—¿No tienes hambre? —le pregunta Paula.
—No. Me parece que tengo el estómago cerrado. No me entra nada —miente la chica.
En realidad, está muerta de hambre y además le fallan las fuerzas. Pero, si se come aquel cruasán, luego terminará vomitándolo. Y ahora que Mario es consciente de lo que le pasa...
Se sabe el proceso de memoria. Al principio podía controlar lo que comía y lo que vomitaba. Ahora ya no. Es tal la ansiedad y la angustia que le produce comer que, siempre que lo hace, termina en el cuarto de baño. Se siente obligada a hacerlo y no hay manera de impedirlo desde hace algunas semanas. No tiene capacidad para retener la comida en su estómago. Ni por propia voluntad, ni por la de su cuerpo.
Su novio la observa. Está claro que su chica necesita comer para recuperar energías. Lleva muchas horas sin probar bocado. Sin embargo, ella se resiste por lo que le sucede con la comida. Mario no sabe cómo puede ayudarla. Aquel problema es realmente grave y la única solución sería acudir a un especialista. Pero convencer a Diana para que acuda a uno va a ser una tarea más que complicada.
—¿Y no te apetece otra cosa? También hay galletas o te puedo preparar unas tostadas —le dice el chico, que se ha puesto de pie.
—No. De verdad que no tengo hambre.
—¿Seguro que no quieres comer nada?
—Seguro. Voy a tumbarme un rato en la cama, estoy muy cansada. Luego comeré.
Diana se levanta también de la mesa, bebe agua del grifo del fregadero y le da un beso en la mejilla Mario, que lo recibe muy serio y preocupado. Luego sale de la cocina.
Paula alcanza el cruasán de chocolate que Diana no se ha comido y lo muerde.
—¡Qué poco come esta chica! —comenta con la boca llena—. No me extraña que esté adelgazando tanto.
Mario la observa mientras mastica. Tiene razón. En estas semanas que llevan juntos ha perdido varios kilos. Y él no se ha enterado de nada. ¡Qué torpe ha sido! Diana necesita ayuda urgentemente.
Su amiga ríe porque el chocolate del cruasán se le está cayendo. Paula podría ser un buen punto de apoyo para Diana. Las chicas se entienden mejor entre ellas. ¿Se lo cuenta? Diana le ha pedido por favor que no le diga nada a nadie. Si se lo dice, se enfadará otra vez con él.
No sabe qué hacer.
—Te has manchado la barbilla.
—¿Dónde?
Mario se toca en su cara el sitio donde Paula tiene chocolate. La chica se moja un dedo con saliva y se limpia.
—¿Tú crees que Diana está tan delgada?
—Sí —contesta, recuperando el cruasán y mordiéndolo otra vez—. ¿Está a dieta? A ella no le hace falta.
—No, no está a dieta, que yo sepa.
—Pues se está quedando en los huesos. Ahora que volvéis a estar juntos, deberías insistirle para que coma más.
—Si yo se lo digo.
—Pues se lo tienes que repetir más veces.
El chico resopla. Paula está hablando sin saber realmente de lo que lo está haciendo. Quizá si conociera la verdad... ¿Se lo dice?
—Por mucho que le insista, no creo que me haga caso. Ya sabes cómo es.
—¿Pero qué es lo que pretende? Si está muy delgada... No necesita perder peso.
—¿Por qué no hablas tú con ella? —le propone Mario.
—¿Yo? No creo que yo sea la persona más adecuada para decirle que tiene que comer más.
—¿Por?
—Pensará que quiero que engorde para que no le gustes y te enamores otra vez de mí. O algo por el estilo.
—Eso es muy rebuscado.
—Tu novia es muy rebuscada.
—Porque tiene un problema —suelta sin pensarlo.
Paula lo mira frunciendo el ceño. Mario se da cuenta de que le ha dicho algo que no debía e intenta disimular.
—¿Qué problema?
—Nada. No he dicho nada.
—Vamos, cuéntamelo. No me vas a dejar así, ¿verdad?
—No puedo decirte nada. Si no, Diana me mata —comenta, tratando de excusarse.
En cambio, la chica no está dispuesta a dejar pasar aquello por alto e insiste.
—Pues me lo vas a contar porque, si no, la que te matará seré yo.
—No puedo, de verdad.
Parece que habla muy convencido y que realmente no puede decirle nada. Eso significa que es algo serio. Sin embargo, Paula no se da por vencida. Necesita saber a qué problema se está refiriendo Mario.
—¿Está enferma?
—Paula, por favor. No me hagas hablar más de lo que puedo.
—Solo dime si tiene alguna enfermedad y ya no preguntaré más. Prometido.
—Algo así —contesta Mario, suspirando antes.
—¡Está enferma! ¿Qué es lo que tiene?
—Pero ¿no me dijiste que no me ibas a preguntar más?
—Sí, pero mi amiga está enferma y es lógico que me interese, ¿no?
El chico se frota los ojos y mueve la cabeza de un lado a otro. Sigue creyendo que es positivo que Paula se entere, pero sabe que le caerá una buena bronca si él desvela qué es lo que le pasa a Diana.
—Sí es lógico, pero yo...
—¿No tendrá que ver con la comida?
—Eh...
La reacción de Mario hace que la chica deduzca que la respuesta a esa pregunta es afirmativa. Se ha puesto muy nervioso.
—No me digas que Diana tiene problemas con la comida.
—Ella no quiere que se lo cuente a nadie.
—¡Dios! —exclama Paula, que deja el cruasán sobre la mesa de la cocina—. ¿Qué es lo que le pasa exactamente?
—Debería decírtelo ella.
—Ella no me va a decir nada, Mario. ¿Tiene anorexia?
Al chico le entra un escalofrío cuando escucha aquella palabra.
—No lo sé. No sé qué es.
—¿No lo sabes o no me lo quieres decir?
—No lo sé y ella tampoco, según me dijo. Sé que tiene problemas para comer. Que vomita. Y que no puede controlar lo que le pasa.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace unas semanas.
—Vaya.
Paula se queda pensativa, con las manos tapándose la cara. No podía imaginar nada así. Había estado tan preocupada de sí misma, de compadecerse por lo de Ángel, de vivir su vida, que no había prestado atención a lo que a su amiga le sucedía.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Mario, que percibe la tremenda preocupación de su amiga reflejada en su rostro.
—No lo sé.
—Hablar con ella y convencerla para que vaya al médico es imposible.
—En eso os parecéis.
—No compares. Lo mío son solo rasguños —se justifica—. Lo de ella es algo importante. Tenemos que hacer algo.
—Podríamos hablar con su madre.
—Últimamente no se llevan muy bien. Tiene un novio nuevo que a Diana no le gusta mucho. No sé si sería peor el remedio que la enfermedad.
—Mmm...
—Y si...
La puerta de la cocina se abre y aparece Alan. Inmediatamente, los chicos se callan. El francés se da cuenta de que ha interrumpido la conversación.
—Podéis seguir hablando, ¿eh? Solo he venido por una cerveza —dice algo molesto.
—¿Una cerveza tan pronto?
—Ya no es tan temprano. ¿No quieres una?
—No, gracias. Hoy creo que no beberé alcohol —indica Paula, sonriendo.
El chico se encoge de hombros. Va al frigorífico y coge un botellín.
—Bueno, yo me voy a descansar un rato, si no os importa —señala Mario—. Apenas he dormido esta noche y estoy hecho polvo.
—¿Cómo tienes el tobillo? ¿Te aprieta el vendaje que te hice?
—No. Está perfecto.
Alan abre la cerveza y da un trago.
—Descansa, que lo necesitas —dice la chica, levantándose de la silla en la que estaba—. Luego seguimos hablando.
—Vale.
Mario sonríe tristemente. Se despide de ambos y sale de la cocina cojeando.
¡Qué situación tan difícil! Y lo peor de todo es no saber cómo actuar. Piensa que ha hecho bien contándole a Paula el problema de Diana, aunque ella se enfade con él. Sin embargo, no se siente bien porque ha incumplido su palabra.
Está muy cansado. Todo lo que ha ocurrido en las últimas horas le ha agotado. Necesita dormir y, tal vez, cuando descanse, vea las cosas de otra manera.
Llega a su habitación. Abre la puerta. Ve a Diana tumbada en la cama. Está dormida. El chico suspira. Se quita el zapato del pie sano y la camiseta. No puede dejar de mirarla. En su interior, en ese instante, siente lo mismo que en su día sentía por Paula. ¿Está enamorado de ella? Eso parece.
Con mucho cuidado para no despertarla se sienta en la cama. Le duelen las heridas de la caída. Despacio, se tumba a su lado. Los rasguños rozan con las sábanas. Siente como si le quemara la piel y quiere gritar, pero se contiene mordiéndose los labios. El tobillo también le molesta bastante, pese a la venda. Busca la postura más cómoda, la que menos dolor le provoque. Se pone de lado y cierra los ojos con fuerza.
—Te quiero.
Mario abre los ojos de nuevo al escuchar su voz y se encuentra con los de Diana. Está sonriendo.
—Yo también te quiero —le susurra.
La chica vuelve a cerrar los ojos sin perder la sonrisa. Su novio la imita. Y, agarrándole la mano, se promete que hará todo lo posible y lo imposible para ayudarla. Jamás la dejará sola.
Un dia de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
Ticket sacado. Han aparcado el coche en un parking del centro y ahora caminan por una de las calles más concurridas de la ciudad. Hace mucho calor. Es el primer día de junio en el que el verano pide paso. Aunque es domingo, muchas tiendas y comercios están abiertos.
Sandra y Ángel se detienen delante del escaparate de una zapatería. No van de la mano, pero sí han caminado muy cerca el uno del otro, como una auténtica pareja. ¿Lo son? Ella lo ha definido como «presunta pareja».
—¿Te gustan esas? —pregunta la chica, refiriéndose a unas sandalias beiges.
—No. No me gustan.
—¡Pero si son preciosas!
—Las sandalias, para los romanos.
—Estás anticuado. Tú no entiendes de zapatos.
—Puede ser que no entienda tanto como tú. Sí me gustan los zapatos, pero el tema de que las sandalias se hayan puesto tan de moda... No lo comprendo.
—Se han puesto de moda porque son cómodas, más frescas que las manoletinas y además son elegantes.
—Yo no les veo nada elegantes.
—Vaya la que te ha dado con las sandalias, ¿eh? ¿Qué tienes en contra de ellas?
El periodista se acaricia la barbilla.
—Nada. Pero son horribles.
—No lo son —le contradice—. De hecho, esas me encantan: las quiero.
—¿Que las quieres?
—Sí. Vamos a entrar.
Lo coge de la mano y lo arrastra hasta el interior de la zapatería.
Allí se encuentran con un señor de unos cuarenta y tantos años y una chica rubia bastante más joven que él. Unos veinte años de diferencia. No hay nadie más.
El hombre se les acerca.
—¿Puedo ayudarles en algo?
—Sí. Me gustaría probarme esas sandalias —responde Sandra, señalando las que están expuestas en el escaparate.
—Perfecto. ¿De qué número?
—Treinta y nueve.
El hombre sonríe y se adentra en un pequeño almacén al fondo de la tienda.
—No me puedo creer que te las vayas a comprar. No me gustan nada.
—Pues a mí sí. Son muy bonitas.
—Son feísimas.
—¡Qué mal gusto tienes...! Además, son baratas.
— ¡¿Baratas?! —exclama, mirando el precio—. No me lo parece.
—¡Pues lo son!
La chica rubia, que está escuchando la discusión, acude hasta la pareja.
—¿Por qué no te gustan? —le pregunta a Ángel, que no esperaba que le hablara a él.
—Bueno..., es que las sandalias me parecen poco...
Le cuesta admitir lo que piensa. No le va a explicar a ella, que trabaja allí, que le parecen horribles.
—Pero di lo que crees de verdad —le pica Sandra—. ¿Qué decías de esas sandalias?
—Ya le he oído —comenta la joven, sonriendo—. Creo que has hecho una gran elección. Son unas sandalias preciosas. Y están tiradas de precio.
—¡¿Ves?! Ella sí que tiene buen gusto.
«Y tiene que vender zapatos. Trabaja aquí», piensa Ángel, que se ha puesto un poco colorado.
El hombre que había entrado en la habitación del fondo aparece de nuevo con una caja marrón en las manos.
—Aquí están. Del treinta y nueve, ¿verdad?
—Sí.
El zapatero abre la caja y saca las sandalias. Se las entrega a Sandra, que ya se ha quitado las bailarinas que llevaba puestas y se aleja junto a la joven rubia, para que sus clientes estén más tranquilos y deliberen a solas.
—¿Te ayudo a ponértelas? —pregunta Ángel.
—¿Como en
Cenicienta
?
—Cenicienta nunca se hubiera comprado unas sandalias —contesta en voz baja, para que solo le oiga ella.
—Porque no hay sandalias de cristal, tonto —susurra Sandra.
Ángel le ayuda a calzárselas. Primero, la izquierda. Para ello apoya una mano en su pierna. Tiene la piel muy suave, como siempre. Sandra siente un escalofrío cuando la toca. Ambos se miran a los ojos. Se disparan las sensaciones. Sorprendidos. El, en el suelo de rodillas; ella, sentada en un pequeño taburete. Como si de una pedida de mano se tratase. La chica se inclina y se abrocha.
Cuando han terminado con la izquierda, le ayuda con la sandalia derecha.
La escena se repite. Y los roces. Y el contacto de sus manos con su piel. El deseo de ambos crece. Y los dos lo perciben. Ahora mismo pagarían por estar solos, en la intimidad de un dormitorio. Quitarse no solo los zapatos, toda la ropa. Y dejarse llevar por el instinto. Sin embargo, la magia del momento se esfuma en un segundo.
—¿Qué tal le están? ¿Necesita otro número?—pregunta el zapatero, que ha vuelto a acercarse acompañado de la joven rubia.
—En principio, no. Me parece que me están bien.
Sandra termina de abrocharse la sandalia derecha y se levanta.
—Le quedan perfectas —indica el hombre satisfecho—. ¿A que sí, Carla?
—Sí —contesta la chica sonriendo—. Tiene unas piernas muy bonitas y bronceadas. Estas sandalias se las realzan.
Sandra se mira en un espejo y comprueba que lo que le dicen es cierto. Efectivamente, le encanta cómo le quedan.
—A ti ni te pregunto, porque ya sé lo que piensas —le gruñe a Ángel.
—Haces bien no preguntando.
—Sieso —le dice mientras se remira—. Me las voy a quedar.
—Muy bien.
El hombre va hacia el mostrador mientras Sandra se quita las sandalias y las vuelve a guardar. La chica rubia coge la caja y les pide que la acompañen.