Anza-Borrego.
Es un desierto inmenso, casi todo vacío.
Elena ha comprado tres propiedades allí, de varias hectáreas cada una.
—¿Para qué coño las querrá? —pregunta Chon—. ¿Como depósitos clandestinos?
Ben se encoge de hombros.
Suena el teléfono.
Es Jaime.
Convoca una reunión de trabajo.
Autorizan a O. a usar internet sin restricciones, siempre con la supervisión de Esteban. Puede entrar
online
y navegar, puede ver películas y la televisión. Abren la puerta trasera y Esteban la saca a caminar todos los días entre los muros del jardín y O. se da cuenta de que están en medio del desierto.
Incluso permiten que Esteban encargue pizza.
Es una yihad.
Una guerra sin cuartel entre Los Treinta y los 94, una especie de batalla que acompaña el enfrentamiento entre Elena y el Azul, al sur de la frontera, camino de México.
Era inevitable —«Sólo era cuestión de tiempo», dicen todos los expertos, relativamente satisfechos de que se hayan cumplido sus pronósticos más sombríos— que la violencia del narcotráfico en México se filtrara al otro lado de la frontera. Un charco de sangre fue penetrando poco a poco bajo la valla, una marea tóxica imparable, como los
mojados
que la atraviesan.
Como la gripe porcina...
(Salvo que no hace falta padecer una «dolencia preexistente» y no hay ninguna vacuna.)
Hecho en México.
La guerra contra las drogas.
Los Treinta contraatacan a los 94 y después los 94 contraatacan a Los Treinta. Los cadáveres empiezan a amontonarse en los barrios del sur de California. Sólo es cuestión de tiempo —advierten con seriedad los presentadores de las noticias— que maten a una persona inocente (blanca).
—¿Y qué tengo yo que ver con este problema? —pregunta Ben a Jaime en la «reunión de trabajo» que se celebra en el aparcamiento de la playa de Salt Creek.
—A partir de este momento, nos entregas el producto a nosotros —dice Jaime a Ben.
—Ni hablar —dice Ben—. No quiero que mi gente corra ningún riesgo.
—No hay ningún riesgo —dice Jaime—. Ya hemos liquidado al chivato.
Pues sí. Ben se acuerda perfectamente de cómo han «liquidado al chivato». Lo ve una y otra vez: su mano apretando el gatillo contra Álex.
—No lo sé —dice.
—Sin discusión —dice Jaime.
Y da por zanjada la cuestión.
«Es lo que hemos decidido y ya está.»
Pues entonces...
Exterior de la casa de BEN, en la terraza, de día.
BEN y CHON están de pie junto a la barandilla y miran el mar azul cerúleo.
CHON Averiguaremos dónde tienen los depósitos clandestinos.
BEN Averiguaremos dónde tienen los depósitos clandestinos, sí, señor.
BEN
enciende una pipa y le da una calada
.
CHON En los depósitos clandestinos se suele esconder mucho dinero.
BEN Por eso se los llama «depósitos clandestinos».
CHON Podríamos pegar un salto a otro nivel. Podríamos conseguir el resto del dinero con un solo gran golpe.
BEN le pasa la pipa a CHON.
BEN Podríamos.
CORTE A:
Pues sí, aunque que puedan no quiere decir que les convenga hacerlo.
Lo que probablemente deberían hacer es caer en la cuenta de que han tenido muchísima suerte y se han librado de un montón de bretes de los que no deberían haberse librado: eso es, probablemente, lo que deberían hacer.
Deberían hacerlo, aunque eso no significa que lo vayan a hacer.
Es la mala uva.
—Correrá sangre —dice Chon.
A Ben ya no le importa.
Un gran golpe.
Irresistible.
Han pasado seis semanas desde que se llevaron a O. y ahora sólo les falta dar un último gran golpe para rescatarla, para poner punto final a aquella pesadilla. (Claro que sí, aunque ¿podrá poner punto final a todas las pesadillas? No lo sabe.) Para salir por patas de aquel infierno y empezar una nueva vida.
Si consiguen aquello, se salen con la suya y quedan libres y limpios.
«Si alguien sale herido, pues mala suerte —piensa Ben—. Además, es probable que salga herida mucha menos gente si atacan un coche que si atacan la casa en la que tienen a O., suponiendo que pudieran dar con ella. ¿Y aquellos hijoputas? Después de lo que les hicieron a aquellos tres chavales y a Álex y a O... y en lo que me han convertido a mí...
»Que les den...
»Sin embargo, sé sincero: tú te has convertido en lo que eres tú sólito.
»Pues, entonces, que me den a mí también.»
Que les den.
De acuerdo, pero ¿cómo?
Ahora que la guerra civil del cartel de Baja se libra al norte de la frontera, aquello es el Lejano Oeste.
De modo que cambian las normas para todos los envíos, ya sean de efectivo, de droga o de las dos cosas.
Son órdenes de Lado:
Tres coches: el que lleva la carga, uno delante y otro detrás. Todos parecen puercoespines: van repletos de armas y de pistoleros.
¿Cómo se derrota a algo así?
Antes las llamaban «guerrillas», pero ahora se le da otro nombre: «conflicto asimétrico».
Es increíble que haya gente capaz de inventar semejantes términos.
¡Conflicto asimétrico!
Otro nombre para la misma cosa.
El pequeño contra el grande.
Su fuerza es también su debilidad.
Cuanto más trata uno de proteger algo, más vulnerable lo vuelve.
A saber:
Lado traslada los depósitos clandestinos de los suburbios a zonas rurales que puede proteger.
Hace menos viajes con más vigilancia.
Viajan de día, en lugar de por la noche.
Eso está bien, pero:
Rural quiere decir aislado.
Menos viajes quiere decir que en cada viaje se mueve más dinero.
Y de día quiere decir que Chon no tiene que comprarse unos prismáticos de visión nocturna.
Como saben dónde han concentrado los depósitos clandestinos, simplemente es cuestión de someterlos a vigilancia para averiguar cuándo y de dónde van a salir los convoyes con la pasta.
Claro que una cosa es saber y otra es hacer.
—Vamos a necesitar más pertrechos —dice Chon a Ben después de examinar detenidamente el depósito clandestino que hay en el desierto.
—Está bien —dice Ben.
Chon conduce su Pony hasta Caléxico, justo en la frontera.
La etimología es evidente:
California.
México.
Caléxico.
El nombre refleja la realidad. Si te das un paseo por el viejo centro de Caléxico, no acabas de saber en qué país estás, aunque la verdad es que no estás en ninguno y estás en los dos.
Chon va a ver a un conocido suyo. Uno conoce a gente interesante cerca de los extremos de las fuerzas de élite, tíos a los que les gusta —probablemente demasiado— el ambiente y por un montón de motivos diferentes. Y es probable que muchos de aquellos tíos se apiñen en torno a la frontera también por un montón de motivos diferentes.
Algunos de ellos se ven a sí mismos como Davy Crockett, aunque esta vez no han perdido el Álamo.
Al ver a Barney, en lo que menos piensa uno es en las fuerzas de élite. Piensa en un pitufo regordete con gafas de culo de botella, mal aliento y cáncer de pulmón.
De todos modos, Barney se alegra de ver a Chon.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Un Barrett.
Es decir, un Barrett modelo 90, el superfusil del francotirador, capaz de disparar una bala de calibre 50 con toda precisión desde una distancia de un kilómetro y medio.
—¡Hostias! ¿Y a quién le vas a dar con eso? —pregunta Barney.
—A unas latas —responde Chon, sin faltar a la verdad.
—¡Vaya por Dios! —dice Barney.
Pues sí, ¡en qué mundo vivimos!
Chon compra el Barrett y, con él, una mira Leupold tipo M de 10x aumentos.
O. escribe a Rupa:
Querida mami:
¡Roma es fantástica! El Coliseo es espectacular. Todo el mundo va por ahí en escúteres y los hombres son guapísimos. Las mujeres también. Y la comida. Quiero decir que uno cree que ha comido pasta antes de venir aquí, pero se equivoca. (No te preocupes, que no como demasiada.)
Te echo de menos.
¿Tú cómo estás?
Ophelia
Ben va a Home Depot, Radio Shack y Hobby Town USA con la lista de la compra que le ha dado Chon, porque...
Chon va a hacer con ellos lo mismo que los sunitas.
Bombas camineras.
Cuando uno no dispone de bombarderos, misiles ni aviones teledirigidos, se las arregla con artefactos explosivos improvisados. Los coloca a un lado del camino y activa el detonador por control remoto cuando se acerca el convoy.
Chon tarda tres días en montarlos.
Pasa horas felices en la vieja mesa del comedor.
—No irás a volarnos por los aires, ¿verdad? —pregunta Ben.
—No tiene por qué pasarnos nada —dice Chon—, a menos que el cartel de Baja haya puesto sobre nuestras cabezas un avión teledirigido o algo así, en cuyo caso estamos jodidos. De todos modos, por ahora yo no usaría el mando a distancia de la tele.
Sólo para estar seguros.
—¿Y qué hago si te oigo farfullar «¡Hostia puta!»?
—¿A esta distancia? Nada.
Muchas preguntas existenciales encuentran respuesta poco después del «¡Hostia puta!».
Como en la vida misma.
La caravana se acerca por el camino sinuoso.
El paso de Cajón parece una serpiente enroscada. En medio de ninguna parte, en pleno desierto, a muchos kilómetros de todo lo que pudiera considerarse civilización.
Un paisaje lunar a ambos lados de la carretera.
A Dios le dio una pataleta y se puso a arrojar rocas enormes como si fueran canicas por las pendientes escarpadas.
Todo se pone rojo a la luz del amanecer.
El reflejo hace la vida imposible a Chon, que está situado en lo alto de la ladera opuesta, ajustando la mira del Barrett.
Espera que Ben tenga la sangre fría suficiente para apretar los interruptores.
Un coche en cabeza, el coche con el dinero y otro detrás.
Un Escalade, un Taurus y un Suburban.
El Escalade está bastante adelantado, como cincuenta metros, pero el Suburban va pegado al Taurus.
Ben se agazapa entre las rocas, no muy lejos de la carretera.
En la mano, los mandos a distancia de unos aviones de juguete.
Dos interruptores de palanca.
Llevan toda la noche allí, instalando las bombas camineras. Han estudiado aquella carretera en Google Earth, han buscado una buena curva estrecha y muy cerrada, próxima a las rocas, para que contengan y canalicen la explosión.
Es un conflicto asimétrico.
En aquella ocasión no será en defensa propia sino, pura y simplemente, un asesinato.
Seguro que los hombres de la caravana están la mar de relajados: acaban de salir de un desierto llano, donde podrían haber visto un coche a kilómetros de distancia, y no han visto nada.
Allí no hay nada.
Ben espera.
Le tiembla la mano.
¿Por la adrenalina o por la duda?
La caravana llega a la curva pronunciada.
Chon suspira. En su cabeza evoca...
... a los talibanes moviéndose como escorpiones por un paisaje similar. Su propia caravana voló por los aires. Corría la sangre de sus camaradas.
«Ahora soy uno de ellos.»
Vuelve a suspirar.
No es buen momento para que te falle el trastorno de estrés postraumático.
Lo único que espera es que el dulce Ben, Ben el pacifista, también sea entonces uno de ellos.
Vamos, Ben.
Deja salir al talibán que llevas dentro.
Ben echa un vistazo por encima de la roca que lo resguarda y ve los tres vehículos que entran en el paso.
Los coches en sí no son nada: meros productos de una cadena de montaje, hechos de plástico y acero, pequeños mecheros de Bunsen del calentamiento global. Huellas de carbón de dinosaurios en el paisaje reseco. Son objetos y Ben no tiene ningún reparo con respecto a los objetos. («Somos espíritus en el mundo material.») Intenta convencerse de que sólo son objetos, aunque sabe la verdad: que dentro de los objetos hay personas.
Seres humanos que tienen familias, amigos, personas queridas, esperanzas, temores.
A diferencia de los vehículos que los transportan, pueden sentir el dolor y el sufrimiento que él está a punto de infligirles.
Apoya en el interruptor el índice y el pulgar.
Basta un simple tironcito de una fibra muscular, pero...
No hay vuelta atrás.
Nada de Control + Alt + Supr.
Ben piensa en los terroristas suicidas.
El asesinato es el suicidio del alma.
Quita la mano.
«Ahora, Ben —piensa Chon—. Ahora o nunca. Ahora o habrá pasado el momento. Si esperas dos segundos más...»
Ben pulsa el interruptor.
Envuelto en llamas, el coche que iba en cabeza pega un salto y cae de lado.
Destrozado.
El coche con el dinero acelera para dar la vuelta, pero...
Chon aprieta el gatillo del Barrett modelo 90 y...
El rostro del conductor desaparece, rojo (encarnado) al amanecer, entonces...
El acompañante se inclina para coger el volante, mientras...
Chon desliza el cerrojo hacia atrás, vuelve a cargar, ajusta la mira y abre un enorme agujero recortado en el pecho del aspirante a héroe. El coche se estrella contra las rocas, se detiene y estalla en llamas.
Hombres con fusiles en la mano empiezan a salir del tercer coche, pero...
Ben pulsa el segundo interruptor y...
Los fragmentos del Escalade se convierten en metralla: desgarran, destrozan, matan... Y lo que no hacen ellos...
Lo hace Chon.
Aturdidos, desconcertados y sangrando, los supervivientes de la explosión miran hacia arriba y a su alrededor, como si se preguntaran de dónde viene la muerte.
Viene de Chon, que desliza el cerrojo, aprieta el gatillo y, al cabo de unos segundos...
No se oye más que el chisporroteo de las llamas y las quejas de los heridos.