—Leslie... Por Dios...
Magda abre la puerta y el tío aquel prácticamente se le echa encima, le pone una mano sobre la boca y la otra en la nuca y la hace retroceder hasta el sofá. Oye la puerta que se cierra y ve que ha entrado otro tío, que le apunta con un arma a la sien.
Ella sacude la cabeza, como diciendo: «Coged lo que queráis, haced lo que queráis». Afortunadamente, el tío se guarda el arma en la pistolera, pero tiene una jeringa en la mano, le coge el brazo, le enrolla la manga de la blusa de seda negra y le clava la aguja en la vena.
Pierde el conocimiento.
Lado detiene el coche delante de la casa y se apea.
Esteban abre la puerta.
El
mierdita
tiene pinta de haber llorado.
Lado pasa a su lado y entra en la habitación donde tienen a la
putilla
rubia. Ella le ve la cara y se da cuenta. Se da cuenta y echa a correr, pero él le planta un bofetón, la coge de la muñeca y la lleva a rastras a la otra habitación. La sienta de un empujón en la silla, se quita el cinturón y le ata las manos a la espalda.
Ella se pone a patalear y a gritar.
—Ayúdame,
pendejo
—chilla Lado—. Sujétale las piernas, coño.
Esteban sigue llorando, pero hace lo que le dicen: la agarra por los pies y la sujeta, mientras Lado saca la cinta adhesiva y le tapa la boca a la fuerza. Después se pone en cuclillas y le enrolla un trozo en torno a cada uno de los tobillos y a una pata de la silla.
—No te preocupes,
chucha
—le dice—, que tendrás las piernas bien abiertas después. Descuida.
Cuando se va a enderezar, Esteban tiene el arma en la mano y le apunta con ella.
Cuando Magda vuelve en sí —todavía está medio grogui—, ve que la han amarrado con cinta adhesiva.
Se encuentra en la habitación de un motel barato.
Frente a ella, sobre la mesa de centro, hay un ordenador portátil con el ojo de la camarita en rojo y parpadeando, conque piensa que se trata de algún tipo retorcido de violación pornográfica por internet y, de ser así, lo único que quiere es que acabe pronto y que no la maten.
Sin embargo, ninguno de los dos hombres se desnuda o ni tan siquiera se abre la bragueta.
Uno empieza a teclear, mientras el otro...
Vuelve a sacar la pistola y mete una bala en la recámara.
—¿Qué vas a hacer con eso? —pregunta Lado.
Al mierdita de Esteban le tiemblan las manos. Lado se acuerda de un coche viejo que tenían cuando él era chaval: cada vez que uno encendía el motor, todo el coche empezaba a sacudirse y a vibrar, como las manos de Esteban en aquel momento.
—Suéltala —dice Esteban.
Entonces Lado sabe que no corre peligro, porque el chaval no le estaba prestando atención cuando él le dijo que, si uno desenfunda un arma, la tiene que usar. Sin amenazar ni hablar.
Simplemente aprieta el gatillo.
—Entra —dice Ben.
«Mierda, entra de una vez, Lado.»
La bala no le da.
Por poco, pero es que la vida, como el béisbol, es cuestión de centímetros.
Lado actúa: de un golpe obliga al chaval a soltar la pistola, lo coge por la cabeza y se la retuerce.
El cuello de Esteban cruje, igual que las astillas con las que se enciende el fuego.
Lado conecta la cámara y enfoca a la chavala. A continuación, enciende el ordenador e introduce la dirección.
Después coge la sierra mecánica.
Skype.
Ben y Chon ven una repetición.
O. amarrada a la silla.
Lado de pie con la sierra mecánica.
Los ojos aterrorizados de O.
Sin embargo, el diálogo cambia.
—Tal vez me la cepille antes de matarla —dice Lado, que se vuelve hacia O. y le dice—: ¿Qué te parece, putilla? ¿Una última polla?
Mal que le pese, Elena se sienta delante del ordenador.
Se conecta y ve...
... a Magda.
Con una pistola apuntándole a la cabeza.
¡La madre que los parió!
El amor te fortalece.
El amor te debilita.
—¿Qué es lo que queréis? —pregunta Elena.
CORTE A:
Interior, pantalla dividida: la habitación del motel, la casa de ELENA y la casa de seguridad en el desierto.
BEN Ya sabes lo que queremos.
ELENA No lo hagáis. Os lo suplico.
BEN Queremos a la chica ilesa.
ELENA Haz lo que piden, Lado.
LADO Desde luego. (
A Ben
) Tranquilo.
BEN La mataremos. No lo dudes.
ELENA Te creo. Podemos encontrar una solución. Fijemos una hora y un lugar para el intercambio. Por favor, no os precipitéis.
Lado fija el lugar y la hora.
«Porque —¡coño!— ¿por qué no?», piensa Lado.
¿Por qué no, coño?
Lado es el tipo de tío al que le gusta estar en misa y repicando.
Vale, puede ser que no le corte la cabeza a la
puta
. No pasa nada. Acabará por matarla, aunque sea un poco después, y a ellos también.
En cuanto a la zorra estirada de la hija de Elena, ¿a quién coño le importa?
—Ya sabes lo que va a ocurrir —dice Chon.
Ben lo sabe.
Van a hacer un intercambio de rehenes...
¡Puta madre! Ben aborrece esta palabra y aborrece tener una rehén...
Elena se va a presentar con un ejército, con lo cual sus posibilidades de salir vivos son...
¿Cuántas maneras hay de decir «cero»?
Nulas.
Inexistentes.
Ninguna.
Esperanza, no.
Fe, no.
Valores, no.
Futuro, no.
Pasado.
Nada de nada.
El correo electrónico llegó cuando ya se habían llevado a O. del complejo, de modo que ella no lo leyó.
Querida hijita:
Lamento mucho no haberme puesto en contacto contigo. No ha sido porque no te quiera, cariño mío, sino por que amo al Señor. He estado en un retiro para contemplar el estado de mi alma y no nos permitían mantener ninguna comunicación con el mundo exterior.
Este mundo está corrupto, Ophelia. La carne es débil.
Sólo el alma sobrevive.
Ophelia, ¡he conocido a un hombre!
Ya sé que te lo he dicho muchas veces —demasiadas—, pero esta vez es de verdad. John también conoce y ama al Señor y ahora que hemos vuelto del retiro tenemos intención de casarnos y montar una empresa de joyería: pulseras y collares que proclamen la fe de quienes los lleven. Con mi sentido de la elegancia y la visión para los negocios de John —es un multimillonario que se ha hecho a sí mismo en el mundo de la propiedad inmobiliaria—, sé que será todo un éxito. El Señor quiere que Sus criaturas vivan en la abundancia.
Te echaré de menos, pero Indiana no queda tan lejos y para eso ha creado el Señor los aviones.
Tu madre amantísima,
«Rupa»
Durante un breve período tuvimos una civilización que se aferraba a una delgada franja de tierra entre el océano y el desierto.
El problema era el agua: de un lado había demasiada y del otro, demasiado poca, aunque eso no nos frenó. Construimos casas, autopistas, hoteles, centros comerciales, complejos de apartamentos, aparcamientos de una o de varias plantas, escuelas y estadios.
Proclamamos la libertad del individuo, compramos y condujimos millones de coches para ponerla de manifiesto, construimos más carreteras para que los coches las recorrieran y así poder ir a todas las partes que no eran ninguna parte. Regamos nuestra hierba, lavamos nuestros coches, bebimos botellas de agua de plástico para mantenernos hidratados en nuestra tierra deshidratada, hicimos parques acuáticos.
Levantamos templos a nuestras fantasías —estudios cinematográficos, parques de atracciones, catedrales de cristal, megaiglesias— y acudimos a ellas en tropel.
Fuimos a la playa, cabalgamos las olas y vertimos nuestros desechos en el agua que decíamos amar.
Nos reinventamos a nosotros mismos todos los días, reconstruimos nuestra cultura, nos recluimos en comunidades cerradas, comimos comida sana, dejamos de fumar, nos hicimos
liftings
en la cara y, al mismo tiempo, evitamos el sol, nos hicimos
peelings
, nos quitamos las arrugas y la grasa, como habíamos hecho con los hijos indeseados, y desafiamos el envejecimiento y la muerte.
Endiosamos la riqueza y la salud.
Convertimos el narcisismo en religión.
Acabamos adorándonos sólo a nosotros mismos.
Al final, no fue suficiente.
Una encrucijada en el desierto.
Claro, ¿por qué no?
Hay un área de descanso muy práctica, donde los coches se pueden detener y hacer el intercambio.
Y las tropas de Elena pueden abatirlos a todos a tiros y desaparecer y pasará mucho tiempo hasta que la policía o el Servicio de Inmigración los encuentren.
Todo el mundo lo sabe.
Lado lo sabe.
Sus hombres seguro que también.
Cualquier aficionado a las novelas o las películas del Oeste lo sabe.
Ben y Chon lo saben, pero acuden, de todos modos.
Porque tiene que ser así.
Van en el Pony, desde luego.
Llevan dos escopetas, dos pistolas y dos AR-15.
Si van a morir, al menos morirán matando.
Inyectan a Magdalena justo la dosis suficiente de caballo para mantenerla dócil y salen del motel sujetándola cada uno por un brazo. La ponen en el asiento trasero y, con cinta adhesiva, le tapan la boca y le sujetan las muñecas por delante.
Recorren en silencio el largo trayecto hasta el desierto.
¿De qué van a hablar y qué música van a poner en la radio como banda sonora de un secuestro y una matanza?
Es preferible el silencio.
Además, no tienen nada que decir.
Por primera vez en la vida, Elena siente auténtico terror.
Náuseas en el fondo del estómago.
Y el tiempo se... resiste... a... pasar.
Pega un salto cuando llaman a la puerta de su dormitorio.
Es Dolores, la mujer de Lado.
Está al borde de las lágrimas y, extrañamente, su empatía conmueve a Elena.
—Elena —le dice—, ya sé que tiene... muchas preocupaciones, pero...
Le tiembla la voz y de pronto se echa a llorar.
—Querida amiga —dice Elena—, ¿qué puede ser tan terrible?
Rodea a la mujer con el brazo, la hace entrar en la habitación y cierra la puerta tras ellas.
Dolores revela a Elena toda la verdad sobre su marido: lo que ha hecho y lo que piensa hacer.
El trayecto se hace corto para O.
Además, recorre la mayor parte bajo los efectos de un somnífero.
La cinta adhesiva farmacéutica.
Despierta temblando en la noche fría del desierto.
—Estamos cerca —dice Lado.
«Tan cerca —piensa— de ganarlo todo.»
Sus hombres partieron una hora antes a ocupar sus posiciones en torno al lugar del encuentro.
Dolores no para de sollozar.
Elena lo comprende, pero no tarda en cansarse. Le da una palmadita más en la mano, la endereza y le dice:
—Has hecho lo correcto, lo que habría hecho cualquier mujer: proteger a sus hijos.
Los hombres nos enseñan cómo hemos de tratarlos.
Ben y Chon localizan el área de descanso situada junto al cruce.
Detienen el coche y encienden y apagan las luces dos veces.
De la oscuridad les llega la señal de respuesta y a continuación se acerca un todoterreno negro y se detiene como a diez metros de ellos.
Experto en presentir emboscadas nocturnas, Chon la huele ahora, junto con la gobernadora y el mapacho, los aromas suaves del desierto, incluso en una noche fresca como aquélla.
—¿Están aquí? —pregunta Ben.
—Pues sí —dice Chon—. A ambos lados.
No cabe duda de que están tumbados en la maleza cercana al área de descanso y al otro lado de la carretera.
—En cuanto tengas a O. —repite Chon—, te echas al suelo y ni se te ocurra levantarte.
—Ajá.
—¿Ben?
—¿Qué?
—Menudo viaje.
—Pues sí.
Ben se mete una pistola en la parte trasera del cinturón, coge a Magda y la hace salir del coche.
Chon saca los dos AR de la parte de atrás.
Lado se mete una pistola en el cinturón, da la vuelta hacia la portezuela del acompañante y saca a O. del coche. La muy zorra todavía está medio ida.
Le tiemblan las piernas.
«Es lógico —piensa Lado—, con lo que le he dado.»
Se acerca al coche de los
güeros
.
Elena se apea del Land Rover.
Hernán, a su lado.
Ve a uno de aquellos cabrones que se acerca con Magda delante de él.
«Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios.»
En cuanto la suelte, sus hombres saben que tienen que abrir fuego.
—¡Suéltala! —grita Lado—. ¡Envíala hacia aquí!
—¡Y tú también! —responde Ben.
Da a Magda un empujoncito en dirección a Lado.
Lado hace lo mismo con O.
En cuanto Magda queda fuera del alcance de Ben, Elena hace una señal con la cabeza.
La noche se llena de luz.
Los fogonazos rojos salen de la boca de las doce armas, todas apuntando hacia...
Lado.
En aquel momento, Elena grita:
—¡Soplón!
Es lo que le ha contado Dolores.
Lado parece la Bruja mala del Oeste.
Se desvanece delante de Dorothy O.
Ben corre hacia ella, la derriba y la sujeta a tierra.
Los dos ven a Lado que se pone a bailar una giga.
Con pies muy ligeros —como se suele decir— para un hombre de su tamaño, regresa de puntillas a su coche, como si pensara aún que puede entrar y escabullirse de aquello, hasta que tropieza y cae de cara sobre el capó y después se desliza hacia abajo, mientras su sangre va dejando una mancha sobre la pintura negra reluciente.
Un pistolero sale de la oscuridad, lo coge del pelo y le tira el cuello hacia atrás.
El
machete
es un destello plateado a la luz de la luna.