—¿Has pensado en lo de ayer? —pregunta el chico, de repente, tras saltar un tronco de árbol tirado en el suelo.
—¿En qué?
—En lo que hablamos por la noche. Volver como novios y esas cosas.
—Y esas cosas... —repite Diana, rodeando el tronco que Mario ha saltado—. Pues algo he pensado.
—¿Y? ¿Alguna conclusión?
—Que necesito pensar más.
Mario se detiene. Se gira y la mira. Diana se encoge de hombros y sonríe.
—¿Qué es lo que necesitas pensar más? ¿Sobre qué?
—Pues sobre lo nuestro.
—Eso ya lo sé.
—Pues si lo sabes, ¿para qué me preguntas?
—Porque quiero saber qué es lo que tienes que pensar exactamente.
—Si es conveniente que volvamos o no.
El chico se da la vuelta y continúa caminando. Resopla. Ella le sigue de cerca.
—Entonces no has decidido nada aún.
—No. Bueno, sí. He decidido que necesito pensar más.
—Otra vez con eso. Parecemos los protagonistas de una película de los hermanos Marx.
—¿Quiénes son esos?
—¿No sabes quiénes son?
—Pues no. ¿Algún problema?
—Ninguno, ninguno.
Mario empieza a desesperarse. Es mejor ir directos al grano.
—¿Tú me quieres?
—¿A qué viene eso?
—Respóndeme: ¿me quieres?
—Sí. Pero no estoy segura de que tú me quieras a mí o solo estés conmigo por estar con alguien.
Mario se da una palmada en la frente y mueve la cabeza de un lado a otro. No merece la pena discutir de nuevo.
—Creo que es más sencillo salir de aquí que comprenderte a ti —comenta con tono divertido.
—Eso es seguro.
Una especie de ladera, en forma de rampa empinada, se les aparece delante. O la suben o tendrán que volver hacia atrás.
—Hay que ir por ahí —indica Mario, señalando la cuesta.
—¿Qué? Ni loca.
—Pues o es por ahí o tendremos que dar un gran rodeo para seguir adelante.
—¿De cuánto sería ese rodeo?
—Ni idea. Pueden ser quinientos metros o diez kilómetros.
Diana suspira. Le tiemblan las rodillas. No está segura de que pueda subir por allí. Pero sería peor tener que andar diez kilómetros más.
—Me has convencido.
—Menos mal, porque no pensaba ir contigo.
—¿Lo dices en serio?
—Totalmente —responde muy firme.
—No te lo crees ni tú.
—Haz la prueba.
—Mmm...
¿Lo dice de verdad? Diana no sabe si creerle. Pero el órdago de Mario dura muy poco porque, tres segundos más tarde, se le escapa una sonrisa.
—Anda, vamos a subir el Tourmalet. —Y le coge de la mano.
Los chicos empiezan a subir aquella ladera despacio. El desnivel es pronunciado y el suelo es bastante arenoso; patinan al caminar. Tampoco tienen demasiados lugares de apoyo donde agarrarse.
—Empiezo a pensar que lo de los diez kilómetros era mejor idea —protesta Diana, a la que le cuesta muchísimo mantenerse en pie.
—Venga, ya queda poco.
Continúan de la mano, sujetándose con fuerza. Cada vez les es más difícil subir y cada vez caminan más inclinados.
—¿Queda mucho?
—No. Ya casi estamos.
El final está cerca. Los dos están sudando. El esfuerzo que están haciendo es muy grande, pero la meta ya está próxima a ellos.
En ese instante, Mario resbala y pierde pie. La zapatilla derecha se le sale en el intento de restablecer el equilibrio y su cuerpo se estampa contra el suelo. Sin poder evitarlo, comienza a bajar la rampa arrastrándose por la arena. Diana no ha conseguido aguantar el peso de su cuerpo y ha tenido que soltar su mano.
—¡Mario! —exclama alarmada mientras observa, impotente, cómo el chico se desliza por la ladera rodando hacia abajo.
Esa mañana de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
Mueve un pie. Luego el otro. Sus dedos bailan solos. Siente como si alguien...
Alex se despierta y contempla sorprendido cómo Irene y Katia están jugueteando con las plantas de sus pies.
—Pero ¿qué estáis haciendo?
—Se llama cosquillas —responde su hermanastra, divertida.
—No tengo cosquillas —replica el escritor.
Las dos chicas se miran la una a la otra y, como si se hubiesen puesto mentalmente de acuerdo, se lanzan a por Alex, que no puede evitar que lo aborden en el sofá. El joven intenta detenerlas, pero le resulta imposible.
—Si no tienes cosquillas, ¿por qué te ríes? —pregunta la cantante, que está sobre el chico.
—No me estoy riendo.
—¿No?
—¡No! —exclama.
—Pues yo creo que sí te estás riendo. Si se te saltan hasta las lágrimas... —señala Irene, que ha elegido su cuello como objetivo.
—¡Es de dolor! ¡Me estáis haciendo daño!
—Venga, reconoce que tienes cosquillas y te dejamos.
Alex se muerde los labios tratando de no reírse, pero finalmente suelta una gran carcajada.
—¡Parad! ¡Lo admito! ¡Sí que tengo!
—¿Ah, sí? No nos habíamos dado cuenta.
—Casi no se te ha notado.
Irene y Katia ponen tin a la travesura y se sientan en los dos sillones libres del salón. Alex también se incorpora. Respira hondo y se peina con las manos. Luego se coloca bien la ropa.
—Habéis estado a punto de desnudarme.
—Mmm... No habría estado mal. ¿Verdad, Katia?
Esta no dice nada. Solo sonríe. Pero lo piensa. Realmente no habría estado nada mal que se hubiera desprendido de algo de ropa. De todas las maneras, ¿ella no es su hermanastra? ¿También se siente atraída por él?
—¿Qué hora es? —pregunta Alex, que se quedó dormido bastante tarde.
—Hora de desayunar —contesta Katia.
—Sí. Fíjate si somos buenas, que te hemos preparado hasta el desayuno —añade Irene.
El joven arquea una ceja.
—Creo que os tocaba a vosotras, ¿no? O en eso quedamos anoche, me parece recordar. ¿No fui yo el que os ganó en el jueguecito ese del baile de la Wii?
—Tuviste suerte.
—Ya. Al saber le llaman suerte.
Después de jugar al tenis y de cantar en la videoconsola, decidieron competir a ver quién era el que bailaba mejor. Los que perdieran debían preparar el desayuno a la mañana siguiente. Contra todo pronóstico, Alex las venció al «Active Life: Extreme Challenge». Y eso que bailar se le da rematadamente mal. O se le daba. Aunque realmente lo que ocurrió es que las dos chicas le habían dejado ganar. Y él lo sabía.
—Bueno, bueno. No presumas tanto. A ver si al final nos vamos a comer tu parte —dice Irene, refunfuñando.
—Vale, ya no digo nada más.
Katia sonríe. Abandona el salón y entra en la cocina. A los pocos segundos aparece con una bandeja llena de vasos con zumo natural de naranja, tostadas y café recién hecho.
—¡Ta-chán! —exclama la cantante, al entrar de nuevo en el salón.
—¡Madre mía! ¿Seguro que todo eso es para nosotros tres? ¿No viene nadie más a desayunar? —pregunta Alex, asombrado ante tanta cantidad de comida.
—Claro que solo es para nosotros tres.
—Pues os habéis pasado.
—Estás muy quejica, ¿eh? Sí que tienes mal despertar.
—No lo sabes tú bien, Katia. En casa es así cada día.
—No la creas. Miente. Soy un sol.
Irene coge una de las tazas de café y se sirve. Luego le pasa otra a la cantante y también le sirve a ella.
—Tú lo haces solito. Por desagradecido —le comenta a su hermanastro.
Alex chasquea la lengua, coge la cafetera y se pone café en su taza. Luego un poco de leche. Katia lo observa, sonriente. Se siente bien teniéndoles en casa. Hacía tanto tiempo que no tenía amigos de verdad...
¿Podría ser él algo más? Para eso no tiene aún una respuesta. Le atrae y le gusta su manera de ser. Y es muy guapo.
—¿Cómo has dormido en el sofá? —le pregunta al chico—. ¿Has estado cómodo?
—Sí, es un sofá bastante cómodo. En cuanto cerré los ojos...
—Hasta que llegamos nosotras —interrumpe Irene, que mastica una tostada con mantequilla y mermelada de melocotón.
—Sí, hasta que llegasteis vosotras.
—Siento que te hayamos despertado. Pero es que, si no, el desayuno se enfriaba —aclara Katia.
—No te disculpes. Que se aguante y madrugue como nosotras.
—Pobrecillo. Encima, vaya manera con la que le hemos despertado...
—¡Si le encanta...! Dos tías buenas como nosotras sobre él... ¡Seguro que se lo ha pasado genial!
El chico prefiere no responder mientras las dos ríen. Alcanza una de las tostadas y la unta de mantequilla.
—Venga, no seamos malas con él, que terminará enfadado con nosotras.
—Bueeeeeno.
Irene se levanta y se sienta en el sofá, junto a su hermanastro.
Este la mira de reojo, temiendo alguna broma más. Pero la chica se inclina sobre él y le besa en la mejilla. Katia los observa algo celosa. Ella también quiere su parte. Así que también se pone de pie, se sienta al otro lado de Alex y le besa en la otra mejilla. El escritor se sonroja y no sabe qué decir. Recupera su taza de café, que había dejado sobre la mesa, y bebe.
—Te mimamos demasiado —apunta Irene.
No le ha gustado mucho que Katia la haya imitado. Sin embargo, no dice nada y se limita a sonreír. Forma parte de su nueva personalidad y de su estrategia para conquistar a su hermanastro. Nada de celos o, al menos, nada de demostrarlos.
—Y hoy, ¿qué vais a hacer? —pregunta la cantante.
—No lo sé. Ahora pediremos un taxi y nos iremos a casa. Pero luego no sé qué haremos. Yo no tengo planes —señala el chico.
—A mí se me ha ocurrido una cosa que podríamos hacer los tres —comenta Irene.
Alex y Katia la miran intrigados.
—¿Qué has pensado? Me das miedo.
—Pues podríamos ir a un paintball. ¿Sabéis qué es?
—Sí —contesta Katia—, una guerra de pintura. ¡Me encanta! Hace mucho que no voy. Por mí, sí.
—¿Y tú qué dices, hermanito?
—Que es una temeridad ir a un sitio así con vosotras.
Las dos ríen al escucharle.
—¿No te atreves? ¿No nos das la revancha del baile?
—Sois muy peligrosas juntas.
—«El escritor miedoso»: así debería llamarse tu próximo libro.
Alex resopla. Nunca ha ido a un paintball. No es algo que tuviera en su lista de preferencias, pero podría ser divertido. Además, con aquellas dos locas, cualquier cosa podría pasar. Su hermanastra está muy cambiada, pero sigue conservando ese punto extrovertido y seductor de antes. Y Katia..., ¿le gusta?
—Está bien. Me has convencido. Vayamos a mancharnos de pintura.
Esa mañana de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.
Es la octava ocasión en la que cruza la piscina de un lado a otro, cada vez más rápido, cada vez con más cadencia en sus brazadas. Y, al llegar a la pared de los extremos, se impulsa con rabia y continúa nadando, más deprisa, disminuyendo el tiempo que ha empleado en el anterior largo, sin detenerse a descansar.
Está desatado.
Pero ese no es su primer esfuerzo del día. Cuando Alan se despertó esa mañana, el número de abdominales que hizo fue el doble del habitual. Siempre que le preocupa algo o tiene problemas, se desahoga haciendo ejercicio. Machacándose. Aunque, en esta oportunidad, las circunstancias a las que se enfrenta son nuevas, diferentes. No puede llamarse problema a lo que le pasa. O sí. No entiende por qué su cabeza no deja de dar vueltas. Y todas en la misma dirección. No le gusta sentirse así. Pero es que su corazón le está jugando una mala pasada.
Anoche fue a verla. A hablar con ella. Llamó a la puerta de su habitación y no contestó. Abrió lentamente y entró. Y allí la vio. Paula estaba dormida. En otro momento la habría despertado e intentado algo con ella. Pero esta vez no. Salió sin hacer ruido y se marchó a su dormitorio.
En su cama, intentó olvidarla sin éxito. Fue incapaz de dejar de pensar en ella hasta que se quedó dormido.
¿No estará enamorado? No. Esa palabra no existe para él. Nunca después se enamoró de nadie desde que Roxy le engañó con otro y rompieron su relación. Ha pasado mucho tiempo y muchas chicas por su vida. Ninguna logró atraparle.
—¿Compites contra ti mismo?
Alan se detiene al escuchar su voz. Paula está junto a la escalera de la piscina. Lleva una camiseta blanca, pero no se ha puesto pantalón, dejando a la vista sus bronceadas piernas y un pequeño bikini azul. Está increíble. Como siempre.
—Sí. Soy mi mayor rival —responde el francés, acercándose hasta ella.
—Tú siempre tan modesto.
—Es la verdad. No hay mayor rival que uno mismo.
La chica se quita la camiseta ante la mirada de Alan, que la observa con atención. Le encanta su cuerpo.
—¡Hey! Que se te van a salir los ojos... —protesta ella—. No me mires así.
—La culpa es tuya.
—¿Mía? ¿Por qué?
—Mejor no respondo.
—Tú mismo.
No va a seguirle el juego. No esta vez.
Dobla la camiseta y la deja en el césped, junto a la toalla que ha cogido para secarse después del baño. A continuación, baja por la escalera, despacio, mojando primero los brazos y las muñecas, luego la cabeza.
—¿Siempre eres tan delicada para bañarte?
—¿Delicada?
—Sí. ¿No sabes tirarte de cabeza?
—Claro que sé.
—Yo nunca te he visto. Siempre bajas por la escalera.
—Porque es una costumbre. Me gusta más así.
—¿Es por miedo?
—No, por supuesto que no me da miedo.
—Pues a mí me parece que sí, que es eso lo que te pasa.
Alan se aleja hasta el centro de la piscina nadando de espaldas. Sonriente. Paula no quería entrar en sus provocaciones, pero esta vez no puede contenerse. Vuelve a subir la escalera y se coloca en el bordillo. Recta, con los brazos pegados al cuerpo. Respira hondo.
—¡Mira, francesito! —grita—. ¡Aprende!
Extiende los brazos hacia adelante y se lanza de cabeza. Es un salto muy ágil. Apenas salpica al entrar en el agua. Llega hasta el fondo de la piscina, lo toca con las manos y emerge buceando de nuevo a la superficie.
Alan la aplaude cuando se asoma.
El chico nada hasta ella. Paula se echa el pelo hacia atrás. Las gotas de agua resbalan por su cuello hasta su pecho.
—Muy bien. ¡Qué valiente! —exclama.
—No te burles de mí.
—No me burlo. Lo has hecho muy bien.