ella sabe que me estás pidiendo quedar contigo?

—Sí. Bueno, no exactamente —responde dubitativo—. Lo que Sandra sabe es que tú y yo tuvimos algo que terminó de una manera extraña.

—¿Cómo sabe eso? ¿Se lo has contado?

—En las semanas que llevamos saliendo no. Pero ayer, cuando nos vimos en el Starbucks, tuve que contárselo. Sin muchos detalles. Desde ese instante, no he sido el mismo con ella. Era justo que supiera por qué me comportaba de esa forma.

—Esto es una locura.

—No he parado de pensar en ti, Paula.

—Ángel... Yo... No puede ser. No...

—¿De verdad crees que sería tan malo pasar un día conmigo?

La chica no contesta. Mira por la enorme ventana que ocupa casi por completo una de las paredes de la habitación. Las estrellas, la luna, las luces del laberinto de setos... Se levanta y camina hacia el cristal. Ve su reflejo. No es la misma que hace tres meses. Sin embargo, hay algo dentro de ella que le pide volver a verle.

—No. No sería tan malo —responde por fin.

Una gran sonrisa, acompañada de un fuerte hormigueo en el estómago, reluce en el rostro de Ángel.

—Entonces...

—No es una buena idea. No es una buena idea —repite Paula, la primera vez es para él, la segunda para ella misma—. Pero acepto. Está bien, quedemos.

—¿Estás segura?

—No estoy segura, Ángel.

—¿Y por qué lo haces?

—No lo sé —indica mientras continúa mirando por el cristal—. Imagino que es porque también me apetece verte.

—Creo que no solo lo imaginas...

Paula sonríe. Contempla cómo las hojas de los árboles apenas se mueven. El poco aire que corría hace un rato ha desaparecido. Será una noche calurosa.

—¿Y qué pasará si yo siento que te quiero, que quiero recuperar lo nuestro, y tú descubres que a la que quieres es a tu novia?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

—No. No he pensado en las consecuencias. Solo sé que, para que mi vida, la de Sandra y la tuya prosigan por el camino adecuado, tengo que hacer esto. Pero puedes negarte si no estás segura. Ya te dije que lo que te iba a pedir podía parecer egoísta.

La chica reflexiona unos segundos. En realidad, lo que le pasa a Ángel es lo mismo que le sucedió a ella con Álex. Dos personas, una tu pareja y otra que está ahí de alguna manera en tu cabeza y en tu corazón. Un triángulo amoroso. Es complicado elegir y más difícil aún saber lo que se siente por cada una de ellas.

—Me arriesgaré. Creo que de alguna manera te lo debo. Aunque sigo pensando que pasar un día juntos no es una buena idea.

—Bien.

El chico sonríe. Ha conseguido lo que pretendía. Sin embargo, no se siente del todo bien. Piensa en Sandra. Seguro que ella lo estará pasando muy mal.

—¿Y cuándo quieres quedar?

—¿Mañana? ¿Puedes?

—¿Qué? ¿Tan pronto?

—Sí. Lo tengo libre. Pero, si no puedes mañana, podemos quedar la semana que viene...

—No. Mañana está bien.

No está bien. Debe marcharse de la casa de los tíos de Alan por la mañana temprano y abandonar a sus amigos. Pero sabe que si aquello se prolonga mucho, no pensará en otra cosa. Así que, cuanto antes, mejor.

—Vale. ¿Te recojo en casa?

—No —contesta, rápidamente. No quiere que nadie se entere de aquello. ¡Y menos sus padres!—. ¿Qué te parece en el Starbucks donde quedamos la primera vez?

—Perfecto. ¿A las once?

—A las once estaré allí.

—Llevaré una rosa roja...

Sonrisas a ambos lados del teléfono. Recuerdos. Sentimientos. Y dudas. Muchas dudas.

—Qué clásico.

—Ya sabes que lo soy.

Más sonrisas. Pensamientos. Incertidumbre. ¿Qué están haciendo? ¿Por qué remueven el pasado? ¿Es posible, de nuevo, Paula y Ángel?

Silencio.

Ninguno de los dos comprende qué quiere y qué pretenden sus corazones.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Y al mismo tiempo, bajo las estrellas de un sábado de finales de junio, los dos cuelgan, sin saber qué es lo que les deparará el día siguiente.

Capítulo 51

Esa noche de finales de junio, en un lugar de la ciudad.

El camarero recoge el dinero de la cuenta y la propina que le han dejado, y se retira con una sonrisa.

—¿Qué os parece que nos vayamos a tomar una copa?

—¿Adónde?

—Podemos ir a mi casa.

La sonrisa de Katia convence a Alex.

—Vale. No tengo sueño. Por mí, sí —responde el escritor.

—¿Y tú, Irene? ¿Qué dices?

—Por supuesto. Sigamos disfrutando de la noche.

La chica también sonríe. No piensa dejar solo a su hermanastro con la cantante después de todo el vino blanco que ha bebido. Está muy claro que entre esos dos puede saltar la chispa en cualquier instante. Y si hay alcohol de por medio, todavía es más probable.

—¡Genial! —exclama la joven del pelo rosa—. ¡Vamos!

Los tres se levantan de la mesa y salen del restaurante en el que han pasado desapercibidos, algo que, sin embargo, no ocurre en el camino hasta llegar al coche de Katia. Un par de adolescentes la reconocen y con sus móviles la fotografían con descaro. Alex protesta y amaga con enfrentarse a ellos, pero las dos chicas lo tranquilizan.

—Déjalos. No tiene importancia —comenta Katia mientras se sube a su Audi descapotable rosa.

—Sí que la tiene —responde Alex, que también entra en el coche junto a su hermanastra—. Es tu intimidad. No tienen derecho a hacerte fotos sin tu permiso.

—Son chavales. Estoy acostumbrada a cosas así. Peor hubiera sido que fueran periodistas del corazón.

La cantante arranca y sale del aparcamiento. Pone la radio con el volumen bajito. Los que tocan son Sum41.

—¿Cómo puedes acostumbrarte a esto?

—Pues tú, prepárate —comenta Irene, que ha elegido el asiento del copiloto—. Cuando seas famoso, te tocará a ti también.

—¿A mí? ¡Qué va! La gente reconoce a los cantantes, a los futbolistas o a los actores. A los escritores no les hace caso nadie.

—Pero tú no eres un escritor cualquiera: tú eres un escritor mediático. ¡Si ya tienes cientos de fans!

—Exagerada.

—Es verdad lo que dice Irene. Puede que algún día también te hagan fotos por la calle o te esperen los periodistas en la puerta de tu casa.

—Además, si vais mucho juntos, pueden inventarse una relación entre vosotros.

Ni Katia ni Alex responden al comentario de Irene. Lo ha hecho a propósito, para comprobar cuál era la reacción de los dos. Ambos han eludido el compromiso y no han contestado. ¿Habrá ya algo entre ellos?

El Audi rosa descapotable avanza por las calles iluminadas de la ciudad. Los tres chicos conversan animadamente hasta que llegan al garaje del edificio donde vive Katia. Aparcan y salen del coche.

—Es por ahí —indica la cantante, señalando un ascensor al fondo.

Se dirigen hacia él y suben hasta el ático. Caminan por una alfombra roja en la última planta del edificio.

—Esto está muy bien, ¿eh? —apunta Irene, que va detrás de su hermanastro cerrando el trio—. La zona es genial.

—Sí. Es un buen sitio para vivir. Es una de las cosas buenas que tiene la fama. Puedes disfrutar de cosas que ni imaginabas antes de que todo pasara —dice Katia, y saca las llaves del bolso—. Es aquí.

La chica abre la puerta y entran en el ático. No parece muy grande, pero sí está todo muy ordenado. El salón es bonito: tonos pasteles en las paredes y muebles de diseño.

—Me encanta cómo lo tienes decorado —reconoce Irene, que no deja de observar a un lado y a otro.

—Es verdad. A mí también me gusta mucho —corrobora Álex.

—Gracias. Aunque, si os soy sincera, estoy pensando en cambiar un poco la decoración.

—¿Sí?

—Sí. Ya me he cansado de verlo todo igual siempre —dice gesticulando con las manos, señalando el techo y las paredes—. Por cierto, podéis sentaros, ¿eh?

Irene y Alex hacen caso y se sientan juntos en un sofá de tres plazas. Katia enciende la televisión de plasma y busca un canal en el que estén poniendo música.

—¿Qué queréis de beber?

—¿Tienes ron? —pregunta Irene, que ha dejado a su hermanastro en el centro y se ha colocado en uno de los lados.

—Sí, ¿con Coca-Cola?

—Vale.

—¿Y tú, Alex? ¿Qué te apetece?

—No suelo beber demasiado..., pero lo mismo.

Las dos chicas sonríen. Ellas sí que están más acostumbradas a salir y a beber por la noche.

Katia sale del salón y los deja solos.

—Qué chica tan simpática, ¿verdad?

—Sí, lo es.

—Y es muy mona. Bajita, pero con todo muy bien puesto. ¿No crees?

Alex mira a Irene extrañado.

—Es guapa —se limita a contestar.

—¿Solo guapa? ¿Tú has visto los ojazos que tiene?

—Claro. Celestes.

—Son increíbles. Y cómo mira... —insiste Irene, en sus halagos—. A ti te gusta, ¿verdad?

—¿Qué?

—Se te nota, hermanito.

«Hermanito». ¿Cuánto hacía que no le llamaba de esa forma? Casi tres meses, cuando Irene llegó a su casa para quedarse un tiempo mientras cursaba aquel seminario sobre Liderazgo. Pero él le prohibió que le llamara así.

—No creo que se me note nada. Katia es solo una amiga, con la que, además, comparto trabajo.

—Siempre dices lo mismo. —¿Cómo?

—Eso. De Paula también me dijiste que solo era una amiga.

—No recuerdo que te dijera nada de eso.

—Pues yo sí.

—Da igual. ¿Otra vez vamos a hablar de Paula?

—No. Ahora estamos hablando de la cantante del pelo rosa.

—Yo no estoy hablando de ella.

Irene sonríe traviesa. No debe enfadar a Alex. Ya ha visto su reacción y está muy claro que Katia le gusta. Lo conoce bien. Ahora es el momento de cambiar de tema.

—Tienes razón. Soy muy pesada y no es asunto mío. ¿Me perdonas?

El escritor la mira desconfiado, resopla y asiente con la cabeza. Por un instante creyó reconocer a la Irene de antes, pero parece que solo ha sido una falsa alarma.

—Ya estoy aquí.

Es la voz de Katia, que aparece cargada con una bandeja con tres vasos de tubo llenos de hielo, una botella de ron y otra de Coca-Cola. Alex se levanta a ayudarla y se la arrebata. Luego, la pone sobre la mesa y reparte los vasos.

—¿Os dais cuenta de que llevamos todo el sábado juntos? —comenta Irene, que se sirve la primera.

Cuando termina, le pasa la botella a Katia, que también se echa en su vaso.

—Es que formamos un buen equipo.

—El equipo perfecto: una cantante, un escritor y una... ¿qué soy yo?

—Mmm... ¿Actriz? ¿Qué tal se te da actuar?

Katia e Irene sonríen y heben, mientras Alex añade el ron en su vaso.

—No se me da mal.

—Para tratar con los medios y con las seguidoras de tu hermanastro, tienes que interpretar un papel, ¿no?

—Sí. Y no solo en esas ocasiones. Con los hombres hay veces en las que también debes actuar. No puedes ser lo que realmente eres, sino lo que quieren que seas. Aunque, al final, siempre terminamos ganando nosotras.

Alex la mira de reojo y mezcla el ron con la Coca-Cola. ¿De qué está hablando?

Irene bebe un sorbo de su copa y sonríe. Le divierte jugar, pero no puede confiarse o todo su plan se echará a perder.

Capítulo 52

Esa noche de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.

Solo quedan los rescoldos de la barbacoa, pequeños trozos de carbón ardientes, que han sobrevivido al fuego y que ahora poco a poco van convirtiéndose en ceniza.

El grupo de chicos ha quedado reducido a cuatro. Miriam y Armando están en la misma silla. Ella, sentada sobre él, degustando sus labios en cuanto tiene ocasión. Cris intenta no prestarles demasiada atención. Incluso se ha metido en la piscina sola. Ha estado nadando un rato, despejando la mente y congelando el corazón. Pero aquel intento por ahuyentar sus sentimientos no ha sido del todo satisfactorio porque, cada vez que coincide con los ojos del novio de su mejor amiga, se derrite por dentro.

—Mirad lo que he encontrado —dice Alan, que regresa del interior de la casa con una botella de tequila y siete vasitos pequeños de chupito.

El francés no ha sido el mismo de siempre, ese tipo descarado, vivaracho y arrogante. Sorprendentemente, ha estado bastante apagado durante la noche. Sin embargo, parece que, de pronto, ha recuperado su entusiasmo habitual. O es lo que quiere hacer creer.

—¿Y qué vamos a hacer con eso? ¿Tomarlo a palo seco? Yo, después de las cervezas, estoy un poco... —comenta Miriam, que una vez más besa a Armando, en esta ocasión en la mejilla.

—Vamos a jugar a un juego —comenta Alan.

—¿Qué juego?

—Creo que aquí en España lo llamáis «Yo nunca he...».

—¡Ah, he jugado a eso en campamentos de verano! —exclama la mayor de las Sugus—. Alguien decía: «Yo nunca he...», seguido de alguna acción. Por ejemplo, «yo nunca he subido a un árbol». Y todos los que sí habían subido a un árbol debían beber un sorbito de batido.

Alan sonríe.

—Sí, es así. Solo que no hay batidos ni tampoco tenemos doce años.

—¡Qué antipático! Ya lo sé. Imagino que para algo has traído el tequila.

—Exacto —asiente guiñando un ojo—. Entonces, ¿qué?, ¿os animáis?

—¿Animarse a qué?

Interviene Paula que aparece también en el jardín en el que sus amigos están conversando.

—A decir la verdad —contesta Alan, que es el que más se alegra de verla.

—¿Cómo? No entiendo.

—Alan quiere jugar a «Yo nunca he...». ¿Te acuerdas de cuando jugábamos en el campamento? —le pregunta Cris.

—Sí, claro. Era divertido. Nos hartábamos de beber batido.

—Qué entrañable —ironiza el francés.

—¡Hey, no te burles de nuestra infancia! —grita la Sugus de piña.

Pero para Alan la infancia de las Sugus no es demasiado importante. Abre la botella de tequila y llena cinco vasitos.

—¿Jugamos? —insiste.

Los otros cuatro se miran entre sí, dubitativos, pero finalmente aceptan.

—¿Quién empieza? —pregunta Armando.

—Empiezo yo —se autoelige su novia—. Yo nunca he... perdido con mi novio al tenis.

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