El camarero aparece otra vez. Lleva un gran plato con una porción de tarta de chocolate en el centro, cubierta de nata y caramelo, y bañada con cacao caliente. Le dan las gracias, aunque, antes de retirarse, los ojos de aquel tipo flaco se detienen un instante en el canalillo de la camiseta blanca de Sandra. La pareja se da cuenta y se mira entre sí. Ángel se muerde los labios para no decir nada y la periodista le guiña un ojo, cómplice.
—A este no le doy ni diez céntimos de propina —sentencia el periodista.
La chica se ríe y le regala un beso en la mejilla.
Cada uno coge su cuchara y examinan el gran trozo de pastel que tienen delante.
—¡Qué buena pinta! —exclama Sandra—. ¿Empiezas tú?
—Hazlo tú, que para eso eres la que lo has pedido.
—Gracias.
Sin embargo, cuando está a punto de introducir la cuchara dentro de la tarta, Ángel le pide que se detenga.
—¡Espera!
—¿Qué pasa?
Al chico otra vez le ha venido algo a la cabeza: el juego del chocolate con churros que le enseñó Paula en aquel día de marzo en el que desayunaron juntos. Su ex novia le engañó y le puso perdido de chocolate. ¿Por qué no hacérselo a Sandra con el postre? Sería divertido.
La pareja de tíos que estaba cerca de ellos se ha ido y no hay casi nadie en el restaurante. Así que es un buen momento.
—Vamos a jugar a una cosa.
—¿A qué?
—A ver quién es el que menos mancha al otro con la tarta.
—¿Qué? No te entiendo.
Ángel sonríe pícaro y se lo explica:
—Te cuento. Los dos nos tapamos los ojos y uno le da de comer al otro. El que menos se manche, es el que gana.
—Ah, esto es lo que se hace con el chocolate con churros, ¿no?
—Sí, eso —contesta sorprendido. Por lo que se ve, todo el mundo conocía ese juego menos él.
—He jugado de pequeña en algún cumpleaños.
—¿Quieres que juguemos?
—Vale. Pero sin trampas, ¿eh?
—Claro, ya me conoces. No me gustan las trampas —afirma muy serio Ángel.
El joven periodista se levanta de la silla y se sienta enfrente, en el sofá donde antes estaba Sandra.
—¿Con qué nos tapamos los ojos? ¿Con las servilletas?
—Sí —responde él, que comprueba si aquellas servilletas sirven. Se prueba la suya. Y sí, vale para el juego.
—¿Me dejas que empiece yo? —pregunta Sandra, extendiendo y doblando su servilleta para cubrirse los ojos.
—¿Tú me das de comer primero?
—Sí.
—Vale.
Es justo lo que él quería. Ahora se dejará manchar un poco por ella y luego hará como que no encuentra su boca con la cuchara y extenderá todo el chocolate y la nata por su cara. Todo ello, sin ponerse la servilleta en los ojos, claro.
Sandra ya está preparada.
—¿Te has puesto ya la servilleta en los ojos? —le pregunta a Ángel.
—Espera.
El chico le pasa la mano por delante para asegurarse que no ve nada y se ríe en silencio.
—¿Ya?
—¡Sí! Tengo los ojos tapados —miente él—. Cuando quieras.
Sandra busca con su cuchara la tarta y la encuentra rápidamente. Ángel la observa sonriendo, pero debe aguantarse la carcajada para que no sospeche nada. Sin embargo, su sonrisa desaparece cuando la chica coge un gran trozo de tarta de chocolate con muchísima nata por encima. No puede decir nada porque se supone que él no está viendo lo que ella está haciendo.
—Ya tengo la cuchara llena. ¡Abre la boca, que voy! —exclama Sandra.
—Va... vale —tartamudea al contemplar lo que se le viene encima.
Antes de que la joven extienda del todo su brazo para llegar hasta el rostro de Ángel, ella se quita con la otra mano la servilleta de los ojos y lo mira con una enorme sonrisa.
—¡Ja! ¡Te pillé! —grita—. Sabía que me estabas haciendo t rampas.
Y, como si de una catapulta se tratase, Sandra arroja toda la nata y el chocolate de su cuchara sobre la cara de Ángel, que, aterrorizado, no consigue esquivarlos.
—Pero... ¡¿qué has hecho?!
El inmenso trozo de tarta de chocolate le ha caído en una de sus mejillas. La nata le ha salpicado por todas partes, incluido el pelo y la ropa.
—¿Creías que iba a ser tan fácil engañarme?
—Me has puesto... perdido.
—Tú te lo has buscado.
A Ángel no le salen las palabras. ¿Llora o se ríe? Opta por lo segundo. Mientras, Sandra se sienta a su lado y le ayuda a limpiarse con la servilleta.
—Tienes razón, yo me lo he buscado. Aunque te has pasado un poco, ¿no?
Suspira resignado. A partir de ahora, de una cosa está seguro: nunca más volverá a jugar con nadie a nada que tenga que ver con el chocolate.
Ese día de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.
La sangre cae al césped, gota a gota, ante la mirada de Paula y de Cris, que no imaginaban que Alan pudiera hacer una cosa así. ¡Se ha rebanado la yema del dedo corazón con un cuchillo para demostrar sus sentimientos! No ha calculado bien y se ha hecho una herida bastante profunda.
—¡Estás fatal de la cabeza! —exclama Paula, que busca algo para evitar que siga sangrando.
Encima de la mesa hay una servilleta. La alcanza y se la da al francés. Este la coge y la arroja al suelo.
—No la quiero.
—¿Qué?
—Que no quiero la servilleta.
—No entiendo a qué juegas.
—No juego a nada. Simplemente, y por una vez, me dejo llevar por el corazón.
El dedo de Alan continúa sangrando, aunque el chico no se nuestra preocupado ni parece que vaya a hacer algo para cortar la hemorragia.
—¿Quieres curarte eso, por favor?
—Paula tiene razón —interviene Cris, que no comprende nada de lo que está sucediendo—. Si no te echas algo, se te infectará.
—No voy a hacer nada.
—¡Tú no estás bien! ¿Cómo quieres que salga contigo si haces cosas como esta? Además, yo me mareo con la sangre.
El joven está muy serio. No va a ceder.
—Es una muestra de amor.
—¡Una muestra de leches! Haz el favor de ir por el botiquín y curarte esa herida —insiste Paula, que comienza a sentirse realmente nerviosa v un poco mareada.
—¿Me darás una oportunidad si lo hago?
La chica no se toma nada bien aquella pregunta y protesta.
—¡No! Ese es otro tema distinto.
—Tú misma.
—¿Me estás haciendo chantaje?
—No. Pero quiero que sepas que lo que siento por ti es de verdad.
—Cortándote un dedo no me demuestras nada. Solo que estás loco.
—En la leyenda, la sangre del chico curó a su prometida del sueño eterno. ¿No te parece eso bonito y romántico?
—¡Joder! ¡Es una leyenda!
—Pero es muy romántico. Y demuestra que se querían.
Cris escucha nerviosa la conversación entre sus amigos. Sus ojos no se despegan de la mano de Alan, que ya tiene el dedo corazón cubierto completamente de sangre.
—Es-u-na-le-yen-da —responde la joven separando al hablar cada una las sílabas—. Una historia inventada por alguna persona... Por favor, cúrate ya el dedo, que se me está bajando la tensión de vértelo.
Aquella demostración de amor, como Alan la ha llamado, parece que no ha dado resultado. El chico se agacha con rabia, coge la servilleta del césped y se cubre con ella el dedo dañado.
—¿Contenta?
—No. Ve ahora mismo a lavarte la herida, a echarte agua oxigenada y a ponerte una tirita.
El francés mira a Cris, que asiente con la cabeza a las palabras de su amiga.
—Si ni siquiera te vale que haga esto por ti para que me des una oportunidad...
—Ya hablaremos de eso luego. Ahora, entra en la casa y cúrate el dedo.
Alan se marcha, caminando cabizbajo. No ha logrado lo que pretendía. Conseguir que las chicas se acuesten con él nunca le ha resultado difícil. En cambio, enamorar a la que quiere de verdad es una misión imposible.
Cris y Paula observan cómo Alan se aleja hacia la casa, pero no es al único que ven. Por la puerta sale Mario cojeando. En sus brazos lleva a Diana.
—¡Ayudadme! ¡Se ha caído y no se despierta! —grita desesperado, con lágrimas en los ojos.
El francés es el primero en llegar hasta ellos. Las otras dos chicas también corren hacia su amigo.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Alan, cogiendo él a Diana y tumbándola en una de las hamacas del jardín.
—¡Se ha desmayado en el cuarto de baño y creo que se ha golpeado en la cabeza!
El chico intenta cogerle el pulso en su muñeca. Lo encuentra. Es débil. Le da una palmadita en la cara, para ver si despierta, pero no tiene éxito. Insiste, pero Diana sigue sin reaccionar.
Paula y Cris también llegan al lado de sus amigos. Están muy asustadas y respiran agitadas y muy nerviosas.
—¡Hay que llamar a una ambulancia! —grita Paula, agachándose junto a su amiga.
—¡No hay tiempo! Tenemos que llevarla nosotros al hospital. Está inconsciente.
—¡Dios! —exclama Cris.
—¿A qué distancia está el más cercano? —pregunta Mario, que tiene los ojos rebosantes de lágrimas.
—A unos quince o veinte minutos de aquí. Voy por las llaves del coche.
Alan corre dentro de la casa y aparece enseguida. Se pone una camiseta, le da las llaves a Paula y coge de nuevo a Diana entre sus brazos. Cristina también se ha vestido. Sin perder ni un segundo, los cuatro se dirigen hacia el garaje. Mario va el último, haciendo un gran esfuerzo por ir lo más deprisa posible. Ha sufrido lo indecible para bajar a su novia desde la primera planta por la escalera. Pensaba que no llegaría, que los dos terminarían en i'l suelo. Pero, sacando fuerzas de cada rincón de su maltrecho cuerpo, ha logrado llegar hasta el jardín.
Entran en el garaje. Alan ha elegido el todoterreno, donde caben los cinco.
—¡Abre las puertas! ¡El botón azul! —le grita el francés a Paula, que sigue impresionada por la imagen de Diana inerte en los brazos del muchacho.
La chica obedece y pulsa el botoncito que Alan le ha indicado.
—Hay que tener mucho cuidado al meterla en el coche —dice Mario.
—Sí, sobre todo con la cabeza —comenta el otro chico.
Cris abre una de las puertas de atrás y Paula la otra. Mario, por su parte, entra en el vehículo y se sienta en el medio de la parte trasera. Con gran precaución, entre los cuatro consiguen introducir a Diana en el interior del coche.
—¿Estamos todos? —pregunta Alan poniendo en marcha el todoterreno.
—¡Sí! —gritan Mario y Cris al unísono.
Ellos dos son los que viajan en la parte de atrás sujetando a Diana, que está tumbada sobre ellos. Su novio le agarra la cabeza. Paula va en el asiento del copiloto. El coche arranca y sale del garaje.
—¡Agarraos fuerte! —exclama Alan cuando el coche abandona la casa.
Y, a toda velocidad, el cuatro por cuatro avanza por la carretera. El cuentakilómetros va subiendo. Cien. Ciento veinte. Ciento treinta. Ciento cincuenta.
—¡No vayas tan deprisa! ¡A ver si vamos a tener un accidente!
Alan mira a su amiga y sonríe. Luego le entrega el pañuelo con el que tapa la herida que se ha hecho con el cuchillo.
—Sácalo por la ventana. Eso avisará al resto de coches de que llevamos a un herido.
Paula lo toma con cuidado para no mancharse de sangre. Abre un poco la ventanilla y saca el pañuelo por ella.
El vehículo ya circula a ciento ochenta kilómetros por hora.
—Mario, ¿qué es lo que ha pasado? —le pregunta Cris, observando muy preocupada a Diana.
Pero el chico no la escucha. Está inmerso en su propia pesadilla. Siente miedo, muchísimo miedo, de que Diana no se despierte, de no volver a escuchar su voz nunca más. En cierta manera, él también está inconsciente. Si le pasa algo grave, nunca se lo perdonaría. Sabía lo de la comida. Y sabía lo de sus mareos, sus vómitos... Debería haber estado más atento, haberle insistido en que comiera, en que recuperara fuerzas. Tenía que haberla ayudado a afrontar el problema y haberla animado. Pero hizo muy poco por ella, y las consecuencias han sido fatales.
—¿Dónde estoy?
La voz que suena es muy débil, casi inaudible. Pero todos, menos Alan que conduce el todoterreno a toda velocidad, miran sorprendidos el rostro de Diana. Tiene abiertos los ojos.
—¡Diana! ¡Estás despierta! —grita eufórica Cristina.
Sin embargo, el que más emocionado está es Mario, que sonríe y rompe a llorar al mismo tiempo. Se inclina sobre ella y le da un beso en la frente.
—Me duele mucho... la cabeza.
—Es normal, te has dado un golpe. ¿No lo recuerdas? —le pregunta Paula, girándose.
Pero la chica no responde. Gime y cierra otra vez los ojos.
—¡Diana, no te duermas!—dice Mario, que reacciona dándole una palmada en la cara—. ¡No te duermas!
La chica continúa sin contestar.
—¡No dejes que se duerma otra vez! —insiste Alan—. Ya casi hemos llegado.
Cris también estira su brazo y la agita por los hombros.
—¡Diana! ¡Diana! ¡Venga, no te duermas, que ya estamos!
—¡No te duermas!
—¡Despierta, cariño, por favor!
La tension dentro del todoterreno es máxima. El griterío es continuo. La chica vuelve a abrir los ojos y los cierra varios segundos más tarde. Mario, Cris y Paula continúan el resto del camino hasta el hospital intentando mantenerla despierta. Mientras, Diana sigue abriendo y cerrando los ojos todo el tiempo, pero no dice ni una palabra más.
El coche se detiene en la entrada del hospital. Alan baja la ventanilla y habla con el conserje de la puerta para que le deje pasar. Este da su permiso, mientras emite una orden por un
walkie
. Ya ha informado para que preparen un equipo. Acaba de llegar un paciente en estado grave.
Ese día de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
Dentro del coche suena
Per sempre
, un tema de la banda italiana Finley. Sandra lo tararea y da toquecitos en el volante al ritmo de la canción. Ángel la observa en silencio. Aquel nuevo corte de pelo que se ha hecho a lo Cleopatra le queda genial. Está preciosa. Aunque ella siempre lo ha sido. Lo piensa desde que la vio por primera vez en el despacho del director del periódico, su padre. En ese instante, no podía imaginar que la que iba a ser su jefa, la temida Sandra Mirasierra, se convertiría poco después en su novia.
Su relación no ha sido sencilla en las semanas que llevan juntos. Se han tenido que ocultar del resto de la redacción para no despertar celos, especulaciones y rumores. Además, a don Anselmo no le haría demasiada gracia descubrir que su hija está liada con uno de sus empleados, a pesar del cariño que este le ha cogido. Sabe lo que piensa de mezclar el trabajo con el placer.