¿Sabes que te quiero? (48 page)

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Authors: Blue Jeans

Tags: #Infantil-Juvenil, Romantico

BOOK: ¿Sabes que te quiero?
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—¡Ay! ¡Qué frío está!

—¡Perdona, perdona! —exclama el escritor, que mueve las manos nervioso.

El cubito que ha entrado en el escote de la cantante por fin cae al suelo por debajo de su camiseta. Resopla de alivio y se mira la ropa. ¡Se ha mojado toda!

—¡Cómo me he puesto!

—Perdona, yo...

—Tú tienes algo en contra mía, ¿verdad?

—No, es que... soy muy patoso.

Alex se sonroja. No sabe qué hacer. Pero la chica sonríe.

—No te preocupes. Está fresquito y, con el calor que hace, hasta me ha venido bien.

—Eso lo dices para que no me sienta mal.

—No, es verdad. Hace calor y tú me has refrescado.

—Tal vez lo mejor sea que no te acerques mucho a mí. Corres un gran peligro.

Katia sigue sacudiendo su camiseta.

—Pues tenemos un problema.

—¿Qué problema?

—Que me gusta mucho estar contigo.

No se ha atrevido a mirarle cuando se lo ha dicho, por vergüenza, por temor a ver sus ojos, por miedo a su reacción. No lo sabe. Pero ahora ella también se ha sonrojado.

—Tendrás entonces que hacerte un buen seguro de vida contesta Alex, que se va en busca de un cubo y una fregona para limpiar el suelo.

No es la respuesta que esperaba, pero la cantante sonríe. Quizá se ha precipitado al decir aquello. O él no lo ha interpretado con el sentido que ella quería que lo hiciera. O, simplemente, ha eludido contestarle de otra forma porque no piensa lo mismo.

Katia se agacha para recoger los cubitos que están esparcidos por toda la cocina.

No va a volverse loca. Le gusta. Solo le gusta. Y esta vez no se obsesionará. No. Nunca más perderá la cabeza por un tío. Se lo prometió a sí misma cuando terminó lo de Ángel. Aquello es una historia totalmente distinta. Son amigos que se caen bien, trabajan en un proyecto conjunto y se divierten el uno con el otro. No hay amor. ¿No?

Alex vuelve a entrar en la cocina con el cubo y la fregona.

—¡Hey! ¡Deja eso! Ya lo recojo yo.

El chico se agacha junto a la cantante y busca por el suelo los cubitos de hielo que se han desparramado por la cocina.

—No te preocupes, si ya está casi —comenta ella, alcanzando uno que ha llegado hasta debajo de la mesa.

—Tienes otro ahí.

—¿Dónde?

—Ahí. Al lado de la pata.

El joven escritor se arrastra también hasta debajo de la mesa de la cocina para atrapar aquel hielo travieso. Allí se encuentra con ella. Los dos se miran a los ojos. Y, al mismo tiempo, ambos sienten un fuerte impulso. El impulso de atreverse. El impulso de dar un paso más. El impulso de besarse. Alex inclina levemente su cabeza hacia la izquierda, Katia lo hace hacia la derecha y...

—¿Dónde habéis puesto el champú que hemos comprado?

Irene aparece de nuevo en la cocina envuelta en una toalla azul. Ve el champú sobre la mesa, y a su hermanastro y a la cantante agachados debajo de esta.

—¿Qué hacéis ahí abajo? —les pregunta.

La pareja se incorpora. Los dos están rojos como tomates.

—Recogiendo... el hielo... que he tirado —responde Alex, que se entrecorta al hablar.

—¡Estás empapada! —exclama Irene, cuando ve a Katia—. ¿Habéis hecho una guerra de hielos y no me habéis avisado?

—No, no. Es que...

—Ya os vale —protesta bromeando—. ¿Quieres que te deje una camiseta para cambiarte?

—No hace falta. Se secará enseguida.

—Si no es molestia: me encanta dejarte ropa. Es como si fuéramos hermanas o algo así. Nunca he tenido una hermana, solo a este. Y claro, con él no podía intercambiar modelitos. Entonces ¿qué?, ¿subes conmigo?

Irene habla muy deprisa. Está nerviosa. Lo ha visto todo. Menos mal que se dejó el champú abajo y ha tenido que regresar a por él. Si no, esos dos se hubieran dado un beso. ¡Justo a tiempo!

Capítulo 76

Ese día de finales de junio, en un lugar alejado de la ciudad.

Sorprendida. Confusa. Indecisa. Presionada. Sobrepasada.

Paula suma adjetivos a su estado actual. Pero es que las noticias se acumulan y todo se le viene encima.

Diana tiene problemas con la comida, y ella y Mario son los únicos que lo saben. A Miriam, su novio le ha puesto los cuernos con Cris y ha tenido que decidir a quién acompañar en ese momento tan difícil. Una está triste por su traición y la otra enfadada por ser traicionada y por no sentirse apoyada. Por otro lado, el asunto de Ángel. No han podido quedar para verse, pero ¿qué pasará cuando lo hagan?

Y, ahora, hay que añadir la confesión de Alan.

¿Cómo ha podido decirle que se ha enamorado de ella? ¡No tiene sentido! Y sobre todo, ¿cómo quiere que lo crea?

El francés no es, precisamente, alguien en quien confiar, pero en esta ocasión parecía sincero. Es lo que decían sus ojos, su mirada, tantas veces intimidante. Un reflejo limpio se vislumbraba en ella. Pero, aunque fuera verdad, ¿qué podía hacer?

Cuando se lo ha confesado hace tan solo unos minutos, se ha puesto nerviosa. Se ha quedado en blanco. Sí, sabía que le gustaba, pero...¿enamorarse? Uff. Su reacción ha sido decirle que rodo aquello le supera y que necesita pensar. Estar tranquila. Y se ha marchado del laberinto ante la mirada atenta del francés y de Cris.

Camina bajo el sol por uno de los jardines que tiene aquel inmenso terreno. Sola. Necesita estarlo. Un poco de espacio para respirar, para ella. Para buscar aire limpio. En cambio, las palabras de Alan no dejan de repetirse en su cabeza.

¡Se ha enamorado de ella!

Quiere gritar, soltar todo lo que lleva dentro.

Eso le recuerda algo sucedido hace tres meses, cuando Ángel la llevó a aquel curioso sitio: la casa del relax. Sonríe. Eran días de felicidad plena. Allí, en la habitación del grito, descargó toda la tensión que acumulaba.

¿Y si grita ahora?

No, no es el sitio. Seguramente, la escucharían sus amigos y acudirían corriendo hasta ella. Y lo que quiere es estar un rato sola. Pero su soledad no dura mucho porque un hombre, ataviado con un mono de trabajo, se acerca hasta ella. Es bastante mayor y está provisto de una espesa barba blanca.

—Hola, jovencita, ¿se ha perdido? —le pregunta desde lejos. Su voz es tan profunda como su barba.

¿Perdido? No del todo, pero casi. Lo cierto es que sí que está un poco perdida. Parecía que había retomado el vuelo después de unos meses horribles, pero el fondo del pozo vuelve a estar bastante cerca.

—No, no me he perdido. Solo estoy dando un paseo.

—Este es un lugar muy hermoso para pasear.

—Sí que lo es.

—¿Es amiga de Alan?

—Sí —responde, no muy convencida—. Imagino que sí.

El hombre sonríe. Ese francesito se busca unas amigas muy guapas. Esa chica se parece bastante a la que le acompañaba ayer. Seguro que son del mismo grupo. Y, por lo que intuye, algún problemilla ha surgido entre ellos.

—Veo que está sola. Yo también. Y ahora me estoy tomando un descanso, que cuando el calor aprieta... Si quiere, le acompaño un rato.

—Bueno, como usted quiera —responde la chica. No es lo que más le apetece ahora, pero no le va a decir a ese hombre que no.

—Mi nombre es Marat. Soy el jardinero de la casa.

—Encantada señor, yo me llamo Paula.

—¡Qué bonito nombre! Así le puse a mi gata.

—¿Una gata?

¡Una gata que se llama como ella! No es un nombre típico para un animal. Y le ha dado la impresión de que la comparaba con ella al nombrarla. Aunque, en el fondo, le hace gracia.

—Sí. Una preciosidad. Dócil como un perro faldero, menos cuando se enfadaba. Entonces Paula sacaba las uñas y te dejaba marcado. Mire.

Se remanga la camisa de cuadros que lleva y le enseña a la chica su brazo.

—¿Esos arañazos se los hizo su gata?

—Efectivamente.

—Espero que no me lleve junto a ella. ¡Menuda fiera!

—Tranquila, señorita. Paula murió hace tres años —responde muy serio.

—Vaya. Lo siento. No quería...

—No se preocupe. Está más que superado.

Y suelta una gran carcajada que deja ver su maltrecha boca en la que apenas le quedan dientes.

Juntos continúan caminando por la zona sur de la casa. Es un paraje precioso. Marat le va explicando qué es cada planta, árbol o flor, y Paula escucha atentamente. Aquel hombre es un tipo curioso, muy agradable.

Delante de una puertecita adornada de guirnaldas y hojas secas, se detienen.

—¿Qué hay ahí dentro? —pregunta Paula, intrigada al observar aquella especie de habitación.

—Un tesoro, ¿no le ha hablado Alan de él?

—Creo que no —responde extrañada—. ¿Qué clase de tesoro?

—No son piedras preciosas ni es dinero. Ni tan siquiera cuadros o estatuas. Es algo mucho más bello.

Marat ha despertado aún más su interés.

—¿Es tan increíble?

—Mucho más que eso. ¿Quiere que entremos y lo comprueba usted misma?

—Por supuesto. Me muero de la curiosidad.

—¿Me permite?

El hombre le ofrece su brazo y Paula se lo agarra sonriente.

Los dos entran en aquel lugar.

Los ojos de la chica se abren muchísimo cuando contempla el interior de aquella habitación, que no tiene techo. Hay rosas por todas partes y de todos los colores.

—¡Guau! Es impresionante.

Entonces recuerda que ayer Cris apareció con una rosa en el pelo y habló de un lugar en el que había cientos de ellas. ¡Era aquel sitio!

—¿Le gusta?

—¿Bromea? Es genial. ¡Me encanta! —comenta Paula, mientras camina por un estrecho pasillo—. Marat, ¿ayer estuvo aquí Alan acompañado por una chica?

—Sí. Por la tarde. Es su amiga, ¿cierto?

—Sí.

—Se parecen un poco. Cristina, creo que me dijo que se llamaba, ¿no?

—Sí. Cris.

La joven sonríe y acaricia los pétalos de una rosa azul. Nunca había visto una de ese color. Es una maravilla.

—Tenga cuidado, no se vaya a pinchar con las espinas.

—¡Ay!

El aviso del jardinero llega demasiado tarde. Del dedo corazón de la mano derecha de la chica comienza a brotar un hilo de sangre.

—¿Se ha pinchado?

—Sí. Uff. Me da pánico la sangre.

Paula le enseña el dedo a Marat, aunque ella prefiere no mirar. Es muy aprensiva.

—Espere aquí un momento.

—No se preocupe, no me moveré. Tal vez me caiga al suelo. Me mareo con la sangre.

—Tranquila, no tardo nada, es aquí al lado.

—Muy bien.

Id hombre sale de la habitación y regresa rápidamente con una cajita pequeña en las manos. Camina hasta Paula y le agarra um suavidad el dedo dañado.

—Se ha hecho un buen tajo.

—Es que últimamente me pasa de todo.

—Dicen que lo que no mata, te hace más fuerte.

—Lo sé. Lo he escuchado.

—La vida te va dando y quitando constantemente. Hay que aprender a estar firmes en los malos momentos y disfrutar de los buenos.

Mientras hablan, Marat le cura la herida.

—¿Cómo es posible que algo tan bonito te pueda hacer tanto daño?

—Solo se defiende. Para coger una rosa, siempre hay que ponerse guantes.

—Lo tendré en cuenta la próxima vez.

El hombre sonríe. Le gusta la personalidad de aquella chica.

—Le voy a contar una historia, una leyenda de hace muchos años.

—Esto lo hace para distraerme y que no me desmaye, ¿verdad?

—Lo ha adivinado. Espero que funcione.

—De momento, sigo consciente —indica, observando de reojo lo que el hombre le está haciendo en el dedo—. Adelante con esa historia.

—Pues hace cientos de lustros, cuando existían caballeros y princesas, siervos y doncellas, armaduras y escudos, una preciosa chica buscaba el regalo perfecto para su amado. Tenía que ser el mejor de todos los que le había hecho porque se acababan de prometer. Pero, por más que pensaba y pensaba, no daba con el presente adecuado. Hasta que un día, mientras caminaba por el bosque, encontró un rosal. Era precioso, qué digo precioso...: ¡era majestuoso! Nunca había visto unas rosas tan enormes y bellas. Era el regalo perfecto. Sin embargo, cuando intentó cortar una de aquellas imponentes rosas, se pinchó en un dedo por el que comenzó a sangrar abundantemente. Y acto seguido, aquella preciosa muchacha cayó al suelo inconsciente. No sabía que lo que intentaba cortar era una rosa envenenada.

—No me está ayudando mucho su historia... —le interrumpe Paula.

Marat suelta una carcajada y continúa.

—Las horas pasaron. Su amado, al ver que no regresaba, decidió salir a buscarla. Cuando la noche se cerraba y la luna brillaba entre las colinas, el joven por fin encontró a la muchacha tirada en el suelo. Enseguida se dio cuenta de la herida que tenía en el dedo. También observó el rosal a su lado, y lo comprendió todo. Era un rosal mágico, se lo había oído contar a su abuela y a su madre, de esos de los que, si te pinchas con una de las espinas de alguna de sus rosas, duermes por el resto de tus días.

—Esto..., ¿un rosal mágico?

—Sí —afirma con una gran sonrisa.

—¿No se lo está inventando?

—Es una leyenda. Alguien se lo inventó antes que yo. O no.

—Una leyenda... Bueno, perdone. Continúe. Quiero saber el final.

El hombre sonríe abiertamente y coge una gasa para terminar de curar el dedo de Paula.

—El joven que había oído hablar de ese tipo de rosales mágicos, también había escuchado que existía una forma de despertar a la persona que se pinchara con sus espinas.

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