¿Sabes que te quiero? (28 page)

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Authors: Blue Jeans

Tags: #Infantil-Juvenil, Romantico

BOOK: ¿Sabes que te quiero?
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Así que, realmente, Diana piensa eso de ella y de Mario. No quiere continuar la relación con su amigo porque cree que todavía está enamorado y no ha podido olvidarla. ¡Qué cabezota es! Al menos no está embarazada. Eso sí que habría sido un asunto difícil de solucionar.

Ya vestida, se ha sentado sobre el colchón de la cama y ha continuado reflexionando. ¿Qué parte de culpa tiene ella en la ruptura de sus amigos? No lo sabe. Posiblemente ninguna. No cree que haya hecho nada malo. Los quiere a los dos, y le duele que las cosas terminaran así. Sin embargo, se siente responsable, le resulta inevitable. Quizá Diana, con el paso del tiempo recapacite y se dé cuenta de que ha cometido un error. Es muy testaruda e impulsiva. Pero le quiere, y eso tarde o temprano tiene que prevalecer sobre los celos. Y los celos son siempre destructivos. Indican falta de confianza en el otro o que ese otro ha sobrepasado unos límites.

Llaman a la puerta.

—Hola, ¿estás visible? —pregunta Alan, adentrando la mitad de su cuerpo en la habitación. Lleva tapados los ojos con ambas manos.

—¿Qué quieres?

El francés aparta las manos y la observa. Está tan atractiva como siempre. Incluso más, gracias a ese moreno que ha cogido con el sol que ha tomado hoy.

—Ya estamos preparando la barbacoa. ¿Bajas?

—Ahora voy. Gracias —responde seca.

La chica se levanta de la cama y, sin mirarle, se dirige hacia la esquina del dormitorio en la que está su mochila sobre la silla. Indirectamente es una invitación para que Alan baje solo. Sin embargo, este entra en el cuarto y se sienta en la cama.

—¿Qué te pasa? Estás un poco agria.

Paula se gira molesta. No solo no se ha ido sino que quiere explicaciones y además, le dice que está agria, como si fuera un limón.

—¿Es que no me vas a dejar tranquila?

—No —contesta con una sonrisa—. No, hasta que no aclaremos lo nuestro.

—¿Lo nuestro? Estás bromeando, ¿verdad?

—No. Va en serio. Hay que aclararlo.

—¡No hay nada que aclarar! —exclama enfurecida—. Tú eres un borde, haces lo que quieres, me das una de cal y otra de arena, y todo te da lo mismo.

—Eso no es cierto. Si me diera lo mismo, no estaría aquí hablando contigo.

—¡Bah! Déjame sola. Ahora bajaré.

Resopla y vuelve a darle la espalda para mirar por el gran ventanal del que dispone su habitación. Está oscuro y se ven las estrellas. También el laberinto de setos está iluminado. Es una preciosa noche de verano.

—¿Sigues enfadada por lo de la piscina?

—Alan, no me apetece hablar contigo.

—Debería ser yo el que estuviera enfadado. Prefieres un trozo de pizza a un beso mío.

—Es que tú y yo no tenemos nada como para darnos un beso.

—¿No?

—No.

El chico se acerca y observa su rostro reflejado en el cristal. Ella también le mira usando la ventana como espejo.

—Venga. Deja ya esa actitud.

Paula suspira y se gira. No se da por vencido y, como siempre, cree estar por encima del bien y del mal. Pero con ella no va a resultar. Al menos, esta vez.

—Mira, Alan. No va a pasar nada entre nosotros. Y si hay alguien que debe cambiar su actitud, ese eres tú.

—Yo soy así.

—Pues si alguna vez quieres tener algo serio con una chica, deja de ser así. Nunca lograrás que te tengan en cuenta de verdad.

El francés dibuja en su cara media sonrisa y aguanta unos instantes mirándola fijamente. Sin embargo, a diferencia de lo que suele pasar habitualmente, es él el primero que aparta la mirada.

—Bien. Entonces me voy. Te espero abajo.

—Enseguida iré.

El joven camina tranquilamente hacia la puerta y se marcha de la habitación. Lleva una sonrisa en su rostro, aunque en el fondo, y quizá por primera vez en mucho tiempo, las palabras de una chica le han afectado. Eso no pasaba desde un lejano mes de agosto.

Una tarde de verano, hace cuatro años, en un lugar de la costa francesa.

El joven Alan Renoir levanta la copa y celebra con los asistentes la victoria. Acaba de coronarse campeón de un nuevo torneo cadete de tenis. Aquel chico es una de las grandes promesas del deporte galo y uno de los máximos aspirantes a dominar el tenis mundial en la próxima década.

Entre el público, Alan busca a alguien. Pero ella no está allí. Es muy extraño que no haya venido a verle jugar.

Después de la entrega de premios y de las felicitaciones, el chico logra zafarse de toda la gente que le rodea. Muye hacia la playa y se esconde detrás de una gran roca, esa roca que fue testigo de los besos, las caricias, los abrazos. De su primera vez. Hace hoy justo dos semanas.

Tampoco está allí.

¿Le habrá pasado algo?

Empieza a estar realmente preocupado. Necesita verla, escucharla. Decirle que la quiere. ¿Dónde estará Roxanne?

De su mochila saca el móvil y marca su número. Bip tras bip, espera impaciente una respuesta. Pero la chica no le coge el teléfono. Vuelve a intentarlo, sin éxito. Lo prueba una tercera vez y, cuando está a punto de desistir, una dulce voz femenina responde. Parece nerviosa.

—Hola, Alan.

—Roxy, ¿dónde estás? ¡No has venido a verme!

—Lo siento, es que..., quería, pero me ha sido imposible.

—¿Imposible? ¿Ha pasado algo? ¿Te encuentras bien?

—Sí, sí, todo está bien. No te preocupes. ¿Cómo ha ido el partido?

—Muy bien. He ganado en tres sets.

—¡Genial! ¡Es que eres el mejor tenista del país!

Alan guarda silencio un instante. La ha echado mucho de menos durante el encuentro, incluso perdió el primer set descentrado por la ausencia de Roxanne. Si es que nada es lo mismo sin ella. La conoció a finales de junio y se enamoró perdidamente de su belleza, de sus imponentes ojos azules, de su maravillosa sonrisa. Le apasionaba hablar de todo con ella y escucharla reír. A la semana ya eran novios y hacía catorce días..., sucedió. En aquella cala, bajo las estrellas y con el ruido del mar de fondo, tuvo su primera relación sexual.

—¿Podemos quedar ahora? Me apetece mucho verte.

—¿Ahora? —pregunta dubitativa—. Bueno..., quiero ir a casa y...

—¿A casa? Pero ¿dónde estás?

—Pues...

En ese momento a Alan le parece escuchar la voz de un chico.

—¿Roxy? ¿Con quién estás?

—¿Yo? Con nadie. Sola. En casa.

—Pero ¿no me has dicho que tenías que ir a casa? —pregunta alterado. Está comenzando a ponerse muy nervioso—. ¿Qué es lo que está pasando?

—Nada, cariño. No sé de qué me estás hablando. ¿Por qué no quedamos dentro de una hora en la playa? ¿Te apetece?

Pero el joven no está conforme. Sabe que algo está sucediendo y tiene la sensación de que no le va a gustar.

—Roxy, dime dónde estás y con quién.

—No te escucho bien, cariño. Te veo en una hora.

—¡No me cuelgues y dime la verdad! —grita, fuera de sí.

La chica no responde inmediatamente. Resopla y retoma la conversación, con el tono de voz más apagado.

—Lo siento.

—¿Qué? ¿Qué sientes?

—Siento mucho lo que te voy a decir.

—Roxy, ¿de qué me hablas? ¿Qué ha pasado?

Las piernas le tiemblan y el corazón le late muy deprisa. Empieza a temerse lo peor.

—Te he sido infiel.

Con voz tenue, Roxanne confirma lo que sospechaba.

La sangre de Alan se congela. No oye cómo el mar se embravece y golpea contundentemente la cala en la que permanece escondido.

—¿Con quién? —pregunta, casi susurrando.

—¿Qué más da eso? Lo siento.

—¿Estás con él ahora mismo?

—Sí. Estoy en su casa.

El muchacho no sabe qué decir. Está sobrepasado por los acontecimientos. Nunca habría imaginado que aquella chica, que parecía perfecta y que decía que le quería, le engañara con otro.

—¿Es la... primera vez... que vosotros...? —pregunta tartamudeando.

—No.

Más frío. Más dolor. Más tristeza.

—No lo entiendo.

—Lo siento, Alan. Tú me gustas...

—¿Te gusto? ¿No decías que me querías?

—Sí. Pero somos jóvenes... El compromiso no es para gente de nuestra edad.

—No intentes justificar que has sido una...

Pero antes de descalificarla se contiene y cierra los ojos. Escucha el mar y siente la brisa fría en su cara.

—Lo sé. Sé lo que he hecho. Y sé que no debo justificarme.

—No es justo esto. Me has hecho mucho daño.

—Lo siento. ¿Quieres que quedemos para hablar?

—No, no quiero.

—Podemos ser amigos. Eres un chico muy simpático. Y me divierto mucho contigo.

—¿Amigos? ¿Simpático? —pregunta con los ojos rojos—. ¡Estoy enamorado de ti, Roxy! Y me acabas de decir que te estás acostando con otro tío.

—Es duro, lo sé.

—Tú no sabes nada. No puedes comprender cómo me siento. Te quería.

—Perdona, cariño. Tengo que dejarte. Vienen sus padres.

Y, sin más réplicas, Roxy cuelga el teléfono.

Alan mira hacia arriba. Una nube blanca viaja lentamente por el cielo celeste de aquella costa. El sol empieza a apagarse en el horizonte. Es una preciosa imagen para una postal que contrasta con el infierno en el que siente arder su corazón.

Se sienta en la arena y desconecta el móvil. No quiere volver a saber nada de aquella chica que se ha reído de él, de sus sentimientos, de su amor.

Con el paso de los días se recuperará. Restaurará lo que se derrumbó en su interior. Y Roxanne irá perdiéndose en el recuerdo. Sin embargo, aquella experiencia le dejará marcado. Y advertido. Se promete a sí mismo que jamás permitirá que vuelvan a hacerle daño. Debe inmunizarse, cambiar. El será el que lleve las riendas. Y si algún corazón se tiene que romper, no va a ser el suyo.

Capítulo 46

Esa noche de finales de jimio, en un lugar de la ciudad.

Una botella de vino blanco, pescado a la plancha y un par de ensaladas para compartir.

Los tres conversan animadamente en una mesa arrinconada del reservado del restaurante. Nadie les ha molestado. Ni tan siquiera ninguno de los camareros que los atienden le ha pedido un autógrafo o una foto a Katia.

—Se está muy bien aquí —indica Alex antes de llevarse a la boca un pequeño trozo de su lenguado.

—¿Ves como era buena idea venir a cenar a un sitio tranquilo? —apunta Irene.

—De todas formas, en casa también se está muy bien.

—Sí, pero debéis llenar de vez en cuando la despensa —comenta la cantante del pelo rosa, sonriente.

—Es que a este chico algunas veces se le olvida hasta comer, y yo con una ensaladita voy servida.

Uno de los camareros se acerca hasta la mesa y vuelve a llenar las copas de vino. Los tres lo observan en silencio. Cuando se marcha, prosiguen la conversación.

—No es que se me olvide comer. Pero, cuando me pongo a escribir, pierdo la noción del tiempo. Además, muchas veces tomo cualquier cosa aquí, en la ciudad, antes de dar clase.

—Bueno, ahora llevas un mes sin dar clase y sigue el frigorífico vacío.

—Oye, que tú también vives allí, ¿eh?

—¿Ya me estás echando la culpa a mí?

—No, solo la comparto.

—Con que compartas los beneficios del libro, me vale.

Los tres ríen. Katia, especialmente. Se siente muy cómoda al lado de aquella extraña pareja de hermanos. Hermanastros.

Después de que la relación con Mauricio, su representante, se estropeara a consecuencia de sus errores, y de que su hermana Alexia se marchara a otra ciudad por motivos de trabajo, se encontraba muy sola. Mucha gente alrededor siempre, pero nadie de confianza. Nadie que la hiciera reír. Nadie con quien compartir un momento como aquel. Una simple cena para hablar, para divertirse.

Olvidar a Ángel no fue fácil. Incluso, a veces, tiene pesadillas con él y la última vez que se encontraron. Fue en el cumpleaños de Paula, el día que el periodista le dijo que nunca tendrían nada entre ellos. El beso antes de irse de aquella casa fue su despedida. Una despedida para siempre, aunque en ocasiones se planteó llamarle. Como cuando se enteró de que había cambiado de medio de comunicación y quería felicitarle. Ahora trabajaba para un periódico importante, en el que seguro que triunfaría. Pero no se atrevió a hacerlo. Hubiera sido rescatar antiguos sentimientos que ningún beneficio le traerían. Al contrario. Y es que jamás lo pasó tan mal por alguien. A decir verdad, era la primera vez que un chico le hacía sentir así. Nunca se había enamorado y por tanto, nunca le habían roto el corazón. Ángel consiguió las dos cosas.

—¿Y cómo te dio por escribir una novela de este tipo? —pregunta Katia, que comienza a tener las mejillas sonrosadas por el efecto del vino.

—¿Hablas del tema de la diferencia de edad?

—Sí.

—Mi hermanastro siempre tuvo predilección por las jovencitas —se anticipa a responder Irene—. Especialmente por una.

Álex la mira sorprendido. ¿Se refiere a...?

—En el amor no hay edad, como bien dice la canción —señala el escritor, intentando no darle demasiada importancia al comentario de Irene.

—Una cosa es la literatura, la música, y otra la realidad. No hay edad..., hasta un límite —comenta Irene—. Lo que sí hay son sensaciones. Intuiciones. Las que yo tenía con Paula no eran nada buenas.

—Mejor dejamos ese tema.

—¿Por qué? El huracán Paulita te llevó por delante. Debes admitir que perdiste la cabeza por esa chica.

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